28 de diciembre de 2008



The Spirit
Dirigida por Frank Miller













Dos cosas que conviene saber antes de acometer cualquier tipo de juicio crítico sobre esta película. Preparados? Ahi van: a) Frank Miller es Frank Miller; b) Frank Miller es incapaz de no ser Frank Miller.

Para cualquiera que posea un mínimo interés por el comic sabrá de antemano que Miller, junto a Alan Moore, son las dos cabezas de playa de la renovación y maduración del arte del comic durante los años 80’. Sus obras publicadas por aquellos años son clásicos indiscutibles y textos de una fuerza influenciadora que, se quiera o no, reconfiguraron y expandieron las expectativas que el público enterado y los ajenos al mundo de las viñetas habían mantenido hasta ese momento con respecto al medio. Miller y Moore otorgaron carta de legitimidad al comic como arte y como medio de expresión de temas adultos y sofisticados. Una herramienta más para la exploración literaria de altos vuelos y la fusión de géneros, estilos y estéticas en función de los temas a tocar.

Miller es vaca sagrada desde hace ya dos décadas y desde la publicación de sus obras magnas – The Dark Knight Returns, Daredevil: Born Again, Ronin, Batman: Year One, Elektra Lives Again - ha pasado bastante agua bajo el puente. No es que Miller haya desaparecido del panorama creativo durante esta pasada década, si no que – con la excepción de Sin City, la serie sobre Martha Washington, la potente 300 y un reducido puñado de interesantes colaboraciones con Geof Darrow – este autor se ha dedicado más o menos a vivir de la leyenda que creara en los 80’ alrededor de su nombre y ha poco menos que despilfarrado su talento en proyectos alimenticios de un variopinto orden, de Spawn a Robocop y otras linduras de dudoso interés, si bien se ha tomado el tiempo de crear algunas hermosas obras menores como su Daredevil: The Man Without Fear. Cuando hace poco tiempo Miller revisitara a Batman en “All Star Batman & Robin” y el proyecto resultara un fiasco de proporciones, como lector de comics y como fan del hombre, me quede sin saber que pensar sobre el creador y su talento. Ya desde la la cimentación de la fama de Sin City – básicamente dada por sus primeras tres sagas, The Hard Goodbye, A Dame To Kill For y That Yellow Bastard - Miller había tocado un zenith creativo del que me temo no ha vuelto a remontar, con la ya mencionada notable excepción de 300 que, más haya de sus inexactitudes y jugueteos históricos, era una pieza de lectura arrebatadoramente hermosa, plena de lo mejor de la prosaica, estoica prosa milleriana.

Es por lo demás simétrico entonces que Miller recuperara un poco la vida de cara a la platea con la adaptación cinematográfica de, precisamente, Sin City. Y aunque sabemos que el crédito de co-director de aquella película es un poco exagerado (aunque no dudo ni por un segundo de la ingerencia de Miller en la película) esta nueva veta creativa no dejaba de ser una sorpresa que abría muchas posibilidades para Miller, si acaso éste decidía tomarle gusto al asunto. Sin duda espoleado por el éxito de Sin City y la posterior adaptación de 300 por parte de Zack Snyder, también de gran éxito, tenemos ahora el debut como director de Miller. A notar que se trata de una primera obra, por más que la experiencia de Sin City haya tenido que enseñarle algo. Intentaré no mostrar demasiada manga ancha con el hombre que ha escrito algunos de los comics que más admiro en esta vida (cualquiera que me conozca, sabe perfectamente que mi idolatría por los textos de Miller es inmensa). Las críticas han sido despiadadas y la respuesta del público, tibia, escéptica. Es The Spirit una obra tan mala como la critica especializada nos ha hecho creer? No. Es Miller un cineasta torpe y poco dotado? No, meramente novato. Es The Spirit una gran película o un bodrio? Ni lo uno ni lo otro, sino todo lo contrario. Suficientemente confundido?

The Spirit es un animal extraño. Esa clase de película que siendo terriblemente imperfecta, se gana nuestra simpatía a partir de coraje. Coraje en ser fiel a sí misma, coraje de no temerle al ridículo. Es imposible odiarla a pesar de sus defectos y es una película a la que uno termina quizá no aplaudiendo, pero sí siendo cómplice de su peculiar sentido del tono y la atmósfera. No es poco logro para un director primerizo. Valga aquí mencionar que Will Eisner – creador de los comics de The Spirit y uno de los artistas más admirados y queridos del ambiente comiquero norteamericano - es la gran influencia creativa en la obra de Miller y una amistad personal de la que siempre se ha mostrado especialmente orgulloso. La amistad que juntaba ha estos dos hombres y la admiración que Miller sentía por Eisner, son legendarias. Me cuesta creer que Miller se haya propuesto hacer adrede una mala película para honrar a su querido maestro. No lo ha hecho. Es tan solo que su idiosincrásica personalidad creadora y su imberbe calidad como cineasta, le han traicionado un poco. El esfuerzo, sin embargo, es admirable y digno de elogio.

Las opciones que Miller ha puesto en pantalla para The Spirit harían a cualquier crítico snob salir corriendo de la sala de proyección arrancándose a puñados los pelos de la cabeza. Pero para una persona con una predisposición para lo fuera de lo común, y quiero pensar que poseo esa bella, inefable y por lo demás noble característica, la cinta es un regalo de los dioses. He confesado ya que soy admirador de Miller. No significa que sea ciego a sus manías estilísticas y sus obsesiones personales, que algunos malintencionados tienden a magnificar fuera de proporciones. Todos sabemos que Miller ama el hard boiled. Lo suyo es la destilación estilística del film noir. Siempre lo ha sido. Es lo que mejor hace. Es su moneda de cambio. Cualquiera que quiera mostrar sorpresa o llamarlo a falta a esta altura del partido, lo siento mucho, pero se está auto engañando o simplemente está siendo destructivo por el gusto de ser malicioso. Y si, a Miller le van las mujeres con curvas. Las vampiresas del cine negro, le ponen. Y si puede mostrarlas en cueros, mejor. De nuevo, es lo suyo.

Si quieren una destilación de The Spirit, se las acabo de dar en el párrafo anterior. Film noir y mujeres ligeras de ropa. Atmósfera sucia, policías de gabardina y sombrero, una ciudad nocturna y corrupta, un héroe de tonos grises (aunque intrínsecamente noble, por supuesto, otra constante de Miller) y muchas mujeres de curvas generosas y moral flexible. Ah, y Samuel Jackson sobre actuando que da gusto como el villano de la función, Octopus. Lo admito: la conjunción de extrema estilización y opciones creativas descolocantes no es un cóctel que agrade a la platea general. Comprendo perfectamente a la gente que ha detestado la película o los que creen que la herencia de Will Eisner ha sido arrastrada por el fango. Quizá lo mejor que se puede decir de Miller y su Spirit es que, tanto director como película, han tirado las expectativas por la ventana y que a fuerza de coraje y un puñado de opciones atrevidas y dementes, han logrado dejarme sorprendentemente conforme y lo que es más increíble, he salido de la sala con una gran sonrisa en los labios.

Al igual que en el triunvirato Mignola/Hellboy/Del Toro – donde la creación original del primero ha sido absorbida y procesada por Del Toro, para devolvérnosla igual, sólo que distinta – Miller ha tomado el Spirit de Will Eisner y lo ha convertido en un subproducto típicamente suyo. Este NO es el Spirit de Eisner. Es el Spirit de Eisner, filtrado por la sensibilidad de Miller. Lo mismo, sólo que distinto. Las florituras millerianas están en pleno despliegue desde la paleta pictórica que evoca a Sin City (la película y el comic) hasta las composiciones de plano y las angulaciones de cámara que evocan a toda la imaginería visual que Miller ha creado en su vasta carrera en la página impresa. Puedo ver las semillas de las primeras críticas tomando forma en el vocablo repetición. Es posible que haya gente que lo vea así. Yo no. El estilo es el estilo, la voz distintiva del creador. Su firma visual. Ya lo he apuntado. Miller es Miller y no puede evitar ser Miller. A este respecto, hay incluso algunos momentos en que el director (no puedo evitar una media sonrisa cuando acoto esta palabra para referirme a Miller) tiende a la autoreferencia, con líneas de diálogo que están directamente sacadas de anteriores guiones del autor para el comic. Pude notarlo por lo menos en dos ocasiones, siendo una de ellas una alusión directa a Born Again (Metalectura? Pereza creativa? You be the judge).

Como siempre la narrativa de Miller es simple, lineal y directa en su estructura, aunque sus diálogos están, como de costumbre, cargados a la solemnidad y a la grandilocuencia aún en momentos que deberían estar construidos basándose en la sutileza y el susurro emocional. Nuevamente, quien se llama al engaño... La narrativa de Miller nunca ha sido emocionalmente sutil. Lo suyo es lo mítico, las pasiones desbordadas, las melancolías gigantes, las venganzas ensangrentadas. Miller siempre va por la yugular y que los dioses le bendigan por ello. Que sería de la narrativa milleriana sin su desproporcionada, casi operática grandilocuencia emocional? La trama de Spirit, por simple y vacia de resonancias como parezca inicialmente, responde perfectamente a estas características y es una muestra más de que Miller ha hecho la película que quería hacer, de la forma en que quería hacerla. Por lo que podemos asumir una cosa como cierta, a cabalidad. The Spirit es 100% una película de Frank Miller. De eso no puede haber duda alguna. Habrá a quienes ese fundamental detalle les ponga los pelos de punta. Otros, como yo, disfrutaran de la orquestada locura de esta adaptación como niño en noche de Pascua.

Miller como cineasta aún tiene mucho que demostrar, pero a pesar de las apariencias y las criticas negativas, su debut es bastante más logrado de lo que esperaba (admito que no tenía muchas expectativas al respecto, siendo mis reticencias bastante altas). The Spirit no es una gran película, ni siquiera es una buena película, pero es un divertimento entrañable, realizada con el pulso entrañable de un hombre enamorado de sus obsesiones, sus influencias y de los medios con los que trabaja. Un trabajo demencialmente regocijante.

Y ahora, Sr. Miller, para cuando Buck Rogers?


Trivia inútil: Miller aparece en la primera secuencia de la película. Es el oficial de policía que muere decapitado.


27 de octubre de 2008



Legion: The Exorcist III
Dirigida por William Peter Blatty















La secuela (o su prima, la precuela) es un animal cinematográfico difícil de domar y cuyos resultados suelen ser altamente irregulares, cuando no derechamente malos. Como su común denominador es seguir exprimiendo una veta original que se ha mostrado fructífera, las consideraciones artísticas, de coherencia o integridad, e incluso algo tan básico como es su valor en tanto que producto destinado a la simple diversión, están supeditados al concepto sagrado de sacar más dinero – lo más rápido posible – a un público cautivo e incauto. Por tanto, las secuelas nunca han sido bien vistas por la platea comprometida y las pocas excepciones que sí han demostrado estar a la altura de sus predecesoras – pensemos en The Godfather Part II, The Empire Strikes Back o la reciente The Dark Knight – sólo se explican, a ojos recelosos, como precisamente eso, excepciones que a la larga no hacen más que confirmar la comúnmente aceptada tesis de lo inversamente proporcional. Vale decir, calidad progresivamente decreciente a mayor número de secuelas. The Exorcist no es un caso ajeno a este síndrome. Por el contrario, es un ejemplo sintomático de lo fútil que es intentar alargar una historia que, francamente, no necesita – y en algunas ocasiones, tampoco amerita – mayores indagaciones. The Exorcist era una película que no necesitaba posteriores reelaboraciones, decía todo lo que tenía que decir con una contundencia demoledora y concluyente. Pero claro, siempre está el factor económico que mueve y alimenta la maquinaria cinematográfica, ya sea que hablemos de arte o negocios. En este caso, el fenomenal éxito comercial que acompañó al trabajo de William Friedkin, implicaba que Hollywood pronto se aprestaría a explotar la nueva veta.

