1 de junio de 2009


Conquest Of The Planet Of The Apes

Dirigida por J. Lee Thompson













El multitudinario éxito obtenido por Planet Of The Apes en 1968, tanto en taquilla como en la apreciación de la crítica, llevó al productor del film Arthur P. Jacobs y a la casa productora – una 20º Century Fox bastante venida a menos por aquel tiempo - a plantearse rápidamente la posibilidad de crear una secuela que profitara del insospechado impacto que el film dirigido por Franklin Schaffner había producido en el público, sin importar que tanto el propio Schaffner como la película en sí (y hasta su protagonista, Charlton Heston) parecían haber dicho todo lo que tenían que decir sobre el relato original del francés Pierre Boulle que inspiraba a la película. Razón no les faltaba a las fuerzas creativas detrás del triunfo conceptual de Planet Of The Apes. Después de todo, ¿cómo era posible superar el masivo shock que representa el plano final de la película, una de las imágenes más icónicas de la historia moderna del cine? Schaffner rechazaría la oferta de dirigir la secuela, absorbido como estaba en crear su segunda obra maestra, Patton. Heston, por su parte, se resistía tenazmente a volver a su personaje, convencido que la historia - en lo que a él concernía, por lo menos - había llegado a su conclusión lógica y estaba, en consecuencia, finalizada. Conociendo como conocemos la cultura de negocios de Hollywood, la reacción a estos inconvenientes no debería de sorprendernos. No superes a la primera película, parece haber sido la respuesta de los ejecutivos del estudio a Ted Post, el eficiente artesano que finalmente se hizo con la dirección de la proyectada secuela, simplemente vete por la tangente. ¿El público te pide simios? Pues, invéntate algo y dale simios. Charlton Heston, cuya ausencia era inconcebible si se quería asegurar el éxito de la empresa, volvería finalmente para Beneath The Planet Of The Apes, - tras arduas negociaciones, de todas formas aún muy reacio y casi como un favor - para hacer dos breves apariciones al inicio y el cierre del film, pidiendo expresamente que su personaje, el cínico astronauta Taylor, muriera al final de la historia. Sin el director original, con una estrella decididamente reticente y un nuevo protagonista, James Franciscus, obligado a emular a Heston en presencia y look (si tal cosa es posible) para hacer la no presencia de Taylor más soportable, el golpe de gracia lo daría la reducción del presupuesto que obligó, entre otras tácticas, al reciclaje de los decorados de Hello Dolly (un reciente y costoso fracaso comercial de Fox a mayor gloria de Barbra Streisand) para algunas secuencias clave. Ante panorama tan poco auspicioso, no había mucha razón para el optimismo ante los potenciales resultados creativos de la esperada secuela. Y, sin embargo, si bien la decepción era prácticamente inevitable (y lo fue), Beneath obtuvo una excepcional respuesta en la taquilla que tomó por sorpresa a todo el mundo. Una saga había nacido.

Para ser justos, vistos los hechos y revisadas las películas que conforman la saga del Planeta De Los Simios, el asunto resultó ser creativamente bastante más digno que la desvergonzada premura por el dólar fácil (aunque no seré tan ingenuo como para asegurar que eso era lo que los ejecutivos tenían en mente todo el tiempo) que Beneath deja entrever. Ninguna de las secuelas al emblemático primer filme logró alcanzar el nivel de calidad de su hermana mayor, esa es una verdad abrumadora, pero siguen siendo un puñado de películas en general muy dignas, no obstante sus carencias. Para empezar, los recortes presupuestarios, un mal endémico de la saga, constantemente atentaron contra las aspiraciones de los distintos equipos creativos, lo que redundaba – con toda lógica - en películas no del todo logradas o bien ejecutadas. Las premisas argumentales permanecen inmensamente interesantes y a ratos, subyugantes en sus postulados e ideas, mas la ejecución siempre se quedó un paso atrás de las aspiraciones de los directores. Para ser totalmente sinceros, reducido el fenómeno al absurdo - para quien mira la saga ajeno al fervor del fan iniciado o fuera de los perímetros del catador del buen sci fi - el panorama se nos hace precisamente el de una burda movida comercial, sin mayores elementos redimibles. De hecho, Arthur P. Jacobs era un gran negociante, pues se había iniciado en la industria publicitaria (un yermo ético como pocos pueden haber) una experiencia profesional que mucho le sirvió a la hora de aportar fanfarria a sus productos cinematográficos. No obstante, Jacobs sentía gran orgullo y un afecto sincero por el universo al que había dado forma. Se preocupó de mantener la saga coherente y constante hasta donde le fue posible, muchas veces luchando cuesta arriba con el estudio. Y por eso no podemos dejar de estar agradecidos.

Por tanto, dado los antecedentes mencionados, no descubro el fuego cuando afirmo que la saga de los simios no está constituida por grandes obras del Séptimo Arte (con excepción del primer filme, por supuesto) pero sí está poblado por películas de matinée fabricadas con gran eficiencia narrativa y una no poca cuota de coherencia conceptual que - aunque afectada por ciertos tropiezos (algunos gruesos, otros menores) - enlaza todas las secuelas en un gran todo de estimable valor, mismo que invita a la continua revisión y el afortunado descubrimiento. Son ciertamente películas irregulares que varían su calidad, yendo de lo decepcionante hasta una cierta mediocridad, aunque siempre pasando por lo narrativamente funcional, y de ahí, por lo menos en una ocasión, a lo francamente excepcional. A veces, lo decepcionante y lo mediocre estuvo determinado por la intervención del estudio y el querer exprimir el jugo comercial más allá de lo lógico. En otros, simplemente el material no estuvo a la altura, mas la saga de los simios nunca resulta aburrida o narrativamente inerte y al menos en lo temático, aunque de forma algo ramplona y machacante, está plagada de ideas humanistas y pertinentes reflejos sociales que, a más de treinta años desde sus respectivos estrenos, no pierden ninguna fuerza o contemporaneidad. Incluso los conceptos sci fi a los que la saga se aferra como inspiración para sus historias están en ocasiones brillantemente utilizados y presentados, desmintiendo su propia condición de subproducto de ver y olvidar. Bajo un prisma superficial, estas películas son simplistas cuentos morales arropados de fantaciencia que enternecen por su inefable belleza moral, siendo al mismo tiempo poderosamente aleccionadoras gracias a las perturbadoras implicaciones que, de tanto en tanto, afloran de su necesariamente alegórica y maniqueísta dramaturgia. Si queremos ir un poco más allá, sin embargo, también podremos comprobar que, a pesar de su evidente imperfección, son también incisivos ensayos sociales que dicen más acerca de nuestra propia naturaleza como seres humanos de lo que normalmente quisiéramos admitir, alcanzando ribetes verdaderamente inquietantes en sus más logrados momentos. La verdad sea dicha, no está nada mal para un puñado de películas hechas con el afán de hacer dinero rápido y ser prontamente desechadas.

Llegarían a filmarse cuatro secuelas a la cinta original – todas producidas por Jacobs, quien moriría poco después de estrenado el último film – que, como se ha dicho, alcanzarían distintos grados de éxito creativo y con la única constante de estar producidas con presupuestos inversamente proporcionales al original. Ya desde las sorpresivas recaudaciones de Beneath The Planet Of The Apes, el balance comercial de los filmes de la saga siempre fue positivo sin importar lo irregulares que pudieran ser los filmes en sí. Ahora bien, no obstante el hecho que Beneath The Planet Of The Apes y la siguiente entrega, Escape From The Planet Of The Apes, aportaran clamorosas ganancias a las alicaídas arcas de un estudio que atravesaba un momento particularmente frágil en lo económico, Fox se mantuvo obstinadamente mísero a la hora de los presupuestos, lo que significó una evidente (incluso dolorosa) falta de medios a la hora de ejecutar los interesantes guiones del ensayista y poeta Paul Dehn, un literato cuya oscura visión de la experiencia humana dictaminaría poderosamente los temas humanistas y las subyacentes criticas morales y sociológicas que caracterizan a las secuelas, elementos teñidos de un amargo sabor a tragedia. Con la sola excepción de Beneath The Planet Of The Apes, que tuvo un presupuesto lo suficientemente holgado como para ocultar astutamente los recortes de producción, las subsiguientes películas tendrían un tufillo a producciones para televisión, bastante por debajo del calibre estético de la cinta original, a pesar de estar todas ellas filmadas en formato scope 2.35 y ser agresivamente publicitadas por la maquinaria Fox como grandes eventos de temporada. La iluminación plana, los repartos de actores principalmente salidos o destinados al mundo catódico y la ya anotada escasez de medios, hicieron poco por la estética y el empaque visual de estos filmes, cuyos exiguos valores de producción apenas las distinguían de los productos de serie B (más bien Z a principios de los setenta) destinados a los drive in. Estaban producidos de forma barata y se notaba, salvo en el apartado de los maquillajes simios de los actores principales (en Beneath son especialmente notorios algunos planos donde se ve con toda claridad que los extras llevan mal pergeñadas mascaras de goma en vez de estar apropiadamente maquillados). Esto no fue óbice para que la brillante alegoría que se anida al centro de estos cuentos morales, pudiera desplegarse con convincente fuerza a lo largo de la accidentada crónica de la ascensión simia y el fin de la civilización humana. Que los mensajes fueran primarios, tal vez poco sutiles, y las llamadas de atención a veces pontificantes, no quita que la saga de los simios sea, al final del día, una obra comercial de insospechado calibre humano.














Toda la saga está construida sobre un concepto muy apreciado por los fans del Sci Fi, la paradoja temporal. Tomando como referencia los hechos establecidos en Planet Of The Apes por los guionistas Michael Wilson y Rod Serling, Paul Dehn desarrolló una línea temporal minuciosamente anotada que justificaba los acontecimientos de cada capítulo subsiguiente, elaborando con bastante acierto los detalles de la paradoja. Salvo algunos saltos de fé – como el hecho de que la nave espacial comandada por Taylor en el film original fuera puesta en marcha por los técnicamente primitivos simios en Escape – y alguna inconsistencia argumental – el hecho de que un personaje simio adquiera espontáneamente el poder del habla en Conquest o que todos los simios ya posean el poder del habla apenas un puñado de años después de los sucesos de Conquest en Battle For The Planet Of The Apes, el fallido último episodio de la serie – la línea temporal diseñada por Dehn está muy bien concebida. Más aún sopesando el hecho de que los ripios antes mencionados estuvieron impuestos externamente a Dehn. Especialmente en Conquest, donde los productores buscaban un final más amable (sin mencionar una calificación potencialmente más comercial) para un argumento decididamente oscuro, violento y deprimente, para lo cual no dudaron en reorganizar el climax de la historia de forma bastante chapucera en post producción. Battle correría una suerte similar. Los conceptos postulados por Dehn para finalizar la serie seguían la línea oscurantista y violenta instaurada por Conquest, un tono que los productores reprocharon en busca de uno más liviano y familiar que apaciguara la preocupación de los padres – la saga siempre ha tenido gran aceptación entre los niños, huelga remarcarlo - ante la anterior muestra de nihilismo desplegada por Conquest. El guión original de Dehn para Battle fue sometido a una exhaustiva y deformante revisión. El resultado final - ninguna sorpresa, por supuesto - dejó bastante que desear, no obstante el profesionalismo y las buenas intenciones de los nuevos guionistas. Battle es generalmente considerada el capítulo menos logrado de la saga y la verdad apenas si merece una mención de valor como no sea el acostumbrado buen desempeño de Roddy McDowall bajo el maquillaje simio (primero como Cornelius, en esta ocasión como su hijo Caesar) o contar con un cameo de lujo en la figura de John Houston.

