29 de agosto de 2008



Dark City: Director´s Cut

Dirigida por Alex Proyas




Uno de los grandes atractivos de construir una videoteca con tus películas favoritas, además del obvio placer de volver a ellas una y otra vez, es la posibilidad de revisar distintas versiones de un mismo título. Cada vez que veo el logo director`s cut en la portada de un dvd, mi interés inmediatamente sube un par de grados. Si bien, conviene hacer una distinción entre director´s cut y extended cut. La moda actual de lanzar versiones extendidas en formatos domésticos pocas veces tiene que ver con los deseos del director por entregarnos una versión mejorada de su película, sino, más bien, acusa el ansia de los estudios por venderte el mismo producto dos veces. El director´s cut, por otro lado, suele ser un genuino esfuerzo por parte de un cineasta – o por personas responsables y eruditas, en caso de que el creador ya no este vivo para supervisar el proceso - por retocar una obra comprometida en su momento por intereses ajenos a su integridad como pieza narrativa o incluso, como arte. No es posible asegurar en un 100% , no obstante, hasta que punto los director´s cut que cada vez con más frecuencia salen al mercado, nacen de implicaciones altruistas o de integridad artística – dos términos casi en abierta contradicción con el vocabulario comercial de los grandes estudios – pero si hay valiosas ocasiones en que la inversión está plenamente justificada.

Sobre todo cuando se trata de un título importante o famoso por lo infortunado de su montaje final, claramente en contradicción con los deseos de su director. Muy buenos ejemplos de esta tendencia son los director´s cut de títulos como The Wild Bunch, Kingdom of Heaven o Payback. En estos casos, la revisión del montaje mejoraba la percepción del film, haciéndolo temáticamente más completo y reafirmando su condición de clásico (Wild Bunch) o resultaba tan drástico que modificaba por completo la experiencia de verla, casi haciendo de ella una película completamente nueva (Payback).

En este sentido, la nueva versión de Kingdom of Heaven (disponible en dvd y bluray) es sintomática de lo que las intromisiones burocráticas y las oh-tan-sagradas perspectivas de mercado, pueden hacer para dañar a una producción. La truncada versión estrenada en cines fue el resultado de la insistencia de Fox de acortar la duración del film, con el propósito de poder exhibirlo más veces al día. La película fue un moderado éxito de taquilla internacional (por debajo de las expectativas de Fox, en todo caso), pero arruinaba por completo el aliento épico de su narración y destruía absolutamente el cuidado trabajo de caracterización de sus variados personajes. La burda manipulación del estudio también fue el detonante de fuertes críticas a Ridley Scott por su aparente falta de forma y lo equivocado de su propuesta en términos de estructura. Cuando el director´s cut finalmente tuvo oportunidad de ser apreciado – para la eterna vergüenza de Fox, en un estreno sin publicidad, limitado a una sola sala - todas las voces críticas se silenciaron. El reconstituido montaje original de Kingdom of Heaven, reivindica por completo al director. Es un espectáculo visual que quita el aliento y una apuesta narrativa que tiene ahora el tiempo necesario para respirar y envolver al espectador. Tal vez no sea la mejor película de Scott, pero su calidad como cine se nos hace indiscutible.

Sin embargo, casos como el de Scott (o incluso el de Michael Cimino y su incomprendida, vilipendiada, pero no por ello menos hermosa Heaven´s Gate), son la excepción a la regla. La mayor parte del tiempo, el asunto no pasa de ser un crudo intento mercadotécnico de hacernos pisar el consabido palito (sí, Sony Pictures, te estoy mirando) o, en el mejor de los casos, una oportunidad que el cineasta toma para reelaborar sobre una obra pasada, sin estar necesariamente disconforme con el film original. El experimento de William Friedkin con The Exorcist o el de James Cameron con The Abyss o Terminator 2 son muestras de esta tendencia. Por eso cuando te encuentras ante un auténtico intento de corregir un error, la ocasión es digna de celebración. Lo que nos lleva a la nueva versión de Dark City, editada recientemente.

Portada de la nueva edición


Dark City es uno de los titulos Sci Fi más importantes de los años `90. También es uno de los más subestimados e incomprendidos. Partiendo por la actitud de New Line - el estudio que la produjo - y hasta las reacciones del comité de clasificación que la revisó previa a su estreno, la película fue una nuez dura de abrir para quienes se empeñaban en categorizarla según absolutos. La anécdota que cuenta David S. Goyer (coguionista de este film y de otros clásicos modernos como Blade y la nueva saga de Batman) en los extras del dvd, es reveladora de la falta de lógica con que son tratadas las piezas de cine que escapan a los cómodos parámetros de los estudios. Goyer, con una risa apenas contenida, nos cuenta que el comité elevó la calificación del film – condenándola a un público más limitado - no por su contenido de violencia y sangre (que, por lo demás, es bastante escaso en comparación con las orgías de tiroteos y destrucción presentes en otros films de aquel momento) sino por ser “rara”. El censor no atinaba a identificar que le molestaba de la película, pero estaba seguro que por el hecho de ser rara, algo malo tenía que tener. Cuando New Line impuso su erróneo juicio de que Proyas necesitaba clarificar su narrativa para hacerla más comprensible de cara al público y ordenó que se retocara el montaje, no hizo más que terminar de perjudicar al film.

No podían estar más equivocados en su enfoque. Y si bien las manipulaciones no fueron tan severas como para causar un daño terminal a la película, si lesionaron su coherencia interna. A tal punto, que la cinta fue recibida con frialdad por la crítica – el prestigioso y mediático Roger Eberts fue la única voz seria que salió en su defensa – y tras una mediocre vida comercial, fue rápidamente olvidada por el público. Por fortuna, y como se ha visto en otros casos similares, Dark City es una obra lo suficientemente poderosa para salir casi ilesa del fregado. Pero en vez de convertirse en un clásico instantáneo, tuvo que transcurrir varios años de pases caseros y un constante flujo de recomendaciones boca a boca, para que la película fuera rescatada del olvido. Aunque por años la versión para cines ha sido la única disponible en formato doméstico, Dark City ha amasado con el tiempo un leal y sólido bloque de rabiosos fans (yo mismo incluido) que no dejan de maravillarse ante su brillante mezcla de géneros, amen de esperar ansiosos el día que la mítica versión del director saliera a la luz.

Una curiosa observación y punto aparte, nace de echar la mirada atrás. Dark City se estrenó en 1998, un año antes que Matrix, el mega éxito de los hermanos Wachowsky, redifiniera el paisaje de la Sci Fi cinematográfica. La sobrevalorada trilogía de Matrix guarda, no obstante, asombrosas similitudes con Dark City, si nos detenemos a analizar sus tramas. Ambas nos presentan una sociedad secretamente controlada por fuerzas externas que deciden por ella su destino y cuyo orden es desbalanceado por la presencia de un elegido que liberara a los suyos de tal control. Como Neo en Matrix, el John Murdoch de Dark City posee poderes que escapan al entendimiento de sus semejantes y a través de ellos, se enfrentará victoriosamente a sus opresores. Hasta la idea de utilizar los cadáveres de la sociedad humana en favor del colectivo está presente. En Matrix, los muertos se usan como alimento para los cuerpos de los vivos, esclavizados por las máquinas pensantes. Aquí los cadáveres sirven de vehículos para los seres oscuros que controlan la ciudad ¿Meras coincidencias? ¿Implícita copia? ¿O algo más trascendente flotaba en el aire en esos años? Tema para un estudio más sesudo. Lo cierto es que Dark City logra en poco más de 100 minutos presentar esta narrativa de forma contundente y ejemplar, a diferencia de la trilogía de los Wachowsky, cuya interesantísima primera parte es lastrada por dos secuelas exponencialmente derivativas y auto indulgentes.








La dirección de arte y la puesta escena,

dos puntos fuertes de este magnífico film


Para alegría de su legión de admiradores, Dark City: Director´s Cut repara los daños hechos en su momento, presentándonos un film de restituida coherencia y cuyo poder de fascinación no ha disminuido con los años. Los cambios en el montaje en esta nueva versión son sutiles y caen en el campo de las pequeñas extensiones de escenas preexistentes, la inclusión o eliminación de líneas de diálogo o la modificación de algunos elementos de cgi en determinados planos (las “oleadas” de poder mental están retocadas para hacerlas más sutiles, la confrontación final está embellecida para agregar espectacularidad). También se han incorporado dos subplots que si bien son interesantes, también son fugaces – las huellas digitales de Murdock como representación física de su condición de mutante, de ser evolucionado – o simplemente tangenciales (la prostituta que salva a Murdock de la policía es ahora madre de una niña). En todo caso, la reconstitución al montaje final de estos breves agregados no desvirtúa en absoluto la fluidez del relato.

Las alteraciones más significativas del Director`s Cut las encontramos en el primer acto del film. El torpe intento explicativo que abría originalmente la película y que destruía mucho de su misterio (un voice over de Kiefer Sutherland como el Dr. Shreber), ha desaparecido de los títulos de crédito. Una obvia imposición del estudio para, supuestamente, hacer más comprensible el relato al espectador, este voice over se nos revela completamente superfluo gracias al nuevo montaje (el monólogo ha vuelto a su lugar original dentro del film). Eliminado este elemento, las secuencias iniciales fluyen con mayor naturalidad y el film se mueve, por fin, en completa afinidad con uno de sus influencias más decisivas: el Film Noir.

Dark City funciona perfectamente como la versión Sci Fi de un film Noir de los años `40 y `50, es esta una de sus características más evidentes. Como tal, es un relato que presenta las vicisitudes de los personajes de forma oblicua y apelando al recurso del misterio para engancharnos en la búsqueda de su verdad última. Es la resolución del misterio lo que mueve los mecanismos narrativos de esta película, así como la búsqueda de la identidad es el motor que mueve a John Murdock por la eterna noche de esta ciudad sin nombre, sin tiempo. Acorde con esto, Proyas busca desde el primer momento la complicidad de la platea. Murdoch y el espectador se mueven juntos por esta extraña, interminable noche y la progresiva comprensión de los hechos para el protagonista es la revelación de los detalles del misterio para nosotros. Nótese que hay una reestructuración del material que potencia inmensamente este renovado enfoque. Las secuencias que mostraban a la ciudad cayendo dormida y la posterior metamorfosis urbana (llamada “tuning” en la película), ubicadas a continuación de la escena en que Murdock despierta en la habitación de hotel, están ahora fuera del primer acto – por lo que la atmósfera de extrañeza se alarga, aprovechada con mucha eficacia – y puesta de vuelta a su lugar original, el segundo acto.

