28 de enero de 2009



Conan, The Barbarian
Dirigida por John Millius












“Between the time when the oceans drank Atlantis and the rise of the sons of Aryas, there was an age undreamed of. And onto this, Conan, destined to bear the jeweled crown of Aquilonia upon a troubled brow. It is I, his chronicler, who alone can tell thee of his saga. Let me tell you of the days of high adventure¡



Days of high adventure. Nunca una hipérbole fue más cierta... El primer comic que tuve en mi vida fue un Savage Sword Of Conan, probablemente uno de la dupla Roy Thomas / John Buscema, aunque ese dato ya se ha perdido en la niebla del tiempo. Si recuerdo que fue mi padre quien lo adquirió para mí por unos exorbitantes 50 pesos de fines de los setenta (hasta yo era conciente que 50 pesos era una pequeña fortuna en esos días). Y también recuerdo que lo atesoré por muchos años, en los cuales siempre fue mi material de relectura favorito. Sus páginas monocromáticas, cargadas de violentas proezas, despertaban en mi una tremenda sed de otras posibles aventuras por descubrir. Y descubrirlas fue lo que hice, claro está. No sólo en las páginas de Conan, también en otros muchos títulos. Me estaba enganchado a los comics sin saberlo y por medio de ellos, también a la fantasía y la ciencia-ficción. Ya era tarde para hacer cualquier cosa al respecto. Algún tiempo después, recibí de padre mi primera figura Mego (demonios, viejo, cuanto te debo y tu posiblemente ni te enteraste del inmenso favor que me hacías guiando, quizás sin querer, mis primeros pasos hacia unos universos tan maravillosos). No, no era un Mego de Conan. Era el de James T. Kirk, un capitán de nave espacial del que no tenía idea alguna de donde había salido, pero del que mis hermanos estuvieron felices de ponerme al día con sus aventuras (bingo¡¡ ya estaba enganchado a Star Trek) La segunda figura Mego que recibí en mi vida sí fue un Conan (y la tercera un Green Arrow, pero eso no viene al caso). Tenía espada, muñequeras, botas y un hacha de doble filo que me alucinaba. También tenía taparrabo de piel sintética y un pelo de muñeca que tendía a enredarse endemoniadamente. Casi tan endemoniadamente como las aventuras que le hacia vivir en el patio de mi casa.

Cuando me hice mayor para jugar en el patio, quizás una decena de años más tarde, y realicé mi primera compra oficial de adulto joven – una máquina VHS que corrió un millar de inenarrables aventuras bizarras en mi afán de piratear cuanta película cayese en mis manos – lo primero que hice fue conseguir una cinta de “Conan The Barbarian” y hacer mi copia personal. Mi propia copia de la película. Wow.... No me lo podía creer. Cada vez que dudaba de mi suerte, me sentaba a verla de nuevo. Al nacer el DVD, me cambié de formato a su debido tiempo (con una sangría económica considerable, debo agregar, dados mis escuálidos ingresos) regalé todas mi cintas y me propuse empezar desde cero una videoteca que cumpliera todos mis sueños. Y eso es lo que he estado haciendo desde hace ya varios años, con un cierto grado de éxito. En todo caso, entre los primeros títulos en DVD que tuve (lamento confesar que me salté el Laserdisc, un formato físicamente hermoso, pero técnicamente deficiente) se hallaban “The Wild Bunch”, “The Thing” y – por supuesto - “Conan The Barbarian”. Hace poco tiempo atrás, di el salto al High Definition via Bluray. ¿Adivinan cual es la película que espero con más ansia? No, no es Star Wars.

¿ Y a todo esto, ven por donde van los tiros con esta parrafada? Tal vez yo no sea el fan más fan de Conan ni el más erudito y de seguro que mi interés por el personaje ha variado de tiempo en tiempo, pero sus aventuras siempre han estado conmigo de alguna forma y siempre me han fascinado. Su icónica imagen - espada en mano, derribando seres deformes o guerreros semi vikingos, para proteger a una damisela escasa de trapos, todo en sanguíneos colores- es una de las que con mayor fuerza se grabó en mi afiebrada imaginación de imberbe consumidor de fantasía. Su figura arroja una amplia sombra sobre mis años de infancia. La versión corta es que para cualquier niño sediento de aventuras, Conan es lo máximo. Como dice el propio John Millius en el audio comentario del DVD, “todos queremos ser Conan”.