Si asumimos que Beneath es más bien una coda a la saga – recordemos que la película termina con la total y definitiva destrucción del mundo y, por tanto, la muerte de todos los personajes – podemos igualmente asumir que las verdaderas y más logradas secuelas a Planet Of The Apes se encuentran en el díptico Escape From The Planet Of The Apes y Conquest Of The Planet Of The Apes, siendo esta ultima, por coherencia temática, la verdadera conclusión de la historia. La premisa que dispara la paradoja temporal y permite la existencia de estas dos historias es ingeniosa, no cabe duda. Como ya mencionaba, tan sólo requiere un salto de fé de lo más excusable. Escape nos explica que mientras se desarrolla el climax de Beneath - que desemboca en la detonación de la bomba “Omega”, acabando con toda forma de vida sobre el planeta – la nave espacial de Taylor, con tres simios inteligentes como tripulantes, escapa al Apocalipsis nuclear definitivo al ser atrapada por la misma anomalía que llevara a Taylor y su tripulación humana al planeta de los simios. Con el rescate de la nave por las fuerzas armadas de los EEUU que inicia Escape y la revelación de que los astronautas son simios en un planeta de humanos (una brillante inversión de roles que homenajeaba el final original de la novela de Pierre Boulle) comienza la paradoja que iniciará la ascensión del simio por sobre el ser humano en la escala evolutiva. Escape posee un tono bastante amable que descoloca en un primer momento, es casi una comedia ligera durante su primera parte. Zira y Cornelius, los simios que ayudaban a Taylor en Planet Of The Apes, tienen aquí un protagonismo absoluto. El tercer simio - de hecho, el científico que había descifrado los medios de controlar la nave espacial, interpretado en un cameo por Sal Mineo – muere durante los primeros minutos de proyección, irónicamente a manos de un gorila. Es el único momento violento en una serie de episodios caracterizados por la farsa amable, haciendo abundante uso del viejo recurso del “pez fuera del agua”. Zira y Cornelius son recibidos con comprensible sorpresa y estupefacción por un mundo que ve la presencia de los simios inteligentes como un acto circense, un desfile de freaks inofensivos. Casi como una fábula infantil o una pieza fantástica de Frank Capra (hay una secuencia de juicio que no estaría fuera de lugar en un film de Capra), Escape nos presenta un escenario imposible de forma juguetona para revelarse, más tarde, como una espinosa e incómoda alegoría sobre la intolerancia y la persecución a lo que es distinto a la masa dominante.

Cuando Zira anuncia que está embarazada, la película se desvía hacia un escenario bastante más serio y menos dado a los simplismos. La ambigüedad de los estamentos de poder, de sus motivaciones intelectuales y morales se nos hacen, si no completamente condenables, totalmente despreciables en su educada intransigencia. El reflejo que Escape nos devuelve de nosotros mismos como especie no es nada amable. El establishment político-militar mira con recelo a los simios venidos del futuro – ¿podía ser de otro modo? – por el temor que una casi segura expansión de la inteligencia simia termine por cumplir las revelaciones de Zira sobre el eventual futuro de la raza humana, mismas que se le han extraído mediante drogas y subterfugio. La pareja de científicos asignados por el gobierno para estudiar a Zira y Cornelius, personajes que sí parecen aceptarlos como iguales, nada pueden hacer, a la larga, para evitar que los visitantes simios cumplan los roles que el destino les ha asignado y tan sólo pueden asistir como testigos impotentes de un drama ya escrito y sellado por la historia del mañana, acorde con los designios de una paradoja temporal. Conociendo de ante mano la conclusión de Beneath y tomando en cuenta la forma inteligente en que la comedia situacional y caracterológica en Escape ha dado paso al drama más desesperado, no es gran sorpresa que la historia termine en lagrimas. Un tremendo shock que los fans recibieron como un bofetón en la cara, la conclusión de Escape está en el antípoda de su inicio. La comedia se ha transformado en absoluta, descorazonadora tragedia.

Zira y Cornelius, personajes tremendamente queridos por el público y los fans, admirables en su ufana “humanidad” (la contradicción más hermosa en el corazón de esta saga) son tiroteados sin contemplaciones en una escena que no nos ahorra en absoluto la indignante brutalidad del hecho – el cuerpo agonizante de Cornelius que cae al vacío ante la mirada impotente de Zira y el plano del bebe simio acribillado a tiros son particularmente dolorosos – dejando la conclusión de la película como un amargo vacío emocional. Con mucho, lo único que da un breve respiro al acongojado espectador es el hecho de que el bebe de Zira no ha muerto, después de todo, y que el sacrificio de los personajes no ha sido en vano. Refugiados temporalmente en un circo regentado por el único ser humano totalmente admirable de toda la saga – el entrañable Armando, interpretado admirablemente por Ricardo Montalban – la pareja simia ha dejado a su vástago inteligente en los brazos de una chimpancé. El que el bebe tiroteado durante el climax sea, entonces, no tan sólo un ser indefenso sino también un inocente, hace doblemente indignante su muerte violenta. Otro sabor amargo que deja esta película emocionalmente extenuante. Con el bebe de la pareja a salvo, sin embargo, una luz de esperanza quedaba para la saga y para la civilización simia. Se produce aquí un desplazamiento de lealtades por parte del público indeciblemente irónico. Nos alegramos que, por lo menos, el bebe simio no haya sido aniquilado junto a sus padres. Pero su mera existencia, no lo olvidemos, implica la condena absoluta a la extinción para la raza humana. No puede haber duda al respecto, si nos atenemos al pesimista concepto de la inevitabilidad que Dehn usa en su paradoja. El que nos alegremos que la simiente de Zira y Cornelius haya sobrevivido es, básicamente, vitorear por nuestra propia extinción. Flor de ambigua contradicción que delata, quizás como ningún otro componente al interior de su narrativa, la subyacente complejidad de esta saga, en apariencia, tan liviana de propósitos.



















Mucho me temo que, si hemos de tomar el comportamiento de la raza humana en Conquest Of The Planet Of The Apes como barómetro moral, nos tenemos bien merecida la extinción. Es en este episodio de la saga, en particular, donde lo temático adquiere su punto más oscuro y nihilista. Y es también donde su calidad intrínseca adquiere, aunque brevemente, su punto más excepcional. Conquest es una gran película de ciencia-ficción, pero sobre todo es una fábula terrible que estremece atávicamente, con una fuerza inusitada, nuestra concepción de lo que significa realmente ese concepto, tantas veces recurrido en momentos de horror social, llamado derechos humanos. En Star Trek VI: The Undiscovery Country un personaje klingon dice durante una cena diplomática: “Uds siempre hablan de los derechos humanos... El concepto mismo es racista”. Conquest, estrenada dos décadas antes que Star Trek VI, nos dice exactamente por qué esto es así de una forma nauseabundamente perturbadora.

Conquest inicia su historia en 1991, luego de que un virus traído a la tierra por una misión espacial de rutina extinguiera a todos los perros y gatos de la tierra (una información salida de boca de Zira en Escape como mero detalle secundario y prueba de que, en términos arguméntales, Dehn se había tomado las cosas en serio con la consistencia entre secuelas). Faltos de las clásicas mascotas, el ser humano adopta a los simios como nuevos animales de compañía. Por un tiempo, la situación fue buena para las nuevas mascotas, hasta que los seres humanos se percataron del gran nivel de inteligencia de los simios e, instruyéndolos para tal propósito, empezaron a usarlos como fuerza de trabajo. La situación pasó rápidamente de simples servicios – barrer, llevar las compras, servir mesas, etc – a una condición de explotación y esclavitud mal disimulada, condenados a realizar todas las actividades ingratas de la sociedad moderna. En tanto, la misma sociedad humana ha devenido en un gobierno neo fascista de connotaciones estéticas muy próximas al nazismo, con una fuerza represora especialmente dedicada al control de los nuevos esclavos. La contraposición de colores en el vestir – los seres humanos usan ropas y uniformes de tonos perpetuamente oscuros; los simios llevan buzos de colores primarios: verde, rojo y naranja – nos sugiere ya que la raza humana está condenada, muerta en más de un sentido, en tanto que los simios poseen los colores de la vida. Es más, la coherencia conceptual no deja de sorprender. Ya la separación de clases en la sociedad simia comienza a tomar forma gracias a la codificación de colores. Los beligerantes gorilas llevan buzos rojos, los pacifistas chimpancés lo llevan verde – el color de la tierra – mientras los orangutanes usan el naranja. Hay otros detalles brillantes como el que, durante la revuelta, sean los gorilas quienes empuñen las armas en primera fila o que veamos a los orangutanes – establecidos como el estrato sabio de la sociedad simia en las dos primeras películas – trabajando en las librerías. La secuencia de apertura – muy bien concebida y presentada – nos muestra sin tapujos el obsceno nuevo orden de las cosas en esta distopia a punto de arder. El adoctrinamiento de los simios es despiadadamente inhumano, carente de cualquier justificación y abocado a la constante humillación.

En este deplorable panorama entra Caesar, el vástago de Zira y Cornelius, ahora adulto, pero sin experiencia de las realidades del nuevo orden y todavía al cuidado del admirable Armando. Durante los años de su crecimiento, Caesar se ha mantenido en silencio ante los extraños, ocultando su condición de ser único, usando el circo itinerante de Armando como refugio. La predestinación no tardará en ponerse en acción para situar a Caesar en el centro del proceso que le instaurará como el Mesias de un nuevo mundo. Cuando Caesar y Armando son testigos de la represión a golpes de un trabajador simio, Caesar no puede evitar verbalizar su indignación con un contundente ¡rastrero bastardo humano¡. Consternado, un nervioso Armando inventa excusas ante la policía, auto inculpándose mientras Caesar escapa del lugar. Ahora fugitivo y perdido, el joven simio debe ocultarse entre los suyos para evitar la captura – y una segura muerte como amenaza de la humanidad en su calidad de simio inteligente – situación que le lleva a ser criado del Gobernador Brock, un funcionario profundamente receloso de la posible comunión simia en contra de la sociedad humana. Mientras, Armando es llevado ante las autoridades para ser interrogado, sospechoso de albergar al hijo de Zira y Cornelius. Sabemos que la cosa no puede terminar bien. Sometido a tortura psicológica para revelar la verdad sobre Caesar, Armando prefiere suicidarse lanzándose por una ventana antes que delatar a su amigo. Con la muerte de Armando – tanto o más dolida que la de Zira y Cornelius – literalmente la brújula moral de la raza humana sale por la ventana y lo que nos queda no es más que la certeza de que las cosas irán a peor. Entonces, se produce el que quizás sea, interpretativamente, el momento más conseguido de todas las secuelas: el prófugo Caesar se entera de la muerte de su protector en una demostración de dolor crudamente desesperada que Roddy McDowall, cubierto de su grueso maquillaje simiesco, logra de todos modos transmitirnos con absoluta credibilidad. Un verdadero testamento a la calidad interpretativa de un actor muchas veces subestimado dado su humilde perfil y que, sin embargo, siempre brilló con una luz especialmente lúcida en los papeles que le tocó interpretar a lo largo de su carrera, especialmente en esta saga. Los bufidos primordiales de Caesar y sus ojos llenos de dolor conforman un devastador momento emocional, genuinamente conmovedor.

Conquest es una película controvertida por su violencia desatada (que incluye tortura por electrocución, gráficos primeros planos de heridas de bala y linchamientos), profundamente pesimista y tan internamente coherente consigo misma, tan dispuesta a ir hasta las últimas consecuencias creativas de su postura, que su nihilismo expresionista hace derivar su original postura de ciencia-ficción hacia un híbrido relato de fantaciencia y verdadero horror. La analogía entre la agonía de la población simia - con sus insufribles vejaciones y su posterior revuelta liberadora - con los dantescos desordenes sociales en los barrios de clase baja de gente de color que acontecían en aquellos mismos momentos en las calles de los EEUU no puede ser más clara. La población afro americana, de hecho, abrazó la alegoría social de El Planeta De Los Simios, y en especial la de este episodio, con un entusiasmo revelador. Uno de los temas más evidentes dentro del film es la injusticia de la esclavitud y de como una acumulación de humillaciones puede reventar en oleadas incontenibles de justificada indignación, una postura en total sintonía con las reivindicaciones sociales de los estratos pobres de la población de color norteamericana y la radicalización de algunos de sus representantes, como las Panteras Negras. Cuando MacDonald, el asistente del Gobernador Brock, se alinea con la postura de Caesar llevado por una iluminación ética, negándole la lealtad al gran villano de esta función y corporización de todo lo detestable en la raza humana (Brock es un reaccionario despreciable y paranoico, interpretado con gran entrega y convicción por Don Murray) primero interviniendo en secreto para frustrar la ejecución de Caesar y luego dejándole en libertad para cumplir su destino, el detalle de que el personaje sea precisamente un hombre de color no se le puede escapar a nadie con dos dedos de frente. Que, aún más, el personaje esté encarnado por Dani Rhodes, veterano del film de Samuel Fuller Shock Corridor en el que interpretaba a un hombre de color demente que se creía miembro del Ku Klux Klan, es otro detalle que resulta doblemente revelador para el espectador. Se me hace difícil pensar que ese casting en particular sea al azar. Y a pesar de que el personaje de Rhodes, básicamente, está traicionando a la raza humana con sus actos, la imagen que nos queda de él es la de un ser humano redimido en lo moral y consecuente con lo que considera justo y correcto.












