28 de septiembre de 2008



How Green Was My Valley
Dirigida por John Ford










Mirado con la perspectiva del tiempo, y una vez visionado este maravilloso film, ya no sorprende ni molesta que la producción de Darril F. Zanuck haya ganado el Oscar a la mejor película de 1941 por sobre el Citizen Kane de Orson Welles, uno de los grandes paradigmas de lo mejor que el cine ha podido dar a lo largo de su historia. La verdad es que si hiciéramos una reducción abstracta que nos permitiera ver ambas cintas de forma concentrada, podríamos decir, sin mucho lugar a la duda, que How Green Was My Valley es una película que sale directamente del corazón de John Ford; en tanto que Citizen Kane, no obstante tratar, hasta cierto grado, temas similares, es una obra nacida del más puro intelecto de Orson Welles. Ambas hablan sobre un tiempo ido y los efectos de los cambios sociales sobre los individuos y sus actos y son productos de una genial visión de conjunto. El que una apele a los sentimientos, mientras la otra deslumbra al intelecto, no las disminuye ni las enfrenta puestas la una junto a la otra.

Tampoco creo que Welles, me atrevo a decir, se haya sentido demasiado ofendido por el favoritismo del público y la crítica hacia la película de Ford, una de las más exitosas y premiadas de 1941. Aun con todo el torbellino de polémica que rodeo el estreno de Citizen Kane y la precaria posición en la que dejó a Welles dentro de la industria, el paso del tiempo a hecho merecida justicia a su película y dudo que haya habido lugar para resentimientos por parte de Welles hacia How Green Was My Valley, una vez que ésta acaparara toda la atención durante la ceremonia de los Oscar. A pesar de esto, la actitud general de Hollywood – de cuestionamiento hacia su persona y la integridad de su película - si fue causa de molestia para el joven genio, un acto de grosera incomprensión que lamentablemente sería situación común para el director durante toda su carrera. Por lo demás, Welles no era extraño a la obra de Ford, en tanto que le había estudiado a profundidad antes de acometer su revolucionario debut en la pantalla y cuando fue interrogado a propósito de sus influencias creativas, su respuesta se convirtió en una cita famosa: “John Ford, John Ford y John Ford”.

Sea esta anécdota apócrifa o no, no deja de sorprender la alta estima que las películas de Ford inspiraba entre sus pares y no sólo dentro de EEUU (Akira Kurosawa es otro portento del cine que se mostraba entusiasmado ante su obra) ya en aquellos primeros años ’40, en los que el director estaba recién creando las que serían consideradas posteriormente como sus primeras obras maestras (sin denostar, por supuesto, su trabajo en el cine mudo, cuyo The Iron Horse es de absoluta referencia). No deja de ser curioso, entre tanto, que Ford - un nombre que automáticamente dispara imágenes del oeste en las mentes de cinéfilos de todo el mundo - ganase sus cuatro oscares al mejor director por películas ajenas al género. El hombre podía sentirse a mayor comodidad en los polvorientos paisajes del Western, pero es indudable que la compleja fricción producida entre su sensibilidad artística y su auto imagen de hombre de acción, daba sus mejores frutos en otros lugares. Y que conste que, cuando digo esto, no me estoy olvidando de westerns tan magníficos como The Searchers o The Man Who Shot Liberty Valance...

How Green Was My Valley fue concebida originalmente por el legendario productor Darril F. Zanuck como una superproducción espectacular, una saga familiar llena de emoción y drama a ser filmada en Technicolor para rivalizar en popularidad con Gone With The Wind. Su director designado era William Wyler – un nombre de gran prestigio gracias a sus colaboraciones con Bette Davis en Jezabel y The Letter, además de su exitoso Wuthering Heights con Laurence Olivier - y sería filmada en locaciones reales en Inglaterra, con lo que el coste total del proyecto no resultaba para nada económico. Los ataques aéreos de la Alemania nazi sobre Inglaterra iniciados poco tiempo después y la falta de apoyo de la 20 Century Fox hacia el material – basada en una novela cargada, a ojos de los ejecutivos, de mensajes socialistas – llevó a que el presupuesto para la película fuera vetado en un primer momento y de hecho el proyecto estuvo a punto de ser archivado del todo. El astuto Zanuck – famoso por su testarudez a la hora de sacar adelante sus proyectos - decidió entonces que bajaría el perfil a la producción. Rebajó considerablemente el presupuesto, descartando las locaciones en Inglaterra, prescindió del Technicolor y tentó al estudio con la presencia de un nuevo director, John Ford (Wyler, aburrido de las demoras, abandonó el proyecto antes de haber filmado un sólo plano).

Con estos cambios y el prestigioso nombre de Ford a bordo, el Consejo dio luz verde a la producción que devino entonces de la espectacular concepción original de Zanuck a un pequeño drama intimista, filmado en el rancho del estudio y con un desconocido muchacho ingles como cabecera emocional del reparto. Una evolución creativa obligada por las circunstancias y un replanteo de factores tal que daría un empaque creativo mucho más satisfactorio que el que hubiera dado la supuesta superproducción de Wyler, un hombre de cine brillante, pero que nunca dio lo mejor de sí en films mamotréticos (con perdón a los fans de Wyler y Ben Hur, una película a la que adoro, si bien nunca confundiría como lo más logrado del director). Aunque la historia estaba ambientada en una villa minera de Welsh, factor que había determinado las locaciones en Inglaterra, la película finalmente se filmó en las colinas cercanas a Malibu, en California, donde se construyó una réplica de una villa minera con todos sus detalles, usando el blanco y negro como forma de engañar la vista del público y presentar el paisaje norteamericano como tierras inglesas. De forma brillante, por lo demás, pues la dirección de arte y el trabajo de ambientación son magníficos y por ello, nunca dudamos que la acción transcurra en otro lugar que no sea un verdadero pueblo minero.

El casting del niño actor Roddy McDowall para el crucial papel protagonista de Huw Morgan, fue la única contribución valedera salida de la preproducción de Wyler (una aportación que se revelaría memorable, en todo caso). McDowall, que precisamente venía huyendo con su familia de los bombardeos alemanes, empezó una larga y fructífera carrera en los EEUU, tanto en cine como en tv, tras su debut en las pantallas norteamericanas (muchos años más tarde se haría un nombre inmortal en la ciencia-ficción como Cornelius en Planet of the Apes). Más significativa aún fue la relación de mentor que Ford adoptó hacia el pequeño McDowall a quien, en su papel de Huw Morgan, el director veía como la versión romantizada de su propia niñez. La saga de la familia Morgan, con sus pequeñas vicisitudes, crisis y tragedias, llamó poderosamente la atención de Ford desde el primer momento, por lo que es evidente que la filmación pasó de ser un encargo más a algo profundamente personal. Es, sin duda, la primera vez que el tema de la familia cristalizó en la obra de Ford como una propuesta organizada y coherente, al mismo tiempo que su enfoque elegíaco hace de la película una de sus obras más conseguidas y perdurables.






La evocación sentimental y el lirismo hacia los temas de la familia y la lealtad estarían siempre, en mayor o menor grado, presentes durante toda la filmografía del director, pero nunca más volvería sobre ellos con la honestidad y pureza de sentimientos que demuestra aquí (siendo quizás la única excepción, su regreso a las raíces irlandesas de sus padres en The Quiet Man), pues está claro que la afinidad entre el material original y el director era de un grado muy personal. Ford ya había dispuesto el año anterior, un entrañable retrato familiar en The Grapes of Wrath que, de muchas formas, preestablecia sus temas más queridos al respecto. Con todo, el amargo retrato social y la condición de alegato humanista de esa película – su primera obra maestra absoluta – dejaban aquellos temas casi en un segundo plano. Lo que allí había alcanzado a pincelar en los personajes de Tom Joad, su familia y allegados, Ford ahora podía desplegarlo en abundancia en How Green Was My Valley, un film dedicado exclusivamente a cantar las virtudes de la unión familiar. El retrato de la familia minera Morgan es la base idealizada desde la que todos los posteriores círculos familiares en su filmografía – y es evidente que abundan – se compararían y contrastarían.

La poesía visual de Ford, otro elemento fundamental de su obra, está aquí en su mayor apogeo. Su ojo es maestro para la acertada composición visual y es en este apartado donde How Green Was My Valley brilla por su maestría técnica – el trabajo fotográfico corresponde al gran maestro Arthur Miller – y su insuperable belleza estética que, en determinados momentos, llega a ser verdaderamente sublime. Podremos poner peros a la caligrafía dramática de Ford en algunas de sus obras, pero rara vez encontraremos ocasión de decir algo negativo en cuanto al aspecto visual de ellas. Las imágenes que compuso a lo largo de su carrera, muchas veces asistido por algunos de los mayores artistas fotográficos que hayan pisado un estudio de cine – Gregg Tolland en The Grapes of Wrath, Arthur Miller en Young Mr. Lincoln, Gabriel Figueroa en The Fugitive, Winton C. Hoch en The Quiet Man y The Searchers – pueden llegar a ser de una arrebatadora belleza, pero es más común que estén dotadas de una poesía calmada, silenciosa y sincera. Como se nota que Ford se inició en el cine mudo.

La exposición narrativa es demoledoramente sencilla en esta película y si bien está llena de episodios vitales que van de lo cotidiano a lo triste y lo trágico, el tono general – como se ha indicado - es el de la evocación elegíaca de un pasado familiar, en este caso, irrecuperable, que cada día parece más desvaído y lejano. Esto dota a la historia, desde el mismo comienzo, de un soterrado patetismo, pero Ford no tiene intención de crear una pieza sombría o una meditación amarga sobre el pasado. Por el contrario, a pesar de que la película no deja de tocar temas ciertamente amargos, la evocación que Huw Morgan hace de su familia y su villa es una que recupera lo mejor de los valores familiares, para hacer de ellos una suerte de ancla emocional para su presente e incierto futuro. No una carga traumática, sino una forma sublimada de fijar su lugar en el mundo y en el devenir de las cosas. La película empieza con un Huw adulto – al que nunca se nos muestra de cuerpo entero, sólo vemos sus manos mientras prepara su equipaje - a punto de dejar para siempre su pueblo. El nos narra la historia y vemos todos los acontecimientos desde su punto de vista, que es el del niño de 12 años que vivió los sucesos. Por tanto, toda la película se nos presenta como un gran flashback, cargado de nostalgia.

Ya desde la introducción, podemos ver como Ford nos prepara el terreno emocional: mientras le vemos hacer un hatillo con sus pocas pertenencias, Huw nos recalca en voz en off: “Estoy empacando mis cosas en el chal que mi madre usaba cuando iba al mercado y me marcho de mi valle, para no volver jamás...” seguidamente la cámara le deja y sale por la ventana mientras seguimos escuchando sus sentidas palabras, recorre la única avenida del lugar – deteniéndose brevemente en los escasos transeúntes mediante planos intercalados – y entonces, en la parte más alta de la villa, el relato mágicamente vuelve al pasado, mediante un fundido-encadenado, llevándonos a nosotros con él. Es una introducción sencilla, elegante y cargada de sentimientos donde la narración de Huw, el uso de la música y la precisa elección de las imágenes – glorioso el primer plano de una anciana mirando a la nada – crean una sinfonía de emociones en el espectador y una absoluta identificación con el estado emocional del protagonista. La brillantez de Ford como narrador ya queda patente en esta lírica viñeta de apertura y el que pueda mantener el tono y la intensidad de la misma durante las casi dos horas siguientes de proyección sin resultar empalagoso ni hacer del relato algo excesivamente sensiblero (un detalle en el que Ford caería con frecuencia en el futuro), me deja, francamente, con la boca abierta.