El hombre amnésico, sumergido en un mundo que le es extraño, aparente culpable de una serie de crimenes que no recuerda haber cometido, es una situación prototípica del Film Noir y de los relatos literarios pulp de los que se nutría. La dinámica de perseguido que busca la verdad y perseguidores determinados a ocultar esa misma verdad a cualquier costo, es también una que hemos visto miles de veces, pero la película la hace nueva debido a las particularidades de su enfoque Sci Fi. Murdoch deambula por la ciudad en busca de sí mismo, mientras Los Extraños (fúnebres hombres pálidos de largos abrigos) conspiran para destruirle. El nexo que los une es el gran misterio del film y profundizar en los pormenores del relato es hacer un flaco favor a quien aun no haya experimentado Dark City. La película sigue al pie de la letra los esquemas del Noir, consiguiendo en todo momento mantener la atención de la platea con cada nuevo giro argumental. A medida que la historia toma forma, las implicancias de su resolución se hacen cada vez más y más impredecibles. La atmósfera de desasosiego es permanente y Proyas puntea el suspenso con algunos momentos de shock realmente conseguidos (como el primer enfrentamiento entre Murdoch y los Extraños o el suicidio del atormentado detective, que viendo finalmente la verdad de las cosas, prefiere la muerte a enfrentar la realidad)

Se complementa esto con la recargada puesta en escena, plagada de composiciones opresivas y la aparición de los personajes periféricos (la esposa infiel, el nuevo detective asignado a resolver los crímenes, el intrigante médico de turbio pasado, los misteriosos hombres pálidos que persiguen a Murdock) que refuerzan la impresión de un relato detectivesco de antaño. El guión es una representación casi abstracta de los tópicos del género y es quizás por eso que Dark City es una película comúnmente considerada fría y distante. Es posible. Definitivamente, sus personajes son más bien avatares que representan ideas o conceptos antes que seres humanos plenamente desarrollados (los Extraños, por sus intrínsecas características, están libres de esta falencia, pero igualmente son conseguidos arquetipos antes que personajes). Sabemos lo preciso para que la narrativa siga en movimiento. Proyas no se detiene en detalles superfluos que distraigan al espectador y lo lleven por la tangente. Dark City es, ante todo, un film cerebral antes que emocional.


Los Extraños, alquimistas de los sueños ajenos


Como en su anterior película – la adaptación de la historieta independiente de James O`Barr, The Crow – el relato se nos redondea en sus aspectos visuales antes que en los dramáticos. Allí donde The Crow era directamente la adaptación de un comic, Dark City se puede ver como la puesta en imágenes de una novela gráfica nunca publicada. La deuda con los códigos del Noveno Arte no es un punto que se pueda obviar con esta película, pues están plenamente asumidos (la batalla final bien podría ser un final alternativo del famoso Akira de Otomo, una referencia que Proyas admite abiertamente). La sensibilidad de Dark City está saturada por la estética de The Crow, con toda su artificiosidad escénica y sublimación temporal. Ambas transcurren en tiempos indeterminados, donde épocas, modas y estilos arquitectónicos divergentes conviven sin roces. Los arquetipos que pueblan las páginas de los comics se mueven con soltura por los recovecos de esta ciudad eternamente oscura. Es sorprendente la facilidad con que los códigos del Noir se fusionan a los del comic para darnos este híbrido fílmico y la exquisitez de las imágenes, enmarcadas en unas composiciones de plano realmente excelentes, es la pieza clave que termina por caracterizar a este inteligente film como un pastiche de múltiples referencias estéticas.

Por supuesto, dada la tenebrosa configuración de sus imágenes y lo alambicado de sus paisajes urbanos, la referencia obligada es el primigenio Expresionismo Alemán, aunque el neo gótico impuesto por Tim Burton a partir de Batman, directamente inspirado por la estética de este movimiento artístico, se hace sentir también. El pictórico claro-oscuro de las imágenes (con alusiones directas al pintor Edward Hooper y su cuadro “Nighthawks”) se mezcla magistralmente con el uso sutilmente simbólico de los continuos espacios cerrados, cargados éstos de las connotaciones sicológicas tan caras al movimiento germano (sin mencionar la inmediata correlación mental que producen los hombres pálidos con el Nosferatu de Marnau o los siniestros ciudadanos de M). Como en “El gabinete del Dr. Caligari” o “Metrópolis”, la arquitectura en Dark City juega un papel asombrosamente importante. Resulta difícil desasociar las implicancias sicológicas que Proyas derrama sobre determinadas imágenes del periplo mental que Murdock recorre en su camino a la revelación de su identidad. La cambiante fisonomía de la ciudad es la visualización de los propios mecanismos mentales del protagonista, de su vertiginosa confusión, de sus mutables emociones.

La constante referencia a Shell Beach, como detonante de recuerdos y emociones, es un leit motiv al que la película vuelve constantemente y convierte a este mítico espacio físico en una suerte de cáliz sagrado, siempre un paso más allá de su concreción física. El plano del cartel publicitario que vemos sobre el final, aquel que oculta la verdadera naturaleza de la ciudad y su arquitectura, se nos presenta, entonces, como una destilación visual de todo el film y, por ello, deviene una imagen cargada de significancia. Así mismo, el mundo subterráneo de los hombres pálidos, con su gargantuesco mecanismo de relojería que controla la ciudad, inevitablemente nos trae a la memoria la máquina que da vida a la futurista ciudad de Metrópolis y toda sus implicancias (la sumisión del hombre ante la máquina, la urbe que aplasta al individuo y la libertad). Por otra parte, ese breve plano detalle de su huella digital – un laberinto tallado en su propia piel – tan cargado de connotaciones simbólicas ¿No es acaso la muestra definitiva de la coherencia interna del film? Son pequeñas adiciones como esa, las que hacen toda la diferencia a la hora de apreciar a Dark City como una obra contundente, más allá de su calidad como crisol de referencias estéticas. Proyas hace uso del amplio abanico de influencias con extrema confianza y sin ningún disimulo, pero la película no sería más que un vacuo ejercicio esteticista si no fuera por la disciplina que muestra el director en el uso de ellas.

Cierto, en ocasiones, Proyas carga un poco las tintas y cae en metáforas un tanto cliché – el plano de la rata en el laberinto, por ejemplo – pero, en su mayor parte, su tratamiento visual es de gran inteligencia, sugiriendo antes que apuntando. Con todo, todas estas características refuerzan aun más la rarificada atmósfera que se respira a lo largo de un relato que, a la larga, resulta fuertemente onírico en su puesta en escena. Por esto, los múltiples elementos que componen Dark City - el enrevesado estilismo del Noir, los maniqueísmos del guión, típicos del mundo del comic que lo inspiran, las múltiples referencias estéticas que bordan las imágenes con significados y lecturas diversas, lo absorbente que se nos hace el misterio de la ciudad – hacen del film un suculento banquete a saborear. Cada visionado nos aporta una nueva faceta, un deslumbrante detalle. Cada fotograma es una sensacional pieza de arte, cuidadosamente confeccionada.

Proyas ha creado en Dark City un relato de pesadilla casi kafkiana que transmite su sensación de absurdo existencial y sofoco vital en términos puramente visuales, con excelentes resultados. Que la frialdad de su estética y una cierta falta de resonancia emocional, la coarten en su status de obra maestra, no quita brillo a una película que, quizás, no necesita de tal apelativo. Dark City es, en virtud de esta nueva versión, algo más que una obra de culto. Es ahora un clásico contemporáneo. Bienvenida sea.

21 de agosto de 2008

Ride The High Country

Dirigida por Sam Peckinpah




La carrera de Sam Peckinpah quedó ligada para siempre con el Western, en la memoria de la cultura popular, luego del profundo impacto que el estreno de The Wild Bunch en 1968 dejara en el desprevenido público de aquel año. Cierto, Bonnie and Clyde, presentada un año antes, tuvo el honor de inaugurar la oleada de violencia gráfica que inundaría las pantallas de cine de aquel entonces y cuyas repercusiones llegan hasta la actualidad, pero aquel iconoclasta film de Arthur Penn usaba el sangriento grafismo de su clímax como recurso estético en aras de la mitificación de sus antihéroes. Peckinpah recorre una senda distinta. En sus westerns, la violencia es una característica inherente e insoslayable del espacio físico en el que se desarrollan sus historias; moneda de cambio en unas sociedades fácilmente corruptibles, aún carentes de institucionalizados códigos de conducta. El desesperado nihilismo que desprenden las imágenes de The Wild Bunch, destiladas en su justamente famosa secuencia final, hizo de la película un objeto de adoración entre los cinéfilos. En no poca medida por el pesimismo romántico con que Peckinpah teñía las imágenes y que dejaba en evidencia cual era su postura en la dicotomía Sociedad vs. Individuo. La lealtad de Peckinpah para con sus personajes, por irredimibles que inicialmente parezcan, lograba transformar a un puñado de ladrones y asesinos en unos héroes nobles. Es imposible no considerar justificada la epifanía que lleva a los personajes al sangriento ajuste de cuentas final; así como tampoco es fácil no sentirse conmovido con el sacrificio de La Pandilla Salvaje.