Ya hemos advertido que la saga de los simios no es precisamente sutil en sus mensajes, pero cuando el martilleo es tan apasionadamente sincero, no podemos culparlo por exceso de celo. La película incluso sugiere subrepticiamente que los actos de MacDonald ni siquiera son dictados por la lógica, sino por motivaciones más primarias, atávicas casi. Las palabras que Caesar usa para apelar al sentido de la decencia en el personaje – “Tu más que nadie deberías saber de lo que hablo” – revelan mucho en este sentido. Es una declaración, dotada por J. Lee Thompson de una sutil solemnidad, que no deja lugar a la duda sobre la identificación que Rhodes siente hacia Caesar y los de su especie y que debió haber sacado espontáneas lagrimas en más de algún espectador de la época. Aún hoy resuenan con una potencia moral difícilmente soslayable y el enfrentamiento verbal entre los dos personajes, en ese momento crucial de la historia es, lejos, el de mayor hondura en toda la película. El descendiente de esclavos que, naturalmente, reconoce la ignominia de la sumisión forzada es uno de los aspectos más decididamente fascinante del argumento de Conquest. Si lo unimos a la radicalización en las posturas de Caesar, que le acercan bastante a Malcom X, la alegoría queda completa.

Unas cuantas líneas antes, hablaba de la ciencia-ficción transmutándose en horror. Es del todo cierto. La conclusión de Conquest es una secuencia de horrores que embarga, aturde los sentidos. Con las fuerzas rebeldes simias en posición, expertamente orquestadas por Caesar, el enfrentamiento entre hombre y simio es inevitable. También es tremendamente brutal, por lo menos en el montaje original. Brock, viendo el fin del mundo en ciernes, utiliza toda la fuerza en su poder para suprimir la revuelta, los resultados son sangrientos a un punto que resulta inquietante en una película perteneciente a una saga vista por el público con ojos indulgentes, como inocentes distracciones pasajeras. Los consternados padres que llevaron a sus hijos a una proyección de Conquest debieron sentirse bastante incómodos, a pesar de los cambios que el estudio ya había introducido en el material para el momento que la cinta llegó a las pantallas comerciales. Llegamos a un punto delicado puesto que fue precisamente la excesiva violencia del montaje original (dada la potencial calificación por edades y la percepción general de la opinión pública sobre la saga) lo que sugirió a Fox el modificar la película, en especial las secuencias finales, para suavizar el considerable impacto de una historia por lo demás chocante. Los cambios fueron drásticos y – acorde con el presupuesto – bastante ramplones. De entrada, introducían una grave falla en el tapiz lógico del guionista Paul Dehn. En el transcurso de la historia, Caesar se hace de un interés romántico – Lisa - que, claro está, es una chimpancé normal. En el montaje para cines, Lisa – de manera totalmente arbitraria dentro de la historia – gritaba, en el momento culmine de tensión narrativa, un melodramático “¡No¡” para evitar que la sed de venganza de Caesar y sus tropas derive en un baño de sangre humana. Este cambio no se toma la molestia de justificar lógicamente el hecho de que Liza haya adquirido el poder de la palabra. Es un “deus ex machina” de puro parche. Temperado entonces por la intervención de Lisa, Caesar se emplea en un discurso sobre la piedad ante el caído y la necesidad de no caer en los errores del pasado. Es un final tan falso, dado lo que hemos visto con anterioridad, como el método que se usó para llevarlo a cabo. Se aprovecharon primeros planos de Caesar – donde no vemos sus labios moverse, tan sólo vemos sus ojos – a los cuales se les superpuso un nuevo soundtrack con el ahora conciliador discurso pro paz, grabado por Roddy McDowall en una apresurada sesión con los ingenieros de sonido. El feroz y brutal final del Gobernador Brock fue también eliminado del montaje usando el burdo recurso de hacer retroceder los primeros fotogramas de la secuencia donde se ve a los gorilas masacrándole con sus fusiles, de manera que se aparenta que los gorilas desisten de su intención en vez de cumplirla. Huelga decir que estas modificaciones atentaban completamente contra la película. Severamente dañada en su lógica interna, Conquest fue estrenada con estos cambios.

Pues bien, el final original de Dehn y Thompson mostraba la triunfal revuelta de los simios –perpetrada, literalmente, a fuego y sangre - concluyendo con un largo y enervado discurso de Caesar, vitriólico hasta el punto de hacer tambalear nuestra solidaridad con el personaje, que auguraba lo peor para nuestro futuro. El rol de Lisa es el de impotente testigo. Como remate a cualquier posible duda sobre algún futuro acuerdo hombre-simio sobre cohabitación pacífica (el recurso facilista que destruiría buena parte de la coherencia de Battle), Caesar permite que Brock sea masacrado por los gorilas que llenan las filas de su ejercito, en un linchamiento off camera que no por ello resulta menos brutal. La imagen final de Conquest es un primer plano de Caesar iluminado por los fuegos de un infierno de su propia creación, prácticamente llevado a un paroxismo demente por la fuerza de su rencor hacia la raza humana (la expresión de su rostro está desprovista de toda piedad), mientras escuchamos los gritos de los gorilas, excitados por la sangre derramada. El hijo de un pacifista transformado en profeta del Apocalipsis. El horror del momento es tan profundo y absoluto como brillante la cúspide temática que alcanza la saga en ese mismo punto. Rescatado del olvido, gracias a la maravilla del Bluray, luego de décadas de vegetar en las bodegas del estudio, el montaje original de J. Lee Thompson – un artesano brillante que en sus mejores momentos pudo orquestar thrillers magníficos como la original Cape Fear o espectaculares cintas de aventura del calibre de The Guns Of Navarone – puede ahora mostrar el pesimista enfrentamiento hombre-simio como en verdad se concibió, de una manera que no escatima la sangre (incluso con disparos a la cara en primer plano), linchamientos y una conclusión tan anímicamente aterradora que el eventual destino del hombre dentro de la saga se nos hace una certeza. Una acumulación de atrocidades y pesimismo que, francamente, sigue resultando inquietante a más de tres décadas desde su abortado estreno y que, como podrán imaginar, resultaba mucho más tópica entonces, tomando en cuenta el panorama social imperante en la época. No es desconcertante que el estudio quisiera suavizar la película, sobre todo por la nueva óptica que adquiría el personaje de Caesar, mutado por la predestinación de la más pura inocencia a la estatura de un líder rebelde lleno de furia y veneno. En cualquier circunstancia, un cambio nada fácil de encajar y uno de los aspectos más perturbadores al interior de la narrativa de Conquest . Tal vez demasiado terrible para un público de matinée, pero en tanto que coherente con sus propias intenciones expresivas y, más importante, con la historia de que es parte, Conquest es un filme excepcionalmente bien hecho, apenas traicionado por su humilde puesta en escena (un obstáculo al que logra sobreponerse, de todos modos, por la mera fuerza de su parábola) y que sabe tocar expertamente los puntos sensibles del espectador para remecer su sensibilidad.

Si inclusive en su versión truncada, Conquest era una película poderosa, pueden estar seguros que el recuperado montaje es tanto más potente e inolvidable en su clímax original y aporta a la película, como un todo, un nuevo peso específico de admirable consistencia. Una obra de ciencia-ficción tan ajustada y pertinente en su alegoría social como profundamente perturbadora en su visión de los oscuros y atávicos mecanismos conductuales que se ocultan en nuestra, supuestamente, iluminada naturaleza, Conquest Of The Planet Of The Apes es una de esas grandes películas de serie B que desafían modas, estéticas y esnobismos analíticos para mantener su estremecedor mensaje eternamente vigente e incólume al paso del tiempo. Tras experimentar los sucesos de Conquest, de todas las advertencias contenidas en la saga del Planeta De Los Simios, la que se nos hace más lúcida es también la más devastadoramente contundente para nuestra conciencia: “Cuídate de la bestia llamada hombre...”

9 de mayo de 2009


Star Trek
Dirigida por J.J. Abrams














Pocas veces en mi vida he estado más feliz de que me prueben estár en un error. Desde los primeros rumores que apuntaban a un reboot – por lo demás necesario – de la franquicia Trek, que apuntaban a rescatar la juventud de los personajes de la serie original, dirigida además por el creador de Felicity y Lost, J.J. Abrams, afirmar que mi escepticismo con respecto a tal proyecto era desproporcionado es decir poco. Principalmente por que la figura de Abrams, a diferencia de una buena parte del fandom televisivo, no despierta en mi persona lealtad o adoración alguna gracias a lo poco catódico que me he vuelto con los años. Alias era una serie resultona, pero nada del otro mundo. Lost partió con una premisa sumamente prometedora para luego, por meros requisitos comerciales (no matemos la gallina de los huevos de oro), enredar la madeja innecesariamente hasta extremos ridículos y francamente molestos. En ocasiones, funciona. En otros, la mayoría, aburre y frustra. En cuanto a Felicity, ni fu ni fa de mi parte. De Fringe, no puedo opinar por que no ha pasado por estos ojos (le doy el beneficio de la duda). La cosa es que, como pueden ver, Abrams no es vaca sagrada en mis registros, a pesar de que el tipo obviamente tiene talento, buenas ideas, sabe escribir historias con gancho y (como poco) logró sacar a la franquicia Mission Impossible de la mediocridad definitiva.

A pesar de mis reticencias, los primeros trailers de Star Trek picaron el interés y la curiosidad de este fan de vieja escuela, con su mezcla de reverencia (el plano de Spock haciendo el saludo vulcano como coda a uno de esos trailers aún me produce escalofríos de emoción) y radical facelift (el nuevo puente del Enterprise, la lozanía de los rostros, el radical enfoque visual). Luego, los comentarios empezaron a extenderse por la web. Con cada nueva lectura, muy a mi pesar, me entusiasmaba más y más. No atinaba a dilucidar el por qué cuando la lógica me decía que debía sospechar de todo el asunto. Por meses no logré identificar que era lo que me emocionaba tanto de esas imágenes y esas primerizas muestras de apoyo de la prensa especializada en un producto sin terminar. ¿Sería la mezcla de lo instantaneamente reconocible con aquellos momentos alucinantes producidos por las innovaciones de Abrams? Quizás.

Tal vez era algo menos evidente. Algo más profundo que el simple asombro de ver una versión pulida y ultralujosa de aquellos humildes personajes televisivos que tanto he llegado a querer a lo largo de los años y que tan buena compañía me han hecho en momentos dificiles. Con la película en cartelera por fin he dilucidado este misterio, siendo el quid de la cuestión bastante evidente para quienes me conocen en lo personal. Este “nuevo” Star Trek me ha hecho sentir como un niño otra vez. Esa es la simple (y no tan simple) verdad. Estos meses previos era el niño dentro de mi el que saltaba de entusiasmo, el que azotaba las puertas de mi alma con ambos puños, el que luchaba denodadamente contra mi recelo. El mismo Pablo de 12 años que corría desde el colegio a casa (y eran unas cuantas calles, creánme) bamboleando ridiculamente la mochila llena de libros y cuadernos, casi sin aliento, para no perderme las reposiciones al mediodía de “Viaje a las Estrellas” en un canal que ya no recuerdo. El mismo que se tragaba las lagrimas a duras penas con la muerte de Spock en The Wrath Of Khan, a la misericorde oscuridad de un cine muerto hace ya muchos años. El mismo niño con la cabeza llena de aventuras soñadas y un Enterprise Corgi en la mano - que llevaba consigo a todos lados, atesorado como oro en paño - y un Kirk Mego que, veterano de mil aventuras, andrajoso y algo mutilado, todavía tiene un lugar de privilegio entre mis tesoros. “Ah, eso era” - me dije, sentado en mi butaca, rodeado de gente de cuarenta para arriba vestidos con uniformes de la Federación - “ya veo”. “Es Star Trek, después de todo. Es James T. Kirk, Spock, Bones McCoy, Uhura, Scotty y Chekov. Eso es lo que picaba mi interés entonces y me hace feliz ahora. Son mis viejos y leales amigos que vuelven a visitarme. Soy yo con los ojos llenos de maravilla. Ahora entiendo”.