Como es característico en la obra de este director, la atención al detalle emocional y psicológico y su gusto por detenerse en los ritos de familia es lo que termina haciendo tan memorables a sus historias, independientemente de sus ambientaciones históricas o cual sean los pormenores de lo que narren. Aquí el director está en plena forma. La manera en que la familia enfrenta los cambios sociales que le salen al paso – principalmente causados por los conflictos obreros y la creación de sindicatos - y las inevitables divisiones que estos traen con ellos, componen lo principal del relato, estructurado como una serie de viñetas enlazadas por una continuidad temporal. Huw, con sus reflexiones, sirve de hilo conductor a los distintos episodios que nos muestran, en una primera parte, la forma de vida dura, pero al mismo tiempo orgullosa y noble de las familias mineras. Vemos a los Morgan – padre, madre y 7 hijos - en sus rutinas diarias (el día de pago de los hombres, el baño después del trabajo, la comida familiar) y en los rituales que dan forma a su sociedad (la boda del hijo mayor, la asistencia a la iglesia). Ford nos da una visión idealizada de todas estas situaciones, es innegable, y muchos habrá que puedan encontrar faltas en el excesivo romanticismo de sus imágenes. Debemos recordar, a este respecto, que la película está narrada desde la perspectiva del recuerdo y la añoranza de un tiempo ido, por lo que es una puesta en escena en total coherencia de fondo y forma. Ford, además, sabe equilibrar la narración y más tarde veremos como la abierta felicidad de estos pasajes se contrapondrá a las penurias de los tiempos amargos. Penurias representadas por la división entre padres e hijos, la disgregación de la familia causada por la búsqueda de nuevos horizontes, el casamiento por conveniencia de la hija (secretamente enamorada de otro hombre), la enfermedad de Huw que amenaza con dejarle paralítico y las muertes provocadas por la inmisericorde rutina de las minas.

Todos estos elementos narrativos están impregnados de los típicos toques fordianos por los que el director es legendario. Esos toques menores - visuales y de carácter - que dicen mil cosas acerca de los personajes y la sociedad en que están inmersos, sin necesidad de mayores palabras. Un recurso estilístico que el director logró convertir en un arte, evitando siempre llamar la atención sobre ellos e integrándolos orgánicamente a las escenas (a veces, se trata de simples planos), de manera que súbitamente las imágenes se cargan para el espectador de connotancias emocionales y lecturas psicológicas. Por ejemplo, durante la boda del primogénito, la novia pasea tradicionalmente hacia el altar y las mujeres acarician el vestido a su paso, admiradas, como queriendo cosechar la felicidad de la unión. Más tarde, durante la recepción, el momento delicioso en que la madre alardea de su sencillo vestido de gala y sus medias nuevas ante las demás mujeres, para luego sentirse terriblemente mortificada cuando se da cuenta que el nuevo pastor del pueblo las observa, divertido. Los rituales a la mesa – la obligada oración, las mujeres atendiendo de pie a los hombres, el padre repartiendo la comida – o la manera en que el director presenta la sabiduría de las mujeres, dejándonos muy claro que, pese a lo constreñido de su libertad, son ellas las que determinan las cosas, son otros tantos momentos que Ford utiliza para enriquecer su relato con pequeños comentarios de humanidad. Aunque la extraordinaria secuencia de la boda de Ingharad es la verdadera joya de esta película. Quien quiera que dude de John Ford como artista, nada más tiene que observar esta breve secuencia. Ella sale de la iglesia, condenada a un matrimonio sin amor, con la expresión hierática, mientras el amado inalcanzable le observa desde la distancia, una simple silueta en el horizonte. Un momento de desesperación y lamento romántico perfectamente representado en la pantalla con una belleza exquisita y que rompe el corazón, sin necesidad de una sola palabra.






Tanto la madre como la desgraciada Angharad (Maureen O`Hara, estupenda) son dos retratos de mujer típicamente fordianas: fuertes, testarudas y dispuestas a los mayores sacrificios en aras de la familia. Madre Morgan siempre con la frase adecuada para una situación o con la palabra filosa para su marido o el resto de los hombres, si la situación lo requiere, es la madre arquetípica para Ford y la defensa que hace de su marido, cuando este es erróneamente considerado un traidor ante los demás mineros, es tan impactante como conmovedora. El padre, entre tanto, es la clásica caracterización del tirano benévolo y sabio que, aunque no carente de fallas, siempre intenta hacer lo mejor para su familia, muchas veces sufriendo interiormente por las circunstancias en que se ven sus hijos, pero siempre orgulloso y digno por fuera. Si los padres representan para Ford el nexo de unión al pasado y la tradición, Huw y sus hermanos son el resultado de la clara influencia de los nuevos tiempos, siendo su inquietud por unas condiciones de vida más justas y de mayores posibilidades vitales la gran fuente de desacuerdos al interior de la familia. No deja de ser terrible que la única opción aparente de salida para estos dilemas sea emigrar a America para los hijos mayores, dejando tras de sí sus raices (algo con lo que Ford, el mismo hijo de inmigrantes, debió sentirse tremendamente identificado). Mientras que la decisión de Huw de abandonar sus prometedores estudios para comenzar a trabajar en las minas, cuando la apretada situación económica se hace insostenible, representa para el padre una dolorosa frustración y la derrota más brutal ante la vida.

Tal vez el hilo narrativo más amargo de esta película sea el dedicado a Angharad y su amor maldito por el pastor Gruffydd (Walter Pidgeon). El lado oscuro y retrógrado de las sociedades antiguas queda expuesto con crudeza cuando Angharad vuelve al pueblo sin su marido (supuestamente están a punto de divorciarse) y se encuentra con que su amor sigue siendo imposible de consumar, si antes coartado por las costumbres sociales, ahora definitivamente asfixiado por el que dirán y los cotilleos mal intencionados. Si hay unos personajes trágicos en How Green Was My Valley es Angharad y Gruffydd, pues a diferencia de los demás personajes, la suya es la única relación que parece condenada desde el principio y que, finalmente, carece de una conclusión. Es más, la película toma un cariz cada vez más sombrío en su último tercio y la película cierra con un episodio particularmente trágico, algo que parece negar la esencia elegíaca de su primera parte. Sin embargo, Ford no pierde la dirección emocional del relato y recurre a una figura hermosamente poética como coda para los personajes y el espectador, algo así como una recompensa por los sufrimientos de la vida. Se trata de una imagen de pureza tan prístina que cualquier objeción racional o calculada a su desatado romanticismo estaría fuera de lugar y hasta parecería un acto de mal gusto. Es sencillamente una nota emocional perfecta, dentro del contexto de lo que hemos visto, para cerrar la película.

Ford era un hombre complejo que odiaba atraer la atención sobre sí mismo y prefería que sus películas hablaran por él. Debido a esto resulta por demás curioso que la innegable belleza visual y temática de muchos títulos en su filmografía, proviniera de un hombre a primera vista retraído, amargado, notoriamente alcohólico y reticente a los halagos. Una fachada huraña y estoica que, curiosamente, se veía inmediatamente traicionada por el patente lirismo de su obra. Muchos estudiosos le llaman el “Enigma Ford” y no les falta razón. La famosa entrevista que Peter Bodanovich le hiciera a principios de los setenta es sintomática a este respecto, con el director admitiendo desganado, casi indiferente, que “no recordaba” haber filmado algunas de sus películas y atajando terminantemente algunas preguntas con un enfático “corten”. Más que los desaires de una veleidosa primma dona, la actitud es claramente la de un hombre incomodo ante los focos y la atención. John Ford, en última instancia, era un hombre en doloroso conflicto con su propia sensibilidad artística - un aspecto de su personalidad que le avergonzaba - y que hace tanto más humano y fascinante al hombre como a su brillante legado cinematográfico.

23 de septiembre de 2008



Cool Hand Luke
Dirigida por Stuart Rosenberg









Sin duda, esta película contiene una de las interpretaciones más famosas de Paul Newman y nos presenta también uno de sus personajes más apreciados y queridos por el público. El Luke del título es un personaje rebelde y existencialista, totalmente en sintonía con los aires contestatarios de la época (fue estrenada en 1967), al que Newman insufló un aire de antihéroe trágico y de fuertes tendencias fatalistas. El envoltorio de panfleto anti autoritario que el director le da a la historia, encumbró al film como uno de los referentes cinéfilos de sus tiempos junto a otras películas de temática similar estrenadas casi simultáneamente, como Bonnie and Clyde o The Dirty Dozen. Ya esto bastaría para hacer de la película una obra interesante y muy rescatable, pero Cool Hand Luke – aunque ciertamente tiene la presencia magnética de Newman como gran reclamo, a esta altura de su carrera ya un icono por sí mismo - también tiene a su favor una muy interesante dirección de Stuart Rosenberg, quien logra no sólo manejar impecablemente el relato, sino que también le imprime segundas lecturas que, aunque un poco obvias, resultan muy afortunadas dentro del contexto de la película y están bien aplicadas.

Rosenberg, que había estudiado literatura, pero se había hecho ayudante de montaje con posterioridad, provenía del mundo televisivo de New York (donde se había iniciado profesionalmente en 1958) con un larguísimo currículo en series de televisión - The Untouchables, Alfred Hitchcock Presents, The Twilight Zone - y telefilms bajo el brazo, antes de pasar al cine. Cool Hand Luke fue su debut en las grandes producciones y repetiría colaboración con Paul Newman en otras dos ocasiones más: Pocket Money en 1972, una película injustamente subestimada donde el actor compartía cartel con Lee Marvin ( y cuyo guión pertenecía a Terrence Malick) y The Drowning Pool (1975), una película comercial, pero muy estimable, segunda incursión de Newman en su personaje del investigador privado Harper (cuya película original es otro título emblemático de su carrera). La filmografía de Rosenberg es sucinta – 14 films en poco más de 20 años – y ecléctica, donde se mezclan mayoritariamente títulos policiales, de acción y carcelarios (años más tarde firmaría el Brubaker de Robert Redford) con alguna rareza, como su incursión en el terror The Amitiville Horror (1979). En todo caso, sus mejores obras las realizó en los sesenta y principios de los setenta, siendo Cool Hand Luke su obra más estimada.

Luke es un veterano y condecorado héroe de guerra (asumimos que de la Segunda Guerra, la película no nos dice nada al respecto, lo que la hace extrañamente atemporal) que termina cumpliendo dos años de condena por una ofensa tan absurda como cortar las cabezas de los parquímetros de la ciudad (la secuencia que abre la película y que nos define a Luke como personaje con una gran economía de medios). Desde el mismo momento que llega a la prisión destaca por sobre los demás reclusos por su naturaleza solitaria, su resoluto buen humor y su continuo cuestionamiento de las reglas y regulaciones que dan forma a su diario vivir. Al principio, Luke guarda las distancias del resto de reclusos – liderados por Dragline (George Kennedy, ganador de un Oscar por este papel) una montaña humana de mente infantil y fuerte temperamento – hasta que una acalorada discusión lleva a los dos hombres a un match de box, la forma instucionalizada de arreglar las rencillas al interior del grupo. Luke es salvajemente golpeado por Dragline durante el combate, pero no renuncia a seguir peleando ni se somete a los consejos de que se rinda. Es esta una secuencia muy significativa, puesto que pondrá la nota sobre como se desarrollará el resto de la historia. Nótese el tono juguetón que abre la secuencia – la típica pelea de bravucones, coreada por el resto de los presos – y como lentamente la obstinada actitud de Luke por seguir peleando más allá de lo que el sentido común aconsejaría, transforma esa actitud juguetona en algo mortalmente serio y doloroso de observar. Para cuando la pelea termina – con Luke desfallecido, pero aún lanzando golpes de ciego – ya nadie vitorea a nadie. El silencio es sepulcral y los hombres se alejan, incómodos por lo que han observado. El recorrido vital del protagonista ya está planteado, de forma magnífica, en esta sencilla secuencia, aunque es necesario ver toda la película para caer en su verdadera significancia.