The Exorcist estaba elaborada a partir de una estupenda novela de William Peter Blatty, quien también adaptaría el texto para el cine. No es de extrañar entonces que el guión cinematográfico fuera tan fiel al original y resultara estupendo en su capacidad para horrorizarnos de una forma más metafísica que meramente visceral. Cierto, la gente suele recordar lo más obvio - los vómitos, las obscenidades gritadas a pleno pulmón, la cabeza que gira sobre sus hombros o la impactante imagen del cuerpo que levita sobre la cama - por sobre las indagaciones metafísicas de la narración. Y no puedo reprocharle al público esta actitud, puesto que el trabajo de dirección de Friedkin es soberbio en The Exorcist y su poder para provocar shock y alarma no ha disminuido ni un ápice en todos estos años. Es precisamente la combinación de las preocupaciones religioso-filosóficas de Blatty y el estilo brutal y directo de Friedkin lo que hace de la película una experiencia tan impactante y casi trascendental. No obstante, mi apreciación personal tiende a considerar que los mejores momentos de la película no están en sus episodios más chocantes, sino en aquellos donde la sensación de amenaza metafísica es palpable en virtud de la puesta en escena o el desempeño actoral. Es en las lagunas entre lo revulsivo y el grand guiñol - esos momentos en que los personajes quedan a la deriva de sus propios miedos y dudas - donde el poder de sugestión de esta película notable alcanza sus cotas más altas.

Esto es precisamente lo que la mayoría de las secuelas olvidaron, prefiriendo seguir una ruta progresiva e irremediablemente equivocada. En este sentido, las secuelas de The Exorcist se dividen entre lo francamente malo (The Heretic) y lo estimable aunque, en última instancia, innecesario (Dominion). Entre estos dos extremos, queda una broma cruel y una imperfecta joya, hundida por su propio peso. Intentaré hablar lo menos posible de The Beginning, la hermana gemela bastarda de Dominion, pues será lo mejor para todos (aunque el tema es morbosamente fascinante). Lo que deja a Legion como la única cinta realmente disfrutable de toda este ciclo de secuelas/precuelas. Sin ser una película perfecta o estar ajena a las manipulaciones comerciales, Legion posee algunos elementos constituyentes que la salvan de la quema y la convierten en una experiencia muy satisfactoria. Pero, como se dice, vamos por partes.

En 1977 Warner Brothers estrenó la primera secuela, titulada Exorcist II: The Heretic. No obstante estar firmada por John Boorman - un director algo irregular, pero interesante, que ya tenía dos filmes notables a su haber, Point Blank y Deliverance - no logró encontrar simpatía alguna en el público y terminó siendo un vergonzante fracaso. Luego de que los asistentes a los pases de estreno se rieran abiertamente de los abundantes absurdos de la trama, la película fue inmediatamente sometida a un facelift en la mesa de montaje por el propio Boorman. Pero era imposible mejorar un proyecto tan pobremente concebido. El presupuesto de The Heretic era sustancioso para la época y gracias a esto la película visualmente tiene algunos momentos excelentes, pero desgraciadamente el guión dejaba mucho que desear. El argumento de la película era un pastiche de ideas a medio cocinar y secuencias sin coherencia, que derivaban en un clímax absurdamente sobredimensionado que no respondía satisfactoriamente ninguna de las preguntas que la cinta planteaba.

Como mayor crimen, se jugaba con los hechos establecidos en la cinta original para justificar las desviaciones arguméntales de The Heretic y se desperdiciaba un elenco de lujo – Richard Burton, James Earl Jones, Louise Fletcher y hasta el propio Max Von Sydow repitiendo su papel de Padre Merrin – en personajes mal perfilados y situaciones que bordean el ridículo. Los interpretes quedaban, irremediablemente, a su propia suerte y el resultado era un trabajo actoral por debajo del nivel esperado ante tal caudal de talento (Burton se ve especialmente aburrido a lo largo del metraje, obligado a masticar unos diálogos terribles). Un fracaso de proporciones que convenció a los ejecutivos que, de momento, era hora de archivar cualquier propósito de nuevas secuelas. Boorman, por su parte, aunque dolido por la experiencia, salió casi indemne del asunto y cuatro años después nos regalaría, casi como disculpándose ante su público, la estupenda Excalibur.

Permítanme ahora jugar un poco con la cronología, para pasar a ocuparme de The Exorcist: The Beginning (el segundo limón de esta colección) y su hermana gemela Dominion. La historia de esta(s) precuela(s) es tan alambicada y fascinante que casi merece un artículo por sí misma, aunque sus desafortunados detalles son tan infames que doy por sentado que ya los conocen. Warner – a través de la productora Morgan Creek - volvió al manantial de los exorcismos a principios de este siglo, tras la fría recepción que tuvo Legion a principios de los noventa. Como habían “aprendido la lección” con esta última secuela, decidieron que lo mejor era no repetir los errores del pasado y con este fin, decidieron que lo que querían era una cinta comercial, pero de prestigio, que funcionase al mismo nivel de la cinta original. Es decir, abundantes dosis de terror visceral punteadas por un trabajo de dirección inteligente, que elevara todo el asunto por sobre la media de una cinta de terror genérica. Para llevar a buen puerto estos nobles propósitos comerciales, consideraron que la mejor estrategia era poner el proyecto en las manos de un experto en tales menesteres, Paul Schrader.

Un momento... ¿Qué?

Quien sea que haya tenido la idea de contratar a Schrader – uno de los cineastas más intensamente personales y angustiados del panorama contemporáneo – en la esperanza de que le entregara un clon del primer The Exorcist, sólo puede ser una de dos cosas, un tipo especialmente iluminado o un completo imbécil. No se me malinterprete. Admiro mucho el cine de Schrader. De hecho, algunos títulos suyos – como su remake de Cat People o la fascinante The Comfort Of Strangers – son películas fetiches de quien esto escribe, pero es imposible concebir (excepto en la mente de un ejecutivo de estudio de cine, claro está) que este director no vaya a realizar con un proyecto como este (o dado el caso, con cualquier otra clase de proyecto) nada más que lo que el hombre sabe y es capaz de hacer. Huelga decir que esto es, fuera de toda duda, una película de Paul Schrader. Y eso es precisamente lo que el cineasta entregó al estudio, varios meses y un buen puñado de millones de dólares después.

Horrorizados, pero no por las razones esperadas, los ejecutivos de Morgan Creek pospusieron el estreno de la película, despidieron sumariamente a Schrader y contrataron a Renny Harlin (Die Hard 2, Cliffhanger, Deep Blue Sea) para reconfigurar el material filmado. Harlin tomó el film realizado por su antecesor – a esa altura de la postproducción, prácticamente listo para su estreno - montándolo a su antojo, eliminó personajes y agregó otros, filmó unas cuantas secuencias más para acomodar mejor el material existente al remozado (que no mejorado) guión que se sacó de la manga y finalmente entregó lo que los ejecutivos querían, una cinta de horror con mucha acción. Sorprendentemente, a pesar de toda la manipulación a la que fueron sometidas las latas de negativos para satisfacer a los productores, las dos versiones terminaron siendo muy semejantes argumentalmente la una con la otra, siendo las grandes diferencias el tono y la ejecución. Lo que no constituye ninguna sorpresa, por supuesto. Después de todo, ¿ Puede haber un abismo de diferencia más grande entre dos cineastas, como el que hay entre Harlin – un artesano entregado al espectáculo por el espectáculo mismo – y Schrader, un cineasta de educación calvinista, con una obra profundamente influida por las recriminaciones morales intrínsecas a la condición humana?

Exorcist: The Beginning, como se retituló a la nueva versión, se estrenó en el 2004 y fue un éxito moderado de taquilla, aunque la critica especializada la despedazó. Razones no le faltaron, la película es un despropósito que intenta de mala manera conciliar espectáculo e introspección y no sorprende que el público la recibiera de forma más bien hostil. Eso sin mencionar a los fans de la saga que quedaron con la boca abierta. De nuevo, de mala manera. No tengo nada contra Harlin. Cuando se limita a lo suyo – esto es facturar cintas de acción de consumo y olvido rápido – el tipo es efectivo y hasta estimable, pero su campo no pasa, en ningún caso, por la dramaturgia cerebral, que es lo que una secuela de estas características requería.

¿Y la versión de Schrader? Pues pasó que, algún tiempo después, Morgan Creek decidió darle la oportunidad al director de resarcirse un poco de la humillación y el mal sabor de boca de aquella experiencia. Le cedió un minúsculo (y claramente insuficiente) presupuesto para completar la abortada postproducción, devolviéndo la película a su estado original y la lanzó al mercado como Dominion: A Precuel To The Exorcist. Tras un brevísimo paso por salas (tan breve, que casi fue un espejismo) la cinta se comercializó directamente en dvd. El juicio general: sin ser una obra maestra ni una película totalmente lograda y alejándose un poco del estilo característico de Schrader (sin duda, constreñido por los aspectos creativos de una franquicia pre establecida) Dominion es, con todo, un film interesante y (era que no) notablemente superior a The Beginning. Como siempre en Schrader, el tono y el ritmo son pausados, reflexivos, exigiendo del espectador atención y compromiso.

También fiel a sí mismo y a sus aficiones temáticas, Schrader hace de Dominion una película alejada del terror barato y al uso. Es un drama disquisitivo sobre la razón de ser del bien y del mal, de entonación preternatural, plena de largas y pausadas conversaciones filosóficas, donde la atmósfera de drama existencial y el desempeño actoral están por sobre los aspectos decididamente sobrenaturales. Todo esto hace de Dominion una película pesada para el público promedio (de ahí el pánico del estudio) y cuando llegan las inevitables secuencias de terror – es una precuela de The Exorcist, después de todo – su presencia no hace más que recordarnos que lo que en verdad hemos estado viendo es a un cineasta de preocupaciones temáticas profundamente personales intentando ser un cineasta comercial. El resultado es lógicamente irregular - los pobres efectos especiales, resultado directo de la paupérrima postproducción, no ayudan en nada a la causa del film - al punto que la narración pierde balance de forma notoria, puesto que el director no es capaz de congeniar lo cerebral con el horror visceral (uno bastante más moderado, en cantidad y ejecución, con respecto a la versión de Harlin, de todos modos). El mismo callejón sin salida creativo que afectó a Harlin, pero por razones completamente distintas y mucho más dignas. El esfuerzo de Schrader, sin embargo, no cae del todo en saco roto. Como mínimo, se puede decir que Dominion es un noble fracaso. No tanto para el director, que hace lo que puede para elevar el material a su nivel creativo, sino para la película en sí que trata de ser la palabra final en un tema que nadie había pedido poner nuevamente sobre la mesa.