Nuevos rostros, misma magia





Mi sorpresa es mayúscula, no me avergüenza reconocerlo. El Star Trek perpetrado por Abrams no sólo resucita para el nuevo milenio - de forma practicamente magistral - uno de los grandes mitos socioculturales del siglo pasado, es también una excelente película de aventuras espaciales como no se veía desde hace un largo tiempo. Tremenda, obscena, ridículamente entretenida, ejecutada con nervio, inteligencia y un chispeante respeto por los conceptos originales de Gene Rodenberry (me pregunto que pensaría Rodenberry de este renovación de su obra más querida) y, al mismo tiempo, con la suficiente osadía creativa para remecer los cimientos del canon con un par (o más) de vueltas de tuerca totalmente inesperadas, este Star Trek 2009 es una aventura sci fi, definitivamente, bella y admirable. No seré tibio al respecto. Star Trek es una experiencia cinematográfica igualmente regocijante para los enterados y los recién llegados, un espectáculo colorido, excitante y pleno de sugerentes potencialidades a desarrollar y explorar. Estética y creativamente funciona de manera soberbia de cara a la nueva platea que poco o nada sabe sobre el universo Trek y practicamente sin ripios de importancia que mengüen su poder de atracción sobre las nuevas legiones de fans (que las habrá, sin duda). Sin mencionar que se las arregla – casi sin solución de continuidad - para no ofender o alienar a los amantes de la vieja guardia, a quienes se nos pide tan sólo una pequeña cuota de fé y – lo más importante - un sentido intacto de la maravilla para poder apreciarla en toda su acojonante magnificiencia (es error de ortografía, pero he decidido que esta palabra me la acabo de inventar por accidente. Magnificiencia, dícese de la ciencia que es magnífica. Toma eso). Star Trek es un perfecto reboot que abre un viejo universo a nuevas, fascinantes e infinitas posibilidades.






Welcome back, fellas...
Where have you been all this time?




Como cine tal vez no sea tan endemoniadamente perfecta, pero los pocos y muy menores criticismos que se le pueden hacer en términos de tono y guión son más bien benignos (no estropean la diversión en absoluto). En un contexto general, sería como indicar con el dedo granos de arena en una alfombra recien barrida. Pues, sí. Star Trek es todo un triunfo de concepción y ejecución, si bien no puede evitar pisar un par de palitos en el camino a ese triunfo. Partiendo por el uso de unos de los plot device más recurrentes dentro de la franquicia – el viaje en el tiempo y la paradoja temporal – pasando por la impecable recuperación de los personajes – vistos bajo una nueva luz, pero intrínsicamente iguales – y los toques de humor – mucho más orgánicos a la historia y a las personalides de nuestros héroes - hasta la dinámica del villano de la función – cegado por la venganza de una manera tragicamente humana – todos los ingredientes que hacen de Star Trek lo que siempre ha sido y la convierten en un concepto tan inmediatamente apreciable, están presentes y debidamente anotados (corregidos incluso, cuando ha sido necesario). No hay queja a este respecto. Es sólo cuando analizamos un poco la película después de experimentada (tratar de hacerlo durante el visionado es tarea imposible, la película es una montaña rusa de emociones y situaciones de infarto) cuando el único – el único – asomo de recelo se hace presente.

Al final del día el Star Trek de Abrams es una gloriosa space opera – toda ella aventura y excitación, brillantes colores y sónica fulminante – pero en ese innegablemente adictivo nuevo panorama queda la sensación de que hemos visto, y esto me duele un poco confesarlo, un Star Trek lite. Un Star Trek donde lo cerebral ha cedido preeminencia a lo espectacular. Es una incomoda espina de la que no habrá manera de deshacerse hasta que la inminente secuela - una que, claro está, espero con ansias - me demuestre que la disquisición filosófica y la sensible introspección humanista - elementos tan caros a Star Trek, quizás los más importantes de su geografía caracterológica - también tienen su lugar en este nuevo universo. En el peor de los casos, si el discurso intelectual ha de ceder un paso en favor de la aventura pura y dura, tampoco es tanta tragedia ni precio tan caro, si el resultado asemeja o supera – por pedir que no quede – los resultados de esta actual empresa. Pero eso es el futuro. De momento, quedémonos con la satisfacción exultante de haber visto una película de aventuras preciosa, brillantemente facturada. Una historia de origen que se sostiene por sí misma y no le debe nada a nadie, como no sea a su propio legado y leyenda (conceptos de complicada manipulación que, diría yo, pueden respirar aliviados). La lozana corporización de nuestros viejos amigos – el nuevo elenco se calza unos zapatos considerablemente grandes con una gracilidad sorprendente - con su nuevo y reluciente futuro, está aquí para quedarse. El gigante dormido ha despertado, por fin. Las perspectivas son maravillosas, prometedoras de la mejor manera posible. Y este viejo fan es feliz por ello. Gracias a Paramount, por no dejar morir nuestros sueños y gracias Sr. Abrams, por que se ha lucido. Sobre todo, gracias Star Trek por devolverme la fé y la maravilla, que dormían contigo el sueño de los justos. Live long and prosper, indeed.

2 de mayo de 2009


The Red Shoes
Dirigida por Michael Powell y Emeric Pressburger












Lermontov: Por qué quiere bailar?
Vicky: Por qué quiere vivir?
Lermontov: Bueno, no sé exactamente porque, pero... debo hacerlo.
Vicky: Esa es mi respuesta también




Recientemente – el 22 de abril, para ser exactos - fallecía uno de mis grandes héroes, el cinematografista inglés Jack Cardiff. Este humilde titan de la imagen poseía un curriculum notable enmarcado por una carrera profesional de lo más ecléctica, empezando como actor de music hall y cine silente para luego dar un paso tras bambalinas, a partir de los quince años, y trabajar en calidad de asistente de cámara en los primitivos estudios cinematográficos británicos. En 1935 subiría un peldaño en el escalafón profesional como operador de cámara, aunque tendría que esperar hasta 1943 para empezar a ganar el reconocimiento general de la industria gracias a sus colaboraciones con la dupla Powell – Pressburger (director y guionista, conocidos colectivamente bajo el sello de producción The Archers). Para la dupla creadora trabajaría como director de segunda unidad en The Life and Death of Colonel Blimp para pasar a graduarse con honores tras la cámara en A Matter Of Life and Death (1946), Black Narcisus (1947) – por la que ganó el Oscar – y luego alcanzar la genialidad absoluta con su bellísimo trabajo en The Red Shoes. Fue esta película de 1948, la obra más conocida de la celebrada dupla de creadores británicos, en la que Cardiff alcanzaría el máximo dominio estético en el dificil manejo del Technicolor, un logro por el que hoy es justamente admirado y que opaca incluso su premiado trabajo en Black Narcisus. Si bien su posterior carrera fue ciertamente interesante, son sus trabajos para Powell y Pressburger los que le han asegurado un lugar en el panteón de los maestros cinematográficos, de eso no cabe duda.

¿Cómo se puede definir la genialidad quitada de bulla de un hombre al que Kirk Douglas, para quien Cardiff fotografió The Vikings en 1958, alabara alguna vez con un “poseía los ojos de Chagall”? ¿De qué forma resumir la carrera de un hombre que practicamente empezó su vida profesional con un Oscar y la selló siendo admirado y universalmente reconocido por su compañeros de profesión con otro galardón, este vez honorario, por “los logros de una vida”, el primero y único jamás entregado a un director de fotografía? Tal vez lo mejor sea quedarnos con un dato. Cardiff trabajó con Powell- Presburger, John Houston – The African Queen, otro prodigio en Technicolor - Laurence Olivier y otros grandes directores del siglo pasado antes de pasarse a fines de los años 50' a la dirección por un breve periodo con resultados irregulares, pero harto interesantes (The Long Ships, Sons and Lovers según la novela de D.H. Lawrence, The Mercenaries, Girl on a Motorcycle), pero para mediados de los años 70 ya estaba practicamente retirado. Entonces, volvió de su descanso para retomar su trabajo de cámara en proyectos eminentemente comerciales, muy alejados de sus pasadas glorias. Así, Cardiff pasó del gran cine británico a los productos alimenticios de las coproducciones internacionales – The Dogs Of War, Conan, The Destroyer, Rambo: First Blood Part II – sin arrugar la nariz ni perder la dignidad. Todo un profesional, de esos que hoy escasean.





Adios, Maestro. El cine es menos arte sin Ud.





De sus colaboraciones con The Archers, como decía, The Red Shoes es la más recordada por los cinéfilos. Cuando Steven Spielberg, Francis Coppola y Martin Scorsese – quien la considera una de las películas más hermosas jamás realizadas y que tuvo la suerte de cultivar una amistad profunda con Michael Powell – declaran su amor absoluto hacia esta película, es que algo debe haber de trasfondo. Y lo hay, por supuesto. Esta película es una absoluta maravilla. Ante todo, hay que decir que The Red Shoes nos narra una historia sobre el amor al arte y como la a veces inmisericorde disciplina que exige el arte para su concreción define la vida de quienes profesan tal religión. En este caso, ese arte es el ballet. No pretendo ni por un segundo pasar por enterado y decir que estoy al tanto de las sutilezas de esa disciplina. De hecho, no tengo puñetera idea de ballet y en circunstancias normales, no me verán jamás cerca de una representación del “Lago de los Cisnes”. Puedo, claro está, disfrutar y apreciar la estética del movimiento, la gracilidad de la figura humana en movimiento, pero las sutilezas del ballet escapan por completo mi a entendimiento. Sin embargo, podrán hacerse Uds. una idea del tremendo poder de esta película cuando confieso que una cosa tan ajena a mi como las zapatillas de danza y los tutu se transforman en The Red Shoes - por el poder hipnotizante de su bella puesta en escena, de su contundente coherencia temática - en una poderosa metáfora del vivir bajo la disciplina de aquello que amamos y del precio a pagar que eso implica. Del dilema de querer vivir y abrazar de forma desesperada nuestras obsesiones personales en contraposición con lo que la vida exige de nosotros como seres humanos. De cómo el sublime espiritu del arte influye en la decisiones de la vida cotidiana de forma fulminante y de cómo la vida, con sus alegrías y muchas miserias, puede terminar imitando al arte. Es más, esta película explicita en forma de melodrama trágico como, en ocasiones, las fronteras entre una y otra se difuminan por completo, al punto que la vida misma se convierte, de hecho, en arte. En arte sangrante, en arte dolido, en arte con mayúscula. Años después de su problemático estreno, Gene Kelly encontraría en The Red Shoes la inspiración para concebir su pieza de ballet para An American in Paris y muchos años después, en 1993, la cantante Kate Bush le dedicaría una canción en su disco titulado precisamente, The Red Shoes. En su momento, la película fue galardonada con Oscars a la mejor partitura y a la mejor dirección de arte, pero esta es una de esas ocasiones en que los premios poco dicen del verdadero calibre de aquello que premian. The Red Shoes pide en toda regla ser admirada, pero ante todo, exige ser experimentada.