A partir de este incidente, podemos ya intuir las características de Luke como ser humano. Hay algo en él más poderoso que su capacidad de raciocinio, que le empuja a cometer actos o tomar sendas irremediablemente condenadas a ponerle en entredicho con la autoridad, cualquiera sea su forma. Luke es un rebelde, no por elección, sino por que no sabe hacer otra cosa. Es su naturaleza y su maldición. Esto nos queda claro en la escena en que su madre (la fantástica Jo Van Fleet, en un rol que es casi un cameo) le visita y podemos ver en sus respectivas confesiones – la mujer ha venido a despedirse ya que está agónica – como el turbulento pasado de ambos se deja entrever en las palabras que se dicen y las expresiones de sus rostros.

La fuerza de carácter que Luke ha demostrado al no querer darse por vencido en la pelea, sin embargo, termina por ganarle la simpatía de Dragline, quien le bautiza Cool Hand Luke, cuando, contra todo pronóstico, gana una partida de poker haciendo un bluff ( “A veces no tener nada, es una buena mano”, dice Luke sonriente). Luke es aceptado por el grupo, a pesar de que mantiene una actitud solapadamente desafiante hacia la autoridad del Capitan (Strother Martín, un estupendo actor de carácter, aquí en uno de sus papeles más recordados y voz de uno de los monólogos más famosos de la historia del cine: “what we got here...is failure to communícate...”) y los guardias de la prisión, especialmente hacia Boss Godfrey al que Rosenberg presenta como la forma más impersonal – jamás vemos sus ojos, siempre cubiertos por unas gafas de sol – y silenciosamente despiadada de represión (los primeros planos de sus gafas es una de las tantas imágenes que identifican a la película y ha sido parodiada innumerables veces). Tanto el Capitán como Godfrey saben que están manejando un individuo explosivo, que terminara por saltarse las reglas y desafiarles en su autoridad, algo que saben no pueden permitir. Con la determinación de quebrar su espíritu, comienzan una guerra sicológica a partir del momento que Luke se entera de la muerte de su madre. Lo que no saben es que, siguiendo esa senda, han abierto una nueva y fatal veta de rebeldía en Luke, una de proporciones insospechadas. Si hasta aquel momento los juegos de Luke habían sido inofensivos – la famosa secuencia en que devora 50 huevos cocidos, para ganar una apuesta – y su rebeldía hacia la autoridad de los carceleros se limitaba a sus filosas palabras, siempre desafiantes en sus dobles sentidos, con la muerte de su madre algo se ha quebrado en su interior. La mirada en sus ojos y su actitud dejan claro que las apuestas han subido y que ya no tiene nada que perder en sus irreflexivos desafíos.







Comienza así un accidentado recorrido por una ruta marcada por las fugas fallidas, la frustración impotente, el dolor físico y la humillación. A pesar de esto, Luke parece ser inconsciente de las potenciales consecuencias de sus actos y su destino final es dolorosamente obvio para todos. Y es que ha pesar de poseer un aspecto de humor iconoclasta y de juvenil regocijo en las correrías del protagonista (cada fuga es recibida como un gran acontecimiento entre los presos), Cool Hand Luke es una película teñida de tristeza y con un foco de existencialismo que termina convirtiendo sus chillonas notas de humor en consternados gritos de furia ante la futilidad de las cosas. El único remedio, parece decirnos Luke, para sobrellevar el absurdo de la existencia es la rebelión y el inconformismo. Romper las reglas le da sentido, aunque sea de manera fugaz, a una ordenación del mundo que parece carecer de lógica. Es evidente por qué la película se convirtió en el icono cultural que terminó siendo - aunque en su momento, la cinta fue recibida tibiamente por la crítica especializada - puesto que Luke es mostrado como la máxima expresión del rebelde sin causa y casi se podría asegurar que es una extensión lógica del personaje de James Dean en la famosa película de Nicholas Ray.

Por otra parte, los tonos cristianos de la historia son demasiado evidentes como para no reparar en ellos. Toda la historia está estructurada como una variación laica de los mitos de Jesús, con Luke haciendo de iluminado que trae a las masas esclavizadas el nuevo mensaje de inconformismo. Siguiendo esta lógica, si Luke hace el papel de Jesús, los reclusos serían sus discípulos en un primer momento y, consagrado su sacrificio, terminan por ser sus apóstoles. Los distintos episodios de rebelión con los que Luke perturba la monotonía del presidio, vendrían a ser sus milagros – el episodio de los 50 huevos, termina con una simbólica imagen de Luke “crucificado” – y el hecho de que Dragline sea testigo de su final, le convierte en Pedro, piedra de la nueva fé. De hecho, la película cierra con una coda, Dragline relatando las ahora embellecidas aventuras de Luke a los nuevos reclusos – vale decir, expandiendo las enseñanzas del maestro – y un plano final increíblemente contundente: una vista aérea de una cruce de carreteras (o sea, una cruz) sobre cuya imagen Rosenberg sobre impone una fotografía de Luke con dos prostitutas, una a cada lado (Jesús y los pecadores en el Gólgota). Y si queremos ser realmente puntillosos, podemos observar que Dragline significa en ingles red de pescar. Todos sabemos cual era la profesión de Pedro antes de ser apostol...

Hay muchos otros detalles como estos para quien quiera buscarlos y no representan ninguna novedad para quienes se hayan detenido un poco a analizar la historia o a leer la multitud de ensayos que se han escrito sobre el tema. Lo importante es que estos elementos, a pesar de ser integrales en la estructura del guión, no resultan un lastre para la historia y se pueden sublimar fácilmente si decidimos disfrutar de la película en su otra vertiente. Y ésta es la de una recuperación de las cintas carcelarias de los años `30 y `40 que la Warner – el mismo estudio que produjo Cool Hand Luke – estrenara con gran exito y prestigio para las carreras de Paul Muni (I Am A Fugitive Of A Chain Gang) y James Cagney (Each Dawn I Die), por ejemplo. La película parece querer recordarnos este punto de manera tácita con los uniformes que llevan los presos y sobre todo la ambientación de época que, como se ha dicho, parecer querer ser intemporal, pero definitivamente tiende hacia los años `40.

Hay algo en los relatos carcelarios que llama a la identificación de la platea. Quizas sean sus raices literarias – El Conde de Monte Cristo, El Hombre de la Mascara de Hierro, etc. – que despiertan una respuesta preprogramada en nuestro inconsciente. Quien sabe. Lo cierto es que las desventuras carcelarias llaman a la lealtad del espectador, sin importar la posible culpabilidad del protagonista – pensemos en el Papillón interpretado por Steve McQueen, por ejemplo, el Brad Davis de Midnight Express o el Clint Eastwood de Escape From Alcatraz – dado que sus martirios nos los dimensionan como figuras heroicas y muchas veces trágicas. Un aspecto de identificación nunca mejor aplicado en la figura de Luke. No podemos obviar que Luke es culpable – aunque su trasgresión es definitivamente insulsa e inofensiva – y que si ha terminado entre rejas, es exclusiva culpa suya. Por esto, si dejamos a un lado el aspecto de alegoría religiosa, la película es un conseguido relato carcelario con todos los ingredientes que las hacen tan clásicas y disfrutables: un protagonista carismático, un reparto de interesantes y muy bien aprovechadas presencias secundarias (esta película es ejemplar en este aspecto), un villanos debidamente despreciables y una justificada motivación para la huida. Condimentado todo esto con deliciosos episodios que ayudan a humanizar a los personajes y unos cuantos intentos de fuga que aportan el correspondiente factor de suspenso.

Cool Hand Luke es, en este sentido, una película extremadamente lograda, pero no sería ni la mitad de efectiva si no fuera por su elemento de tragedia. A pesar de lo irreflexivo de sus actos, Luke parece ser consciente que está caminando por una senda predestinada – otra alusión a Jesús – y es la inutilidad de sus esfuerzos por rebelarse contra su propio destino lo que hace de la película un relato dimensionado por la ironía de la situación y lo trágico de su resolución. El calvario – creo que nunca mejor dicho – que Luke experimenta en sus distintas fugas, son las estaciones del Cristo hasta la cruz. Incluso, el director nos presenta a Luke conversando con Dios en momentos de duda y su final, apropiadamente, se produce a la sombra de la cruz, en una iglesia abandonada. Al igual que Jesús no puede huir de su misión, Luke no puede darse la espalda a sí mismo, por que la lucidez de su postura se lo impide. Por eso, cuando decide – nuevamente, de forma casi irreflexiva - su postrer acto de desafío, que deviene tan fútil como absurdo, resulta doloroso verle caer. Y, no obstante todo esto, la victoria final es para Luke – la última vez que le vemos, nos sonríe, mirando directamente a la cámara – y para aquellos que le conocieron, quienes devienen mejores seres humanos por ello. Tal vez, la institucionalidad haya acabado deliberadamente con el rebelde - la película no deja duda al respecto - pero el mensaje de rebeldía vive en la conciencia de los vivos (al igual que en otra gran obra sobre la preservación de la individualidad, One Flew Over The Cucoo`s Nest de Milos Forman).

Tanta alegoría podría haber hundido el relato, pero Rosenberg maneja estos elementos con la debida propiedad, sacándolos a relucir en los momentos precisos y dejándolos el resto del tiempo en segundo plano, por lo que el aspecto existencialista es el que termina por quedar en la superficie y es por su vena contestataria por lo que la película es justificadamente recordada y admirada. Cool Hand Luke es una gran película, sobra decirlo, y un clásico indiscutible de un tiempo en que el cine comercial de Hollywood parecía ansioso de decir cosas importantes, mientras nos entretenía de manera engañosamente simple.

21 de septiembre de 2008



The Other
Dirigida por Robert Mulligan








Ahhh, The Other...Recuerdo haber visto esta película, hace muchos años, siendo apenas un crío, en un pase televisivo de medianoche y haberme sentido aterrorizado fuera de mis cabales por su inquietante atmósfera. Por supuesto, siendo niño, fueron sus elementos más icónicos los que me aterrorizaron: el dedo cortado (reseco, casi momificado) que el protagonista lleva en una lata a todos lados, el gemelo maligno que le influye a cometer actos innombrables, el molesto primo que muere ensartado en una horqueta, el inolvidable plano del bebe ahogado en la barrica de licor (seguro que Edgar Allan Poe se rie entre dientes, sea donde sea que esté, cada vez que alguien ve esta película), la abuela que muere entre las llamas...

Fue esta, más o menos, la misma época en que vi por primera vez The Exorcist y The Omen en sendos pases televisivos (en una versiones hilarantemente mutiladas para sustraernos de sus partes más “jugosas”y no herir las sensibilidades de los hogares bien). Con tiernos diez años no hizo mayor diferencia, como podrán imaginarse, que las partes más terroríficas y grotescas hayan quedado en la sala de montaje de la estación televisiva que las transmitió - ¿Televisión Nacional de Chile, puede ser? Mi memoria ya no es la misma - por que absorbí todo el cuestionable material con la avidez típica de la niñez. La mente fascinada, la imaginación desatadamente morbosa (precisamente por lo que no llegué a ver en aquel momento) y los ojos abiertos como platos por el terror que me producían las imágenes. Me pasé unas cuantas noches en vela repasando mentalmente las implicancias de lo que esas películas nos narraban (todas ellas horribles, por supuesto) y entre el impacto que me produjeron y las constantes reposiciones de The Twilight Zone, The Outer Limits y Night Gallery, menú de relleno habitual de los canales chilenos por aquel tiempo, me volví un adicto al terror y el fantástico.