Aquel fue el peak creativo en la primera etapa de la carrera de Peckinpah, hasta ese momento exclusivamente concentrada en el género. No cabe duda que es también su etapa más productiva y creativamente lúcida. Comenzando con Ride The High Country y terminando con su personal visión de los últimos años en las vidas de Pat Garret y Billy The Kid (en el film homónino de 1973), Peckinpah realizó un puñado de obras que se encuentran en la elite de lo mejor que este género ha dado. Y eso, aún después de las virulentas batallas que muchas veces tuvo que librar para mantener la coherencia de sus propuestas, constantemente atacadas por productores anhelantes de interferir con su trabajo. Desgraciadamente, muchas veces perdió ante el poder de los estudios – ¿podríamos suponer otra cosa? – y algunos filmes terminaron eternamente comprometidos. Que películas como Mayor Dundee, quizas su experiencia más frustrante tras las cámaras, o la misma Pat Garret and Billy The Kid, sigan poseyendo una innegable fuerza poética y rigor dramático a pesar de sus manipulados montajes finales, hablan elocuentemente de la maestría de Peckinpah como cineasta. Es más, Pat Garret and Billy The Kid contiene el momento más hermoso y honestamente poético de toda su filmografía. La breve escena en la que el viejo sheriff agoniza a la orilla de un riachuelo, mientras su mujer le llora resignada y Pat les observa en silencio desde la distancia, nos dice mucho más acerca del fin de los mitos del viejo oeste que un puñado de libros sobre el tema. Usar la balada de Bob Dylan “Knockin`on Heaven`s Door” como fondo musical es posiblemente una de las opciones más inspiradas de la historia del cine. Es una viñeta tan fugaz como conseguida en un film de fracturada brillantez, cargada de tanta belleza y profunda significación, que es casi insólita en un cineasta tan legendariamente infame por su malsana personalidad y abusiva conducta.

Como John Ford, Peckinpah era un poeta irascible. Era un hombre difícil, alcohólico y adicto a las drogas, que constantemente ponía a prueba la lealtad y paciencia de sus amistades y colaboradores. Muchos de los problemas que asolaron su carrera, el mismo se los provocó. Era, en muchos aspectos, una persona autodestructiva y obstinadamente beligerante. En esencia, un cineasta maldito, pero – en sus mejores momentos – poseedor de una extraordinaria capacidad para sacar lo mejor de los materiales con los que trabajaba. Por lo menos en aquellos años.

La creciente irregularidad de sus films en los postreros años de la década del `70 y comienzos de los ´80, debida al lamentable estado físico y mental al que sus adicciones le redujeron, no permitió que su talento se enfocara debidamente y ya no hubo obras de la envergadura de antaño. Tan sólo Cross of Iron, la única película bélica de su filmografía, y la estupenda Bring Me The Head Of Alfredo Garcia (su último gran western, aunque técnicamente no lo es, pues está ambientado en tiempos contemporáneos; de ahí su genialidad) pueden distinguirse como obras poderosas y bien perfiladas, entre un puñado de films mermados en su calidad y muchas veces fallidos. Es muy triste comprobar su decadencia, luego del extremo fulgor de sus obras más conseguidas y recordadas.

Ride The High Country entra por completo en esta última categoría. No es la obra definitiva de su filmografía, pero sí es el film que inaugura su etapa de mayor genialidad y que le colocó en el mapa de los cineastas a tomar en cuenta. La película, muy admirada por los estudiosos de Peckinpah, es la segunda incursión de su carrera en la pantalla grande, tras la desastrosa experiencia de su problemático debut, The Deadly Companions. La primera en una larga lista de situaciones profesionales amargas, The Deadly Companions era un proyecto de bajo presupuesto, nacido bajo el auspicio de la experiencia profesional de Peckinpah con Brian Keith en la serie televisiva The Westerner, en la que ambos trabajaban como director y protagonista respectivamente. El proyecto rápidamente cayó en tormentosas aguas debido a las intromisiones de su productor en temas de guión y el choque de personalidades entre Peckinpah y su leading lady, la legendariamente tozuda Maureen O`Hara (famosa por sus colaboraciones con John Ford y John Wayne).

Tras la desafortunada experiencia, Peckinpah se aseguró de poseer un control más definido sobre los guiones de sus siguientes proyectos y por esto se dedicó con ahínco a revisar el material original de Ride The High Country, basado en un trabajo ajeno. Determinados elementos del guión final están sacados de las experiencias personales de Peckinpah (la figura del pistolero Steve Judd es un fiel retrato de su padre) y de sus recuerdos de los años de infancia, que pasara en el rancho de su familia (el asentamiento minero de Coarsegold, donde transcurre parte del relato, es un pueblo real). La película fue producida por MGM en 1962 y para su realización, el director sacó de un cuasi retiro a dos leyendas vivientes del Hollywood más clásico - Joel McCrea y Randolph Scott, dos actores de dilatada presencia en el western - para entregarles los papeles protagonistas.

La simpleza de la premisa apela a los códigos primigenios del western, pero al mismo tiempo están filtrados por el espíritu revisionista que se había iniciado en la década del 50 y que ahora daba paso a una visión más pesimista y real a temas incómodos, normalmente sublimados por el romanticismo y las evidentes distorsiones históricas típicas en el género. Los westerns sicológicos de Anthony Mann, especialmente el ciclo protagonizado por James Stewart (Winchester 73, The Naked Spur, The Man From Laramie, entre otros) son un excelente ejemplo de esta nueva tendencia. Este revisionismo se extendió rápidamente por la industria del cine de aquella época, dando como fruto algunos títulos realmente interesantes. No deja de ser significativo que John Ford, un nombre clave en la constitución misma del Western con obras tan fundacionales como The Iron Horse o Stagecoach, estrenase su portentoso estudio sobre la desmitificación del viejo oeste, The Man Who Shot Liberty Valance, el mismo año que Ride The High Country llegaba a las pantallas. Ya en The Searchers, un título mítico como pocos, Ford daba clara muestra de la cambiante actitud de los cineastas norteamericanos con respecto a un género que ellos mismos habían creado y a una forma de enfocarlo que estaba quedando caduca ¿Puede haber un abismo más grande entre la nobleza primigenia del Ringo Kid (John Wayne) de The Stagecoach y el retrato amargado y racista del Ethan Edwards (el mismo Wayne) en The Searchers? Es el mismo director, el mismo actor. Y, sin embargo, son dos propuestas radicalmente opuestas.

Por tanto, el film de Peckinpah no está creado en el vacío ni representa un quiebre con respecto a las tendencias creativas del momento. Lo que sí le brinda una particularidad añadida es la suerte de ensayo general de muchos elementos temáticos que se repetirían constantemente en la obra de este cineasta, ligeramente reelaborados, y que siempre terminan siendo ineludibles instrumentos de condena en el devenir de los personajes. Las radicales posturas existenciales en los heroes de Peckinpah, que en posteriores obras estarán caracterizadas por una rebelión obstinada y autodestructiva ante los nuevos estamentos del orden, bajos los cuales son incapaces de sobrevivir, están matizadas aquí por una sensible nostalgia y el tono elegíaco que corona la conclusión del relato.

Desde los primeros minutos de proyección, Peckinpah deja claro al espectador que su tratamiento del material estará impregnado de esta perspectiva revisionista. Steve Judd (McCrea) es un avejentado pistolero y antiguo adalid del orden que llega al pueblo de Hornitos atraído por la oportunidad de un trabajo, algo que últimamente no abunda en su vida. Judd es un hombre que ha visto ya sus mejores años, pero conserva intacta su dignidad y su férreo código de conducta, que antiguamente le hiciera un portentoso hombre de ley. La entrada al pueblo que abre el film, con Judd a punto de ser atropellado por un primitivo vehículo motorizado, está orquestada con un cierto humor socarrón y nos trae a la memoria una escena similar en The Wild Bunch cuando la pandilla de Pike Bishop (William Holden, en estado de gracia) encuentra un vehículo similar en el campamento del General Mapache (el grandioso Emilio “Indio” Fernández) y se maravillan ante la máquina. En ambos casos, la contraposición de pasado y modernidad, no deja lugar a la duda: el futuro ha llegado a la última frontera y los estamentos que ayudaron a concretar sus sociedades (o, en el caso de la pandilla, se alimentaban de ellas) están desfasados, obsoletos. Esta noción está llevada hasta el último extremo en la crepuscular The Ballad of Cable Hogue, donde el protagonista literalmente muere aplastado por un automóvil.

Entrevistándose con los dueños del banco local, Judd - en unas escenas que Peckinpah usa para presentar al personaje bajo un prisma al mismo tiempo patético y humano - se percata que el trabajo está considerablemente menos remunerado de lo que había previsto. Y además, requerirá más tiempo y ayuda. Pero igualmente lo acepta. Necesita el dinero. Además, ha visto en la feria del pueblo a un viejo amigo, Gil Westrum (Scott), otra antigua luminaria de los viejos tiempos reducido a feriante charlatán, y está seguro que aceptará la propuesta de acompañarle en el viaje ¿Es mera casualidad que Randolph Scott vista un disfraz de Búfalo Bill, cuando le conocemos? Una referencia sagrada del Viejo Oeste es usada aquí como una indicación más de los cambiantes tiempos. Un personaje de admirada connotación heroica reducido a burdo disfraz de feria. Luego de unas breves negociaciones, Judd y Gil, acompañados de su protegido Heck (Ronald Starr), un indisciplinado muchacho que aprenderá unas cuantas lecciones en el camino, emprenden su viaje. Cuatro días de largas jornadas con destino el asentamiento minero de Coarsegold. Allí han de recolectar el oro de los mineros y llevarlo de vuelta al banco en Hornitos. Gil, sin embargo, tiene otros planes. Su espíritu está menos templado que el de Judd. Los años lo han amargado, negándole el futuro con el que alguna vez soñó. Ayudado por Heck, la intención de Gil es robar el oro a la primera oportunidad que se presente y abandonar la miserable vida que ha llevado hasta el momento.

A poco de emprender el viaje, los hombres se detienen a pernoctar en una granja, propiedad del exacerbadamente religioso Joshua Knudsen (R.G. Amstrong) donde conocerán a la hija de este, Elsa (Mariette Hartley, ojos avisores la reconocerán como la esposa del Dr. Banner en la serie de TV The Incredible Hulk). La chispa romántica surge inmediatamente entre Heck y ella, pero es suprimida por el puritano padre y los consejos de Judd y Gil. A la mañana siguiente, podemos ver como Joshua reza a los pies de la tumba de su esposa. La cita bíblica grabada en la cruz nos advierte que la fallecida ha sido infiel y podemos intuir que su muerte ha sido violenta, muy probablemente a manos del propio Joshua. La presencia del celo religioso y la hipocresía de las posturas religiosas que vemos aquí es otro punto que se repite en los filmes de Peckinpah, casi siempre en breves viñetas cargadas de mala leche. La liga a favor de la abstinencia en The Wild Bunch – cuya demostración termina pisoteada por los caballos de la pandilla en la frenética huida al comienzo del film – o la procesión funeraria de las ancianas en el campamento de Mapache, denigradas sin consideración; el libidinoso reverendo Joshua Sloane (David Warner) en The Ballad of Cable Hogue, con la oración en los labios y las manos sobre la primera mujer que se le cruce en el camino. Aquí la religiosidad no brinda ningún consuelo, es una tiránica forma de control. Es precisamente por esto que Elsa huye de casa y se une al grupo de Judd con el fin de encontrar a un antiguo pretendiente, Bill Hammond, un minero de Coarsegold.