El arte de Jack Cardiff
o el Technicolor concebido como un milagro


Salvo David Lean y Carol Reed, no hubo figuras más prestigiosas en la escena cinematográfica londinense de post guerra como las de Powell y Presburger, aunque es cierto que su cine no siempre contó con el beneplácito de la institucionalidad y el público masivo. Sus películas eran tremendamente sofisticadas y adelantadas temática y estéticamente a la época. Desde The Life and Death of Colonel Blimp, cinta supuestamente de propaganda que despertó la ira de Winston Churchill por atreverse a mostrar la amistad sincera y honorable entre un oficial inglés y uno alemán desde la Primera Guerra Mundial hasta el comienzo de la Segunda, hasta la sofisticación psicosexual de Black Narcisus y la visión compleja, nada facilista de las relaciones humanas en todo su obra conjunta, Powell y Pressburger hacían cine de exigente comprensión (películas para ver y no mirar), rara vez constreñido por los requerimientos comerciales. El cine de The Archers es fascinante por la complejidad de sus retratos humanos, por lo consciente de su búsqueda de nuevas formas narrativas, por lo atípico de sus historias y su cuidadosa puesta en escena estética. En The Red Shoes su intención era trasladar lo más fielmente posible a la pantalla el arte del ballet, en toda su minucia técnica, en sus humanas glorias y miserias, y para ello se abocaron a reunir una compañia de ballet conformada exclusivamente para la realización de la película. Para ese efecto, se hicieron con grandes talentos de la época como Robert Helpmann (que también coreógrafo la pieza de ballet que da título al filme), Léonide Masinne (quien diseñó sus propios movimientos como El Zapatero dentro de la coreografía) y las ballerinas Ludmilla Tchérina y Norma Shearer – que también danzaría para The Archers en Tales Of Hoffman y años más tarde tendría un rol de soporte en el controvertido filme en solitario de Michael Powell, Pepping Tom, otra oscura fábula sobre los procesos creativos - entre otras figuras pertenecientes al Royal Ballet británico.

La inspiración de la película provenía directamente del famoso cuento infantil homónimo de Hans Christian Andersen en el cual se narraba las visicitudes de una joven de nombre Karen que, en su vanidad, averguenza a su madre llevando zapatos rojos en el día de su confirmación. Completamente infatuada por las bellas zapatillas carmesí e ignorante del revuelo que provoca en su pueblo, más tarde decide usarlas en un baile de gala, pero las zapatillas han cobrado magicamente voluntad propia. Bajo su poder, Karen es obligada a bailar obsesiva y continuamente, de día y de noche por todo lugar, dejando cualquier otro aspecto de su vida tras de sí. Finalmente, completamente superada por el dilema, pide a un verdugo que le corte los pies. Mutilada intenta entregar su vida a la iglesia, pero los pies - aún con vida propia y todavía enfundados en la malditas zapatillas - bailan frente a ella impidiendole asistir a misa, atormentándola. En un último recurso, ya desesperada, ora a solas en casa hasta que, en un climax de gran poesía, el ansiado alivio a su alma por fin llega. Perdonada por el angel que antes la maldijera por su vanidad, Karen asciende transfigurada al paraíso. Para la secuencia de ballet dentro de la película - 15 sublimes minutos que se inician con una teatral apertura de cortinas y luego, mediante un movimiento de cámara totalmente revelador, trascender los límites del proscenio real y pasar a transformarse en un evento cien por ciento cinematográfico - la historia original fue ligeramente modificada. Se recupera la anecdota central – la joven inocente pero peligrosamente fatua, victima de las zapatillas que la hacen bailar hasta la muerte por variados paisajes – pero a partir de ahí tenemos importantes innovaciones. La mutilación de los pies fue eliminada por razones obvias y la historia termina de forma más trágica y desesperanzada con la muerte de Karen en los brazos del hombre que la amaba (a quien había abandonado poseida por las zapatillas) ahora convertido en el pastor del pueblo.

Así, la historia deja de lado el fuerte tono de moraleja religiosa del cuento por una visión más metafísica (y decididamente oscura) de los acontecimientos. Al final de la coreografía, las cortinas se cierran sobre la figura del zapatero reunido con su malograda creación, ofreciendo las zapatillas directamente a la cámara, como tentando a una posible siguiente victima. El papel del zapatero fue igualmente potenciado desde un personaje menor en el relato original a la figura veladamente mefistofélica que nos presenta la película. Interpretado por Masinne con mucho acierto, el personaje adquiere una connotación completamente distinta a la de su simil dentro del cuento. Como el ballet final de An American In Paris, la coreografía de The Red Shoes es un tour de force de magnífica belleza y tremenda fuerza expresiva llevada a la práctica exclusivamente en base a la danza y la música. No hay diálogo alguno que perturbe el hipnotizante poder de las imágenes que la componen. Apoyado en una exquisita partitura original de Brian Easdale, el diseño de producción fue cuidadosamente realizado por Hein Heckroth para emular una atmósfera pictórica oscurantista y de tintes vanguardistas (muy influenciado por el expresionismo). Buena parte de la razón que The Red Shoes se llevara el Oscar al diseño de arte está en esta secuencia a la que Scorsese definiría como “una pintura en movimiento”. Nada extraño cuando comprobamos que Heckroth era también un consumado pintor de profesión.

Ahora bien, no sólo es por la secuencia de ballet que esta cinta es tan admirada. Si no que también por la forma en que Powell-Pressburger recurren al juego de los reflejos entre los sucesos acaecidos dentro de la pieza de ballet y aquellos que afectan directamente a los personajes en su vida diaria a lo largo del metraje para sugerir la idea que la vida y el arte pueden, en ocasiones, llegar a ser una una misma cosa, alimentándose mutuamente. Como al personaje de Karen en el cuento, la protagonista de la película Victoria (Norma Shearer), está desgarrada entre lo que su rol de mujer le exige para la época y lo que su impetu artístico (su voluntad, su espíritu) le pide. La figura del zapatero está representada por el propio director de la compañía, Boris Lermontov, un personaje frío, perfeccionista hasta la obsesión y completamente entregado a la consumación del arte através de sus colaboradores. Interpretado por Anton Walbrook (el oficial alemán en Colonel Blimp), el personaje resulta fascinante y antipático a partes iguales. Aunque Victoria siente una deuda de honor hacia su protector artístico, la joven no puede evitar caer enamorada de Julian Craster, el joven y talentoso compositor de la partitura del ballet (y talento protegido también por Lermontov), con quien inicia un romance luego de un conflictivo primer encuentro y por quien, en un primer momento, ha renunciado a la consumación de su arte. Cuando Lermontov descubre el romance, expulsa a Craster de la compañía, poniendo las semillas del drama que terminará tragicamente para nuestra heroina.









Lermontov estaba inspirado en el creador del Ballet Russes, Sergei Diaghilev, y el disciplinado hieratismo emocional en el que el personaje basa todo su filosofía de trabajo – que le hace pronunciar frases como “una bailarina que confie en las dudosas comodidas del amor humano, nunca será una gran bailarina. Nunca” o “el dolor pasará, créeme. La vida tiene tan poca importancia.” - verá sus máximas en gran medida autotraicionadas por su propio, nunca confesado amor por la mujer a la que intenta moldear hasta la expresión más pura del ballet. Así, casi como un Svengali despiadado, completamente cegado por sus ansias de perfección artística, el personaje de Lermontov refleja la esencia del zapatero dentro del ballet. Julian, el despechado hombre que ama a Victoria sería el pastor que le da la espalda al amor de su vida, para luego ser testigo impotente de su muerte y el triangulo amoroso entre ellos es el combustible que mueve los resortes melodramáticos de la historia.

Como todo gran cine, el anterior esquema apenas esboza la verdadera madurez expresiva, temática y emocional que The Archers han logrado crear en The Red Shoes. Se trata de un preciso trabajo de relojería dramática y estética que, 60 años después de su realización, continua sorprendiendo por su excelsa coherencia interna y desgarrada belleza. Algo que, por los hechos, parece que los ejecutivos de la Rank Organization – distribuidores del film en la época - no fueron capaces de ver. Luego de un desastroso pase de prueba y temiendo un potencial debacle comercial, Rank se negó a estrenar la película en las condiciones que se merecía. Consideraron la secuencia de ballet una auto indulgencia por parte de The Archers y hasta se negaron a desenbolsar el dinero para la confección de un afiche promocional. De tal modo, The Red Shoes debe de ser el único clásico del cine que carece de un afiche publicitario oficial. La cinta pasó sin pena ni gloria por la escena cinematográfica británica del momento, a pesar de algunas criticas favorables y el halago de los entendidos, y no fue hasta pasado algún tiempo - en 1951 - gracias a las gestiones de un empresario norteamericano enamorado de la película (William Heinmann, presidente de Eagle-Lion, los distribuidores de Rank en EEUU) que la cinta pudo ser estrenada con gran éxito en New York. En la ciudad que nunca duerme, la película se mantuvo en cartelera en una relativamente pequeña sala de “arte y ensayo” durante dos años consecutivos, generalmente a teatro lleno. Así, los temores de J. Arthur Rank con respecto a la cinta se revelaron totalmente infundados. Cuando el gobernador de Boston llamó a un estupefacto Rank para felicitarle por el éxito de The Red Shoes (a día de hoy sigue siendo considerada una de las películas extranjeras más exitosas nunca estrenadas en costas norteamericanas), Cardiff se limitaría a comentar: "me gustaría haber visto la cara de Rank". Y a partir de ahí, la película recorrió un largo camino hasta la consagración definitiva entre los cinéfilos. Una senda tortuosa y algo indigna para una obra absolutamente notable.

25 de abril de 2009


A Personal Journey With Martin Scorsese Trough American Movies
Dirigida por Michael Henry Wilson y Martin Scorsese










Especialmente pensado para quienes aman el cine indistintamente como una forma de arte y como un glorioso divertimento, “A Personal Journey...” toca nuestra fibra sensible gracias al compromiso personal de Scorsese con este proyecto, pues en todo momento es evidente el profundo cariño que el director siente por su pasado de consumidor de imágenes. Es precisamente el hecho que Scorsese aborde su tarea de narrador desde la perspectiva de un cinéfilo afortunado y no la de un asumido experto - si bien Scorsese es un historiador de gran calibre y un hombre muy preocupado de la herencia cinematográfica mundial - lo que confiere a este documental una dimensión de profunda y sincera humanidad. Al mismo tiempo, la casi informal charla de Scorsese – sentado frente a un espartano fondo negro, su rostro casi siempre enmarcado en primer plano - alimentará nuestro propio apetito por un buen puñado de películas a revisar, muchas de ellas oscurísimas, por obra y gracia del genuino entusiasmo con que el director las presenta, halaga y defiende. Creado como parte de los actos de celebración del centenario del cine en 1995, “A Personal Journey...” fue producido por el British Film Institute y originalmente estrenado en un pase televisivo del Channel Four británico. Afortunadamente para nosotros el programa está editado en dvd desde hace bastante tiempo por Miramax, si bien en un disco que deja mucho que desear y no hace justicia ninguna a su contenido. Efectivamente, la edición en sí es bastante anémica y técnicamente pobre; sin embargo, el documental en sí mismo es tan rico en calidad que la total ausencia de material extra practicamente no se nota y las deficiencias de presentación visual pasan rapidamente a un segundo plano. Así de absorbente es su narración.

Scorsese va de lo grande y consagrado a lo pequeño y esotérico con igual cariño, respeto y admiración durante los tres episodios en que está dividido este fascinante recorrido por los recovecos más y menos frecuentados del cine norteamericano. Tan pronto el cineasta nos relata anecdotas de su niñez – como aquella con la que abre el primer episodio y en que nos cuenta casi con incomodidad como sucumbió a la tentación de arrancar páginas del único libro sobre historia del cine disponible en la biblioteca pública para atesorar sus imágenes o la ocasión en que su madre le llevó, con cuatro años, a ver Duel In the Sun de King Vidor, una experiencia para el inolvidable (“no entendía de que iba la película, pero la calidad alucinatoria de las imágenes siempre se ha quedado conmigo” nos confiesa) – como se detiene a analizar la figura de David W. Grifitth en el cine mudo o la evolución temática de John Ford, para luego entregarse a diseccionar el Musical y el Western como géneros sin perder en ningún momento el aliento ni la inspiración. Con todo, el punto vertebral que da estructura a todo su discurso es la poliédrica visión que la figura del director de cine puede tener, según la lúcida posición de Scorsese, dentro de la industria norteamericana. Así, el cineasta puede ser una o muchas cosas a la vez: narrador (storyteller, una bella palabra), iconoclasta, contrabandista de ideas y – a menudo - hasta figura esquizofrénica, entre unas cuantas cosas más (¿qué debe hacer un director en Hollywood para poder subsistir?- se pregunta Scorsese en un momento; ¿hacer una para ellos, una para sí?). Los mejores momentos de su discurso están en los frecuentes puntos aparte donde Scorsese se deja llevar por la pasión (tan profunda que nos pone una sonrisa de satisfacción en los labios) y analiza las obras de sus cineastas favoritos. Es todo un lujo poder constatar la percepción analítica de este hombre y lo poderoso de sus argumentos.