Pero todo eso vino después. The Other fue mi primera experiencia significativa con el terror cinematográfico de la que guardo clara memoria (sí, incluso el Drácula de Lugosi y el Frankenstein de Karloff vinieron después). Las sutilezas de la película pasaron, en aquel momento, totalmente por sobre mi inocente cabeza (entre ellas, el notorio contraste entre su bucólica ambientación y los terribles hechos que se nos muestran, su clara inspiración en el Gótico Americano, la influencia literaria de Ray Bradbury que planea por sobre la historia) y me quedé, en mi impresionable mentalidad, con la idea fija de una película de fantasmas aterrante. Lo terrible es que luego de ese pase no tuve otra oportunidad de volver a ver la película, por mucho que la buscaba, miserablemente en vano, entre cuanta reposición de trasnoche podía disfrutar (lo que no impidió que me encontrará con unas cuantas joyas más como recompensa al esfuerzo). Durante años y años, The Other no fue más que un recuerdo atesorado en mi mente calenturienta, plena de pesadillas y monstruos (hola, Sr. Harryhausen¡¡); naves espaciales (Sr. Lucas, ¿como está Ud.?), superhéroes varios y novelas de Stephen King.

Nuevamente, llega el dvd al rescate del cinéfilo nostálgico. La diminuta maravilla tecnológica – que nunca deja de sorprenderme con su inagotable marea de nuevos títulos - me permite, una vez más, revisar las míticas sombras cinematográficas de mi pasado y en este caso, me devuelve algo que creía perdido. Con mayor fortuna todavía, se da el caso que mis recuerdos infantiles – y por tanto, impresionables – no habían embellecido la película de Robert Mulligan fuera de proporciones. Revisada 28 años después – uf - de la primera vez que tuve el placer de aterrorizarme con ella, puedo decir que The Other es, verdaderamente, una joya del cine de terror. Una obra que merece, desde todo punto de vista, ser rescatada del olvido.

Esta película tiene algunos detalles interesantes dentro de su producción. Por ejemplo, su guión está adaptado de la novela homónima escrita por Thomas Tryon en 1971 y de la que él mismo hizo la adaptación al cine. Tryon es más conocido para la platea como Tom Tryon, un actor que tuvo un relativo momento de gloria durante los años `60 con algunos papeles protagónicos en westerns (Three Violent People, coprotagonizada con Charlton Heston, por ejemplo) y alguna producción de prestigio como The Cardinal de Otto Preminger (también fue una de las tantas caras que aparecían a modo de cameos en The Longest Day, la recreación del Dia D que orquestara Darryl Zanuck en la Fox). Su carrera, iniciada a fines de los ´50 en películas de ciencia-ficción de serie B (I Married A Monster From Outer Space, un film tan psicotrónico como su título indica, es la más conocida) nunca terminó de despegar y en la década del `70 se pasó a las letras, donde cosecho buenas críticas. The Other, de hecho, fue su debut en la literatura.

Richard Mulligan, por su parte, era un director establecido y con un prestigio labrado cuando se inició la producción de este film. Aunque su carrera está salpicada de títulos interesantes - Love With A Proper Stranger (1963), Inside Daysy Clover (1965), The Stalking Moon (1969), Summer Of 42 (1971) – su fama está cimentada, básicamente, en dos películas: la hermosa y muy premiada adaptación que hiciera en 1962 de la novela de Harper Lee, To Kill A Mockingbird (por la que Gregory Peck ganó el Oscar al mejor actor y que significó el debut en la pantalla grande de Robert Duvall) y precisamente, The Other.

Con mucho, The Other era, hasta hace poco tiempo, la más difícil de conseguir de las dos (To Kill A Mockingbird ha estado disponible en formato casero desde hace años) y por esto, se convirtió en una película de la que se comentaba ampliamente (y en muy buenos términos) en textos sobre historia del cine y estudios del género, pero que resultaba casi imposible de ver. Se trata de dos trabajos que están en polos opuestos. Por un lado, una historia humana y entrañable acerca del despertar a la vida de una niña de pueblo, detonada por la batalla de su padre contra el racismo; por otro, una historia de terror, con una ambientación falsamente inocente, tan inquietante en sus detalles como terrible en sus consecuencias. Sin embargo, veremos ahora que tienen unos importantes puntos de unión.

Ambas producciones dejan muy en claro las fortalezas de Mulligan como director. Especialmente, su capacidad para trabajar con niños y sacar excelentes interpretaciones de ellos, aún cuando muchas veces no sean actores profesionales. Mary Badham - hermana menor del director John Badham (Saturday Night Fever, Blue Thunder) - en To Kill A Mockingbird y los gemelos Chris y Martín Udvarnoky en The Other, no poseían experiencia actoral alguna antes de ponerse frente a las cámaras y sin embargo, sus respectivos trabajos son excepcionales, cuando no reveladores de la mano maestra de Mulligan en este apartado. Otro punto importante es el gusto de Mulligan por abordar historias intimistas en las que las relaciones familiares - con su complejo tapiz de interacciones - tienen una gran preponderancia. Por lo general, las historias narradas en sus films giran en torno a crisis personales o familiares que lentamente van dejando en evidencia los traumas y rencillas que suelen anidarse tras las fachadas de aparente conformidad que normalmente encontramos en los pequeños pueblos norteamericanos del cine. Los núcleos familiares o de amistad siempre están al centro de sus relatos y su comprensiva visión del ser humano, aporta un tono amable, casi elegíaco, a muchas de sus películas, que casi siempre terminan en la superación de las crisis, la reconciliación de los personajes con sus falencias o una aceptación sabia e iluminada de las amargas verdades de la vida. Mucho de esto se encuentra en The Other, aunque el tono aquí es decididamente menos amable y mucho más macabro.


Es precisamente en el juego de contrastes entre las hermosas y bucólicas imágenes de la America de los `30 – con esa prototípica familia rural, con casa al borde del lago incluida – y la creciente sensación de paranormalidad que lenta, pero inexorablemente se va apoderando del relato, donde The Other gana inmensos puntos a favor. Estamos en una pequeña comunidad de Connectitcut donde el bucólico verano transcurre para los gemelos Niles y Holland Perry entre correteos por los bosques cercanos, intentos de pesca en el lago e inventando maneras entretenidas de matar el tiempo. El cuadro no podría ser más inocente si no fuera por que hay algo decididamente extraño en la conducta de los chicos Perry. Algo que se nos hace cada vez más patente una vez vamos conociendo los trágicos pormenores de su reciente pasado familiar. Su padre ha muerto en un accidente casero, su madre ha quedado consumida por una paralizante melancolía como resultado y un dolor más reciente – que toda la familia parece querer omitir conscientemente de su vida cotidiana – le impide recuperarse y reconectar con su existencia. La sensación de extrañeza que nos produce la conducta de los gemelos pasa de inofensiva a macabra cuando una serie de pequeños e inquietantes incidentes primero y luego unas inesperadas muertes se suceden a su alrededor. Sólo su abuela – el único miembro de la familia que parece tener una conexión genuina con ellos - parece intuir la verdad que se oculta tras la mirada inocente de Niles. Las horripilantes implicancias de los sucesos, sin embargo, se nos hacen reales cuando descubrimos que Holland lleva muerto un año y que sólo Niles es capaz de verlo y hablar con él.

La manera en que Mulligan maneja los aspectos sobrenaturales es lo que hace de esta película una obra sobresaliente. Tanto la información que se nos presenta en la primera parte del film, como la que inteligentemente se nos escamotea, se dimensiona con cada nuevo detalle que descubrimos sobre el pasado de la familia Perry. En este sentido, la película es una buena muestra de como se pueden orgánicamente imbricar las características clásicas de un género tan específico como el relato gótico con una ambientación que le es, en primera instancia, ajena. La apuesta creativa funciona tremendamente bien y la influencia del gótico sirve para aportar distintas capas de lectura y nuevos significados a la película. El relato puede ser interpretado como la exploración de una mente deformada por unos sentimientos de culpa que es incapaz de manejar (lectura tanto más horripilante por que se trata de una mente infantil), como un legitimo cuento de fantasmas donde los muertos vuelven para influenciar a los vivos e incluso como un estudio sobre en qué medida los efectos de un pasado trágico – y la incapacidad de los adultos de manejarlos adecuadamente - pueden repercutir de forma equivocada en las acciones de los jóvenes.

En ningún momento la ambigüedad de la postura implica indecisión por parte del director (ni siquiera el final abierto, que podría frustrar a alguno). Al contrario, el guión está cuidadosamente construido con el fin de crear una devastadora sensación de desazón emocional a medida que los actos de los niños van escalando en consecuencias y pasan de crueldades menores a macabros actos de sangre. La creciente incomodidad que esto produce en el espectador – inicialmente, no sabemos si sentir lastima o repulsión por Niles y Holland - alimenta considerablemente el impacto de la película, cuyo tercer acto lleva el relato al terreno de la tragedia y pone a los protagonistas en una posición más allá de cualquier redención. Aunque la revelación que se nos presenta sobre el meridiano de la historia carezca actualmente de la garra que indudablemente tuvo que poseer en su momento, no es el propósito del film apoyarse exclusivamente en su poder de shock para resultar memorable. Es apenas un elemento más que Mulligan utiliza para espesar el caldo emocional del film y crear una nueva capa de ambigüedad. Ya sea que la integridad mental de Perry esté destruida desde el principio o que su malvado y difunto hermano Holland le haya influenciado de forma sobrenatural, la película es tan abundante en atmósfera y tan lograda en ejecución que, al final, ambas lecturas resultan válidas y se alimentan mutuamente. Sea cual sea la lectura que prefiera hacer el espectador al respecto, la película se mantiene firme en su opción de no favorecer una por sobre la otra, y usa ambas como una forma de enriquecer la narración mediante el entramado emocional y psicológico que éstas aportan.

Mulligan emplaza la cámara de forma maestra – indudablemente apoyado por el fantástico trabajo fotográfico de Robert Surtees - creando escenas de gran naturalidad y fluidez (atentos a la magnifica secuencia aérea al principio del film). El pulso notablemente seguro de su narración - no hay aquí ni un paso en falso - desdice su condición de primerizo en un género tan complicado como es el terror (sin duda, uno de los géneros más difíciles y subestimados del cine, junto a la comedia). Su visión de la America de la Depresión está notablemente bien realizada, llena de luz e inocencia, pero también teñida de una soterrada amargura. Este cuadro histórico de fondo sirve de magnífico escenario para los aspectos oscuros de la historia, precisamente por que, dada la ambientación, no son para nada esperados. The Other es una obra de gran elegancia - visual y narrativa - y una de las pocas películas capaces de generar un terror visceral a plena luz del día, sin caer en el Grand Guiñol o los efectismos gratuitos.
La fantasmagórica atmósfera que Mulligan logra poner en escena – pensemos en la revelación del “gran juego” que abuela y nieto comparten, la visita a la feria de los freaks, las conversaciones privadas de los gemelos, las apariciones casi sonámbulas de la madre, la presencia del famoso dedo amputado y el anillo que pone en evidencia a Niles – combinada con su ambientación decididamente naturalista del paisaje trae a la memoria, por un lado y como ya mencionamos, a la novela gótica, pero por otro, también llama la atención que nos recuerde lo mejor de la literatura de Ray Bradbury. Al ver esta película es inevitable pensar en los trabajos del maestro literario, autor de Martian Chronicles, The Ilustrated Man, Something Wicked This Way Comes y tantos otros memorables relatos que mezclaban el naturalismo con lo fantástico. Hay algo en el tono y puesta en escena de The Other que nos recuerda poderosamente a lo mejor de la delicada y exquisita prosa de Bradbury. Incluso hay momentos en que la película parece canalizar pasajes de Dandelion Wine, una novela de tema elegíaco, pero con algunos momentos líricamente inquietantes. Esta es una de las características más peculiares y regocijantes del excelente trabajo que Robert Mulligan ha hecho con esta película.