La sensación final, además de simpatía por Schrader, atrapado por la máquina comercial de Hollywood, es que ambos proyectos son innecesarios. Ya sea que nos decantemos por la refacturada versión de Harlin o la filosófica lectura de Schrader, el hecho irrefutable es que ambas películas están realizadas a partir de un guión original que no aporta nada de especial importancia al mito de la primera cinta. Un error de concepción que contamina a estas películas. Es más probable que todas ellas terminen afectando negativamente al poder de sugestión de su hermana mayor, debido a la tozuda (y claramente innecesaria) manía de pretender sobre explicar aquello que no requiere mayor explicación (una mala costumbre que parece ser la moda en el actual cine de terror). Todas las secuelas de The Exorcist se han centrado en los años que el padre Merrin pasó en Africa, siendo Legion la única excepción. The Heretic lo usó como telón de fondo para su relato y las dos precuelas afrontaban directamente el tema para mostrarnos el inicio del conflicto (aquí vale mencionar que ninguna de las tres películas respeta lo establecido en la novela con respecto a este tema en particular, las libertades creativas abundan). El problema con estas posturas es que, vuelvo a repetir, son completamente innecesarias. No queremos ni necesitamos saber en detalle que pasó en África o cual es el quid de la dinámica entre Merrin y el demonio Pazuzu. No es de eso de lo que iba The Exorcist. Ni como novela ni como película. En absoluto.





Lo que nos deja, finalmente, con Legion.

Curiosamente, esta película es la única no producida por Warner Brothers dentro de la serie de secuelas. Morgan Creek figura como productora, pero es 20th Century Fox la que corrió con la distribución y parte del presupuesto (a la hora de ser editada en formato doméstico, fue Warner quien se hizo con los derechos). Hay dos factores que hacen de esta secuela un film rescatable y digno, por sobre la estela de sus muy irregulares congéneres. Primero – y el más importante – es que la película es el resultado directo del total desencanto de William Peter Blatty con The Heretic. Tanto fue su malestar con aquella película que Blatty decidió escribir su propia secuela y dejar en ella, muy claros, cuales eran sus puntos de vista creativos en comparación con la explotación comercial de su primera adaptación. Legion, editada en 1983, rescataba la esencia y la integridad temática de la historia original y recuperaba, de paso, algunos de los personajes vistos en la primera novela, integrándolos orgánicamente dentro de la nueva trama. El segundo factor es que, en un ejercicio casi inédito de integridad y compromiso (en parte malogrado, como veremos), cuando llegó la hora de ofrecer el texto para su adaptación a la pantalla, el autor se postuló a sí mismo como director. Con apenas un crédito de dirección a su haber – la casi desconocida, pero muy alabada The Ninth Configuration (basada también en un texto propio) – Blatty se abocó a crear una película que se mantuviera argumentalmente en pié por si misma, sin renunciar a ser una secuela de The Exorcist, y que al mismo tiempo fuera un ejercicio de horror temáticamente coherente y elegante.

Ayudaba bastante a este cometido el que Legion, la novela, se apartase del horror y el grand guiñol tradicionales, para dar preferencia a las preocupaciones humanistas y las disquisiciones filosóficas tan caras a la obra literaria de Blatty. Así, la novela antes que un relato de terror desbocado es – como en el Dominion de Schrader - una reflexión humanista sobre el origen del bien y del mal. Para este fin, la novela (y más tarde, la película) es enfocada como un misterio policial, de tonos sobrenaturales sobrios y angustiantes, cuya premisa argumental está elaborada inequívocamente a partir de The Exorcist, pero que en ningún caso se haya supeditada ni a la novela ni a la película original para funcionar dramáticamente. Legión reconoce y saluda a su hermana mayor, pero tiene su propia personalidad y su propia dinámica.

George C. Scott retoma el personaje del Teniente de Policia Kinderman - que en la película original fuera interpretado por Lee J. Cobb (el actor ya había fallecido cuando esta secuela entró en producción) - y la película recupera la amistad de éste con el sacerdote jesuita Joseph Dyer (aquel que daba la extrema unción al Padre Karras luego de rodar por las famosas escaleras). El personaje de Dyer había sido interpretado en su momento por un verdadero sacerdote jesuita que, para esta ocasión, no pudo estar presente, siendo reemplazado por el actor Ed Flanders (al que hemos visto en el Salem’s Lot de Tobe Hooper y otras muchas producciones televisivas). La única libertad creativa tomada por Blatty con respecto a la película original es presentar la amistad de Kinderman y Dyer y la de Kinderman y Karras ya plenamente establecidas, cuando lo cierto es que los personajes apenas tenían interacción en The Exorcist. Se nos pide, en el primer caso, asumir que a partir de aquel incidente ambos se han mantenido en contacto. Quienes vieron The Exorcist: The Versión You’ve Never Seen, la reelaboración del film que Friedkin perpetrara hace unos años, podrán recordar el plano final de esa versión, en el que se sugería la continuación de la incipiente amistad entre los dos personajes. Por tanto, el concepto tiene precedente. Ante la evidencia, no hay quejas.

El segundo caso, me temo, es una libertad creativa demasiado conveniente y la única realmente objetable, si hemos de ser fieles a la cronología de los hechos. Kinderman y Karras aparecen juntos en una foto al inicio de Legion, como si hubiesen sido amigos largos años. En verdad, se conocieron brevemente durante los sucesos de la primera parte y al final de la historia, Karras ha muerto. ¿En qué momento se tomó la foto? Sé que estoy dividiendo el átomo con esto, pero dado el cuidado que Blatty ha puesto en el resto de la historia para resultar convincente, es un detalle que destaca. Ahora bien, esta claro que el propósito argumental de esa foto es hacer de la ordalía que Kinderman está a punto de experimentar, un suceso de mayor resonancia personal. Si Karras era para Kinderman un amigo íntimo – o una persona por la que sentía mucha estima – el impacto de su verdadero destino será sin duda más devastador. En tanto que engranaje emocional, entonces, es un recurso excusable, puesto que la película entera esta construida sobre ese detalle y sin él su dimensión emocional se resentiría irrevocablemente.

Kinderman, Dyer y la fantasmal presencia de Karras se encuentran en el centro de una vorágine de violencia producida por una serie de asesinatos que resultan inexplicables en sus detalles exactos y que son la copia viva de los crímenes de un psicópata ejecutado hace ya años, el asesino Geminis. Lo más intrigante es el hecho de que las víctimas tienen todas algo en común en su pasado. Estuvieron de alguna forma relacionados, directa o indirectamente, con un supuesto caso de exorcismo acaecido quince años atrás. Con esta premisa sencilla, pero de tremendo gancho, Blatty nos lleva de la mano por un relato que mezcla el horror metafísico con la angustia existencial, sin apenas tomarse la molestia de complacer al público promedio, aquel de las emociones baratas. Una opción conciente y deliberada que polarizó a la platea y a la crítica en su momento. No se puede soslayar lo irrefutable. Legion es una película a la que se ama o se odia, dependiendo de lo que consideremos debe ser el horror cinematográfico y los esquemas a los que supuestamente este tipo de películas deben apegarse para funcionar como ejercicios del género.

The Exorcist III, como fue finalmente bautizada por el estudio, es lo que, casi peyorativamente en estos tiempos, la gente denomina una película lenta y esta percepción fue la principal causa de que la respuesta de taquilla y crítica le diera la espalda a Blatty. Pero, sin embargo, es una percepción hecha a la ligera, que no toma en cuenta la integridad de la película como un todo. La cinta tiene un ritmo deliberadamente pausado, es cierto, pero esta elaborado así con el fin de que sus horrores – presentados con inusual elegancia y un distanciamiento casi clínico – se nos cuelen por los poros y afecten en mayor grado a nuestra sensibilidad. Blatty inteligentemente opta por el susurro horrorífico, antes que por el sangriento shock de galería, para mantener consistente el tono de su film con las reflexiones filosóficas de trasfondo. Las pocas veces que se aleja de esta postura es, por un lado, para remarcar el impacto emocional de un momento determinado – como en la revelación de un graffiti cruelmente cínico, escrito en sangre en una pared – o por otro, porque le ha sido impuesto por el estudio, como en el claramente inadecuado exorcismo final, que casi arruina por completo la atmósfera que el director construyera con tanto cuidado en los dos primeros actos del film.

Pues, sí, la Fox y Morgan Creek no pudieron dejar las cosas en paz y ordenaron a Blatty realizar cambios que acomodaran la película a lo que ellos esperaban de la inversión, a lo que el director no tuvo más remedio que ceder, siendo la lógica del estudio que no puede titularse a un film The Exorcist si no hay, de hecho, un exorcismo de por medio. Lo curioso del caso es que si bien el exorcismo que cierra la película es un añadido tan artificial como inútil (y en el que se desperdicia imperdonablemente a un actor como Nicol Williamson) el segundo cambio ordenado por los ejecutivos, sí derivó en un beneficio para la película. Cuando el misterioso Paciente X entra en escena, todos los esquemas policiales y los flirteos sobrenaturales abandonan el escenario y son reemplazados por uno de los escalofríos terroríficos más impactantes de la historia del género. Blatty demuestra un dominio del pulso narrativo, la coherencia argumental y la puesta en escena que dan para pensar. El tipo se las trae. El concepto que engarza los actuales asesinatos con la primera película de la serie es absolutamente magistral y ya tan sólo por ese motivo, Legión y su director merecen un lugar entre lo más grande del cine de terror. ¿Dónde radica la discordia entonces?

Originalmente, el Paciente X iba a ser interpretado por el inimitable Brad Dourif (Dune, Blue Velvet) y así fue, hasta cierto punto. Cuando se decidió a nivel ejecutivo que Legion aprovecharía el mito de la primera película con fines publicitarios (de ahí que su titulo oficial fuese The Exorcist III y se descartase el de la novela) se le impuso a Blatty la presencia de Jason Miller, el propio Padre Karras, dentro de la película. El problema – que luego, resultó ser una bendición – es que Dourif estaba ya, de cierto modo, interpretando ese papel. La solución, dejar que los dos actores habitaran el personaje, distinguiéndolos mediante el montaje. Los detalles exactos de esta figura me obligan a ser vago, so pena de arruinarles una experiencia cinematográfica realmente memorable. Pero créanme, la película es mejor debido a esto. La presencia de Miller como Karras da un peso emocional de tal calibre a la historia que, una vez revelado el cruel juego metafísico que le trae de vuelta, inmediatamente su agonía despierta nuestra piedad y simpatía. En tanto que Dourif realiza uno de sus típicos retratos psicopáticos que le han hecho inmortal entre los fans, sólo que en esta ocasión se supera a sí mismo. Blatty pone en su boca unos diálogos fabulosos y plenos de malas intenciones, expuestos con la elegancia e inteligencia acostumbradas en este autor. El resultado de esta combinación son las secuencias más fascinantes y ricas en texturas emocionales de toda la película. Por una vez, la intromisión del estudio deviene en una mejora decisiva para el producto final.