Para cada definición de lo que es (o, idealmente, debería ser) un cineasta, se nos presentan variados ejemplos sacados de décadas pasadas (desde el cine mudo hasta principios de los 60', donde Scorsese detiene la narración por que, nos dice, no se siente objetivo hablando de la gente de su propia generación) que ilustran perfectamente cada concepto e idea. A medida que nos adentramos en la visión que Scorsese tiene sobre la industria que le cobija y los creadores que en ella trabajan, más nos asombramos de su lucidez como creador y - me atrevo a decir - como artista y ser humano. No sólo estamos ante un gran documental – entretenidísimo, fascinante en sus detalles y pleno de finas y atinadísimas observaciones - es también uno que va un paso más allá del formato para transformarse, gracias a nuestro brillante maestro de ceremonias, en una verdadera clase magistral de historia del cine, dictada con una elocuente sencillez por uno de los cineastas más influyentes de los últimos 50 años. Para el espectador, toda una gozada que se agradece. Ese es un aspecto, de por sí admirable, de este generoso trabajo (casi cuatro horas de duración) pero “A Personal Journey...” es también en su esencia, y más allá de su innegable calidad de contenidos, una hermosa declaración de amor por parte de Scorsese a un medio que ha definido su vida adulta y por el que nunca ha perdido la fascinación que le produjo siendo niño, algo que nos queda muy claro en algunos momentos confesionales de gran humanidad (a momentos, conmovedores) de su disquisición. Lo más cercano a imaginar la pantalla del cine como un espejo que nos devuelve nuestro propio reflejo de cinéfilos admirados y fascinados, lo más regocijante de acompañar a Scorsese en este viaje personal es que, a pesar de ser un director de cine genial por sí sismo, el hombre es – por sobre cualquier otra cosa - un genuino enamorado del medio como otros tantos miles de cinéfilos alrededor de todo el mundo. La emoción que se desborda desde la pantalla la reconocemos perfectamente en nosotros. Su fascinación por los maestros de la vieja escuela iguala la nuestra (cuando no la supera largamente). Su cariño por el cine desborda nuestras suposiciones y entonces nos embarga la admiración por el Scorsese cineasta, pero más que nada, por el Scorsese ser humano.

De forma tan sincera, cándida y profunda como nosotros mismos podemos sentirnos conmovidos o impactados frente a una película en particular (o un género, un director, un estilo, una estética, etc.) Scorsese nos habla de sus gustos e influencias, de tu a tu, como uno más de la pandilla ajeno a su propio status de leyenda. Sus percepciones y opiniones sobre aquel cine que le definió como ser humano y le formó como creador, informadas y perceptivamente agudas como son, están argumentadas con la falta de pretensiones de quien da su opinión en una mesa trasnochada, rodeado de amigos, y no desde un erudito púlpito. El que a pesar de lo extenso de su metraje, la variedad de tópicos tratados y la abundante cantidad de clips que acompañan la narración el documental se nos haga corto y quedemos con ganas de mucho más, es el mejor halago que se le puede hacer a una empresa que más allá de su calidad como documento intelectual (que es tremenda), se nos revela como una verdadera labor de amor, libre de cualquier posible reproche. La cercanía emocional y la complicidad son palabras clave para entender las bazas que hacen de este estupendo documental un material de visionado obligatorio para todo aquel que diga ser un fan del cine y es, en definitiva, lo que hace de “A Personal Journey...” una obra tan notable e imprescindible.

13 de abril de 2009


The Hoax
Dirigida por Lasse Hallström




















La rigurosidad histórica y el espectáculo cinematográfico siempre han estado reñidos por una insoluble dicotomía. Aquella de que el cine es, por sobre todas las cosas, un entretenimiento destinado al consumo popular y que, como tal, posee el privilegio de jugar con los temas que aborda con la libertad suficiente para hacerlos atractivos a la platea (los peros ético-morales de este escenario son tema de estudio para análisis más profundos), un privilegio por encima de las verdades históricas absolutas. Tal vez el entretenimiento que el cine comercial nos brinda pueda estar confeccionado con suma inteligencia, refinamiento artístico y buen gusto, pero es - al final del día - un entretenimiento perpetrado con el propósito de ser consumido. En calidad de tal, la máxima de los mercaderes del cine es clara, “nunca dejes que la verdad se interponga en el camino de una buena historia”. Se trata de una lección que aprendí de forma algo incómoda cuando descubrí en mi niñez que el Espartaco de Stanley Kubrick – una de mis primeras experiencias trascendentales con el medio - tenía un final inventado (el esclavo rebelde murió en batalla y no crucificado como muestra la película) que, claro está, tenía mucho más poder dramático y mucha más coherencia temática que una simple muerte en batalla, con todo el peso emocional implícito en un acto de esa naturaleza. Espartaco moría en la cruz por que la lógica de la historia que se nos narraba así lo exigía. Fue mi primera experiencia con la dicotomía verismo / espectáculo.

Más tarde, las manipulaciones históricas del Western y las convenientes adiciones / sustracciones asociadas a la multitud casi infinita de episodios históricos que han alimentado el cine en un momento u otro (de Grecia y Roma a la Revolución Francesa; del Rey Arturo a la Segunda Guerra Mundial y Vietnam y un largo etc.), han dejado totalmente claro a mis ojos que exigir apego a los hechos históricos demostrados a una película cualquiera es un ejercicio que puede resultar tan inutil como frustrante. Simplemente, el cine no tiene por que ser una fidedigna lección de Historia. No es ese su fin último, si bien sí puede ayudar a poner sobre el tapete de la opinión pública hechos históricos - no obstante embellecidos o alterados en beneficio del espectáculo - que de otro modo pasarían desapercibidos al grueso del público o bien, en el mejor de los casos, con una poderosa y debida presentación, puede lograr que un impactado espectador acuda a su biblioteca más cercana para profundizar sobre algún tema en particular (la obsesión de Darril Zanuck con hacerle justicia al desembarco en Normandía en The Longest Day o el retrato tan elegíaco como crítico de Franklin Schaffner sobre Patton, en el film homónimo, son algunas de las razones de mi eterna fascinación con la Segunda Guerra Mundial, sin ir más lejos).

Quienes critican u objetan las manipulaciones históricas en el cine pecan de ingenuos. Esta aseveración no disculpa, en nungún caso, la pereza mental de aceptar lo que el cine nos muestra, en términos de verdad histórica, sin objetarlo de modo alguno. Los hechos están a un click de distancia en esta era digital si tenemos la fuerza de voluntad y la inquietud suficiente para rascar un poco la superficie de la pantalla. Es costumbre en mi recurrir a la biblioteca si una cinta histórica o “basada en hechos reales” me despierta la menor duda y huelga decir que me he llevado más de una sorpresa. ¿Ha disminuido esto mi capacidad de disfrutar del cine histórico, de las historias sacadas de la vida real? Por supuesto que no. Es un mero ejercicio de “reality check” y puedo perfectamente llamar a falta cuando las libertades son excesivas, pero – demonios – una buena historia es una buena historia. The Fall of the Roman Empire y Gladiator, por ejemplo, son dos excelentes cintas de “espadas y sandalias”, abordan un mismo episodio histórico y sin embargo, no podrían ser más distintas en tono y acento. Cada una escoge concienzudamente que tomar y que dejar de lado, de qué manera abordar personajes y situaciones para armar su respectivos guiones. La base es la misma – mismos personajes, mismos hechos – el enfoque y la ejecución muy distintos. En ambos casos, es muy evidente, queda claro los niveles de manipulación a los que Hollywood está dispuesto a someter a la Historia para hacerla encajar en su idea de lo que debe ser un buen espectáculo. Y estos son dos ejemplos en un enbravecido oceano de polémica histórica. Además, la especulación histórica de alto vuelo ha dado pie no sólo a grandes películas, sino que ya desde siglos atrás creaba tremendas piezas de literatura – El Hombre de la Máscara de Hierro, Los Tres Mosqueteros, Historia de Dos Ciudades – y no recuerdo a nadie poniendo en entre dicho las manipulaciones a la verdad hechas como concesión al dramatismo que en ellas se pueden encontrar. Los clásicos griegos mistifican con gran soltura de cuerpo sus crónicas heroícas. Embellecer y manipular son dos conceptos por siempre aliados a la crónica histórica literaria y más tarde a la cinematográfica. No disculpa esto la mala conciencia de algún cine institucionalizado e influenciado por regímenes de dudosa ideología – siendo el cine nazi, con sus deshonestas y mal intencionadas revisiones a la Historia, el ejemplo más recurrente en este sentido – pero, la verdad ya se ha dicho y resulta evidente: el cine y las películas no tienen por que reemplazar una clase de Ciencias Sociales. Cine e Historia pueden ir de la mano, pero – como mucho – son socios reticentes, constantemente en conflicto, siendo nuestro trabajo discernir la verdad de la floritura dramática.

Todo lo anterior es bueno tenerlo en mente al acercarnos a un film como The Hoax, una película que siendo tremendamente entretenida en la presentación de su anecdota, también recurre para este fin a una nada despreciable cuota de invención con el fin de retratar de forma atractiva la real aventura de Clifford Irving durante la redacción de la supuesta biografía del siglo, nada menos que la vida del (bi, tri) millonario Howard Hughes. La figura de Hughes, una de esas personalidades que representan tan bien la mentalidad americana en todas sus brutales contradicciones – inspirador pionero de la aviación y despiadado negociante, iconoclasta hombre de cine e inconmovible manipulador político, brillante intelecto y enfermo mental, santo y pecador al fin al cabo – siempre ha sido material de las más desatadas especulaciones y rumores. Y por esa misma razón, una personalidad madura para todo tipo de analisis literarios. Clifford Irving vio esto claramente como una oportunidad de lograr la tan esquiva fama que, según la película, tan desesperadamente buscaba. Hasta el momento de embarcarse en la estafa que finalmente le pondría en las páginas de la Historia, Irving había deambulado por una carrera irregular donde su más grande logro había sido la composición de la biografia del falsificador de arte Elmyr De Hory en el texto Fake! en 1969 (más tarde objeto del brillante documental de Orson Welles, F For Fake). Enfrentado a un potencial callejón sin salida profesional, a principios de los setenta Irving apuesta por una tremenda mentira: ofrecer a su habitual editorial McGraw-Hill los derechos de publicación de la autobiografía de Hughes, presentándose a sí mismo como el colaborador directo del millonario en la redacción del texto. Luego de lograr picar el interes de la editorial mediante dos cartas falsificadas por el mismo, Irving utiliza dramáticas y arriesgadas tácticas de distracción para subir el adelanto por el libro de unos originales 500 mil dolares a un millón (750 mil en la vida real) y hasta logra despertar el interes de la revista Life por el libro en el proceso.