Peckinpah se deleita haciéndonos contemplar como reflorecen los viejos lazos de amistad entre Judd y Gil al comienzo del viaje. No obstante saber desde el principio que el propósito de Gil es robar el oro, las escenas entre ambos están cargadas de una cálida sensación de camaradería, que resulta infecciosa. Dos amigos que vivieron a saber cuantas aventuras juntos, rememorando retazos de su existencia. La interacción entre McCrea y Scott es totalmente genuina. Sin ser dos interpretes muy dotados – ambos pertenecen a la escuela del estoicismo – su trabajo aquí es inmensamente humano, lleno de sutilezas transmitidas por gracia de su lenguaje corporal o la intensidad de sus ojos, envejecidos y sabios. El retrato está tan conseguido que cuando el momento de la traición llega, resulta doloroso. La dinámica de amistad y desencuentro entre los protagonistas es una constante en Peckinpah. En Wild Bunch, vemos como un error de juicio por parte de Pike, termina con su socio Deke Thorton (Robert Ryan) cumpliendo una condena y negociando su perdón con la condición de capturar a su antiguo compañero. Mientras, Dutch (Ernest Borgnine) y el resto de la pandilla representan la lealtad a los antiguos códigos de honor. La relación entre Pat y Billy The Kid es sobradamente famosa por sus amargas consecuencias. En Mayor Dundee, el capitán confederado Benjamín Tyreen (Richard Harris) odia todo lo que el unionista Dundee (Charlton Heston) representa, pero el compromiso de honor que ha tomado con él, los convierte en incómodos aliados. Incluso en la amable farsa que es La Balada de Cable Hogue, el anacoreta que da título al film (interpretado con gran pasión por Jasón Robards) tiene una aliada en la noble prostituta del pueblo (Stella Stevens). No sólo sus westerns están construidos sobre esta idea. Por ejemplo, titulos posteriores como Killer Elite y The Osterman Weekend presentan las mismas características temáticas.

Así, encontramos en este film la esencia misma de los relatos que Peckinpah desarrollaría posteriormente. La noción de lealtad como concepto que une a los hombres y la dimensión trágica de la traición, la disolución de una forma específica de ver el mundo y de hacer las cosas, suplantado por un pragmatismo carente de valores; la odiosa necesidad de negociar con los principios para lograr subsistir en un mundo corrupto, etc. El canto fúnebre a un tiempo pasado que con amarga certidumbre convierte a viejos hombres de armas en reliquias inútiles, cuando no molestas. Todos estos temas reaparecerán una y otra vez en los films de este director, definiendo para bien o para mal las opciones vitales de sus personajes.

Las cosas se complican cuando el grupo arriba al asentamiento minero. Elsa se casa apresuradamente y en contra de la alarmante evidencia de que la suya será una unión miserable. Pronto quedará claro que su flamante marido es un bruto desconsiderado apenas oculto por una máscara de civismo, como mucho un par de pasos más arriba en la escala evolutiva que sus salvajes hermanos (entre ellos, L.Q. Jones y Warren Oates, dos actores de carácter que acompañaran profesionalmente al director durante años). Tras una grosera parodia de ceremonia nupcial – perpetrada en un prostíbulo por un juez borracho (una combinación típica de Peckinpah) – y una tensa escena de rescate de una potencial violación en grupo, nuestros protagonistas dejan el campamento, con Elsa a cuestas. El humillado marido no pretende renunciar a su esposa y emprende la persecución, arrastrando a sus hermanos a la reyerta. Aprovechando la desorganizada retirada, Gil y Heck pretenden huir con el oro esa misma noche, pero son atrapados en el acto por un dolido Judd. A pesar de lo apurado de la situación, Judd decide a llevar a los dos hombres ante la justicia. Pero la reaparición de los hermanos Hammond, dictaminara otro curso de acción. El drama está servido.

Si en la primera parte de la película el tono era aventurero, casi amable, es en el tenso viaje de regreso a Hornitos donde el Peckinpah más clásico hace su primera aparición, si bien las escenas de violencia en Ride The High Country son muy características de los estándares de la época (sobre todo en las coreografías de las peleas a mano). Recordemos que es una producción de principios de los `60. No encontraremos aquí los espectáculos de violencia de sus films más adultos ni el recurso de la cámara lenta para estilizar sus famosas “danzas de la muerte”. Con todo, Peckinpah dosifica la acción de manera gradual y creciente, para terminar en un enfrentamiento final magníficamente orquestado. Hay momentos que presagian lo que más tarde llegaría a ser su tratamiento característico de la violencia - el estilo crudo y directo de los tiroteos, las ropas ensangrentadas por las heridas de bala, la cámara observando con detalle la agonía de las heridas, los cuerpos caídos y pisoteados – y que le valdría el mote de Bloody Sam. Mas, son aún detalles en segundo plano, incipientes y están tratados con cierto pudor (siendo la gran excepción un primer plano de un rostro con un tiro clavado en la mejilla). La primera emboscada de los Hammond en las montañas es una buena muestra del clasicismo de la película en este sentido. Cuando el film llega de vuelta a casa de Elsa, donde transcurrirán las escenas finales, las cosas toman otro cariz. La secuencia se abre con el mencionado primer plano del tiro en la cara y este sienta el tono del posterior tiroteo. Aquí la violencia es más desatada y Peckinpah no desaprovecha la ocasión para montar la que es quizás su primera secuencia de acción realmente memorable.

Anteriormente, hemos visto como Judd ha liberado a Heck para que le ayude en el enfrentamiento con los Hammond, convencido de que su sincero afecto por Elsa y la voluntad de salvarla, le aseguran su rectitud ante la situación. Con Gil, la cosa es distinta. Le libera, pero Judd no se sorprende cuando comprueba que aparentemente a huido. En realidad, Gil ha regresado por el caballo y las armas de uno de los hermanos muertos en la primera emboscada, llegando en ayuda de su amigo en el momento más urgente. Un desesperado tiroteo se sucede. Henry Hammond (Warren Oates) dispara enfurecido sobre unas gallinas, cuando Gil les llama cobardes a gritos entre la furia de los tiros. Nótese aquí el uso simbólico de los animales, en un punto aparte visual entre abstracto y surreal. Peckinpah usaría metáforas similares en otras ocasiones (el famoso plano de las hormigas que atacan al escorpión en The Wild Bunch, por ejemplo). Por supuesto, el relato termina con un duelo a dos bandas. Nuevamente, apelando a los códigos primigenios del género. Pero es en la dinámica emocional de éste donde el director pone el énfasis de su particular punto de vista.

En la fiereza del combate, Gil vuelve a ser un hombre de fiar, un compañero de armas. La expresión de admiración en Judd al ver que su amigo se ha redimido es impagable. Los dos viejos hombres de ley vuelven a ser, por unos breves momentos, lo que alguna vez fueran. Junto a Heck, retan a un duelo a campo abierto a los hermanos sobrevivientes. Los tres hombres vencen en el brutal tiroteo. La victoria es pírrica, sin embargo, pues Judd ha sido herido de muerte. Los momentos postreros de la película, son los de Judd también. Peckinpah hace gala de un delicado lirismo en estos emotivos planos finales, que pocas veces volvería a mostrar en otros films. Gil promete devolver el oro al banco y Judd le perdona su pecado. Con la humildad de los verdaderos héroes de ayer, pide morir solo. El estoico sentimentalismo en la despedida final de estos dos viejos aventureros es conmovedor y la grandeza de la película se nos revela en un último, magnifico e inolvidable plano. Judd mira por última vez a las montañas (el high country del título) y finalmente expira, cayendo lentamente y saliendo del plano. Muere el pistolero y con él, el mito del Viejo Oeste...

El paralelismo más evidente en este final coincide con The Wild Bunch y Pat Garret And Billy The Kid. En ambos films, los “héroes” mueren – la pandilla masacrada por el ejército mexicano, Billy a manos del propio Pat – y sus antiguos aliados sobreviven para ser testigos de sus calvarios (el plano de Deke atesorando el revolver de Pike es tremendo). Sin embargo, los sentimientos de futilidad y amargura que acompañan a Deke Thorton y Pat Garret son de tal magnitud, que el resto de sus existencias están más cerca de ser una muerte en vida. Es significativo que Peckinpah termine la historia de Pat y Billy con la muerte violenta del primero años más tarde, como si estuviera cumpliendo una condena pospuesta. Y la opción de Deke Thorton de unirse a la rebelión mexicana, ¿no es acaso una búsqueda, consciente o no, de una muerte violenta que le justifique ante la memoria de sus compañeros? No hay tales devaneos existenciales en Ride The High Country. Esencialmente, por que es este un relato elegíaco antes que fúnebre. La calidad moral y la estatura humana de Judd necesitan ser mantenidas. Si bien el Oeste a muerto con él, el espíritu de ambos vive en la memoria de Gil y en la renovada entereza de Heck y Elsa. En eso consiste su triunfo ante la muerte.

Ride The High Country es un film donde un narrador nato da su primer paso firme en busca de un estilo definitivo, un ensayo general de temas que, como hemos visto, volverán a surgir bajo otras formas dramáticas en sucesivas películas. Donde la aspereza sicológica y los ambientes más decididamente tristes y complejos de The Wild Bunch y Pat Garret and Billy The Kid, comúnmente consideradas sus obras maestras, convertían a sus protagonistas en agentes de cambio de situaciones injustas e insostenibles o verdugo de personalidades irremediablemente condenadas a la tragedia, aquí Peckinpah escribe una oda sencilla y diáfana a la nobleza de los hombres anónimos que la Historia escogió olvidar. Sam Peckinpah no volvería a realizar nunca más una película tan primigeniamente íntegra en su concepción ni tan pura en sus sentimientos.