Con la excepción de estos dos elementos, el resto de la cinta es puro Blatty. El tono, el horror intrínsico de la situación y las revelaciones del misterio se cuecen a fuego lento para crear un relato que se enmarca, en su primera parte, dentro del thriller policial para luego - a partir de la introducción del Paciente X – irse progresivamente por la tangente y pasar a ser un relato de horror admirablemente inteligente, de atmósfera silenciosa y fría. Los sustos no abundan como en una película promedio del género, pero cuando llegan se hacen valer. Blatty maneja bien sus recursos y la puesta en escena, componiendo imágenes impregnadas de quietud y soterradas implicancias. Sabemos que el terror y el miedo nos aguardan a la vuelta de la esquina, pero el director nos sugiere lo horrible antes que mostrarlo directamente (la valiosa lección de Val Lewton) y manipula nuestras aprensiones en los momentos precisos. El mejor ejemplo de esto es la secuencia nocturna en el pasillo del hospital, captada en un sólo plano estático, cuya lánguida acción y aparente laxitud de propósito, guarda un momento de shock tan expertamente orquestado y ejecutado que otros maestros del género ya se lo quisieran para ellos. Más tarde, un secuencia montada en base a unas inquietantes tijeras quirúrgicas nos da otra muestra de la innata capacidad de Blatty para manejar los resortes del miedo.

Es de todo punto lamentable que ese innecesario exorcismo final y las torpes – aunque afortunadamente breves - escenas que se ocupan del padre Morning (Nicol Williamson) atenten contra la completa coherencia de la película. Legion es una cinta que amerita (casi exige, la verdad) un director’s cut. ¿Lo veremos algún día? He visto cosas más improbables hechas realidad. Siempre queda la esperanza. Imperfecta como actualmente es, la película no deja de ser, de todos modos, una experiencia recompensante para aquellos que creemos que la inteligencia, la elegancia y la integridad argumental no deberían estar necesariamente reñidas con las pulsiones atávicas que constituyen y alimentan de forma tan fundamental a un género como el horror. Cada vez que reviso Legion: The Exorcist III no puedo evitar ver sus defectos, pero, a la larga, ciertamente hace que me sienta justificado. Si no llega a ser una obra perfecta, por lo menos sí es una película excepcional y está claro que es el único capitulo de esta saga que puedo recomendar de todo corazón.

21 de octubre de 2008

Freaks

Dirigida por Tod Browning







Esta película puede considerarse perfectamente como la definición misma de la palabra anomalía y no estoy siendo irónico, créanme. Nunca el cine de Hollywood intentó levantar una producción de estas características y – ciertamente – nunca volvió a hacerlo. Al menos no con tan inolvidables resultados. Por que cualquiera sea la opinión final que la película produzca en el espectador, una cosa es muy cierta. Jamás podrá uno olvidar la experiencia de ver Freaks ni mucho menos olvidar a sus personajes. Un ex hombre de circo narrando una historia amor, celos y venganza, protagonizada por hombres y mujeres con deformaciones físicas reales, producida por – y este fue el mayor shock para el público de la época – el prestigioso Irving Thalberg para la MGM es, ciertamente, una combinación de factores inusitados. Sobre todo si, una vez vista Freaks, la comparamos con la producción estándar de la MGM en esa época. Un estudio que proclamaba orgulloso de “tener más estrellas que el firmamento” y cuya producción consistía mayormente en películas elegantes, ligeras y llenas de musicalidad refinada. El contraste es apabullante y creo que no hay anécdota más reveladora que aquella que nos muestra a los protagonistas de Freaks almorzando despreocupadamente en los comedores de la MGM, ante la mirada horripilada de los empleados. Se dice que en la misma ocasión el escritor F. Scott Fistzgerald tuvo que salir de lugar, asqueado por la visión (lo que, en verdad, deja más en evidencia al literato que a la propia situación).

Los resultados de la apuesta fueron económicamente desastrosos para Thalberg y amargos para todo aquellos que participaron en la producción de este, por largas décadas, film maldito. Es difícil sentirse orgulloso de una película cuando el propio dueño del estudio – L.B. Mayer – ordena que el logo de la empresa sea retirado de las copias de exhibición y posteriormente la archive indefinidamente para que nadie pueda verla. Fue una situación especialmente ingrata para su director, el entonces renombrado Tod Browning, que vio como la película era repudiada por el público y la crítica, voces airadas que en conjunción encontraron todo el asunto sórdido, repelente y de mal gusto. La carrera de Browning comenzaría una precipitada decadencia luego de esta película.

Actualmente, Browning es recordado, sobre todo, por su versión clásica de Drácula, aquella interpretada por el sin par Bela Lugosi en 1931. Pero lo cierto es que había desarrollado una amplia carrera durante el cine mudo, primero como actor (en algunos cortos de D.W. Griffith) y luego, ya como director, iniciando una fructífera relación profesional con Lon Chaney (el legendario hombre de las mil caras). Durante aquel periodo llegaron a filmar diez películas juntos, algunas de ellas títulos clásicos del actor. Curiosamente, Browning ya había tocado la iconografía de la deformación física en una de estas colaboraciones con Chaney. En The Unknown (1927), el actor hacía de un lanza cuchillos sin brazos (no concibo a nadie más que a Chaney sorteando el impasse interpretativo que este papel representa) enamorado de su bella ayudante (Joan Crawford), una trama trágica muy similar a la de Freaks. Por supuesto, la colaboración más importante Browning/ Chaney es la mítica London After Midnight (1927), supuestamente perdida para siempre, aunque Unholy Three (1925) es especialmente relevante en el contexto actoral de Freaks, puesto que en este titulo ya aparecía Harry Earles, el pequeño protagonista de la película.

Browning había pertenecido al mundo del vodevil antes de entrar al cine, en calidad de contorsionista, mago y bailarín. Su cariño por aquel mundo de artistas sin renombre, cerrado al exterior como un universo aparte, es evidente en las escenas costumbristas que forman la primera parte del film. Los personajes son tratados con una amable humanidad y simpatía. Para el director, no hay verdaderos monstruos en este universo de seres castigados por las malformaciones congénitas y los accidentes de la naturaleza, como no sean algunos de los pocos seres humanos “normales” que se dejan ver por la pantalla. También es tremendamente significativo que Browning renuncie a mostrar a los freaks realizando sus shows - toda la acción de la película transcurre tras bambalinas – ahorrándoles así la humillación pública de su exhibición como seres grotescos, una opción que dice mucho del respeto y sincero afecto del cineasta para con su insólito e irrepetible reparto. Aunque también es válido apuntar que el mismo público de la sala de cine cumple, en determinados momentos, el papel de público sensacionalista, si nos detenemos a reflexionar un poco sobre el asunto. Una idea que se refuerza con aquellas situaciones en que vemos a los freaks realizar tareas mundanas, a pesar de sus limitaciones. Así encender un pitillo o llevarse un vaso a la boca se convierten, de hecho, en pequeños espectáculos ante los que no podemos dejar de maravillarnos.

No obstante la consciente renuncia a un sensacionalismo malintencionado, el público de la época no pudo (o, más probablemente, no quiso) mirar más allá de esos mismos aspectos grotescos que, lo queramos o no, definían a los personajes y la cinta fue devuelta a la mesa de montaje, luego de unos pases comerciales por lo demás poco auspiciosos, para ser mutilada en unos 30 minutos. Puesto que no existen copias de la versión original de Browning, nunca sabremos hasta que punto se diferencia de la versión que a llegado hasta nuestros días. Los hechos dicen, tan sólo, que se recortaron algunas escenas incómodas – dejando el metraje final en unos breves 64 minutos - y el final fue reconfigurado un par de ocasiones (aparentemente, no había forma satisfactoria de terminar la historia de cara al público) hasta la inconsistente forma que tiene hoy. Comercialmente hablando, es comprensible el dolor de cabeza que produjo la película a Thalberg y la MGM, quienes buscaban una película efectiva y de prestigio para competir con Universal en la taquillera veta del terror cinematográfico de esos años y terminaron con una película de culto, cuando tal término ni siquiera existía. Era una producción inviable, imposibilitada de encontrar a su público por que, como ha ocurrida en otras tantas ocasiones, era una obra adelantada a su tiempo. Está claro que los abundantes cortes han dejado a la película trunca en sus pretensiones. No le han hecho ningún bien, ni por la forma en que fueron efectuados – a la rápida y sin coherencia, dejando a Browning fuera del proceso – ni por los resultados artísticos finales. Freaks es hoy día una película admirada no sin cierta tristeza debido a que es una obra maestra mutilada, una situación que hermana a la película (más, si cabe) con sus protagonistas.

Para rematar la polémica, Browning hizo que el eje de la película fuera la relación entre una mujer normal y un enano, pero los espectadores de visión más fina también pudieron escandalizarse (o sentirse asqueados, según el nivel de puritanismo o el prurito de “civilidad” de la persona en cuestión) con, por ejemplo, la relación de las siamesas y sus pretendientes. La escena en que una de las hermanas besa a su prometido, pero vemos el placer del acto reflejado en el rostro de la otra, es un momento tan romántico e inocente como plagado de implicaciones sexuales que para la época resultaban impensables. Tenemos también a un microcefálico retardado y travestido, un hombre sin piernas ni brazos - que enciende un cigarro sin ayuda alguna, en uno de los momentos más surreales de la película – una mujer pájaro que baila sobre una mesa en un banquete de bodas y una buena acumulación de otras situaciones poco convencionales que Browning tuvo a bien orquestar para su película.

Incluso una conversación tan mundana como la de la pareja de amigos que pronto serán amantes – el payaso Phroso y la domadora de focas, Venus, los personajes “normales” que tratan a los freaks con mayor dignidad y simpatía – tienen remates descolocantes. Luego de reprocharle sus llantos a la chica – que acaba de abandonar al bruto del circo, Hércules, uno de los villanos de la función – el payaso remata la conversación con la desconcertante línea: “debiste venir a verme, antes de la operación”. Claro, es un remate cómico para un momento liviano. Pero piensen un momento entre líneas. Piensen en el contexto freak de la situación y verán por que la película fue redescubierta y abiertamente admirada en los años `60 por los movimientos culturales a contracorriente que ayudaron a sacar de la oscuridad a una película alguna vez injustamente condenada a la ignominia y el olvido. Una película sobre freaks, interpretada por freaks, destinada a ser admirada por freaks. Tenemos que admitir que la simetría es hermosa.