Subitamente el apocado escritor está en la cresta de la ola, adulado por los grandes de las empresas editoriales y en camino de publicar uno de los libros más esperados por la comunidad literaria dado que el excentrico Hughes, famoso por sus prácticas de recluso nacidas de la enfermedad mental que eventualmente lo reduciría a una patética sombra de lo que alguna vez fue, no había dado señales de vida pública en años. Por supuesto, sólo restaban unos pequeños detalles. Primero, Irving tiene que inventarse todo el libro por que, claro está, todo es una farsa ideada por el mismo y su atribulado ayudante Richard Suskind, otro literato de segunda como Irving, aunque moralmente más comedido en su busca de la esquiva gloria y frecuentemente la voz de la razón en los momentos más desenfrenados de su socio. Ambos, como el resto de los mortales, sólo conocen al multimillonario por su fama y su retrato en revistas y monografías, sin posibilidad alguna de acercarse al hombre más misterioso de los EEUU. Y en segundo lugar, si bien tal vez el detalle más importante, ¿Cómo evitar que el propio Hughes no les delate como farsantes, algo que indudablemente sucederá, cuando el paranoico millonario se entere que Irving y Suskind pretenden ganar dinero usando su nombre como reclamo literario? Si quizás la historia verdadera más inverosímil salida de los anales de la vida cotidiana y los tabloides, la tumultuosa experiencia de Irving en la consecución del fraude literario más publicitado del siglo pasado puede ser tomado como uno de esos relatos de lección moral destinados a remecer al público de a pie. En verdad, es posible tomarlo exclusivamente desde ese angulo sin mayores problemas, pero la cinta de Hallström está tan preocupada de dar lecciones de moral – la transgresión es debidamente castigada, la consciencia del protagonista permanece culposa– como de presentarnos la realización del fraude como una gran aventura. Un acto indudablemente culpable desde el punto de vista legal y ético, sí, pero también un acto transgresor maravilloso en su capacidad liberadora. Revividor en la pura exhaltación de estar haciendo algo prohibido, tremendamente excitante, y todavía más, un mágnifico “fuck you” a las frustraciones de una vida sumida en continuos fracasos y medias victorias. Es ahí donde The Hoax logra sus mayores dividendos para el espectador. Si se ha de pagar un precio, si ha de haber un castigo, por lo menos el accidentado viaje hacia la humillación, el repudio general y los fantasmas mentales, al menos para Clifford Irving, ha valido largamente la pena y su casi inocente entusiasmo resulta infeccioso. Lo incorrecto como ejercicio de vida. La transgresión como inspiración para los sueños incumplidos.

Los detalles de la aventura de Irving y su asociado en la consecución de su estafa son rocambolescos de por sí – de lo que se desprende gran parte del poder de entretención de este estimable filme - y es precisamente este punto lo que hace aún más fascinantes esos detalles una vez pasados por el cedazo de la fantasia hollywoodense. Valga acotar que el propio Irving, contratado como consultor para la producción, se desentendió de la película por ser una mera fabricación de la realidad (“a hoax from a hoax”, dictaminó no sin poética reverberancia) y sí, están en todo derecho de reirse de la ironía. Los cambios, no obstante, están lejos de resultar grotescos o excesivamente desvirtuadores, pero sí son lo suficientemente convenientes para hacer de los incidentes que llevan a la confección de esa supuesta autobiografía una montaña rusa de situaciones de amable farsa y escapes por los pelos montados en desvergonzadas mentiras, salidas de la boca de Irving con la fluidez de sermones dominicales. El hombre es un mentiroso dichoso de construir castillos de naipes y que disfruta tremendamente de su propio poder de persuasión. Interpretado con inusual inspiración por un Richard Gere en excelente forma y apoyado por un elenco tan sólido como el mismo protagonista – Alfred Molina, Marcia Gay Harden, Julia Delpy – The Hoax presenta a nuestro héroe como un hombre con los pies decididamente de barro – vanamente cegado por sus propios falsos logros, esposo infiel incapaz de enmendar sus pecados, amigo deslealmente manipulador y otras lindezas – y es un verdadero logro que en todo momento Gere logre, basado en el puro carisma de su interpretación, mantener nuestra lealtad con un personaje que en buena cuenta deberíamos despreciar. Falible como ser humano y a ratos moralmente despreciable, la figura de Irving (gracias a Gere) se mantiene constantemente a un paso de nuestro escarnio y movido por una suerte de ambición dolida que (a fuerza de pasados fracasos) se nos hace incongruentemente noble, sus recurrentes saltos al vacío mantienen nuestra cautivada atención en todo momento. Un antiheroe en todo el sentido de la palabra, Irving obtiene su redención en la indiluible sinceridad de sus sueños de grandeza, empapada en esa nobleza herida de quienes han caido demasiadas veces.

Si la película se mantuviese en ese plano – el de la crónica de una estafa casi exitosa y el precio que ha de pagar su orquestador por su propia iluminación ética – The Hoax sería ya una película muy estimable. Sin embargo, Hallström va un paso más allá y logra en esta cinta, además de entrener en buena ley, hacernos reflexionar sobre la fascinación que la fama ejerce sobre nosotros – los delirios de Irving le llevan a fingir entrevistas con Hughes donde él interpreta al millonario, vestido y maquillado para la ocasión y cuando las cosas escapan a su control, la espiral de paranoia a la que se entrega y los miedos absolutos que le asaltan reflejan de manera inquietante los que asolaban al propio millonario – y más importante aún, convierte toda la aventura de Irving en la última manipulación de Hughes, una vuelta de tuerca que nos hace reconsiderar todo el relato bajo una nueva perpectiva. Es un toque maestro que sugiere elocuentemente que todo lo que hemos visto no ha sido más que un plan más del astuto hombre de negocios para mantener el control de la situación política del momento, llegando Halström a ligar los pormenores de las vicisitudes de Irving con el escándalo Watergate y la caida de Nixon (otra fascinante implicación embellecida para la película, digna de mayores y profundos análisis por parte del espectador). Así, desde una farsa amable sobre un estafador inspirado hemos pasado a un relato sobre la toma de conciencia de un mentiroso redomado – revelador el momento en que escribe ENGAÑO en el cristal del vehículo que lo lleva a la carcel, frente a esos flashes de las cámaras que tanto anhelaba – y de ahí se va por la tangente hacía una especulación política de siniestras implicaciones. Bastante más de lo que inicialmente se esperaba de un relato que empieza de forma tan socarrona y ligera. Fama, mentira y manipulación. Un coctel servido con elegancia, inteligencia y un sentido del espectáculo que resultan de lo más logrado en una película que entretiene de principio a fin, sin nunca flaquear en su pulso narrativo.

Para rematar, un dato y una recomendación. La película está basada en una confesional novela del propio Clifford Irving, igualmente titulada The Hoax. Estimen Uds. donde termina la verdad y empieza la fantasía. La dicotomía que nunca termina alcanza aquí su paroxismo. En todo caso, más allá de verdades, mentiras, invenciones o embellecimientos, es esta una película tan total y absorbentemente fascinante en sus temas y personajes que las invenciones históricas, más que molestar, despiertan nuestra sed de información. ¿La recomendación, entonces? Háganse tiempo para un viaje a la biblioteca o un par de horas de Google. Les aseguro que se sentirán impulsados a ir un poco más allá con esta historia, demasiado buena para ser verdad, y que, sin embargo, en gran medida, es cierta. Ya saben, basada en hechos reales...

4 de abril de 2009


Tombstone
Dirigida por George P. Cosmatos








“Doc, deberías estar en un hospital; de todos modos, ¿qué demonios haces aquí?” “Wyatt es mi amigo” “Demonios, yo tengo muchos amigos” “Yo no...” Este breve intercambio de palabras fue el que terminó por convencerme que Tombstone era una gran película. Hasta ese momento, cuando vi la cinta por primera vez allá por 1994, se me hacía un western bien hecho, entretenido y bien actuado. Pero cuando llega esa confesión de Doc Holliday – el famoso dentista pistolero consumido por la tuberculosis y fiel aliado del aún más legendario hombre de ley Wyatt Earp - Tombstone, a pesar de su falta de pretensiones, adquirió para mi una súbita, inefable grandeza. Un hálito que sigue manteniendo de forma impecable quince años más tarde. Pocas veces me he encontrado en una película una oda a los lazos de amistad y lealtad entre hombres más atinada y carente de sentimentalismos baratos. Como todo gran western que se precie, en Tombstone todo lo que concierne a los sentimientos está sublimado por la acción y lo granítico de las poses - llegando a cotas sublimes - estilo que convierte a la cinta en un relato tanto más poderoso en su despliegue emocional en la medida que su laconismo expresivo es más acentuado. Hay, por ejemplo, otro gran intercambio de diálogo mínimo, pleno de implicancias emocionales profundas y significativas, que ocurre entre Earp y otro de sus aliados sobre el final de la cinta. “Wyatt, no tengo palabras”, dice el hombre cuando Earp va a enfrentarse a duelo con el temible Johnny Ringo y la fatalidad del momento parece descender sobre todos. “Lo sé”, responde Earp, “yo tampoco”. Es un momento del que John Millius - e incluso John Ford - estarían orgullosos. No se me ocurre un halago más grande.

Tombstone, no pretendo engañar a nadie, no es una buena película por que se planeó concienzudamente que así fuera. Ante todo, la película es un afortunado accidente. El feliz resultado de una producción extremadamente problemática, asolada por cambios de director y falta de distribuidoras que se arriesgasen con el producto final. Originalmente pensada para ser dirigida por su guionista, Kevin Jarre, el desempeño del escritor fue interrumpido sumariamente a poco de empezar debido a su negativa a recortar la extensión del guión (y por tanto, el metraje) para ser retomadas las riendas de la dirección por George Pan Cosmatos. Sugerencia esta hecha a Kurt Rusell – estrella de Tombstone - por Silvester Stallone. Finalmente, en la película figura Cosmatos bajo el crédito “Directed By”, si bien es de sobras conocido que Rusell supervisó personalmente los pormenores del rodaje, siendo practicamente un director en las sombras mientras Cosmatos se limitaba a ejecutar sus ordenes. Por tanto, no es ligero asumir que Tombstone es igualmente obra de Pan Cosmatos como de Rusell y que el excelente resultado es la combinación del talento de ambos. Sin embargo, para quienes recordamos que Cosmatos es autor de dos dudosos “clásicos” ochenteros (ambos a mayor gloria de Stallone) como son Rambo: First Blood Part II y Cobra, queremos creer que la mayoría de las buenas cosas que exuda Tombstone son producto de la mente de Kurt Rusell, uno de esos actores ícono cuya mera presencia eleva cualquier película por modesta que sea, y que como estrella infantil de Disney, primero, y luego como colaborador de John Carpenter en los 80`, necesariamente posee la experiencia suficiente para dirigir con buen tino. Lo que a su vez implica, dada la potencia que esta película posee, que sea una lástima que el actor no se haya prodigado más tras la cámara.

Por otra parte, la película es también ejemplo de esa absurda manía hollywoodense de ganar la mano a la competencia cuando dos productoras trabajan sobre un mismo tema (como en su momento sucedió entre Armageddon de Buena Vista y Deep Impact de Paramount). En esta ocasión, Tombstone le ganó la mano al Wyatt Earp de Kevin Costner, en aquel momento hombre de influencia bastante poderosa después de su premiada Dance With Wolves, un éxito que permitió al actor, apoyado por la maquinaria Warner, casi paralizar la cinta de Rusell. De hecho, el guión original de Jarre para Tombstone estaba pensado con Costner como protagonista, quien lo rechazó y se puso a producir su propio filme sobre el personaje. Al enterarse que Jarre se había asociado con Rusell para filmar el texto previamente despreciado, Costner influyó desde las sombras para que ninguna distribuidora tomara el film de Cosmatos/Rusell para su comercialización. Kurt Rusell de pronto se vio con un proyecto terminado bajo el brazo sin estreno viable. Afortunadamente, a último momento, Hollywood Pictures se arriesgó a distribuir el filme y darle un estreno apropiado. A la hora de las cuentas - y a pesar del prestigio creativo que rodeó al Wyatt Earp protagonizado por Costner - fue Tombstone quien salió ganadora en la taquilla. La solemne y extensa versión perpetrada por Costner, aunque bien dirigida por el talentoso Lawrence Kasdan, no convenció a la crítica ni al público, quien sí abrazó la menos sofisticada, pero mucho más entretenida versión de Cosmatos.