Estrenada apenas un año antes que The Exorcist, The Other se alinea perfectamente con aquella obra maestra de William Friedkin – y con The Omen y Rosemary´s Baby también – en el subgénero de los niños malignos, un tema que tuvo una gran presencia en el cine de los años ´70, aunque el trabajo de Mulligan se distingue de ellas por carecer de la violencia gráfica que ha dado tanta fama a las dos primeras o la malsana imaginería que Roman Polansky logró crear en la última, aspectos de una nueva manera de abordar el género que, a la larga, haría escuela. En cambio, la elegancia en las imágenes de The Other y su fabulosa capacidad de generar terror de forma delicada, casi susurrando sus horrores en nuestro oído, hace de este film una rareza dentro del género y la época en que se filmó. Una obra magnífica que definitivamente merece un mayor reconocimiento.

19 de septiembre de 2008



The Gunfighter
Dirigida por Henry King





Las dramáticas experiencias de la Segunda Guerra Mundial cambiaron para siempre la percepción con respecto al cine (y las artes en general) que tanto publico como creadores habían mantenido hasta el momento del estallido del conflicto. Es un hecho irrefutable que la primigenia inocencia de la era silente del cine y las bulliciosas primeras décadas del sonoro dieron paso, tras el cese de hostilidades, a una visión más oscura, más realista y menos dada a la esperanza en ciertos géneros cinematográficos, especialmente el naciente film noir y en el que, hasta entonces, había sido el estandarte del optimismo costumbrista en la pantalla, el western.

No es que la Revolución Rusa, la Primera Guerra Mundial y más tarde los negros años de la depresión económica en EEUU - no hayan dejado huellas profundas en las sociedades que vivieron tales procesos. Si bien en las décadas del ´20 y ´30, el cine no escamoteó los temas adultos cuando era necesario y se crearon films de gran compromiso social y político – basta ver la producción de los maestros soviéticos tras la revolución de 1917 , algunas clásicas cintas de denuncia sobre el primer conflicto bélico (J`accuse! de Abel Gance, All Quiet In The Western Front de Lewis Milestone, por ejemplo) y la paulatina toma de conciencia del cine norteamericano con respecto a su reciente trauma socio-ecónomico - la caligrafía dramática durante las primeras décadas del cine solía ser mayoritariamente primaria, tosca y sin mayores sutilezas.
Mucho de esto se debía a la ausencia de sonido en un primer momento – y por ende, a la falta de una mayor introspección psicológica sobre la base de los diálogos – lo que obligaba a reducir complejos temas a simplezas melodramáticas, resueltas con actuaciones grandilocuentes que aún apelaban a la tradición teatral. Si bien se contrapesaba esto con un trabajo visual de gran finura y plasticidad (el cine mudo es intrínsicamente hermoso en su puesta en escena) e imágenes cargadas de significancias, muchas veces era este un aspecto prácticamente desapercibido por un público popular que buscaba gratificaciones emocionales inmediatas. Más tarde, la introducción del sonido remedió en algo esta situación, aunque lo cierto es que el cine de aquellos tiempos permaneció encorsetado por unas estructuras dramáticas de gran simpleza. Aunque todo esto no implica, en ningún caso, que el cine producido en las primeras décadas del medio sea menos valedero con respecto a lo creado posteriormente sobre sus hombros (el primitivismo también tiene valor estético, huelga decirlo).

Lo cierto es que tras las experiencias bélicas de las dos Guerras Mundiales, el público había madurado lo suficiente como para aceptar nuevas formas dramáticas y lo que es aún más determinante, los mismos actores, directores y productores que habían ayudado a crear la industria del cine, eran ahora, en igual medida que el público, testigos y veteranos de un mundo cambiado a fuerza de fuego y sangre. Muchos nombres famosos del Hollywood de la época se alistaron en las fuerzas armadas y vivieron el conflicto en primera línea de combate, como cualquier otro ciudadano de a pie. Otros tantos aportaron su presencia como apoyo moral a las tropas en los distintos frentes del conflicto y si bien no empuñaron armas, sí pudieron comprobar los efectos de la guerra sobre los hombres y la sociedad. Luego de tal experiencia, las cosas no podían volver a ser las mismas de antes porque, incuestionablemente, ellos mismos ya no eran los de antes.
De ahí que surgieran aproximaciones dramáticas y estéticas de mayor madurez, con un marcado hincapié en temas más complejos, principalmente de índole psicológica y moral. Ahora bien, no es que, con estas inquietudes en mente, Hollywood hubiese olvidado repentinamente lo que había sido hasta el momento (una fabrica de sueños, como dice la frase) y cual era el fin último de sus esfuerzos (hacer dinero, al fin y al cabo). La máquina comercial del cine siguió su curso normal tras el fin de las hostilidades – durante la guerra no se detuvo la producción, pero la mayor parte del esfuerzo creativo estuvo destinado a las cintas de propaganda – y los productos de escapismo siguieron saliendo de la cadena de producción de los grandes estudios como el pan de cada día. Pero ahora había lugar para exploraciones más adultas y temas más incómodos. Más importante aún es que los géneros clásicos se fueron adaptando a los nuevos requerimientos.

Las nuevas posturas creativas fueron ganando fuerza paulatinamente y para comienzos de los años `50 incluso habían llegado a influenciar al más primigenio y auténticamente norteamericano de los géneros cinematográficos: el western. La década de los ´50 fue un período de reevaluación y reelaboración de viejas posturas dentro del género y muchos viejos maestros del cine – ineludible el nombre de John Ford como ejemplo sintomático – comenzaron a crear nuevos tipos de westerns que reflejaban los cambios al interior de la industria. Hacia el final de la década, el género había alcanzado una madurez impresionante en los temas que trataba y en las formas con los que los abordaba. La lista de cintas creadas bajo esta nueva óptica es extensísima y está plagada de títulos imprescindibles. Sin embargo, como todo movimiento renovador, alguien tenía que dar el tiro de salida y en lo que respecta al nuevo tipo de western, el así llamado western psicológico, el honor le correspondió a Henry King con su film, The Gunfighter.

El de Henry King es un ejemplo tan sintomático como el de Ford a la hora de ejemplarizar los cambios que se comenzaban a producir dentro del género, si bien King nunca ha sido un cineasta especialmente identificado con el western. Lo que les une a ambos, en todo caso, es su condición de pioneros. Comenzaron sus carreras en los inicios del medio, sobrevivieron la transición al sonoro y pudieron crear un cuerpo de trabajo de lo más respetable. King nunca ha estado, a ojos de los historiadores del cine, en el mismo ámbito de excelencia del que disfruta Ford (pocos directores lo están, la verdad sea dicha), pero es un artesano de esos que se respetan, más allá de sus eventuales logros artísticos, por su capacidad de permanecer activos y valederos durante sus largas y eclécticas carreras (Robert Wise y Henry Hathaway, entre otros muchos, son dos cineastas de los años dorados de Hollywood que también entran en esta categoría). Se trata de tipos de vieja escuela, hombres eficientes y muchas veces de estilos maleables, casi anónimos, con una admirable capacidad para adaptarse al material que se les entrega y sacarles el mayor partido posible. Verdaderos profesionales de la cámara, hombres de cine hasta la médula. Henry King es actualmente recordado, básicamente, por sus colaboraciones con Tyrone Power – In Old Chicago (1937), Alexander´s Ragtime Band (1938), Jesse James (1939), The Black Swan (1942), Captain from Castille (1947) y unos cuantos títulos más que están entre los mejores trabajos del actor - y un breve período en que estuvo ligado a la carrera de Gregory Peck, con quien llegó a realizar cinco films, siendo The Gunfighter, realizada en 1950, su segundo trabajo juntos y el más estimado por los estudiosos.

Se dan en este film una conjunción de elementos que - unos pocos por aquí, otros pocos por allá - habían estado siempre presentes en el western sin llegar a cristalizar del todo, pero que ahora tenían oportunidad de verse desarrollados coherentemente. De este modo, el sempiterno recurso del pistolero que huye de su pasado, la constante incertidumbre de vivir a la sombra de la propia fama (o infamia, si se quiere), constantemente acosado por nuevos pistoleros que quieren desafiarle para pasar a ser ellos los más temidos, la intolerancia de las comunidades establecidas que le dan la espalda a quienes resultan ahora presencias indeseables, las viejas amistades que no ofrecen solazo a los personajes sino tensiones y reflexiones amargas son temas todos que irían ganando prominencia durante estos años de autorreflexión dentro del género, pero que estaban directamente desarrolladas desde motivos dramáticos similares que estaban presentes desde el principio del cine, aunque sublimados por la visión más romantizada y aventurera de los primeros años del western.


Como tantos otros relatos del oeste, la historia comienza con un extraño que llega a una comunidad cerrada. Johnny Ringo llega al pueblo de Cayenne con todo su pasado a cuestas (el consiguiente desbarajuste que su presencia provoca en el pueblo es buena muestra de la mezcla de fascinación y morboso interés que los EEUU siempre ha mostrado hacia sus figuras criminales). Viene huyendo de los hermanos de un impulsivo joven al que tuvo que matar cuando, queriendo impresionar a sus amigos, le desafió para ver quien desenfundaba primero. Aunque logró emboscar a los hermanos del muchacho, les desarmó y les dejó sin caballos, sabe que ellos vendrán por él. Por lo que desde el principio del relato sabemos que Ringo tiene una cita con el destino y por tanto, el motivo que le trae a Cayenne resulta doblemente significativo y apremiante. Cuando entra al saloon del pueblo se encuentra con dos viejos conocidos, el barman que le recuerda de pasadas aventuras en otro pueblo y Molly, la mujer de un antiguo socio que ahora trabaja como cantante (y posiblemente, prostituta) del local. La historia que ella le relata de como terminó trabajando allí, ya nos da claves importantes de como terminara la aventura de Ringo, sin embargo, el retrato que Gregory Peck hace del pistolero está tan cargado de sinceros deseos de cambiar y de entusiasmo por lo que el futuro le puede deparar que resulta imposible no estar de su lado y hasta hace que, en buena medida, perdonemos sus pecados.

La sinceridad de su postura convence al sheriff local - Matt Jarret, un antiguo miembro de la propia banda de Ringo (la ironía no puede ser más marcada) - de cambiar su necesidad de hacerle marchar del pueblo en el acto. Aquí se produce otro momento significativo: el momento en que Jarret narra a Ringo como llego a ser el hombre de ley del pueblo es otro de esos momentos subrepticiamente desgarrados que posee la película. Más tarde, aclarados los propósitos de Ringo, Jarret accede a interceder por él. Lo único que quiere el pistolero, se entera Jarret, es una oportunidad para reunirse con su esposa Peggy y su hijo, a los que no ha visto desde que el chico era un bebe (en un detalle tan humano como patético, Ringo sabe exactamente la edad de su hijo – ocho años y medio, reitera – y corrige a todos los que le dicen nueve años), para ofrecerles una nueva vida, lejos de la violencia y el que dirán.