Una película, sencillamente, hermosa.



15 de agosto de 2008


Gangster nº 1

Dirigida por Paul McGuigan




La cinta de hoy es un atípico producto del cine gangsteril británico, que tan de moda se puso tras los fusilazos visuales de Guy Ritchie en “Lock & Stock and Two Smoking Barrels” y “Snatch”. Aquellos filmes colmaron la atención y los focos de tal manera que es muy posible que nunca hayan escuchado de esta película o de su director. La verdad, la carrera de Paul McGuigan es irregular y no resulta inconcebible que Gangster nº 1 sea el fruto de la combinación de factores apropiados en el momento preciso. Su filmografia tiene cinco titulos y tan sólo dos son realmente rescatables. Este film y The Reckoning (2003). ¿Será casualidad que ambos estén protagonizados por Paul Bettany?

La historia comienza con un envejecido Gangster – cuyo nombre y pasado nunca conocemos – un pez gordo del mundo criminal, dueño y señor de su territorio. Disfruta todo lo que eso implica, pero la mención de un simple nombre es suficiente para agriar su complaciente estado de animo. Freddy Mays está libre. Ha cumplido su condena, vuelve al barrio. Gangster no es feliz con esta noticia...

Haciendo un salto en el tiempo, estamos en los años 60. Gangster, recién confirmado como miembro de la banda de Freddie Mays (el interesante David Thewlis, a quien vimos hace algún tiempo como el monje guerrero en Kingdom of Heaven de Ridley Scott), es un criminal joven y ambicioso. Muy ambicioso. Es evidente desde el primer momento que Gangster siente una marcada fascinación por la figura de Mays. En algún momento, podríamos pensar en una obsesión homosexual. En realidad, Gangster está infatuado con la personificación del exito y el poder que Mays representa.

Al principio, Gangster es el lacayo perfecto, siempre dispuesto a mostrar su lealtad, brutalmente eficiente en sus actividades criminales. Secretamente, anhela con insana determinación todo lo Mays posee. Nada más conocer las intimidades de las operaciones de la banda es que Gangster comienza a maquinar su ascenso al liderazgo y a manipular las tensiones entre las bandas criminales para concretar su deseos. Con mayor ahínco todavía se entrega a su plan, luego que Mays conozca a Karen (la exquisita Saffron Burrows), una cantante de bar a la que desprecia por ser capaz de ver a través de su mascarada e intuir su malignidad. Cuando Freddie anuncia que ha decido casarse con ella, un acto de suprema debilidad a ojos de Gangster, las cosas toman un giro definitivo hacia una traición, perfectamente planeada. A consecuencia de ella, Mays es encarcelado y Karen es dada por muerta. Seguidamente, Gangster consolida su posición eliminando al rival más inmediato de la banda (en una secuencia especialmente virulenta en su maníaca violencia) y tomando luego el poder definitivo entre los suyos. El es ahora el gangster nº 1.

Pasados los años, Gangster ha conseguido todo lo que alguna vez deseara con desespero. Y mucho más. Sin embargo, la suya no es una historia concluida. Una inevitable cita con su pasado le espera...

Aunque Gangster nº 1 se enmarca claramente en el campo de las historias del submundo criminal británico, hay factores que la individualizan y la apartan de este subgénero. Para empezar su lenguaje visual es bastante más sosegado y menos dado a las florituras de cámara y montaje que abundan en los films de Ritchie. Aunque está producida al alero de aquellos filmes, su tono es mucho más serio. Posee una estructura de flashback que la hace dramáticamente más potente y, por sobre todo, no es nada superficial en su retrato del criminal que presenta. En vez querer entretenernos con las desventuras de mafiosos ineptos, relativizadas por el componente del humor, está película nos ofrece el retrato, a ratos mortalmente sangriento, de un verdadero monstruo.

Relato psicológico que rápidamente deja en un segundo plano los tópicos del género para indagar en una mente decididamente espeluznante, la crónica de esta violenta carrera hacia el éxito es la excusa narrativa de McGuigan para indagar en el comportamiento del protagonista. Vemos todo desde su punto de vista, constantemente escuchamos su voz interna, contemplamos como se regodea en la malicia de sus actos y en el dolor ajeno. La suya es una absoluta y malsana ambición por el poder, completamente carente de cualquier atisbo de conciencia en el trato hacia quienes le rodean. Todos sus actos están definidos y motivados por este fin. Gangster es una bestia inhumana. Y es de agradecer que la película no haga el más mínimo intento de hacerlo atractivo en su psicopatía o de justificar sus actos con relativismos emocionales.

El personaje de Gangster está construido sobre la base de dos interpretaciones. La inspirada idea de darle el papel del envejecido Gangster a Malcom McDowell es todo un acierto. Aunque su presencia está limitada a las secciones contemporáneas que dan comienzo y resolución al film, su presencia se nos hace palpable gracias a la narración en off que puntea, con su inconfundible voz, los acontecimientos a lo largo del relato. Como es su costumbre, McDowell entrega todo de sí. Su actuación es potente y llena de energia; su registro, inimitable. Su larga experiencia interpretando bastardos altamente cuestionables, da aquí una textura añadida a lo despreciable del personaje.

En el flashback que constituye el grueso del film, el rol de Gangster cae en las manos de Paul Bettany. Y si bien la presencia de McDowell es altamente disfrutable, es la impresionante performance de este intérprete lo que definitivamente coloca a la película en la lista de los visionados obligatorios. En un principio, la evidente diferencia física entre ambos actores descoloca un poco y nos hace difícil aceptar el cambio de uno a otro. Sin embargo, pasado el shock inicial, y gracias al excelso trabajo de ambos, la ilusión se define y la impresión es perfecta. No es de extrañar que la carrera de Bettany, hasta entonces concentrada en el teatro y la televisión, despegara definitivamente luego de este trabajo. La interpretación es tremenda. Su despliegue, controladamente histriónico, es inquietante, intenso y por completo demente. La convicción con que se entrega al personaje es perturbadora. Basta con revisar la secuencia en que observa con mutable actitud (desdeñosa indiferencia, pasando a la burla, luego a una absoluta seriedad, de nuevo a la indeferencia, todo en un parpadeo) como se concreta su traición o el momento en que amenaza a un aterrado lacayo (look into my eyes... look into my fucking eyes¡¡) para comprobar que Bettany es un actor de amplio registro y magnética presencia.

Estudio estremecedor de las obsesiones y paranoias que controlan los actos de un sociópata, Gangster nº 1 es un film extremadamente interesante en la construcción de personajes, pero de complicada digestión debido a lo indefendible de su protagonista. Comprensiblemente, decepcionará a quienes busquen un relato simplista o el escapismo del cine criminal al uso. Quienes puedan ver más allá y no rehuyan su violenta puesta en escena, podrán disfrutar una interpretación de absoluta antología. Más allá de su efectividad como relato gangsteril, que la tiene y no es poca, es por la tremenda calidad de su factor interpretativo que la película se hace del todo revisitable y es merecedora de una debida recuperación.

13 de agosto de 2008


The Dark Knight

Dirigida por Christopher Nolan




Debido a la estúpida decisión de Warner de posponer el estreno de Dark Knight en España un mes con respecto a la fecha de estreno mundial (y que ha afectado, más o menos, de igual forma a toda Europa) este escriba fue sometido a una difícil e injustificable espera para disfrutar de la segunda incursión del señor Nolan en el universo batmaniano. En el ínterin, incapaz de sustraerme a la curiosidad, leí todas y cada una de las reviews que se iban publicando on line en las vitrinas de opinión que me son de mayor confianza. Todas ellas plagadas de halagos y favorablemente adjetivizadas ad infinitum. Luego llegaron los comentarios de mis contactos al otro lado del charco, cuyos comentarios valoraba por sobre todos. Mis buenos amigos, antiguos compañeros de estudios y leales tertulianos de incontables jornadas, daban también su visto bueno. Aprobada, con distinción, fue el veredicto final. Mis deseos de ver la película crecían exponencialmente. Para entonces las piezas de información que a diario procesaba, sentado frente a la pantalla del computador, comenzaron a darme una idea de la magnitud de lo que me esperaba, un cuadro admirable tanto en forma como en contenido. La evidencia era irrefutable. Christopher Nolan se había superado a sí mismo. Y el mundo se inclinaba en una unánime alabanza ante The Dark Knight. Tan sólo faltaba una cosa: ¡¡Tenía que verla por mí mismo!!

Tal vez el mes más largo de mi vida, acaba de terminar hace unas horas. Y lo único que puedo musitar es WOW. Ahora mismo tengo en la mente, rebotando de un lado a otro de mi cráneo, la frase que un muy estimado amigo usó para cerrar su impresión sobre la película: “la vas a amar con toda tu alma”. Por supuesto, él – como todos mis allegados – sabe que soy un batfreak. Uno muy exigente. Uno que tiene una idea muy definida de lo que debe ser Batman en una pantalla de cine. Uno que vio con acuciante decepción como Warner y Joel Shumacher conspiraban para destruir todo lo que Tim Burton había hecho por el justiciero de Gotham (que no era perfecto, pero iba por buen camino). Uno que vio con horror como “Batman y Robin” hundía cualquier esperanza de ver de nuevo un Batman, como tiene que ser. Un caballero oscuro.

Y ahora... Ahora me siento como la primera vez que vi el “Superman” de Richard Donner. El corazón me bombea con fuerza, las emociones atascadas en la garganta. La cabeza llena de ideas y palabras. No sé por donde empezar... Esta es la película de Batman que había esperado toda mi vida.

Batman Begins me dejó extático la primera vez que la disfruté en la sala de cine. Y las muchas veces que la he revisitado en casa, no han hecho más que aumentar mi admiración por ella. Pero lo que Nolan ha hecho con The Dark Knight va mucho más allá de su atinadísimo ejercicio de reelaboración de un superhéroe y sus mitos. Ha tomado una senda peliaguda y de complicada ejecución. Ha transformado lo que alguna vez el magno Alan Moore definiera como “la tontería esencial de los comics” - la constante y muchas veces banal confrontación entre héroe y villano - en un drama por completo adulto, sin mayores concesiones a la platea y de profundas repercusiones existenciales.