Tampoco se nos escapa la ironía de que los personajes que tratan humanamente a los deformes protagonistas sean aquellos que viven de su propia humillación – el payaso – o trabajan rodeados de animales. Y es que hay una cierta dualidad (quizás hasta una esquizofrenia) latente en las imágenes de Freaks que la hacen muy compleja para ser narrativamente tan simple. Hasta el momento en que se revela que Hans (Earls) el diminuto hombre enamorado de Cleopatra - una mujer inalcanzable dado que ella trabaja en las alturas (es trapecista) y está bautizada según la mayor seductora de la historia antigua (Browning es apropiadamente poco sutil) – es, en realidad, el secreto heredero de una considerable fortuna, la película se mueve por situaciones mundanas y ni siquiera se toma la molestia de crear ningún tipo de estructura dramática de consideración. Hasta el hecho de que Cleopatra y Hércules son amantes y que la mujer acepta las atenciones de Hans como una forma de sacarle dinero, es mostrada como una bajeza moral carente de posibles repercusiones, excepto la humillación del propio Hans y la amargura de su abandonada prometida, la sufrida Frieda (la propia hermana del protagonista, Daisy Earles, en otro subrepticio detalle sexual). La película simplemente salta de un personaje a otro para darnos una idea general de la vida diaria de la troupe circense y sus dinámicas personales. Pero cuando se nos presenta la revelación de la secreta fortuna, con ella la historia da un giro oscuro hacia una trama criminal semi Noir que remata en una escena particularmente patética y dolorosa – el banquete de bodas – y una secuencia final estremecedora (aunque infelizmente mutilada en su posible grandeza).

La variopinta colección de personajes que constituyen el reparto, dejando aparte el reducido elenco de intérpretes profesionales, son todos actores improvisados pertenecientes al ambiente del circo y el vodeuville en los que, día a día, se ganaban el sustento exhibiéndose como rarezas. Reprocharles su deficiente calidad interpretativa es absurdo, dado el contexto. La calidad actoral es, por cierto, primitiva (técnicamente, toda la película lo es; una consecuencia directa de la precariedad de los primeros años del sonoro) pero nunca falsa. Browning constantemente nos ofrece sensibles pinceladas que humanizan a los freaks de una manera sincera, sin afectaciones y el resto del cuadro lo completan los propios seres deformes que adornan con una dignidad admirable este pequeño retrato casi documental de sus propias vidas. Verdad y ficción se mezclan irremediablemente en la representación de los personajes de una manera impactante y conmovedora. Cuando vemos la humillación de Hans en la noche de su boda, el corazón nos da un vuelco. El plano en que se cubre la cara, totalmente derrotado por la situación, es emocionalmente devastador y la fealdad del episodio deviene casi insoportable. Repentinamente el amable cuadro costumbrista a dejado paso a una escena donde lo más inquietante no es la cualidad surreal de la ocasión (el famoso plano de la mujer pájaro bailando sobre la mesa) y los comensales, sino la reacción venenosamente asqueada de Cleopatra cuando rechaza la invitación de los freaks a ser una de los suyos. Por un momento terrible nos avergonzamos de ser “normales”.

Luego de la parodia de noche de bodas, el escenario queda dispuesto para la venganza. Como dice el maestro de ceremonias al inicio de la película “ofende a uno y los ofendes a todos”. Es en estas secuencias donde la cinta entra plenamente en el mundo del terror clásico y donde la dualidad de significados en las imágenes vuelve a hacer acto de presencia. A pesar de que en todo momento Browning se ha cuidado de presentar a los freaks como seres humanos llenos de cualidades positivas, son ellos mismos los que devienen en seres monstruosos cuando se comprueba que Cleopatra y Hércules intentaban envenenar a Hans. Su venganza no tiene límites y el aspecto más terrible de toda la película es comprobar como la influencia de la normalidad hace que lo anormal se transforme en algo horrible. La puesta en escena, aunque melodramática y excesiva - típica del cine de los años ‘30 - es también tremendamente efectiva en su poder de sugestión. La versión actual apenas alude al verdadero horror que se desata sobre los cuerpos de los villanos, vemos a Hércules apuñalado (en la versión original, le podíamos ver en el epilogo cantando en falsete, obviamente castrado) y el destino final de Cleopatra queda cortado por un grito y un brusco corte luego de ser derribada por los ofendidos freaks, ahora cegados por la venganza. El corte es tan burdo, que es imposible no ver que algo más ha sido censurado. Con todo, el clímax de la película es un crescendo de horror completamente único para la época y aún después de todos estos años, muy pocas veces igualado en su intensidad.

Lo que vemos es, sin duda, poderoso, pero no podemos desligarnos de la idea de que es una versión mutilada y disminuida. Resulta difícil hacerse una idea real de cual sería el impacto de la versión original concebida por Browning. Solo queda la especulación histórica de los estudiosos. Hay otros aspectos dentro de la película que están claramente insertados contra la voluntad del director. Los elementos de humor, por ejemplo, tal vez la única manera de suavizar la relación de las hermanas siamesas con sus prometidos; la viñeta del maestro de ceremonias, que abre el relato, fue posteriormente agregada e incluso el acto final no es del todo la visión del director. Se dice que Browning estaba en desacuerdo de mostrar a los personajes bajo una influencia vengativa tan cruda y que prefería un final más recatado y triste. Hasta el plano final de Freaks – Hans se reúne con Frieda tiempo después de los hechos, observados por la mirada cómplice de Phroso y Venus – es claramente una componenda destinada a reconfortar a un público desconcertado. Es sorprendente, dadas estas características, que a falta del cuadro completo lo que veamos sea, de todos modos, tan soberbio. Freaks es como la Venus de Milo, no podemos ver la obra completa, los brazos no están. Nuestra mente ha de completar la imagen y - en este caso en particular – es posible que esta obligada necesidad haga de la cinta una historia más sugerente de lo que, en un primer momento, nos gustaría admitir. Después de todo, para estar tan mutilada, sigue siendo un film de atmósfera tremendamente lograda.

Aunque normalmente esta película se asocia a la esfera del cine terrorífico, la verdad es que, más allá de su oscura conclusión, Freaks es un trabajo abocado a mostrar la inmensa humanidad que se esconde tras lo que normalmente denominamos monstruoso y pone a la película en la misma sintonía de otro clásico del terror, el fabuloso Frankestein de James Whale. En estos dos casos y como en tantas otras ocasiones dentro del género, nos percatamos una vez más que la única monstruosidad que debe atemorizar a la raza humana es su desgraciada propensión a la corruptibilidad.

17 de octubre de 2008



Narc
Dirigida por Joe Carnahan








Pongan un guión estupendo. Súmenle dos actores absolutamente entregados a sus personajes. Agreguen a esto algunas buenas dosis del mejor cine policíaco de los setenta. Dejen a un director en estado de gracia cocinar todo lo anterior y tendrán como resultado Narc. Joe Carnahan tenía sólo una película anterior a su haber - "Blood, Guts, Bullets and Octane", que desgraciadamente no he visto – antes de lanzarse a la producción de esta cinta. Ambas son trabajos de factura independiente, de presupuestos modestos y grandes libertades creativas. La gran razón de que Narc llegase a un conocimiento más general del público - en oposición al debut del director que sólo tuvo pases en festivales - y pudiera estrenarse comercialmente fue, créanlo o no, el gran entusiasmo que Tom Cruise mostró hacia la película, lo que posteriormente llevo a que el actor gestionase con Paramount su distribución en salas de cine. No fue un gran éxito para la firma productora de Cruise (C/W), aunque recuperó su inversión. Lo importante es que Carnahan salió de los circuitos festivaleros y pasó al cine comercial por la puerta ancha.

El que la prematura promesa de Carnahan como cineasta todavía esté por concretarse – su siguiente film, Smokin’ Aces no estuvo a la altura de Narc, prefiriendo navegar aguas más cercanas a Guy Ritchie que a las de su admirado William Friedkin – no significa que hayamos perdido la fe en su potencial. A pesar de ser resultona y poco más, Smokin’ Aces no dejaba de ser un espectáculo visual de cuidado. Tan sólo es que, como cinéfilo, habría sido preferible ver a Carnahan seguir la estela creativa lógica que dibujaba en Narc para entregarse a temas más espesos, en lugar de dedicarse a juegos visuales deslumbrantes al servicio de una película entretenidísima, pero ligera. Para quien quiera ver a Carnahan aunando estupendamente fondo y forma, puede hacerlo en el corto Ticker, perteneciente a la serie The Hire, cortometrajes distribuidos por Internet y producidos por BMW para promocionar sus vehículos (otros talentos atraídos por esta simpática – y muy conseguida - iniciativa fueron John Frankenheimer y Ang Lee, entre otros cuantos directores de renombre). En el ínterin, quedamos a la espera que su proyecto White Jazz (según novela de James Ellroy) despegue de una vez por todas. Esto del cine es así. El cineasta hace lo que quiere (o puede) y nosotros nos quedamos con la insatisfacción (o la alegría). Quien sabe, puede que Carnahan quisiera divertirse un poco filmando Smokin’ Aces mientras algo más consistente le sale al camino. Sea cual sea el caso y sin importar lo que depare el futuro a este cineasta, siempre nos quedará está notable Narc para consolarnos.

Narc es un trabajo visualmente integrado a los años noventa, pero con el corazón y la inspiración puestos firmemente en los setenta. Y para ser más específicos en los “gritty seventy's”, aquellos que nos dieron The French Connection, Serpico, The New Centurions y tantas otras cintas “de policias” que inundaban las pantallas con relatos de ambigüedad moral, objeción a la corrupción institucional y retratos verosímiles del trabajo policial (con toda la nauseabunda burocracia que implicaba cada arresto, cada disparo efectuado). La manera en que el diario trajín del oficio - sumido en la escoria moral y existencial de los bajos fondos - pasaba graves facturas emocionales a los hombres dedicados a tales menesteres era otro tema muy habitual de este cine, hecho de rutinarias noches en vela, sórdidos interrogatorios callejeros e incontables horas muertas a la espera de nuevas pistas. Hombres que, muchas veces, terminaban luchando solos contra el sistema y los peligros de la calle de forma quimérica, incluso absurda puesto que muchas veces sus esfuerzos terminaban en fracaso, compromisos y mayores ambigüedades. En el cine policial de los setenta no abundaban los cuadro felices, no cabe duda y Carnahan rescata esa atmósfera enrarecida - en cuerpo y alma - para aplicarla a su película.


Heredera directa del estilo semi-documental tan típico de los años setenta, la película es un relato brutal, moralmente turbio y con un final tan absolutamente devastador que dan ganas de gritar nuestra incredulidad cuando la película deja colgando, sin misericordia alguna, la resolución al dilema moral que ha perfilado en sus agotadores veinte minutos de conclusión (una opción que la hermana con The French Connection y su famoso plano final). Como cinta policial clásica, la historia plantea la investigación de un complejo caso de asesinato, cuya victima es un policía infiltrado en el bajo mundo de la droga callejera. Como el asesinato se ha convertido en uno de esos casos incómodos donde alegatos de corrupción han emergido en torno al difunto, el departamento de policía de Detroit le entrega el caso a Nick Tellis (Jason Patric) y Henry Oak (Ray Liotta), dos oficiales que hacen una pareja muy efectiva profesionalmente, pero que acarrean consigo pesados fantasmas. Tellis se recupera de un desastroso incidente en el que una madre y su hijo no nato murieron por su culpa y esta peliaguda asignación representa su primer caso desde aquel traumático suceso. El infeliz incidente que causó la muerte de la mujer es precisamente el que abre la película y nos avisa con su cruda puesta en escena, sin lugar a equívocos, que este supuesta cinta de acción policial navegará aguas mucha más complicadas de lo habitual. Oak, por su parte, era el compañero del difunto policia y sólo ha sido asignado al caso debido a la petición expresa de Tellis. No es que Oak sea un mal oficial, es que es un hombre al borde del abismo, obsesionado con encontrar al asesino de su amigo e interiormente consumido por una sensación de frustración y fracaso ( cuya razón de ser se nos develará, amargamente, sobre el final de la historia) y eso le hace un hombre peligroso.