Pero Ringo no puede evitar que su pasado le acompañe allí a donde vaya. El matón del pueblo, Hunt Bromley, comienza a planear la manera de desafiarle. Para evitar mayores conflictos, Jarret expulsa a Bromley del pueblo y Ringo desarma a un anciano que quiere matarle, acusándole de haber matado a su hijo (en otro momento de ironía, Ringo confiesa que es un crimen que no ha cometido). Entre tanto, Peggy se ha negado a ver a Ringo, pero más tarde es convencida por Molly para que se reuna con él. Finalmente, cuando se encuentran, Ringo le promete someterse a un año de buena conducta para demostrarle la seriedad de sus intenciones y aunque reticente, ella accede a reunirse con él dentro de un año. Conmovida por su actitud, Peggy permite a Ringo conocer a su hijo. Pero, tal vez ya sea demasiado tarde para el pistolero. Sus perseguidores han llegado al pueblo...

No resulta nada difícil hacer la correlación entre el Johnny Ringo de The Gunfighter y el Pike Bishop de The Wild Bunch, siendo el uno la versión joven del otro. Lo único que los distancia es el hecho de que Ringo – y esto es lo que le hermana con los vaqueros del cine mudo - todavía guarda la esperanza de dejar atrás su pasado y terminar sus días en paz, mientras que Pike sabe fehacientemente que esa es una opción imposible para la gente de su profesión – recordemos el episodio de su amorío con la mujer casada y como esta terminada asesinada por su propio marido - y actúa de acuerdo a ese conocimiento. No olvidemos que, por humano que Ringo nos parezca dentro de lo que narra la película, él es un asesino y cuantos le rodean son conscientes del hecho, para bien o para mal. En este sentido, The Gunfighter es una película de transición – quizas ahi radique su mayor valor – con respecto al pasado y a lo que traería el resto de la década para el género. Es tan rupturista en la manera que aborda sus temas, como continuista en su puesta en escena, de una diáfana luminosidad y sin rebuscamientos visuales. Y es que The Gunfighter es una película modélica, tanto en su estructura (toda la película transcurre en un día y el metraje total es de unos económicos 84 minutos) como en la forma en que está filmada, con una desarmante (y engañosa) sencillez.

Un merecido punto aparte lo constituye el magnífico trabajo de fotografía, obra de Arthur Miller, uno de los grandes maestros de la fotografía en blanco y negro. Miller había iniciado su carrera como asistente de Edwin S. Porter – nada más ni nada menos - durante el cine mudo, para luego pasar una larga temporada como camaraman de George Fitzmaurice. Para la década del 30, sus trabajos ya le habían hecho un nombre de referencia en el campo fotográfico y llegó a trabajar junto a John Ford en dos títulos tan importantes como Young Mr. Lincoln y How Green Was My Valley (la que es, con seguridad, una de las películas más visualmente hermosas que se hayan filmado jamás en blanco y negro). Con anterioridad a The Gunfighter (que constituye casi un adios a su larga carrera, pues se retiro en 1951 luego de filmar The Prowler para Joseph Losey), Miller ya había aportado su genialidad fotográfica en 1943 a otro western adelantado a su tiempo, The Ox Bow Incident de William Wellman. Su trabajo de cámara en The Gunfighter no es menos modélico que la propia película. Sin jamás llamar la atención sobre si mismo, el trabajo de fotografía es excepcional. Su diseño del encuadre y el trabajo de iluminación son realmente inspirados en su capacidad de sugerirnos la conmoción interna de los personajes en lo emocional y en lo psicológico. Aunque la naturaleza minimalista del relato, no permite a Miller grandes despliegues visuales, si hay un par de momentos en el principio donde podemos comprobar el extraordinario dominio que este hombre tenía sobre su oficio. Los planos iniciales de Peck cabalgando a través del desierto, por ejemplo, son de una innegable y tenebrista belleza.

Si aunamos el trabajo de Miller con la cámara y la luz a la interpretación contenida de Gregory Peck (que se nos realza casi subliminalmente gracias al trabajo fotográfico) estamos ante una obra que puede engañarnos en su humildad de concepción y factura, pues, en realidad, se trata de un film con un aliento dramático adulto y una complejidad psicológica que deja profunda huella. No resulta extraño que la película fuese alabada prácticamente desde su estreno como un clásico. La película es completamente coherente consigo misma y Henry King – con la sobriedad de los antiguos maestros - lleva el relato a su conclusión lógica, sin tomar en cuenta los esquemas dramáticos del Hollywood más clásico.

No hay en el amargo final del film histerismos o grandilocuencias de ningún tipo. Aunque nos revuelva las entrañas, no es ninguna sorpresa que el pistolero, superado por su propio destino, esté condenado desde el principio del relato (desde antes incluso, la película abre con el mencionado plano de Ringo cabalgando por el desierto, un espacio nocturno que casi parece un purgatorio. Significativamente, el director repite el mismo plano al final) y nos sorprendemos derramando una lagrima por un asesino. La advertencia que Ringo deja flotando en el aire – prácticamente una maldición proferida a los pistoleros de todo el oeste – es una de las reflexiones más lúcidas y terribles del western norteamericano de los `50.

Es posible que la película deje al pistolero en el purgatorio, pero, con esas palabras finales, el romántico en mi quiere creer que Ringo cabalga por fin hacia su propia redención.

15 de septiembre de 2008



Titus
Dirigida por Julie Taymor





Siguiendo la estela de anteriores adaptaciones shakesperianas sacadas de su entorno histórico y modernizadas en su puesta en escena – Richard III (1995) de Richard Loncraine, Hamlet (1996) de Kenneth Branagh, Romeo + Juliet (1996) de Baz Luhrmann – esta producción de Julie Taymor se distingue entre ellas por ser, con perdón de Branagh, la más interesante, además de representar uno de los debuts cinematográficos más impresionantes de fines del siglo pasado. Como en aquellos otros films, Taymor a respetado el verbo shakesperiano y la estructura general de la obra, pero ha renunciado a presentarla de la manera clásica eligiendo trasponer los sucesos – en este caso, ocurridos durante la decadencia del Imperio Romano – con una puesta en escena que, respetando la esencia de la ambientación, también se permite el uso de elementos anacrónicos para crear un proscenio decididamente postmoderno y de gran estilización. Así, yelmos, espadas y armaduras se mezclan con motocicletas y ametralladoras; jóvenes guerreros godos se divierten con juegos de video, mientras música rock aturde los oidos; modernos edificios se mezclan con locaciones reales de ruinas romanas como escenarios de la acción y los actores lucen un vestuario de lo más ecléctico tanto en materiales como influencias, etc.

El experimento francamente podría caer en el más desvergonzado ridículo (en algún momento, casi lo hace), pero Taymor posee un control indiscutible de sus opciones estilísticas y un pulso firme para implementarlas. Titus es realmente un film muy inteligente en su puesta en escena, donde cada opción de vestuario, atrezzo y decorados devela algo de los personajes, las situaciones que experimentan o la época que les ha tocado vivir. Está muy claro que Taymor, con una gran experiencia en montajes teatrales a su espalda, posee un talento innato para la composición visual y una visión de conjunto que no deja nada al azar.

Como obra, Titus es una de las más violentas salidas de la pluma del bardo ingles (también es una de las primeras, hecho que muchos estudiosos han aprovechado para descalificarla con respecto al resto de su obra) y por mucho tiempo cayó en una cierta desgracia debido a sus patentes excesos de sadística violencia y las crueles opciones de sus protagonistas, a pesar de haber sido altamente apreciada en la Inglaterra Isabelina. Esto cambió un poco a mediados de los años ´50, cuando Laurence Olivier protagonizó una puesta en escena teatral que devolvió a Titus a la arena shakesperiana y a la conciencia de una sociedad que, ya experimentadas dos guerras mundiales, estaba más preparada para aceptar (y no escandalizarse) por el despliegue de atrocidades de la obra, que van desde decapitaciones y amputaciones varias, pasando por cuellos degollados y muertes a espada, para terminar en canibalismo. Un panorama truculento difícilmente reconciliable con la idea más amable que normalmente tenemos de Shakespeare (si bien, la violencia y los actos de sangre nunca ha sido ajenos a la obra del bardo).

La película abre con el general romano Titus Andronicus, que vuelve victorioso de la guerra contra los Godos. Entre los trofeos de guerra que trae consigo como ofrendas al Emperador están la Reina Tamora y sus tres hijos. Nada más llegar a Roma, Titus decide sacrificar al hijo mayor de Tamora como una manera de agradecer a los dioses por los buenos resultados de su campaña militar y, sobre todo, vengar la muerte de 21 de sus 26 hijos. A pesar de los patéticos ruegos de la reina, el sacrificio es llevado a cabo y con ello, Titus pone en marcha una sucesión de actos que no sólo terminará destruyendo a su familia y a sí mismo, también dejará en la incertidumbre el futuro político de Roma.

Aunque recibido como héroe, Titus encuentra Roma sumida en una crisis política, con dos hermanos disputándose los favores del pueblo y el Senado, para acceder al trono. Más tarde, en una ceremonia en su honor y contra todo sano juicio, Titus decide apoyar al ambicioso Saturninus como nuevo emperador, renunciado él mismo al cargo en el proceso. Cuando Saturninus pide en matrimonio a la hija del general, Lavinia, y ella lo rechaza, el destino de la familia Andronicus estará subitamente condenado. Con Lavinia desposada con el hermano y rival político de Saturninus, Tamora toma su lugar como nueva emperatriz. La hora de su venganza contra Titus, planeada en contubernio con su amante moro Aarón y sus hijos Chiron y Demetrius, no se hará tardar. Como toda obra shakesperiana que se precie, se sucede una gran cantidad de intrigas, revelaciones, traiciones, perdones y epifanías varias que van enriqueciendo progresivamente la historia hasta crear un tapiz de gran complejidad emocional y psicológica.

Taymor respeta a cabalidad el texto y éste se declama, como es de esperarse, con los típicos ritmos del lenguaje shakesperiano. Como bien sabemos, Shakespeare no se cortaba a la hora de embellecer los discursos y como resultado, estamos ante una cantidad casi mareante de texto. Es importantísimo estar muy atento para no perder detalle (la película posee un ritmo asombroso a pesar de la farragosa verborrea) especialmente si no se tiene familiaridad de antemano con la obra y sus pormenores. No culpo a quienes rehuyen de Shakespereare. El tipo es indiscutiblemente un genio, pero requiere afán de compromiso. Necesariamente, la atención del espectador debe ser total para no perder las sutilezas de su poética prosa (y por extensión, los detalles de sus argumentos). Es un ejercicio intelectual que generalmente termina agotando (tan acostumbrados nosotros a lo prosaico de nuestros discursos modernos) y a la larga, sienta mal al público con déficit de atención. No, no estoy entre ellos, pero confieso que tuve que revisar la película una segunda vez para apreciar del todo los diálogos. Y qué diálogos. Una cosa es leer Shakespeare a tu propio antojo y otra, muy distinta, seguir el ritmo y el sentido de las palabras al tiempo que son declamadas. Escuchar a Hopkins declamar frases como: "Why, foolish Lucius, dost thou not perceive/ that Rome is but a wilderness of tigers? Tigers must prey, and Rome affords no prey but me and mine!" es puro extasis nirvánico, tomando en cuenta la exquisita convicción del actor al pronunciarlas. La película está llenas de joyas de ese tipo (las declamaciones de Aarón son especialmente complejas y significativas) a tal punto que es desconcertante que los estudiosos de Shakespeare no tengan en mayor estima esta obra.