En Begins, Nolan hacía el rayado de cancha, como diciéndonos “este es el tono, estas las reglas”. Preparaba el terreno. Nos ponía sobre aviso. Con las presentaciones hechas y las piezas en su lugar, ha decidido tomarse las cosas realmente en serio. The Dark Knight no es un film sobre un superhéroe y un supervillano dándose de puñetazos. Es un thriller de proporciones épicas, donde un héroe y un villano, míticos ambos en su envoltura y presentación, se enfrentan por el alma inmortal de una ciudad. Es un film donde las decisiones tienen verdaderas y dolorosas repercusiones. Donde las amistades son puestas a prueba. Donde la esencia misma del héroe se pone en cuestionamiento. Un film que tiene la valentía de hacer pasar a su protagonista por un infierno, físico y emocional, y dejarle, sin solución de continuidad, en el más impío de los callejones sin salida.

Hacer un recuento de la película es, a esta altura, algo inútil. Tal vez haya media docena de personas en el planeta que no haya visto The Dark Knight en su semana de estreno. Valga decir que Nolan y su coescriba y hermano, se han sacado de la manga un enrevesado rompecabezas criminal desplegado con mano maestra a lo largo de los extenuantes 152 minutos de proyección. Un rompecabezas donde cada pieza está cargada de implicaciones morales y dilemas desgarradores, cuyo propósito es quebrar al héroe y alzar al caos como único monarca. En su centro, como letal maestro de ceremonias, un Joker absolutamente mesmerizante en su capacidad para estar un paso por delante de todos y cuya particular visión del mundo no deja de tener una lógica enfermiza. Precisamente como debe ser el Joker. Mucha tinta se ha vertido en alabanzas al trabajo de Heath Ledger como el Principe del Crimen. No seré yo quien desdiga lo evidente. Ledger borda el papel y convierte su retrato del Joker en el despeinado estudio de una amoralidad desbocada, mucho menos demente de lo que podríamos suponer a primera vista. La versión del Joker con la que Nolan nos inquieta es, sobre todo, la de un brillante estratega del caos, antes que un mero psicópata. Y por ello, resulta mucho más perturbador. Un rival interpretativo digno del intenso trabajo de Christian Bale, quien nuevamente da muestras de ser un excelente Bruce Wayne/Batman.

El inmisericorde ritmo del film no da respiro en ningún momento (de ahí lo extenuante de su visionado) y está tratado con una espectacularidad visual a toda prueba. The Dark Knight, como todo film de Nolan, es un cuidado engranaje audiovisual de precisa orfebrería. Insuperable prueba de esto son las apariciones del Joker, empapadas de una tensión perfectamente orquestada, fruto de las expertas composiciones de cuadro y la conjunción/contraste de la música (el duo Hans Zimmer y James Newton Howard, dando nuevo brillo a su excelente colaboración). Ese enervante zumbido que acompaña al Joker a donde quiera que vaya, es como escuchar la máquina de su mente en funcionamiento. Excelsa puesta en escena. Lo mismo se puede decir de la presencia de Harvey Dent/Two Face. En un momento Joker dice que Harvey es su as en la manga. Eso es lo que es, exactamente. Tanto como punto focal en el plan del Joker como pieza clave en la corrupción del incipiente Camelot del propio Batman, la presencia de Two Face es el elemento dramático que dota al film de su componente más trágico y dolido. Bien mirado, el relato gira por completo en torno a la figura de Harvey Dent y su caida. El trabajo de Aaron Eckhart es perfecto en su transmutación de angel de luz a deforme ser de las sombras. Ni siquiera los patentes ajustes a su origen, en completo desacuerdo con los del comic, logran hacer merma en la filigrana dramática que Nolan orquesta con la mano firme de un esteta en plena forma.

El preciso trabajo de guión y la tremenda puesta en escena, llevan los acontecimientos por sendas que escapan por completo a lo que estamos acostumbrados en una película de superhéroes. De nuevo, Nolan se ha tomado las cosas completamente en serio. El resultado es un film complejo, desafiante, apenas dispuesto a jugar con los elementos más fantásticos del género y mucho más abocado a construir un laberinto lleno de trampas mortales, posiciones insostenibles y, finalmente, una salida que no es tal, sino una trampa más. Todo en este film apunta hacia ambiciones más amplias. El panorama geográfico es más amplio, los dilemas mayores, las repercusiones mas serias. Los personajes se mueven por un espeso mar de oscuridad que amenaza con tragárselos a todos. La terrible sensación de que los buenos pueden perder – y en buena medida, los héroes son los perdedores en este relato – dota a la película de un halo de tragedia que pocas veces he visto ser llevada a tal extremo en un género como el de los superhéroes. Allí donde tantas otras adaptaciones han caido en la liviandad y la torpeza expositiva, The Dark Knight da muestras de estar constantemente abriendo nuevos territorios dramáticos y no temer en absoluto lidiar con temas tan incómodos como la paranoia terrorista o las excesivas intrusiones en la vida privada en aras del bien común.

El héroe es tan grande como digno sea su contrincante es un viejo leit motiv de los relatos heroicos de antaño. Y en este caso, el choque de colosos que Nolan nos presenta deja a Batman en una frágil posición ante Gotham y sus ciudadanos. Es desconsolador comprobar como, en última instancia, es Joker quien rie al final. Consumado su plan, nuestros héroes están o bien del todo consumidos por la corrupción o manchados por ella. Nada puede ser como antes. El blanco y negro pasa a ser una gradación de grises. El maniqueísmo del cuento infantil mutado en compleja metáfora adulta. En el eterno teatro de guerra que es la cruzada del justiciero, Batman pasa a a ser una figura tan trágica en su dimensión humana como mítica en su grandeza. De ahí que las sentencias de Gordon en los poderosos planos finales del film nos suenen a letanía de cuento legendario. Nolan hace de Batman un ser humano y un titan. Le ha puesto a prueba en los fuegos del infierno y lo ha transformado en lo que siempre estuvo destinado a ser. Una criatura más grande que el hombre bajo la máscara. Una leyenda.

The Dark Knight no es un vacío título mercadotécnico. Captura de forma perfecta los temas clave al fondo de este extraordinario relato. Los compromisos necesarios para que el orden siga existiendo y los inocentes no sean masticados y escupidos por la Maldad, están inevitablemente teñidos de corrupción, de encubrimientos, de decepción y mentiras. Es una amarga verdad. No hay lugar aquí para un caballero de brillante armadura. No es esto un cuento de hadas. Esto es la realidad. Lo único a lo que podemos aspirar es a la protección de un hombre falible. Un hombre consumido por los remordimientos y la culpabilidad de sus errores. Un hombre dispuesto a alzarse sobre su propia miseria e ir un paso más allá. Un caballero oscuro.

Mi amigo tenía razón. Amo esta película con toda mi alma.

6 de agosto de 2008


Spaced

Dirigida por Edgar Wright





Dejando de lado el cine de momento, me permito hacer un desvío hacia las estepas catódicas y poner el dedo sobre uno de las series de TV que más han logrado impactarme en los últimos años. Irónicamente, es una comedia...

Si los nombres de Simon Pegg y Edgar Wright no les suenan de nada, tienen que hacer sus deberes y visionar sus filmes Shaun of the Dead y Hot Fuzz, dos de las comedias british más satisfactorias y derechamente admirables de los últimos tiempos. Cierto es que hace un par de entradas atrás me confesaba como un hombre ajeno a la comedia. También es cierto que, de tanto en tanto, encontraba excepciones a la regla. Más que excepciones, estos dos filmes me han devuelto la fé en la comedia cinematográfica. Hablaremos de ellas luego, puesto que estos niños dotados del género, no surgieron de la nada y su primigenia colaboración es de tan extrema calidad que merece hablar un poco de ella.

El fenómeno que hizo despegar las carreras de Pegg – quien desde entonces ha aparecido por todos lados desde Mission Impossible III hasta el próximo capítulo de la saga Star Trek (interpretando a Montgomery “Scotty” Scott, nada menos) y Wright (en preproducción de Ant Man para Marvel Films, entre otros proyectos en conjunto con Pegg y su habitual colaborador Nick Frost) tuvo origen en un ahora clásico show televisivo titulado Spaced, transmitido originalmente en UK por Channel 4 a partir de 1999, con una segunda tanda de episodios en el 2001. Spaced tuvo una fugaz, pero recordada trayectoria de apenas 14 capítulos en total, divididos a partes iguales entre sus dos temporadas, estando dirigidos en su totalidad por Wright y escritos en tandem por Simon Pegg y Jessica Stevenson, sus protagonistas. Desconozco el motivo de que muchos shows televisivos británicos sean de tan corta vida. A pesar de su eventual o sorpresivo exito, las sitcoms en la isla del Big Beng generalmente no pasan, salvo algunas excepciones, de las 2 o 3 temporadas (“series” en jerga british). Este servidor se ha vuelto bastante adicto a la tv producida en Inglaterra y es de lo más desalentador comprobar que mis series favoritas han tenido una andadura muy breve. De mis recientes fetiches catódicos – The Office, Spaced, Life on Mars, Black Books y Coupling – sólo esta última a llegado a las 4 temporadas. El lado positivo a recuperar en las breves existencias de estas series es que la calidad no tiene tiempo para diluirse y, por tanto, el nivel general de excelencia es sumamente alto. Un hecho por demás indiscutible en Spaced.