Tal vez esta premisa pueda sonar rutinaria. La verdad, en el papel lo es. Pero la virtud de Narc como película y la de Carnahan como director es la de ir más allá de lo obvio y adentrarse en terrenos emocionales, antes que dejarse llevar por la acción inherente al género (reducida a un par de breves escaramuzas). Narc es mayoritariamente un poderoso drama donde dos hombres impulsados por sus demonios personales toman un caso como forma de expiar sus pecados y en ese sentido, importan tanto sus actos dentro del proceso de investigación como las motivaciones que les impulsan a ellos. Muchas veces la película se reduce a los dos personajes desnudándose emocional y psicológicamente ante nosotros, ya sea por sus propias confesiones como por los acertados flashbacks que Carnahan usa para informarnos de sus actos pasados. Por tanto, igual o más importante que la resolución del caso, es el conocer los mecanismos que mueven a estos dos hombres a entregarse de la manera en que lo hacen en la consecución de sus objetivos (Tellis poniendo en entredicho su vida familiar, Oak destruyendo su carrera).

La película, entonces, flota o se hunde en virtud de las interpretaciones de los protagonistas. Si no nos sentimos involucrados con los personajes en los dilemas a los que se enfrentan en el presente – contrastados con lo que sabemos de sus respectivos pasados – todo se viene abajo, pues, créanme, esta película no ofrece soluciones convenientes (de esas que a Hollywood tanto le gustan) ni da respiros existenciales al amparo de una ética superior. Narc es el viaje amargo, desnudo de toda gloria, hacia un terrible e inevitable callejón sin salida. Patric y Liotta logran hacernos partícipes de su dramas internos – gracias a un guión estupendamente elaborado, obra del propio Carnahan - con unas actuaciones reconcentradas, plenas de angustia, donde el primero usa cerebralmente su dolor interno para seguir moviéndose, mientras el segundo reacciona en todo momento como un animal herido en busca de venganza. La fantástica calidad de sus interpretaciones hace que Narc brille con un fulgor especial. Se trata de un dueto interpretativo realmente soberbio, donde Patric demuestra fehacientemente que siempre ha sido más que el "pretty face" que todos recordamos de Lost Boys y Liotta deja en evidencia que cuando quiere (y el material se lo permite) puede ser una fuerza de la naturaleza digna de admiración. Ver a estos dos actores estupendos habitar con tanta convicción a sus personajes es uno de los motivos que convierte la revisión de esta película en una gozada.

El otro es la lograda visión de conjunto que el director aplica a la narración. No hay trucos narrativos baratos ni puesta en escena efectista en la película que nos distraiga de lo esencial. Sin embargo, Carnahan hace uso de una amplia variedad de recursos visuales para dotar a cada secuencia del ritmo y el tono precisos, logrando de paso orquestar visualmente algunos momentos de tremenda inmediatez en sus pocos momentos de acción desatada, sin nunca caer en frenéticos esteticismos que puedan llegar a negar el aire de sucia y fría autenticidad que impregna a la película. El ritmo es a momentos trepidante (como en las confusas secuencias de tiroteos y persecuciones), a ratos sosegado ( las viñetas familiares, las conversaciones entre Tellis y Oak) y siempre con una velada sensación de crescendo emocional que deriva en los mencionados 20 minutos finales, cuya explicita violencia física, moral y emocional nos aturde con su intensidad y crudeza. Narc es una máquina imparable de sórdida agresión y mudo desencanto existencial que, sin desbordar las fronteras de su género, entra subrepticiamente en el campo de la tragedia. Tampoco hace uso la película de una conclusión que nos deje a salvo de la ambigüedad que impregna ese brutal corte a negro con que se cierra el relato. De hecho, mediante tal corte, Carnahan deja al espectador la tarea emocional de acompañar a Tellis en el infierno moral al que, insospechadamente, se ha precipitado.

La fatídica oscuridad de ese plano, nos deja en un callejón sin más salida posible que empañar el ya precario brillo de la placa policial, ahora más que un escudo protector de inocentes, una potencial ancla condenada a hundir a la inocencia y la virtud en un pozo de turbias componendas. No hay escape posible en el mundo lóbrego y deprimente que la película nos presenta. No hay medallas para los héroes. Narc nos deja, igual que a sus protagonistas, tan sólo con la consternación ahogada ante un absurdo terrible y brutal.

12 de octubre de 2008



Watership Down
Dirigida por Martin Rosen












Esta producción animada de 1978 es una que se aleja mucho, en tono y ejecución, del habitual mundo de decorados estilizados y amables personajes antropomorfizados que la Disney tiene tanta costumbre de usar, una y otra vez, como medio de ganarse la simpatía de la platea. Es, por tanto, una obra más bien excepcional en el panorama de la animación comercial. Especialmente si tomamos en cuenta que es una cinta de factura británica – una industria poco dada a estos productos - y que está hecha con recursos más bien humildes (un hecho que, sinceramente, más que afectar a la película, la ennoblece). Watership Down, si bien recurre a la humanización de sus personajes mediante el uso de voces humanas para darles personalidad, se resiste tozudamente a la tentación de convertir el relato en una cómoda fantasía colorista (una opción de todos modos difícil de aplicar, dado los temas que la película toca) y escoge seguir el legado de la novela original en la que se inspira para ofrecernos una aventura llena de humanidad y veladas alegorías sociales que la acercan más a “Animal Farm” (curiosamente, también de factura británica) que a “Bambi”. Tanto mejor para ella y para nosotros.

Por lo demás, nunca he sido demasiado simpatizante al legado del tio Walt, aunque reconozco los amplios desarrollos técnicos que sus films aportaron (y aún aportan) al medio. Hay algo indefinible en mi carácter que me hace rechazar las edulcoradas narrativas de la Disney y la insoportable pulcritud de sus personajes. Los eternamente impolutos guantes de Mickey Mouse es un buen ejemplo de este último punto. Se trata de una “marca registrada” estilística de la compañía que, todavía siendo niño, me sacaba de quicio y que me hace sospechar del personaje hasta el día de hoy. Paranoias aparte, no puedo negar la importancia de Disney dentro del campo de la animación y tiendo a ser más flexible y dado a la admiración con los films que Walt, el hombre, produjo a principios de su carrera, antes de que su apellido pasase a ser sinónimo de empresa a principios de los ’50. Sin embargo, tampoco puedo negar que la filosofía creativa y de negocios que Disney elaboró desde entonces hasta el presente, me produce repelús (lo único que ha cambiado este panorama – y minimamente, en todo caso - son las recientes colaboraciones Disney/Pixar).

Por eso, siempre que puedo encontrar un film animado que esté fuera del circulo de influencias directas de esta compañía, me regocijo interiormente. Watership Down es esa clase de película. La novela homónima que sirve de base para el guión es obra de Richard Adams y fue publicada en 1972. Se convirtió en un texto muy admirado y si bien en su momento fue analizado como una alegoría social y una reelaboración de temas adherentes a la mitología universal – desde La odisea y La Eneida, hasta las lecturas sociológicas sobre el tema que se hallan en las investigaciones del estudioso Joseph Campbell - lo cierto es que cualquier lectura al respecto, siendo totalmente válida, toma un puesto secundario frente al fuerte impacto que la historia tiene como melodrama existencial y aún más básicamente, como relato de aventuras.

La trama es sencilla como pocas: un grupo de conejos decide dejar la madriguera a la que pertenecen empujados por las visiones de destrucción que uno de ellos (Fiver, voz de Richard Briers) tiene en forma de ataques de pavor. El hermano de Fiver, Hazel (John Hurt) decide llevar la advertencia hasta el líder de la madriguera (la inimitable voz de Sir Ralph Richardson haciendo un breve cameo), pero su alegato es desestimado. Esto da pie a que un grupo de creyentes, liderados por estos dos personajes y al que se les suma luego Bigwig (Michael Graham Cox), miembro del cuerpo policial de la madriguera, decida abandonar el lugar y buscar locaciones y actitudes más benignas para instaurar una nueva madriguera. Lo que sigue es una crónica del viaje hasta ese nuevo paraíso, un recorrido no exento de amargura y terribles pruebas de entereza que hacen del libro algo más que una simple fábula para niños. De hecho, tanto novela como película, poseen una madurez temática y expositiva que puede crear sentimientos encontrados en los adultos ante los temas que tocan y el planteo para nada sentimental de sus anécdotas, además de algún mal sueño en los menores, con imágenes que no rehuyen a una violencia cruda y en ocasiones, hasta sangrienta.

Watership Down es una obra que no intenta esconder en absoluto la adultez de su enfoque. Los cambios aplicados en su traspaso desde la página a la pantalla dejaron buena parte de la complejidad temática del libro despojada de sus riquezas literarias – en la forma de una completa mitología del mundo de los conejos y la abundancia de detalles en los episodios que constituyen el hilo narrativo de la historia (y que hacían del libro un tomo más bien voluminoso) – pero también deja al guión libre de farragosidades arguméntales. Esto implica que la película de Rosen es mucho más liviana que el libro en tanto que recupera sólo el esqueleto de la novela - lo que hasta cierto punto, es cierto – no obstante, el trabajo de adaptación es lo suficientemente inteligente para recuperar con gran efectividad el tono y los temas del texto y aplicarlos tanto al guión como a los aspectos visuales del film. El resultado es lo que toda adaptación para cine debería ser: una reelaboración de una fuente original en términos puramente cinematográficos y no la mera traslación, palabra a palabra, de un texto determinado.

Lo que perdemos en profundidad literaria, lo ganamos en ritmo y claridad expositiva. Los únicos medianamente afectados por la traslación son los personajes secundarios, que no pasan de ser meras pinceladas de personalidades, en oposición a los protagonistas que, sin ser demasiado profundos tampoco, al menos si dejan una impresión. En todo caso, la animación naturalista y los fondos de tonos acuarelas que la película usa para presentarnos este mundo están diseñados con los distintivos atributos de un realismo sin concesiones- casi espartano en su falta de adornos - y, en ese aspecto, los personajes y sus caracterizaciones resultan muy adecuados para el conjunto. Es muy significativo que, en todo momento, haya un cuidadoso respeto a mantener las figuras animales como lo que son, manteniendo la humanización de sus diseños en un mínimo estrictamente necesario para hacerlos funcionar como personajes. Lo mismo puede decirse de su ambientación, marcada por una paleta cromática oscura y en absoluto preciosista que - salvo uno o dos momentos subjetivos (especialmente destacable aquí la famosa secuencia de Hazel delirando en su agonia, ejecutada a ritmo del Bright Eyes de Art Garfunkel) - refuerzan la idea de un naturalismo sin romanticismos ni vacíos ejercicios estéticos. Un marcado compromiso de alejarse por completo a lo que Disney venía presentando hasta entonces y que, al mismo tiempo, rescata lo mejor del libro.