Es aquí donde el desempeño de los actores debe brillar para subsanar el meritorio escollo y no perder la atención del respetable. Taymor a hecho unas tremendas selecciones de casting, dándole los roles protagónicos a Anthony Hopkins y Jessica Lange, quienes rodeados de un elenco por lo demás dotado para el desafío, logran aportar al relato una fascinante colección de tipos humanos. Harry Lennix, más conocido por su participación en las secuelas de Matrix, deja una profunda impresión como Aarón, el maquiavélico amante de Tamora. Igualmente Colm Feore (el villano de Chronicles of Riddick) está estupendo como el atormentado hermano de Titus y Alan Cummings (famoso desde su trabajo en la reposición del musical Cabaret y su papel de Nightcrawler en X Men 2) bordea, de buena manera, el camp como el recién nombrado emperador Saturninus. Estos nombres destacan, pero, sin duda, todo el apartado interpretativo es sobresaliente, en un reparto de muy atinadas composiciones.

Por supuesto, Hopkins está impecable en su retrato de Titus, un hombre llevado a extremos demenciales por el dolor causado a su familia y la humillación de sus desgracias. El personaje se mueve por una delicada línea entre lo patético y lo imperdonable de sus errores de juicio (sin mencionar, el terrible precio que decide cobrarse por sus aflicciones). Hopkins hace un trabajo que a ratos es realmente excepcional (el momento en que, echado sobre un camino de piedra, ruega inútilmente a los nobles romanos por la vida de sus hijos es desolador) y muy contenido, si bien el último y desatado acto de la película le permite algunos bienvenidos histrionismos. Aunque, sin duda, la gran revelación de la película es Jessica Lange. No por que no le considere una gran actriz, si no por las escasas oportunidades que ha tenido esta mujer magnífica de demostrar su verdadera valía interpretativa. Es imposible no ver como Lange se regocija interiormente de esta oportunidad y da todo de sí en la composición de una mujer absolutamente despiadada en la consecución de su venganza. Tamora es un tremendo personaje y como todo gran villano shakesperiano está siempre muy cerca de caer, en manos de talentos menos fraguados, en la grandilocuencia, cuando no en la caricatura, debido a la extrema fuerza de sus ambiciones y apetitos. Lange sabe bien esto y su caracterización es apropiadamente malsana y maligna, pero siempre debidamente humana. Aunque sea esta una humanidad desfigurada por el odio de una madre herida. He aquí, en verdad, una loba defendiendo a sus cachorros. Sus actos son acordes a su naturaleza, nada más.

Visualmente la película es magistral, un deleite de principio a fin. Apoyada en el estupendo trabajo fotográfico de Luciano Tovoli (antiguo colaborador de Michelangelo Antonioni y Darío Argento) y el diseño de producción del legendario Dante Ferreti, la película es un festín estético donde el dominio del arte escénico de Taymor brilla con particular maestría. En ningún caso se puede confundir esta puesta en escena con una visión naturalista de la obra, ya lo hemos dicho. Desde la primera secuencia – donde los títulos de crédito aparecen sobreimpuestos sobre los movimientos marciales, extrañamente mecánicos, de unos enlodados soldados romanos - hasta la perturbadora imagen de Lavinia (la desgraciada hija de Titus) con las manos amputadas, reemplazadas por ramas secas, y escupiendo sangre por la boca herida – la puesta en escena es enfebrecidamente estilizada, pero nunca gratuitamente. Cada opción – ya sea en la composición del plano, la elección de colores e iluminación, el uso de viñetas visuales generadas por computador, la presencia de ciertas arquitecturas, etc. – está cuidadosamente seleccionada. Y aun si la película puede resultar recargada para ciertas sensibilidades (indudablemente lo será a los puristas) y no siempre se esté de acuerdo con las decisiones creativas de la directora, no se puede decir en ningún caso que sus opciones estéticas sean antojadizas.

Debido a lo extremo de su estilización y a lo poco conocido de la obra, el film está destinado a ser continuo (re)descubrimiento de apetitos iconoclastas. Casi, pero no del todo, una película de culto. La presencia del consagrado Hopkins y la fama de Taymor como creadora del musical El Rey Leon, basado en la cinta de Disney, aportaron suficiente prestigio como para que la película fuera muy reconocida en su momento por la crítica especializada, pero no evitó que las butacas siguieran vacías. Un panorama que difícilmente podríamos considerar sorprendente. Titus no es, después de todo, una película para cualquier público (detesto sonar pedante, pero así es). No es un relato adecuado ni para los débiles de estomago – sin regocijarse en el gore, Taymor tampoco teme teñir la pantalla de rojo cuando es necesario – ni para los poco pacientes con la declamación shakesperiana o los puristas de las obras del ingles. Con todo, es una película tan interesante en la conjunción de sus elementos dramáticos con lo portentoso de su puesta en escena, que deviene un experimento formal fascinante y extremadamente revisitable.

Sobre el final, prácticamente todos los personajes han muerto y la desolación de la violencia y la sangre ha arrasado con todo, lo que no es ninguna sorpresa en una obra de Shakespeare. Pero Taymor decide terminar con una nota un poco más positiva y el plano final es para el último miembro de la familia Andronicus, el unico que no ha sucumbido a la fiebre de sangre, llevando en sus brazos al hijo de Tamora y Aarón, el único inocente ajeno a toda la tragedia, caminando hacia el sol naciente de un nuevo día. El plano es largo, sostenido, y las implicaciones nos son obvias. Las nuevas generaciones caminan hacia el futuro, arropados en su doliente sabiduría. Tal vez ese futuro parezca incierto, y por supuesto que está en ellos no repetir los errores del pasado, pero las posibilidades son fulgurantes en su esplendor. Con este último plano, Taymor transforma una propuesta teatral en una totalmente cinematográfica, dimensionando lo que hemos visto con una mirada profundamente humana. Muchas veces podemos traicionar nuestras naturalezas y terminar siendo monstruos los unos para los otros, pero la esperanza siempre está ahi.

Francamente, ojalá hubiera más propuestas como las de Taymor y su Titus.



11 de septiembre de 2008



The Thin Man Series
Dirigida por W. S. Van Dyke, Richard Thorpe y Edward Buzzell






Desde que me enganché al cine, hace mucho, mucho tiempo, en una lejana galaxia de los años 70, siempre me ha sorprendido la reticencia de la gente a volver a los clásicos – y no tan clásicos – del cine, tanto de EEUU como del resto del mundo, realizados con anterioridad a la década del `60. Si ya es difícil lograr que el público se siente a ver Ben Hur, por ejemplo, sin que sufran ataques de pánico por lo extenso del metraje o por el hecho de que sea una “película de romanos”, es prácticamente tarea imposible convencerle para que se arriesgue con cualquier cosa que carezca de color. Me refiero específicamente a aquel glorioso periodo del cine cuando el blanco y negro reinaba. Los años comprendidos entre el nacimiento del medio y los primeros años ´50, fueron unos dominados por el monocromático fulgor de las sombras y las luces, apenas desafiados por los experimentos del tintado de fotogramas y la presencia del Technicolor.

Una época que dio paso a una serie de portentosos artesanos de la imagen que cimentaron muchos (cuando no todos) de los actuales preceptos estéticos de los que se nutre nuestro cine de cada día. Es una verdadera lástima, por tanto, que en la actualidad la persona promedio que gusta minimamente del cine parezca rehuir del blanco y negro, por lo menos aquel de tiempos pasados, como si fuera la plaga y no haga un esfuerzo por acercarse al inmenso legado del cine de aquellos años. Sólo un cada vez más reducido grupo de enterados y nostálgicos es el que se detiene a disfrutar con la multitud de obras - indispensables unas, entrañables otras – que constituyen la herencia visual y el reflejo humano y social de unas épocas pasadas. Por muy romantizado (o distorsionado) que nos pueda parecer ese reflejo con respecto a nuestras postmodernas sensibilidades, ignorar el cine en blanco y negro es un error demasiado grosero en sus fatuas excusas.

Insisto, es una condenada vergüenza. Sí, el cine en blanco y negro es, salvo algunas excepciones en obras contemporáneas, el sello definitivo de épocas pasadas, de estilos de vida, posturas políticas y concepciones morales obsoletas para muchos. Pero también constituye, como poco, el más útil de los artefactos históricos que puedan existir para ayudarnos a comprender aquellos tiempos que no vivimos. Sin duda, todo cine con un poco de años sobre el cuerpo, constituye un artefacto histórico y como tal su valor es doble. No sólo puede ser un divertimento, con mayor o menor grado de valor estético, también es una oportunidad única – y afortunadamente repetible, gracias al dvd – de hacer un poco de arqueología sociológica. De acercarnos un espejo a la cara y ver cuan distintos – y cuan parecidos – somos a lo que, como seres humanos, como sociedad, alguna vez fuimos.

Muchas veces el disfrutar de una película antigua se convierte en un juego de reconocimientos: modas, tecnologías y usos sociales que nos son ahora extraños, cobran de nuevo vida y nos permiten entendernos mejor de donde venimos y, con algo de suerte, hacia donde vamos. Rostros que conocimos sólo en el crepúsculo de sus vidas, se nos vuelven lozanos, llenos de vida y promesas. Es un ejercicio de connotancias tan regocijantes como altamente emocionales. No todo tiempo pasado fue mejor, pero sí puede llegar a ser tremendamente fascinante en sus detalles. Este último punto es uno de los que hace tan satisfactorio, para mí, el sumergirme en una película antigua, clásica o no, recordada y admirada como simplemente olvidada. Y es lo que hace de la serie de films sobre The Thin Man algo especialmente sabroso de experimentar gracias al amplio período de tiempo que ocuparon sus sucesivas entregas. La serie está compuesta por 6 films, con el siguiente orden: The Thin Man (1934), After The Thin Man (1936), Another Thin Man (1939), Shadow Of The Thin Man (1941), The Thin Man Goes Home (1944) y Song Of The Thin Man (1947).

Las primeras cuatro entregas fueron obra del brillante artesano W. S. Van Dyke y, luego de la trágica muerte de éste, las dos entregas restantes fueron firmadas por Richard Thorpe y Edward Buzzell respectivamente. El juicio general es que las primeras 3 entregas son lo mejor de la serie, mientras que las 3 últimas fueron perdiendo brillo progresivamente. Es cierto que el nivel de calidad fue algo irregular a partir de la 3º película, pero no debe desanimar esta percepción crítica a quien quiera revisar la saga completa. En realidad, todos los films que componen la serie son unos divertimentos extremadamente deliciosos.

Para el espectador moderno, las películas representan una muestra característica del cine de los años ´30, claramente abocado a una función de elemento escapista en unos tiempos casi desesperados. También permite vislumbrar a posteriores estrellas y reconocidos actores de carácter hacer sus primeras incursiones en la pantalla. Así, podemos ver a lo largo de la saga rostros inmediatamente reconocibles - James Stewart y Donna Reed (años más tarde pareja inmortal en el clásico de Capra It`s A Wondeful Life), Cesar Romero (el Joker del Batman televisivo de los sesenta), Mauren O`Sullivan (la Jane original en la saga de Tarzan de Johnny Weissmuller), Gloria Graham (gran dama del cine durante los ´50, famosa por su papel de vampiresa con el rostro quemado en The Big Heat de Fritz Lang) Keenan Wynn (obicuo actor de carácter durante los ´50 y ´60) y Dean Stockwell (Dr. Yueh en Dune de David Lynch, actualmente en Battlestar Galactica) - junto a otros menos conocidos, pero igualmente interesantes - Barry Nelson (por si no lo sabían, Connery no fue el primer actor que interpretó a James Bond, fue Nelson para la televisión; también era el gerente del hotel Overlook en The Shinning) o Stella Adler (una leyenda de la escuela teatral norteamericana, primera profesora de Marlon Brando), entre muchos otros rostros conocidos de la época. Incluso Shemp Howard, de Los Tres Chiflados, tiene un papelito (poco más que un cameo) por ahí.