Si un espectador desprevenido se sentara a ver la serie completa, como lo he hecho para este artículo, gracias a su cuidada edición en dvd (disponible tanto en UK como en USA), podrá comprobar que el standar de calidad no tiene merma alguna en su breve vida creativa. La serie comienza con paso seguro y no flaquea en ningún momento. La mixtura de comicidad, ligero drama y desarrollo dramático de los personajes es muy lograda. Lo que brinda particularidad a Spaced entre sus hermanas temáticas es su honesta celebración de unos personajes para nada típicos, muchas veces falibles en sus obsesivas conductas, pero siempre inclinada a regodearse amablemente en sus imperfecciones. Si se le agrega un inequívoco compromiso con el universo geek, mediante recurrentes y ocurrentes referencias al mundo del cine y los cómics, el resultado es un producto televisivo destinado al culto. La serie se inicia con Tim Bisley (Simon Pegg) - un artista gráfico, aficionado al skateboard y geek de primer orden, que espera su oportunidad de éxito trabajando en una tienda de comics – y Daisy Stainer (Jessica Stevenson entonces, ahora Hyde), una escritora con problemas de autoestima y una acuciante falta de concentración, conociéndose accidentalmente en un café. Ambos están en situaciones deprimentes – a Tim le ha abandonado su novia; Daisy quiere dejar el piso que comparte con unos amigos que no hacen más que ignorarla – y buscan un nuevo lugar donde vivir, pero la suerte no les favorece demasiado. Tras largas jornadas compartiendo el periódico de anuncios y buscando en vano soluciones por separado, lo único que encuentran disponible es un pequeño apartamento destinado a una “pareja profesional”.



Tim y Daisy, los mejores amigos que nunca tuviste



Antes de que puedan decir pareja dispareja, ambos deciden fingir, no obstante lo incipiente de su amistad, ser esa “pareja profesional” y alquilar el apartamento. La secuencia en que planean el engaño – con su frenético montaje y sus citas a “Green Card” de Peter Wier - es la primera muestra de que estamos ante una sitcom refrescante en su soltura con la puesta en escena (constantemente apelando a una inspiración cinematográfica) y los convencionalismos del género, una opción estilistica que definirá a toda la serie. La engañosa simplicidad de este set up ocupa el primer episodio y a partir de este, la serie nos presenta los personajes que acompañaran a Tim y Daisy en sus aventuras. Está Mike Watt (Mike Frost, amigo en la vida real de Simon Pegg y sin ninguna experiencia actoral previa a su excelente trabajo en la serie), amigo de infancia de Tim y miembro del Territorial Army británico (algo así como la reserva civil del ejercito, aunque en algún momento de su pasado fue expulsado del servicio por robar un tanque e intentar invadir Paris). Mike, a pesar de sus obsesiones bélicas, es un bobo adorable que se pliega con gran facilidad a los designios de Tim, merced de su infatigable lealtad.

Brian Topp (Mark Heap), el vecino del primer piso, es un pintor algo perturbado y eventual artista conceptual, que finge ser un abogado ante su familia por vergüenza de admitir sus inclinaciones artísticas (la repetida pregunta ¿Qué pintas? da pie a un hilarante gag que responde con detalle a esta duda). Twist Morgan (Kathy Carmichael), que completa el quinteto joven del reparto, es la egocéntrica amiga de Daisy, a la que esta describe como trabajadora de la moda (en realidad, es dependienta en una lavandería) y que es completamente inconsciente de su tremenda falta de tacto y modestia. La última pieza en este disfuncional grupo es Marsha Klein (Julia Deakin), dueña de la casona donde están ubicados los departamentos y vecina también. Marsha es una alcohólica funcional, eternamente vista con un cigarro en una mano y una copa en la otra, que alguna vez se cobró con sexo la falta de dinero de Brian y vive en la esperanza de repetir la experiencia. Además tiene una maleducada y combativa hija adolescente, a la que nunca vemos, pero escuchamos constantemente sus discusiones. Sumados a este plantel fijo se suman algunos personajes esporádicos como la ex novia de Tim, Sarah (Anna Wilson-Jones), el actual novio de esta, el pedante y desagradable Duane Benzie (Peter Serafinowicz, la voz de Darth Maul en Episode I) o el jefe de Tim en la tienda de comics Fantasy Bazaar, Bilbo Bagshot (Bill Baley, un conocido comediante del medio británico).

La primera temporada explora el día a día de los personajes, siempre enmarcada en el contexto de las coloridas y a veces surreales correrías (y creanme que Spaced tiene momentos inspiradamente surreales) de Tim y Daisy, pero siempre manteniendo el apego a lo cotidiano. Un tema constante es la idea de ocultar a Marsha el hecho de que en realidad los protagonistas no son pareja, aunque es importante recalcar que la serie no basa su guiones ni su alto grado de comicidad exclusivamente en este punto. Muchas veces este aspecto pasa a un segundo plano en favor de motivaciones tan diversas como una improvisada fiesta de bienvenida organizada por Daisy en el segundo episodio “Gatherings” y que termina en un conseguido homenaje al “Close Encounters” de Spielberg o la noche rave a la que se entregan Tim y compañía en “Epiphanies” instigada por su amigo Tyres, un ciclista mensajero con complejo de deficit atencional al que Wright saca todo el partido posible en sus breves, pero desternillantes apariciones (atentos al gag de la deuda de 20 libras, es de antología).

Por supuesto, el viejo tema de la atracción romántica surgida de la obligada convivencia de dos almas opuestas está debidamente recuperado y usado con máximo efecto. Aquí tanto director como guionistas, juegan sabiamente con las espectativas del espectador - ya en Gatherings desplegaban un sabroso innuendo al respecto- y dilatan la tensión inherente al tema durante toda la serie, haciendo que Daisy tenga un novio estable durante los primeros episodios y que Tim consiga pareja durante la segunda temporada (que es aprovechada como catalizador del desenlace de la serie). Los creadores siempre apuestan por la opción menos evidente a la hora de hacer reir y gracias a ello encuentran fértil campo para la carcajada en situaciones tan costumbristas y mínimas como un infructuoso viaje a la oficina de cesantía o los imprevisibles devenires de un cambio de trabajo y jefe, los intentos de Daisy por conseguir empleo más allá de sus anhelos de escritora (condenados por su tendencia a increpar con un fuck you a los desprevenidos clientes) o la dolida decepción de Tim con Episode I ( !!!Jar Jar hace que los ewoks se parezcan al maldito Shaft¡¡¡). En todo momento, las posibilidades humorísticas de los guiones son aprovechadas al máximo, con gags que van y vienen con la rapidez del rayo y un tratamiento visual que recuerda mucho a un Sam Raimi recien salido del set de Evil Dead. También hay un cuidadoso manejo de los roles secundarios. Tanto Mike como el resto del reparto tienen momentos para brillar con colores propios, no obstante el hecho de que Tim y Daisy siempre estén en el ojo del huracán y de que los distintos hilos narrativos terminen concentrándose en ellos. Así, a lo largo de los capítulos, Mike es readmitido en el Territorial Army, para luego ser ascendido a sargento. Brian comienza una relación apasionadamente sexual con Twist, si bien sus consecuencias inmediatas son del todo inesperadas y causan, si cabe, un grado más de preocupación para el neurótico artista. Brian hace también las pases con su madre y logra cierto éxito profesional.

Spaced da muestras de bienvenida evolución con una segunda temporada más concentrada en hacer vivir a sus personajes una suerte de prueba de iniciación a la adultez, dejando un poco de lado los juegos de índole más pueril de su primera etapa, pero sin perder nunca el ritmo de su comicidad. Los temas que tratan esta última racha de episodios se nutren directamente de los hechos de la primera serie y continúan con el atinado estudio de personajes. Daisy acaba de cumplir su sueño de visitar el Taj Mahal gracias aque por fin a vendido algunos artículos (pero sobre todo a la herencia de su difunta tía) y encuentra dificil acomodarse a la rutina de vuelta en Londres. Tim pierde su trabajo en Fantasy Bazaar luego de insultar a un niño por su gusto de Jar Jar Binks y Mike vive por un tiempo con ellos antes de mudarse a casa de Marsha (su reacción a los avances sexuales de ella es absolutamente hilarante). Tim y Mike participan en la guerra de robots (con referencia a Fight Club incluida) y Tim está a punto de realizar sus proyectos profesionales al ser solicitado por el editor de Darkstar Comics (un obvio homenaje a Dark Horse comics) y de paso conseguir a la chica de sus sueños, Sophie. La cancelación de una cita con Sophie da píe a uno de los momentos más surreales de la serie cuando Tim y Daisy se ven obligados a enfrentarse a un grupo de adolescentes beligerantes mediante el viejo estilo de las “pistolas de dedos”, en una secuencia digna del mejor John Woo al que, por supuesto, se está homenajeando.




Mike y Tim, lealtad a pueba de todo




Los dos últimos episodios de la serie cierran el desarrollo narrativo con una fuerte carga emocional. Tim se ha vuelto descuidado con su romance (Marsha le observa besándose con Sophie). Asumiendo una clara infidelidad hacia Daisy, cuyo cumpleaños está al caer, Marsha intenta consolarla y esta decide que la charada a de terminar (motivada por los subconcientes celos que siente hacia Sophie). La noche de la celebración se presta para una comedia de equivocaciones, pero termina en una noche de recíprocas confesiones que dejan a Marsha decidida a vender la casona y disolver la amistad que le unía con Tim, Daisy y los demás y que ahora considera traicionada por sus mentiras. Wright monta aquí una secuencia especialmente delicada en su tratamiento de los sentimientos y la cita a The Empire Strikes Back con la que cierra el episodio es tan emocionalmente atinada como conmovedora.

El episodio final, termina, era que no, con luminosidad. Es un cierre que deja felices a todos y logra admirablemente mantener el tono y no traicionar las propuestas originales de la serie con la amable dulzura de sus imágenes finales. A pesar de la tensión romántica entre Tim y Daisy, que ha alimentado gran parte de estos últimos episodios, no hay grandes aspavientos para concluir su viaje emocional. Wright cierra el aspecto romántico con un sencillo plano de lo protagonistas viendo la televisión. Queda a juicio del espectador cargar las imágenes con el romanticismo que estime necesario. El tono es menor y la sensación general, de sosegada satisfacción. Spaced tiene un gran sentido de la continuidad y ha adquirido en esta segunda temporada una orgánica cualidad para crecer dramáticamente. Los personajes sutilmente se nos han vuelto seres humanos, que aprenden lecciones y sacan sabiduría de sus errores, sin que la narración nunca caiga en lo didáctico o lo meramente edulcorante. Cada miembro del reparto es importante en este aspecto y aporta lo suyo al peso específico del programa y a los temas que Wright desarrolla a su interior. El factor de reconocimiento personal por parte del espectador es muy alto y las situaciones nos son tan reconocibles que es imposible no sentir un lazo de unión. De hecho, su capacidad para crear lealtad hacia los personajes y sus vaivenes es uno de los factores que hacen a la serie tan adictiva.