El tono de la historia es de un urgente vitalismo – cada recodo del camino guarda tantas maravillas como miserias - y la visión de sus protagonistas, aunque está llena de expectativas y esperanzas en un principio, pronto dará lugar a recelos y cuestionamientos cuando las cosas comienzan a ir mal. El viaje hasta el casi inalcanzable Watership Down es uno de iniciación – de ahí, sus lecturas míticas – y supervivencia en entornos hostiles y desconocidos. Está rebosante de episodios que van dando forma a los caracteres de los protagonistas (con Hazel como claro ejemplo, de prófugo incierto a líder del grupo) y desde la temprana muerte de un miembro de la banda de emigrantes – repentina y carente de cualquier atisbo de sentimentalismos posteriores – hasta los depresivos episodios que transcurren en la madriguera dominada por el coronel Woundwort (Harry Andrews) - un régimen fascista de improntas violentas y totalitarias – las aventuras de nuestros diminutos héroes constituyen, efectivamente, una odisea existencial que dejará profundas marcas en sus vidas.

Para el espectador se trata de una alegoría, quizás demasiado humana, de nuestras propias flaquezas. El relato se vuelve progresivamente oscuro y desesperado y es prueba de su callada fuerza dramática el que en ningún momento estemos seguros del destino final de nuestros héroes, ni siquiera cuando las cosas parecen ir bien para ellos. Cuando eventualmente algunos caen, les lloramos y el patetismo de su situación, nos conmueve. Cuando triunfan, nos exalta la alegría. El máximo logro de la película está en su secuencia final, demasiado hermosa como para reducirla a palabras y que pone una nota bíblica/mitológica de cierre difícilmente confundible con el romanticismo prefabricado de la Disney.

Es quizás el alto grado de identificación con los personajes y sus tribulaciones donde reside la mayor efectividad de esta película, pequeña en pretensiones, pero grande en la revelaciones acerca de nuestra mudable naturaleza, tan lista a entregarse a la persecución del bien como a la perpetuación del mal. Y lo más sorprendente es que la película alude a todo esto sin nunca detener el ímpetu narrativo para entregarse a declamaciones airadas ni hacer tampoco alardes de virtuosismo artístico. Watership Down intenta comunicar verdades eternas con humildad de cuerpo y espíritu. No es una obra perfecta, pero es profundamente entrañable en su capacidad para resultar conmovedora, sin nunca traicionar el ascetismo emocional de su postura. Una película admirable.

8 de octubre de 2008



Mother of Tears
Dirigida por Darío Argento







Que un cineasta recién llegado – como es el caso de Alexandra Aja y su Mirrors - cometa un desliz y nos presente un film insatisfactorio (amable eufemismo que más bien disculpa lo francamente malo), es medianamente excusable en la medida que la naturaleza altamente cooperativa del cine al interior de la industria norteamericana desdibuja las fronteras de trabajo y competencias en la producción de un film ( ¿de quien es la responsabilidad última de nuestra decepción: del cineasta en cuestión, de los productores, del propio estudio, como suele ser el caso?), enlodando la limpidez del cuadro a la hora de querer asignar responsabilidades. El hecho de que aún es demasiado pronto para esclarecer verdades sobre este punto - y con la mínima distancia analítica - con respecto al film de Aja (verdades que se sugieren complejas), no impide, en todo caso, que sigamos manteniendo, a la hora de enfrentar un juicio crítico hacia el cine en general, la popular y ya histórica propuesta del Cahiers Du Cinema y su teoría de autor, que asigna la total responsabilidad del resultado artístico de una película al realizador que la firma. Una formulación intelectual si bien muchas veces atinada y ampliamente respaldada por la mayoría de la critica especializada, a veces difícil de mantener en un contexto tan descaradamente mercadotécnico y despersonalizado como el del Hollywood de hoy (en gran medida, postura también aplicable al universo de las coproducciones internacionales).

Asi, en el citado caso de Aja, él sería el único responsable del fallo de Mirrors como obra, si bien nos queda la duda de sí su falta de peso como nombre reconocido dentro del cine actual haya tenido algo que ver en la desastrosa propuesta de su película. Ya sabemos eso de que a mayor renombre (y fama, importante en Hollywood; quizás más que el talento) mayor libertad creativa, para bien o para mal. Si esto fue así, no extrañaría que hubiesen tenido más carta en el destino final de la cinta sus productores y su estudio (un 20th Century Fox últimamente muy dado a limpiarse el trasero con sus colaboradores creativos) que el propio Aja. Después de todo, ¿Podemos alegar desconocimiento de que la intervención negativa de terceros en la producción de un film, no se haya producido antes con resultados igualmente desafortunados? Casi se podría decir que es pan de cada día en la producción cinematográfica y las historias al respecto son tan jugosas como llenas de miserias. Pero divago. El caso de Aja es una cosa. Es joven, aun tiene que demostrar que ha llegado para quedarse y bien puede ser que su reciente paso en falso, no sea del todo culpa suya. Cuando, por el contrario, nos encontramos con un nombre establecido y de largo currículum, como el de Dario Argento, ya podemos sacar las teorías de Truffaut y sus contemporáneos con mayor seguridad de que las aplicaremos, en la medida de lo posible, de manera coherente y justa.

A diferencia de Aja, Argento posee un cuerpo de trabajo amplio y de referencia que, independiente de lo que pensemos de su calidad, está ahí como muestra irrefutable de su voz creativa. Esto implicaría, en principio, que la teoría de autor sólo es válida dentro del contexto de aquellos directores que ya poseen una filmografía establecida, dejando fuera a los recién llegados o los primerizos. No es tal la situación, tan sólo hace el trabajo del investigador más fácil de referenciar y contrastar dado el caso (en cambio, sí implica definitivamente que el trabajo de analizar nuevas voces creativas sea un asunto mucho más peliagudo y desafiante de lo que normalmente queremos asumir. Cualquier análisis, salvo aciertos puntuales, necesariamente tendrá que someterse a revisión con el paso del tiempo). De este modo, podemos perfectamente aplicar la teoría de autor a Argento y su Mother of Tears, no solo porque su extensa carrera y personalísimo estilo lo hacen el perfecto espécimen para este tipo de análisis, sino también porque este film es el remate de una sugerida trilogía que venía anunciándose dentro de su filmografía desde hacía más de 25 años, siendo de especial interés el que ésta incluya dos de sus mejores películas.

Argento es un nombre de referencia y culto dentro del cine europeo de los ’70, así como del género de horror en general. Su carrera se inicio en el Giallo (cintas de misterio policial y asesinatos) donde se ganaría una merecida fama con sus enrevesadas, pero siempre interesantes y bien hilvanadas historias, plagadas de sangrientas y barrocas muertes (a cual más ingeniosamente elaborada). De esta primera y brillante etapa se destacan títulos como de The Bird With The Cristal Plumage y Deep Red, esta última su mejor película dentro del género. Con Suspiria (1977), el cine de Argento cambió de registro y su estilo visual, sin duda una de las grandes bazas de sus películas hasta ese momento, pasó a ocupar un lugar privilegiado dentro de sus inquietudes creativas, puesto que a partir de ella y en muchas ocasiones posteriores, los guiones de sus películas flaquearían bastante en la calidad de los diálogos y hasta en la lógica de mucha de sus tramas. Siendo sus películas producidas mayormente en Italia, el posterior doblaje al ingles no ayuda mucho tampoco a mantener la compostura lógica, pero es innegable que aún en su idioma natural algunas cintas de Argento continúan desafiando nuestra paciencia con sus escuálidos diálogos e insólitas complicaciones arguméntales.

Hay quien defiende esta falencia de su obra como una muestra de estilo, donde la riqueza visual, el uso del color y la banda sonora y las elaboradas secuencias de violencia estarían para Argento, como preocupaciones expresivas, muy por encima de los aspectos narrativos que las enmarcan y puestas al servicio de una coreografía alucinada, que apela a lo onírico antes que a lo lógico. Es evidente que los films de Argento se mueven por unas coordenadas que escapan fácilmente a lo que denominamos naturalismo o realismo cinematográfico. Sus imágenes son altamente artificiales, casi teatrales (aunque su trabajo de cámara suele ser magnifico) y la mayoría de sus relatos suelen abandonar con improbable rapidez la realidad mundana para adentrarse en paisajes pesadillescos. Es verdad, también, que Argento sabía utilizar estos recursos con una singular maestría, aplicando con soberbio estilo sus fantásticas dotes de orquestador de imágenes para crear algunos momentos realmente inquietantes y memorables. Prácticamente todas sus obras durante los años ’70 y ’80 son ejemplos muy logrados (algunos, incluso notables) de una lúcida mente creativa dando lo mejor de sí. Si nos retraemos un momento a esas décadas, comprobaremos que sus esfuerzos creativos no tenían desperdicio y que cualquier pero a la coherencia interna de sus historias, se veía contrarrestado por la formidable fuerza visual que era capaz de insuflar hasta al más alicaído de sus guiones.

Todo eso cambió a lo largo de los años ’90 donde hasta sus más fieles seguidores tuvieron que rendirse a la evidencia de que el antiguo maestro había perdido el rumbo con alarmante rotundidad y nefastos resultados creativos. Luego de Opera, en 1987, la última película suya que podemos considerar conseguida, es comúnmente aceptado que la obra de Argento sucumbió a una decepcionante mediocridad, muy lejana de sus mejores logros. Sin ser del todo una falsa impresión, hay que matizar y mencionar a su favor que, si bien, muchas de sus últimas obras carecen ya de su majestuosidad estilística de antaño y que ciertamente son irregulares en su calidad, no son del todo menospreciables. Destellos del mejor Argento se pueden ver en ellas de tanto en tanto y no dejan de tener elementos interesantes (conceptuales, visuales y narrativos), si bien la ejecución final de todos ellos dista mucho de ser todo lo satisfactoria que la de un talento como el de Argento debería ser capaz de conjurar. Aunque esto suena más bien a débil excusa que a otra cosa, la verdad es que algunos de sus filmes a partir de los años ’90, siendo todo lo imperfectos que son, todavía se dejan ver con cierto agrado. Aunque hay otros, seamos sinceros, que son sencillamente indefendibles. Y mucho me temo que Mothers of Tears cae en esta última categoría.