The Thin Man era originalmente una novela detectivesca de Dashiell Hammet (supuestamente estaba basada en su propia relación con la autora teatral Lillian Hellman) y si bien el título del film se hizo tan famoso que paso a ser sinónimo de toda la serie, la verdad es que The Thin Man (el hombre delgado) hace referencia a la victima de asesinato que daba pie al misterio y no al protagonista de la historia, el detective Nick Charles. Nick Charles es un detective retirado y felizmente casado con Nora, una heredera de alta alcurnia. Originalmente no tienen hijos (aunque eso cambiaría con las secuelas), con sólo un perro fox terrier llamado Asta que les acompaña en sus aventuras y viajes (desde el primer momento el reclamo publicitario de Asta haría mella en el público con la demanda de esta raza de perro disparándose luego del estreno de la película). La relación entre Nick y Nora Charles es de una juguetona complicidad. Los antecedentes barriobajeros de Nick – plenos de borracheras, amiguetes de baja estofa, amoríos pasajeros y situaciones turbias o de complicada explicación – chocan de frente con el exquisito y sofisticado mundo de Nora, pero, precisamente, es el contraste de sus respectivos orígenes lo que fascina a ambos y mantiene el equilibrio de su relación.

La privilegiada posición económica de Nora es fuente de constantes bromas por parte de Nick, quien no pierde ocasión para poner en entredicho su propia presencia como cabeza de familia (Nora: Aceptaras el caso? Nick: no tengo tiempo, estoy muy ocupado cuidando que no desperdicies los millones por los que me casé contigo). Nora, por su parte, cuida con ojo avizor que Nick no beba más de la cuenta (es impresionante la manera en que bebe este hombre, por lo menos en las 3 primeras entregas) y que se comporte civilizadamente en sus relaciones con la alta sociedad de New York (y con sus intolerantes familiares políticos). Pero eso es una pura fachada conservadora. Lo que realmente le encanta a Nora es ver la reacción de Nick cuando se encuentra con sus antiguas, y ahora incómodas, amistades (una constante fuente de humor durante toda la serie) y, sobre todo, lo que más alegra su día es ver a su marido embarcarse en nuevos desafíos detectivescos – en los que Nick siempre termina involucrándose muy a su pesar – y ser una parte activa de los misterios a resolver. Nora es una mujer atípica para la época, parte de la nueva horneada de heroínas que tomaría por asalto la pantalla en aquellos años (especialmente en las películas de Howard Hawks). Mujeres que sin renunciar ni un ápice de su feminidad, pueden ponerse codo a codo con los hombres, tanto en lo físico como en lo intelectual. No importa que Nick la embauque de tanto en tanto, para alejarla del peligro (otra constante de la serie). Cuando la situación lo hace necesario, Nora siempre está ahí para aportar su sentido común y, por lo menos una vez por aventura, arrojarse de bruces al peligro para defender a su hombre.

Las películas siguen una formula más o menos rígida, pero casi siempre efectiva, desarrollada a partir del modélico guión de la película original (obra de Albert Hackett y Frances Goodrich, quienes también realizarían los guiones de las dos siguientes entregas). La historia comienza con Nick y Nora en una situación familiar – en un restaurante, un viaje por tren, un desayuno casero – aunque ya sabemos que algo interrumpirá su tranquilidad. Una misteriosa muerte sucede y Nick es arrastrado a la investigación, siempre con fingida reticencia. La investigación continua a saltos entre las pesquisas policiales y las peripecias detectivescas de Nick. Paulatinamente, se nos muestran los personajes periféricos y las posibles motivaciones para que hayan cometido el crimen (como es de esperar, abundan aquí los equívocos y las falsas pistas). La trama se enreda y más asesinatos se producen. Nick se pasea entre los sospechosos y los lugares de los crímenes con liviana soltura, aunque su engañosa fachada de playboy siempre al borde de la ebriedad esconde a un inspirado y sagaz sabueso. La multitud de pistas – o la carencia de ellas, dependiendo de que película de la saga estemos viendo – parecen no llevar a ninguna parte, pero Nick (siempre apoyado por Nora) tiene la resolución del caso en la manga. Finalmente, ordena que todos los sospechosos sean reunidos en un interrogatorio general. Allí, mediante preguntas capciosas y medias verdades, Nick va separando a los inocentes de los potenciales asesinos y, por fin, en un golpe de maestra sagacidad, da con el culpable. El misterio ha sido resuelto, el alivio es general.

Es sorprendente las muchas millas que pueda dar esta formula, a pesar de la rigidez de su estructura. Y es que los distintos guionistas supieron aprovechar al máximo el humor para solventar los momentos más áridos de los misterios. Los guionistas tenían claro que la investigación del crimen era un aspecto secundario, completamente supeditado al espectáculo de ver a Nick y Nora hacer de las suyas. La saga posee también un plus de enganche debido a que guarda una cronología de película en película. Por lo general, esta cronología se respeta aunque el factor temporal es algo menos cuidado. Por ejemplo, al final de la segunda entrega, los Charles parten de viaje en tren y nos enteramos que Nora está embarazada; cuando comienza la tercera entrega, Nick y Nora están bajando de un tren...y el bebe ya está con ellos ¿Es el mism tren? Estuvieron viajando nueve meses? Por supuesto, este tipo deslices es cosa normal en el cine, sobre todo en el de ayer, y es ridículo pedirle rigurosidad a una comedia tan liviana como la saga The Thin Man.

Con todo, la presencia del retoño de los Charles es asumida – le vemos crecer a lo largo de las secuelas – así como conocemos a la familia de Nora y posteriormente a la de Nick, pero nunca – y esto es importante – vemos que la dinámica de pareja de los protagonistas se vea afectada por estas presencias. Es de agradecer que las películas no naufraguen en las mareas de los productos familiares. Los personajes son completamente fieles a sus caracteres de principio a fin de la saga y el humor derivado de sus interacciones, entre ellos y quienes les rodean, se mantiene incólume.





El resultado es una serie de fantásticas películas, livianas y chispeantes como las burbujas del champágne, de un humor delicioso y elegante, que resultaron ser vehículos perfectos para la consolidación de las personalidades cinematográficas de William Powell y Mirna Loy, sus protagonistas. Con anterioridad a The Thin Man, S. W. Van Dyke había dirigido un proyecto para MGM titulado Manhattan Melodrama. En esta película por primera vez hacían pareja William Powell (Nick) y Mirna Loy (Nora). Van Dyke inmediatamente vio las chispas que la pareja desprendía en la pantalla y aprovechando el éxito de Manhattan Melodrama, solicitó a MGM que juntara a ambos en The Thin Man. Juntos llegarían a participar en 14 producciones y sus carreras en solitario dejarían unos capítulos absolutamente inolvidables del cine.

Powell había iniciado su carrera en el teatro y luego había pasado al incipiente mundo del cine de los años 20. Durante los años del cine silente se especializó en roles de villano y no fue hasta la llegada del sonoro que tuvo las primeras oportunidades para destacar más allá de su encasillamiento. Curiosamente, su gran oportunidad estuvo en las adaptaciones a la pantalla de otro detective literario, Philo Vance (en el film The Canary Murder Case). A partir de este éxito primario, Powell fue subiendo hasta llegar a ocupar un papel importante en el firmamento del Hollywood de la época y ahí se mantuvo por décadas. Powell sería protagonista junto a Carol Lombard – una actriz mítica de la comedia cinematográfica, tristemente fallecida en la flor de su carrera – en My Man Godfrey, tal vez la comedia más representativa de aquellos años, una película absolutamente notable e indispensable. La carrera de Powell conocería altibajos debido a su salud – un cancer paró su actividad durante algunos años – y la tragedia personal – la muerte de su prometida (Jean Harlow, otro nombre fundamental de los años `30 segado antes de tiempo) le dejó sumido en una comprensible amargura – pero fue continua y su presencia siempre era bienvenida por el espectador. A mediados de los `50, se despediría del cine con una interpretación excelente, como el sensible y humano doctor naval en el clásico de John Ford, Mr. Roberts.

El caso de Mirna Loy es muy similar. También iniciada en el cine silente, sus primeros años de carrera se los pasó encasillada en papeles de vampiresa, chica exótica o corista en musicales. A partir del binomio compuesto por Manhattan Melodrama y The Thin Man su carrera profesional despegaría enormemente llegando a ser una de las actrices más representativas de la America de los ´30. Mujer de exquisita elegancia, inolvidable presencia e imposible hermosura, Mirna Loy es un rostro difícil de olvidar y sus trabajos en aquellos años están entre los más conseguidos y recordados del firmamento actoral femenino del Hollywood clásico. Extremadamente consciente de la amenaza nazi, Loy dejó su carrera prácticamente de lado a partir de 1941, para apoyar al esfuerzo militar en un sin fin de actividades junto a la Cruz Roja. Con el fin de la guerra, retomaría su carrera de forma mucha más esporádica, aunque no menos exitosa, hasta que se sumió en un semi retiro a partir de los años ´60 (del que saldría en los `70 para incursionar en el teatro). Sin embargo, es imposible no hacer mención de su film más recordado (y del que ella se sentía especialmente orgullosa), The Best Years Of Our Lives. Filmada en 1946 por William Wyler, la producción de MGM ganó el oscar a la mejor película del año por su sincero retrato de los problemas de adaptación a la vida civil de los veteranos de guerra y es, sin lugar a dudas, no solo uno de los grandes logros de Loy como actriz o de Wyler como director, sino también una de las películas más importantes de la década.



La hermosura imposible de una mujer mítica
Musa de mis años de infancia (a mucha honra)


Con dos intérpretes tan carismáticos e inmediatamente queribles es innecesario preguntarse cuál es el imperecedero atractivo de este puñado de amables thrillers, narrados en clave de comedia ligera. Powell y Loy juntos son dinámita. La casi mágica química que existía entre ellos daba paso a interpretaciones de una apabullante naturalidad. Es difícil describirlo, hay que verlo para creerlo. Su relación en la pantalla es tan genuina, tan falta de falsas afectaciones, que por mucho tiempo la gente creyó que Powell y Loy eran pareja en la vida real. Nick y Nora son pura magia cinematográfica, en el mejor sentido de la frase. El éxito y el encanto de The Thin Man y sus secuelas están del todo bendecidos por la calidez de sus personajes protagonistas (y por extensión, la de los actores que los interpretan). Más que la atracción de los misterios a resolver – que son adecuadamente alambicados y resultones, pero en última instancia, meras excusas argumentales en beneficio de la comedia – el público volcó su favor hacia la serie basado casi exclusivamente en el chispeante aire bon vibant de Nick y Nora. En una sociedad desgarrada primero por los efectos de la depresión y luego por los más trágicos avatares de la Segunda Guerra Mundial, las aventuras de los Charles eran una bocanada de aire fresco. Unas aventuras llenas de sofisticación, lujo y gente hermosa en unos tiempos decididamente difíciles.

La gente no se cansaba de ver a la pareja resolviendo casos, hacerse pullas mutuamente y maniobrar con su particular buen humor entre el variopinto cuadro humano en el que se enmarcaban sus deliciosas aventuras. A ojos de cínico, pura fantasía escapista. ¿Y qué? ¿En unos tiempos tan amargos, qué otra cosa le podía pedir al cine un ciudadano de a pie con los bolsillos vacios y la perspectiva de una guerra en el horizonte? MGM vio la veta y aprovechó la ocasión para profitar abundantemente del manantial, pero nada habría sido posible sin los actores que los interpretaban ni el cariño de la gente por los personajes, que ha logrado mantenerlos vivos en el recuerdo. Como todo gran cine, por liviano o trascendental que sea, es lo humano lo que nos llama.

El público vino por el misterio, pero se quedó por Nick y Nora.