En el fondo, Spaced trata de gente común y corriente intentando poner sentido en sus vidas, explorando las potencialidades de sus personas, a veces equivocándose de manera espectacular, y siempre con la idea subyacente de ser fiel a sí mismos, no importando cuan imperfectos o decididamente bizarros puedan parecer a ojos de los demás. Lo informal de su empaque y su humor juvenil hacen de su disfrute algo muy sencillo. Podemos quedarnos en la superficialidad de sus citas cinéfilas y su constante navegar en las aguas de la cultura pop contemporánea y no habría merma al disfrute. O podemos ir un paso más allá y recuperar la empática humanidad de sus personajes y ver en ellos el reflejo romantizado y juguetón de nosotros mismos, como alguna vez fuimos. Quizas, como aún somos. Por sobre todo, las aventuras de Tim, Daisy y compañía son extremadamente divertidas, perpetradas con un humor de sutil inteligencia y llevada a cabo por un equipo de gente indudablemente dotada para el género.

Sin duda, mucho más de lo que en principio aparenta, Spaced es un hito televisivo por completo merecedor de su status de culto.Una obra mayor en un medio no acostumbrado a la grandeza.



3 de agosto de 2008


Session 9

Dirigida por Brad Anderson






Desde que tuve la idea de crear esta sección para el blog, mi intención fue abarcar un abanico de géneros y épocas lo más amplio posible, poniéndo siempre hincapíe en la idea de resaltar filmes que puedan pasar bajo el radar de lo que normalmente estamos acostumbrados absorber de la cartelera de los cines comerciales. Este parámetro de revisión no sólo me ha permitido volver estos últimos días sobre alguno títulos de mi videoteca que en su momento me impresionaron por su calidad, también he encontrado un gran placer en descubrir filmes semi olvidados de gran interés y me he impuesto seguir con más regularidad esta política de visionado. Es por esta razón que les presento aquí una nueva entrega de Cine a Recuperar, la 3º esta semana.

La carrera de Brad Anderson, uno de los talentos más interesantes del actual panorama cinematográfico, previa a Session 9 consistía en inteligentes comedias independientes y nada en su curriculum hacía prever el giro temático que tomarían sus obras a partir de este film. De su primera etapa, su película más conocida es Next Stop, Wonderland un delicioso estudio de personajes en base a una comedia de desencuentros entre dos almas solitarias en busca de romance. Estaba protagonizada por Hope Davies (vista recientemente en The Hoax e Infamous) y contaba con un breve, pero hilarante rol de Philip Seymour Hoffman. La película contenía muy buenas interpretaciones, una historia muy agradable de seguir, narrada con buen pulso, e hizo del film uno de los proyectos mejor recibidos del Festival de Sundance de 1998. Recomiendo mucho esta película a aquellos que disfrutan con las comedias inteligentes, narradas en tono menor, donde los personajes y sus vicisitudes tienen todo el peso de la narración.

Siempre moviéndose en los círculos de producción independiente, Anderson acometió la realización de su 4º film pasando de la amabilidad de sus comedias a un registro mucho más oscuro y psicológico, ejercicio de estilo que repitiría para su siguiente film. Así, Session 9 forma un díptico temático con The Machinist en la exploración de psicologías dañadas y los intrincados recovecos que la locura humana puede transitar. Ambos son filmes en extremo inquietantes que están entre los mejores ejemplos de lo que el thriller psicológico ha entregado en los últimos años. Session 9 fue producida por USA Films y filmada en video digital en el 2001.

Debo hacer un punto aparte aquí para comentar mi desagrado con el uso y abuso del video digital en estos tiempos. Soy un hombre de vieja escuela. No hay nada para mí que pueda reemplazar la belleza del proceso fotoquímico y la calidad de las imágenes que un stock fotográfico bien manipulado puede entregar. Concedo que el medio fotográfico tradicional es un proceso caro y laborioso y que la gran economía de medios que los formatos digitales aportan, permiten una gran flexibilidad en el proceso de rodaje y en la posterior manipulación del material a la hora del montaje. Esto es una realidad. Sin embargo, la calidad intrínsica de la imagen digital es considerablemente menos conseguida que la de una imagen obtenida por los medios tradicionales. A día de hoy, aún no es posible para una cámara digital conseguir la calidad de una imagen fotoquímica.

Esta razón me hace sentir un instintivo rechazo al aspecto visual de los films producidos con estos medios. Es, sin duda, uno de los motivos que me llevan a negar estas nuevas tecnologías mi firme convicción de que una película de exhibición cinematográfica debería tener la textura de grano de los fotogramas que la componen. No la de una imagen de video. Si algún día se produce una tecnología que simule perfectamente la estructura de grano y la textura de una imagen fotográfica, más allá de cualquier duda, seré el primero en celebrar la ocasión. De momento, queda registrado mi desaprobación del formato.

Valga la perorata para poner un poco de contexto a mi apreciación del aspecto visual de este film, pues constituye, hasta donde llega mi conocimiento, el mejor ejemplo del correcto uso del video digital. El feísmo de las imágenes aumenta considerablemente el impacto de la narración con una estética muy cuidada, donde el uso de luces y sombras es realmente eficaz en su capacidad para crear imágenes de gran impacto. La precisa composición del cuadro, en un aspect ratio 2.35:1 (inusual para una producción filmada en video), otorga a la película un plus visual, especialmente en las tomas aereas, que se perdería bajo otras circunstancias. No cabe duda que Anderson posee un gran sentido de la composición y es esta cualidad lo que salva al estilo visual del film del abismo de las producciones digitales.

Session 9 es, en una primera mirada, una cinta de fantasmas enmarcada en los clichés de las historias de casas encantadas. Anderson y su guionista Stephen Gevedon, que también actúa en el film, trabajan la historia según estos preceptos, pero en ningún caso pretenden que los coarte a la hora de desarollar el guión. El set up es desarmantemente sencillo: un grupo de trabajo de 5 hombres, liderado por Gordon (Peter Mullan, excelente en su papel) y Phil (el televisivo David Caruso, de CSI) ganan un contrato para liberar de asbesto y otros materiales tóxicos a un decrépito hospital mental, en el autoimpuesto tiempo record de una semana. Si lo logran, ganarán un importante bono además de sus respectivos honorarios. El resto del equipo está constituido por Hank (Josh Lucas, a quien vimos en Hulk), un vividor que es objeto de desprecio de Phil por haberle robado a su mujer; Mike (Gevedon) un estudiante de leyes que abandonó la carrera y Jeff, el joven sobrino de Gordon y nuevo en el grupo.

El sexto personaje del film es el mismo hospital psiquiátrico Danvers, un auténtico hospital mental abandonado que los productores lograron conseguir para la filmación. Probablemente desde la mítica aparición del hotel Overlook en The Shining que una locación preexistente no había contribuido tanto a la atmósfera de un film. El hospital mental Danvers es básicamente un purgatorio de dimensiones ciclópeas y el hecho de ser un local real, la convierte en una de las casas embrujadas más logradas del cine contemporáneo. Nada más recorrer sus pasillos vacíos y perderse en las tenebrosas salas de tratamiento basta para poner los pelos de punta al más aventurero.

Aunque el primer día de trabajo es satisfactorio, la dinámica al interior del grupo deja muy claro que estamos ante una familia de lo más disfuncional. Gordon es padre desde hace pocos meses y la carga de cuidar de su bebe junto a su esposa, se ha cobrado una factura de cansancio y stress. Phil y Hank están constamente agrediéndose verbalmente, con Mike y Jeff como arbitros improvisados. La constante presión de terminar en la fecha prometida y el incierto futuro de la pequeña empresa, de la que todos dependen económicamente, afecta al grupo con igual intensidad. En este ambiente de alta tensión, la atmósfera tétrica del hospital comienza a jugar malas pasadas a los personajes.

Como es de esperar, no pasa mucho tiempo para que cosas decididamente extrañas comiencen a suceder. Voces incorpóreas que llaman a Gordon desde la oscuridad, un rastro de monedas que llevan a Hank a un macabro tesoro escondido y sobre todo el descubrimiento, por parte de Mike, de las sesiones terapéuticas grabadas en cinta magnética de un misterioso paciente #444 (un descubrimiento que Anderson presenta en un acertado montaje paralelo para indicarnos que es algo que involucrara a todos los personajes). Se trata de nueve sesiones que vamos escuchando progresivamente a medida que avanza la narración y que nos muestran el cuadro fracturado de una psicología enferma hasta la médula. Es a partir de este incidente que las cosas toman un cariz definitivamente paranormal, si bien el guión juega con la ambiguedad para hacer del relato un hacha de dos filos que puede interpretarse perfectamente desde perspectivas preternaturales como puramente psicológicas. En todo momento, el film descoloca al espectador en este sentido, quedando a su juicio tomar una de estas posturas.

¿Es la enrarecida atmósfera del hospital lo que influencia la desintegración del grupo? ¿Están las cintas, de algún modo, poseídas por el espíritu de esta alma enferma? ¿O es la locura que contagia a un personaje en particular, algo que siempre estuvo ahí, esperando el momento adecuado para desatar su tormenta?

Brad Anderson crea un horripilante cuento de fantasmas que no se basa tanto en la violencia de los actos que se cometen, sino en las inocuas razones que los originan, para crear una sensación de profunda inquietud. Es la terrible constatación de lo frágil de nuestras psiques y la desazonante facilidad con que nuestra cordura puede dar paso, bajos las condiciones apropiadas, a la más aullante locura lo que dota a Session 9 de su perdurable fuerza como relato de terror psicológico. Ahondar más en los resortes de esta afinada maquinaria de pesadilla, sería hacerle un flaco favor a un film que es necesario experimentar de la forma más pura posible, sin previos conocimientos.

Queda aquí mi más encarecida recomendación para uno de los films de terror más conseguidos de los últimos tiempos. Absolutamente imprescindible.