Como mencionaba hace un momento, Mother of Tears es la conclusión de la trilogía de “las tres madres” (completada con Suspiria e Inferno) y que por años ha sido objeto de pasión por parte de los fans de Argento. La inspiración de la trilogía está extraída, según el propio director, del texto de Thomas de Quincey , Suspiria De Profundis (una secuela de Confessions of an English Opium-eater), el cual contenía un poema en prosa – Levana and Our Ladies of Sorrow - que exponía que así como existen tres Destinos y tres Gracias, también existen tres Dolores: Mater Lachrymarum (La Dama de las Lágrimas), Mater Suspiriorum (La Dama de los Suspiros) y Mater Tenebrarum (La Dama de la Oscuridad). Las tres películas son argumentalmente independientes entre sí y están unidas de forma temática por tener al centro de sus tramas la presencia de una de las mencionadas hermanas, cada una de ellas viviendo y ejerciendo su influencia maligna en una ciudad y país distinto. En Suspiria (1977), podíamos ver como la inocente estudiante de ballet Suzy Banion descubre que la escuela de danza a la que asiste en Freiburg, Alemania, en realidad es la guarida de Mater Suspiriorum y su círculo de brujas. Como si se tratase de una sílfide en un cuento de hadas macabro, Suzy se movía por los pasillos de la escuela desenmascarando sus misterios y finalmente enfrentándose y destruyendo a Mater Suspiriorum. Tres años más tarde, Inferno (1980) relataría una historia similar, esta vez ambientada en New York, donde nuevamente un ser inocente – esta vez un estudiante de música en busca de su hermana, misteriosamente desaparecida en el edificio que abriga la presencia maligna – se enfrentaría a Mater Tenebrarum en uno de los escenarios más impresionantes dentro de la filmografía de Argento. La secuencia de la mujer nadando en la sala de baile inundada de agua es una de las más inolvidables del cine de horror moderno y aunque es puro Argento, en concepción y ejecución, muchas veces se ha asignado erróneamente su creación a Mario Bava, quien cooperó a nivel técnico dentro de la película.

Ambas cintas, son puntos altos en la carrera de Argento, sobre todo Suspiria considerada su gran obra maestra. Justificadamente, por cierto, porque Argento rara vez ha estado en mejor forma que en esta formidable historia de horror narrada en clave de sueño lúcido. Como apuntábamos, Argento lanza la lógica por la ventana con esta película y se entrega afanosamente a la construcción de una enfebrecida pesadilla Technicolor (Suspiria fue la última cinta estrenada usando este costoso sistema de filmación), tan visualmente brillante como efectiva en su creación de atmósferas dementes. Inferno está creativamente un par de peldaños más abajo, más que nada porque Argento exagera el tono de pesadilla, dejando cualquier posible atisbo de coherencia interna - Suspiria por lo menos tenía una estructura A/B/C – naufragar en las, por lo demás, opulentas imágenes que se saca de la manga. Esto determina que la película termine siendo más un poema terrorífico – muy efectivo, de todos modos - que una historia de terror apropiadamente estructurada y presentada. El que su estreno comercial fuera saboteado por los cambios gerenciales al interior de 20th Century Fox y que se viera relegada al mercado del video directo (salvo un modesto pase comercial cinco años después de su producción) no ayudaron para nada a la película.

Tendrían que pasar 28 años para que Argento volviera sobre su trilogía con la determinación de concluirla. Sin embargo, Argento ya no es, evidentemente, el de antes y los resultados creativos de esta Mother of Tears están bastante por debajo de lo que se podría esperar de la conclusión de una saga tenida en tan alta estima. Como queriendo justificar la empresa de cara a sus fans – que siguen siendo legión – Argento se ha rodeado de un equipo técnico y actoral que ya utilizara en las pasadas entregas de la saga, así como de colaboradores habituales en su trabajo. Si bien los guiones de Suspiria e Inferno aparecen como obra suya en pantalla, en realidad Argento los escribió en base a argumentos desarrollados por su colaboradora (luego pareja por bastante tiempo y madre de su hija, Asia) Daria Nicolodi, quien incluso había participado en calidad de actriz en otros proyectos de Argento, incluyendo Inferno. Aquí Argento a recurrido a la ayuda de cuatro guionistas, además de su propio puño para elaborar el guión, un detalle que ya debería ponernos sobre aviso.

Con la anteriormente valiosa contribución creativa de la Nicolodi en el desarrollo del guión fuera de toda posibilidad, ésta se limita a aparecer como el fantasma de la madre de la protagonista - la propia Asia Argento estelarizando una vez más un film de su padre - en un rol que es casi un cameo (otro detalle que debería alarmarnos). Otros que repiten colaboración son el inefable y legendario Udo Kier (visto brevemente en Suspiria), también reducido a cameo (aunque con una secuencia de muerte brutalmente efectiva), el músico Claudio Simonetti y el director de fotografía, Frederic Fasano, lo mismo que el productor, su propio hermano Claudio Argento. Un ambiente de trabajo casi familiar que sin embargo no es capaz de generar en Argento la magia inspiradora para crear un cierre satisfactorio (y mucho menos digno) para su famosa trilogía. Mother of Tears es una película esquizofrénicamente irregular donde los aspectos positivos están sepultados por una cantidad tan ingente de mala ejecución y tontera argumental que toda la empresa casi parece una parodia particularmente desagradable, exagerada y prácticamente camp del estilo del director. La historia, dada estas circunstancias, casi deja de tener importancia, si no fuera porque deja en mayor evidencia aun lo desafortunado de este proyecto.

Una urna encontrada durante una excavación, guarda el talismán que ha de devolver sus poderes a la Madre de las Lagrimas, si se llega a abrir ( un desaliñado top, tan desafortunadamente concebido que mueve a la carcajada involuntaria). Por supuesto eso es lo que sucede y una “fiebre de violencia” se desencadena en Roma, que supuestamente debemos tomar como apocalíptica (pero que se reduce a unos tipos rompiendo parabrisas de automóviles y a dos o tres secuencias de violencia callejera tan anémicamente orquestadas que dan pena). Mientras, Sara Mandy (Asia Argento) – quien ha desencadenado el horror al abrir la caja – debe escapar de los continuos intentos de muerte sobre su persona y - ayudada por el espectro de su madre (la Nicolodi reducida a una mala pieza de cgi) – debe buscar una forma de evitar el fin del mundo (literalmente) destruyendo a la bruja. Para este propósito, es ayudada por toda una serie de personajes secundarios que, evidentemente, van cayendo victimas del poder de la Madre de las Lágrimas (Moran Atias, pésima) - quien se pasea todo el metraje de la película innecesariamente desnuda (no puedo creer que me esté quejado de ese detalle, pero ya ven) - y cuyas muertes sirven de excusa para montar las famosas secuencias de salvajes asesinatos que son tan caras al director.

Sumémosle a este cuadro, la presencia de una policía increíblemente torpe que persigue a Sara por esas mismas muertes y un aquelarre de desafortunadamente sobre actuadas y baratas brujas neogóticas que toman por asalto la ciudad - con una inexplicable actitud punk para más remate - y tendremos una idea más o menos ajustada del desastre que es esta película. Ah, y hay un mono dando vueltas por ahí. A propósito de qué, no alcanzo a dilucidar. Todo esta desafortunada colección de despropósitos, termina en una de las conclusiones más indefendiblemente horrendas que haya podido experimentar. Con un aquelarre sacado directamente de MADTV hasta un escape final en que los héroes son literalmente bañados en mierda, para terminar riendo a carcajadas a la luz del amanecer (no, no me lo estoy inventando). El concepto tantas veces usado de “es tan mala que termina siendo buena”, ni siquiera se puede aplicar. Ahora bien, tal vez parezca que estoy siendo poco serio con este resumen, pero lo cierto es que eso es lo que hay. Me duele admitir esto sobre un film de Argento – un cineasta al que continuo admirando a pesar de sus recientes fracasos – pero no hay maneras mucho más profundas de ver esta película, por más que algunos apologistas on line intenten hacerlo (y casi me convenzan en el proceso). Pero una segunda visión de la película no deja lugar a la duda, Mother of Tears es una devastadora decepción. Una constatación aún más evidente si – como se supone que debemos hacer – vemos el tríptico de cintas, una detrás de la otra.

El cambio de registro es aullante. El tono es marcadamente distinto, la elegancia visual brilla por su ausencia, la efectividad de la puesta en escena es remplazada por el aspecto descuidado de un sketch paródico, los aspectos sobrenaturales de la historia – tan bien trabajados antes – aquí no pasan de ser un refrito sin gusto, donde las referencias verbales a las anteriores películas no aportan nada. Etc., etc. Todo apesta a película barata. A secuela inútil, directa a video. A buenas intenciones traicionadas por una ambición temática que está fuera del alcance actual del registro de Argento como cineasta. Argento siempre ha sido un director que apuesta por una suerte de orden en el caos a la hora de desarrollar sus historias y es evidente que está más interesado en crear momentos visualmente memorables que en llevar por buenos derroteros de orden y lógica a sus personajes y situaciones. Pero aquí da muestras de una lamentable laxitud. Toda la película deja la impresión de que al director ya no le importa mucho el resultado final de su trabajo. Todos los elementos clásicos de Argento están aquí presentes de cuerpo (que no de alma), pero presentados de manera descuidada, poco organizada (incluso para su estilo) y como acotaba anteriormente, casi paródica. Detengámonos un momento en las distintas muertes que adornan la narración. Argento parece querer sacar distancia a Eli Roth y la nueva generación de directores del género, aplicando una ridícula exageración a la puesta en escena de las muertes. La mayoría, en vez de revolvernos el estomago y provocarnos un shock – como lo hacía antaño – ahora nos dejan con un mal sabor de boca porque Argento no está siendo estilístico en sus ejercicios de violencia. Simplemente está siendo cruel y malsano por el gusto, aparentemente, de ganarle terreno a sus jóvenes competidores y con el afán de seguir creando controversia. Es mi opinión, por lo menos. ¿De que otra manera se puede explicar un momento como el del empalamiento vaginal? Si la muerte del personaje ya está concretada y la misión dramática de la escena cumplida, ¿A qué viene el plano innecesario del segundo empalamiento, con la lanza saliendo de la boca de la victima como absurdo remate? No tiene razón de ser. Y, nuevamente, no puedo creer que me esté quejando de un detalle así cuando se trata de Darío Argento de quien hablamos, pero es la impresión que la imagen me deja.

Poco hay para rescatar. Muy poco. Algunos de esos momentáneos destellos de genialidad que demuestran a Argento como el visualista tremendo que una vez fue, se encuentran eventualmente a lo largo de la cinta, aunque hay armarse de paciencia para buscarlos. Por ejemplo, la secuencia en que una madre –poseída por la fiebre de violencia de la bruja, pero aún así consciente de lo que hace – toma a su bebe en alto y lo arroja desde un puente, para luego mirar a la cámara y romper a llorar, es uno de esos momentos. Un plano fantástico y tan increíblemente poderoso que deja estupefacto (apenas traicionado por el plano del bebe cayendo, claramente un burdo y rígido muñeco). Es un momento fílmico tan bien concebido y causa tanta expectación en el espectador ante lo que viene, que cuando la película comienza a descarrilar, la decepción es doblemente amarga. Y en ese sencillo y revelador plano/contraplano, se encierra - diría yo - la gran contradicción que constituye esta película. Un trabajo que queriendo recuperar lo mejor de un cineasta, terminando revelando dolorosamente lo peor de sí. Argento, alguna vez fuiste grande y espero sinceramente que vuelvas a serlo, pero esta película no es muestra de ello. Y me amarga profundamente.