Como bien decía John Ford, “cuando la leyenda supera a la realidad, filma la leyenda”. El Wyatt Earp de Costner, bastante dada a las inexactitudes históricas a pesar de su aparente rigurosidad, no lograba manejar ese rigor histórico con la leyenda del personaje de forma efectiva, incapaz de hacernos cómplices del efecto “más grande que la vida” que todo relato legendario debe poseer. Era una cinta emocionalmente fría y demasiado conciente de su supuesta importancia como para ganarse la simpatía del respetable. Tombstone, por el contratrio, con una gran economía de medios y haciendo un excelente uso de su igualmente excelente reparto (si nos detenemos un minuto a examinar el elenco de este modesto filme, comprobaremos que estamos ante una alucinante colección de actores), hace pleno uso de la máxima fordiana como leit motiv de su narrativa, generando un gancho emocional innegablemente atractivo. Las manipulaciones de situaciones, personajes, lugares y fechas abundan, pero nunca desvirtúan o diluyen en modo alguno la potencia del personaje (interpretado con arrolladora convicción por Kurt Rusell) y de su incidente más famoso, el emblemático duelo en el OK Corral. No hay tampoco complejos ocultos de gran arte o disculpas por ser presentada como una cinta de acción. Tombstone es completamente coherente consigo misma y en todo momento honesta con el espectador. Es un cuadro refrescante. Como el propio Ford hiciera con su versión del duelo en el OK Corral en My Darling Clementine, Cosmatos (y Rusell) ha preferido apegarse sin restricciones a una versión fantasiosa de los hechos. Fantasiosa en el sentido de que presenta los pormenores de la historia de manera esquemática, conveniente en términos dramáticos - evitando o ignorando los detalles contradictorios - y mezclando los hechos históricos comprobados con la apropiada y necesaria especulación romántica. Para cualquier aficionado al cine y al western este panorama no es nada nuevo ni mucho menos sorprendente.

No es ningún secreto que los muchos relatos históricos que han alimentado al Western durante toda su historia en la pantalla han sido, cuando no groseramente distorsionados para hacerlos aceptables a la moral imperante del momento, sí por lo menos manipulados para hacerlos más apetecibles a la platea. Un cuadro que se mantuvo hasta los años sesenta donde las ansias revisionistas, tanto en lo dramático-narrativo como en lo histórico, ayudaron a desmitificar bastantes mentiras perpetuadas con respecto a la conquista del Oeste. Hasta que ese revisionismo hizo acto de presencia, las limpiezas de imagen de personajes dudosos, pero populares (Billy The Kid, Wild Bill, Butch Cassidy, etc) fueron cosa normal en el Western (especialmente durante el período mudo) y han sido situación normal en Hollywood por décadas, llegando incluso hasta la actualidad. Del mismo modo, episodios históricos de dudosa nobleza - la muerte de Custer y sus tropas en Little Big Horn es un ejemplo sintomático – han sido filtrados por distintas ópticas y lecturas con el fin de hacerlos menos culpables al punto de desvirtuarlos por completo. “They Died With Their Boots On” de Raoul Wash (la crónica en clave heroíca de aquella masacre) es, por ejemplo, una excelente película en sí misma, pero es también una completa falsedad caracterológica en la que la figura de Custer adquiría tintes casi cristológicos. Tendrían que pasar treinta años para que Arthur Penn se atreviera a mostrar un cuadro desfavorable de la figura de Custer en Little Big Man y que los sucesos que llevaron a la masacre de Little Big Horn se revelaran en toda su hipocresía.






Tombstone y sus magnificas poses de granito





Existe en Tombstone, por tanto, una afortunada recuperación genérica que, muy concientemente, no olvida rendir homenaje al padre espiritual del Western cinematográfico, John Ford, con la presencia del veterano actor Harry Carey Jr. - colaborador del director en numerosas ocasiones – encarnando al viejo sheriff del pueblo, al mismo tiempo que rinde pleitesía al cine clásico en general mediante el breve cameo de Charlton Heston en un momento clave del relato y el uso de la voz inconfundible de Robert Mitchum, cuya narración abre y cierra la película. Bajo el prisma de estas características, y nada más empezar la narración, nos queda claro que la pandilla de cowboys de faja roja que campean por las calles de la ciudad de Tombstone son unos malos irredimibles y despreciables - interrumpen una boda, masacrando a todo el mundo, incluyendo al sacerdote – y que el clan de los hermanos Earp, recien llegados a la ciudad, son unos tipos muy buenos, cabales y con un sentido de lo que es justo y correcto a prueba de todo (nada más bajar del tren,Wyatt golpea a un mozo de cuadra con el mismo cabo de cuerda con el que maltrataba a su caballo, con un fulminante “¿duele, no?”). Es un cuadro de primarias actitudes morales, surgido de uno de los géneros más primarios del medio.

Sin embargo, el cuadro que nos recuerda las características más clásicas del western también apela a una bienvenida ambigüedad. Tanto la figura de Wyatt Earp como la de sus antagonistas poseen, nada más rascar un poco la superficie de sus figuras, matices de gris que desdibujan las líneas que tradicionalmente dividen a buenos y malos. Esto, claro está, obedece a la necesidad de dotar de mayor complejidad a los personajes de cara a un público menos inocente y bastante más sofisticado como es el actual, un aspecto dramaticamente enriquecedor que funciona muy bien en este epopeya de violencia desatada y venganzas declaradas al viento. Earp duda en adoptar el papel de hombre de ley más preocupado de sus intereses personales, puede ser un hombre brutal si la ocasión lo requiere y no está por sobre las debilidades de la carne. Es, además, un hombre que arrastra un matrimonio infeliz con una drogadicta y su mejor amigo resulta ser un jugador de cartas de actitudes suicidas. Sus hermanos, parte importe del drama, parecen llevar existencias más llenas y satisfactorias. Son hombres que estiman genuinamente a su hermano y que están dispuestos a acompañarle en todo tipo de empresas, pero es precisamente ese sentimiento de inquebrantable lealtad fraternal lo que introducirá la tragedia en sus vidas.

Quizás todo este tinglado de ambiguedad no sea más evidente que en la figura de Doc Holliday, presentado en la película como un dandy trágico, buscando deliberadamente la muerte entre juegos de cartas, inagotables botellas de whisky, tormentosas relaciones sentimentales y manteniendo siempre una incongruente pose de caballerosidad sureña hasta las últimas consecuencias. Pero, en última instancia, también es un ser capaz del mayor sacrificio en aras de la amistad. Holliday es un personaje fascinante y en variadas ocasiones le roba el protagonismo a Wyatt de forma sublime (sus diálogos están entre los más inspirados de la película, en un guión plagado de viriles frases para el bronce). Sin duda, es el personaje más desgarrado del filme, tan dispuesto a ruminar poesía o tocar música clásica al piano como a liarse a tiros ante la menor provocación. Una visión del personaje tan rimbombante que logra lo impensable: opacar incluso la versión del personaje perpetrada por Victor Mature en My Darling Clementine o la de Kirk Douglas (lo que ya es decir bastante) en Gunfight At The OK Corral de John Sturges. La pandilla de cowboys que aterroriza a Tombstone, en tanto, pueden ser igual o más brutales que Earp. Viciosos, vulgares, pendencieros e ignorantes en su mayoría, pero también capaces de demostrar remordimiento - Curly Bill Brocius (Powers Boothe) es un jefe de pandilla vagamente consciente de la bruma moral que nubla su visión del mundo - o dar señales de inusitada educación como en el duelo verbal en latin entre Johnny Ringo (Michael Biehn) y Doc Holliday, episodio tan improbable como revelador de los mecanismos emocionales que mueven a Ringo.

No crean, a todo esto, que las sutilezas psicológicas son la norma en este western. Todo lo contrario. La acción fluye como un rio, inagotable y salvaje, con abundantes tiroteos, impagables posturas de hombre de frontera y espectaculares actos de sangre capaces de satisfacer al fan más exigente. De hecho, en tanto que cine de acción, Tombstone es una película extremadamente conseguida. Entretiene y excita nuestro sentido de la aventura de forma maestra. La película, como se ha apuntado, se mantiene fiel a los preceptos de la leyenda oficialmente aceptada sobre Earp, sus hermanos y Doc Holliday; sobre el tiroteo en el OK Corral y la posterior venganza de Earp sobre quienes atentaron contra los suyos. Hay un par de florituras anexas, aunque superficialmente tratadas, que añaden mayor interes y diversidad a la historia central – hay una considerable cantidad de personajes secundarios deambulando por estas calles polvorientas – si bien es comprensible que estén apuntadas antes que debidamente desarrolladas (la infatuación del joven comisario con el actor que recita a Shakespeare, la presencia de la actriz Josephine y su fulminante impacto sobre Wyatt) dado el efecto centrípeto de la dinámica Earp / Holliday. Es un ripio discordante facilmente disculpable en vista de las muchas notas que la película toca de forma impecable.

Con todo, me quedo con lo que ya he mencionado. El cuadro sensible de lealtad entre estos hombres violentos - justos y pecadores; tan culpables como inocentes - que impregna las imagenes de forma definitiva. La película retrata con particular nobleza la fraternidad entre Wyatt y sus hermanos (encarnados por Sam Elliot y Bill Paxton) y la lealtad recíproca que alimenta la relación, no exenta de fricciones, entre Wyatt y Doc. Claro está, siendo ellos los protagonistas (dicho sea de paso, Rusell y Val Kilmer están excelentes como pocas veces han estado en sus respectivos roles) la amistad de los personajes es el corazón de la historia, el elemento que dota a la cinta de su peso específico. Está ese momento fantástico con el que abría estos párrafos, pero hay otros más que la cinta usa para ejemplificar este punto de forma magnífica, destacándose el episodio en que Doc saliendo de su lecho de muerte se adelanta a Earp para enfrentarse a duelo con Johnny Ringo (y así evitar una muerte casi segura a su amigo) o ese momento conmovedor en que, ya agónico en un sanatorio, Doc le pide a Wyatt que deje de ir a verle y siga con su camino. “En toda mi vida, eres el único ser humano que alguna vez me dio esperanza”, le dice con un hilo de voz, un momento de confesión donde su permanente careta de cinismo cede finalmente a su atormentada y culposa humanidad. Luego de encomendarlo a la busqueda de esa mujer que deslumbrara a Wyatt en Tombstone (y a la que Earp entonces dejó ir movido por las circunstancias) Doc pone fin a su amistad tal como vivió su vida, en sus propios términos: “Vive, Wyatt... si en verdad eres mi amigo, vete...” A lo que el pistolero sólo puede responder “Gracias, Doc, por haber estado siempre ahí”. Es curiosamente este aspecto lo que más se ha quedado conmigo, por sobre las conseguidas secuencias de acción, los tiroteos innegablemente espectaculares y la abundante sangre derramada. Tombstone, amigos mios, es un pajaro raro: una película de acción con alma.

El relato cierra con dos escenas muy sentidas. La primera es la propia muerte de Doc – un momento susurrado, pleno de esa socarrona ironía que definía al personaje en sus mejores momentos vitales y que el propio pistolero reconoce como tal con una sonrisa en los labios antes de expirar – y que da paso a una bella coda. Wyatt baila bajo una noche nevada con la mujer que amaba y a la que creía perdida mientras la voz estentorea y granítica de Robert Mitchum nos informa que Wyatt y Joshepine no se separaron durante los siguientes 47 años “ni en las buenas ni en las malas” y que, cuando el pistolero murió en 1929, las estrellas de cine William S. Hart y Tom Mix (ambos famosos gracias al western, Mix siendo un vaquero de la vida real) portaron su feretro durante sus exequias. Entonces, Mitchum remata estoicamente con un sentencioso “Tom Mix lloró”. Impajaritablemente, en ese momento la garganta se me hace un nudo (para saber por qué esto es así tendrían que leer un poco sobre la personalidad de Tom Mix) y Tombstone se transmuta entonces, de forma reveladora, en algo más que un gran western. Es una violenta y primigenia historia acerca del bien y del mal, acerca de la amistad y el sacrificio, sí, pero sobre todo es una metáfora acerca del saber vivir y el saber morir. Debido a esto, sin pretensiones, por accidente, casi sin quererlo, la película se vuelve a un mismo tiempo un relato más grande que la vida y una experiencia emocionalmente exultante. Precisamente como deben ser las leyendas.