Creado en 1932 por el texano Robert E. Howard y publicado originalmente en forma de relatos pulp para la revista Weird Tales, Conan es considerado uno de los personajes pertenecientes al género de “Espada y Brujería” (o Fantasía Heroica, como también se le conoce) más reconocibles del género, cuando no el más famoso de todos. "Hither came Conan, the Cimmerian, black-haired, sullen-eyed, sword in hand, a thief, a reaver, a slayer, with gigantic melancholies and gigantic mirth, to tread the jeweled thrones of the Earth under his sandalled feet." Quien mejor que el propio Robert E. Howard para definir a su creación. Siendo aquí clave la frase “...con gigantescas melancolías y gigantescas alegrías” para definir la imagen que Millius nos da del personaje en su película. Para cuando el director puso en marcha la producción del film en 1981 – producida por ese particular mecenas del cine que es Dino De Laurentis y protagonizada por un entonces desconocido Arnold Schwarzenegger - el personaje tenía ya a su haber un bagaje considerable en el mundo de la literatura popular, mismo que había sido magníficamente amplificado cuando Marvel Comics decidió publicar sus aventuras a principios de los setenta. La editorial - con bastante sabiduría por su parte - utilizó directamente el universo mítico creado por Robert Howard en los pulps como inspiración para los dos títulos - ya referenciales dentro de la Casa de las Ideas – que desarrolló para el personaje: Conan, the Barbarían y posteriormente, The Savage Sword Of Conan. Desde el mismo estreno de la película, algunos fans del personaje se mostraron divididos en su apreciación del trabajo de Millius debido a la cruda calidad de sus imágenes y los excesos de violencia que parecían estar más bien sacados de The Savage Sword Of Conan dibujado por John Buscema (de hecho, un comic en blanco y negro mucha más orientado al lector adulto que al adolescente) que de la más lírica (y estéticamente más apreciada) versión del personaje creada por Barry Winsor- Smith en las páginas de Conan, The Barbarian.

Aunque en una primera aproximación, esto tiene su grado de verdad, no es menos cierto que ambos comics estaban escritos inicialmente por el mismo guionista, Roy Thomas, (por tanto, ambos títulos eran consistentes en su presentación del personaje) y que, al fin y al cabo, el guión cinematográfico para “Conan The Barbarian” se alejaba de las historietas del personaje, siendo una reelaboración bastante libre no de los comics, sino de las novelas. El Conan de la película es, esencialmente, en términos icónicos, el Conan que siempre hemos conocido, pero los detalles de su origen y sus motivaciones son exclusiva creación para la pantalla. Incluso, el villano de la historia – Thulsa Doom - ni siquiera pertenece a los mitos de Conan, siendo parte de las historias de Kull, The Conqueror que Howard había creado previas a las del guerrero cimerio. En este sentido, las libertades son abundantes, aunque todas coherentes con el universo de Robert Howard y el mundo en que el personaje se mueve. Partiendo por el origen de la aventura, en el que la tribu de Conan (incluyendo a sus padres) es aniquilada por Thulsa Doom, pasando por su posterior esclavitud infantil hasta su etapa como gladiador y finalmente su imagen de consumado guerrero, el film se propone firmemente moverse dentro de sus propias coordenadas, con el fin de hacer del tema central que Millius plantea algo internamente coherente e independiente de la página impresa (si bien, del todo complementario con ella). El tema principal de la película, arropado por una simple historia de venganza, es el de la iluminación interior (la luz del pensamiento, del raciocinio) imponiéndose por sobre la oscuridad de la barbarie, al mismo tiempo que toda la historia apunta a ser una declaración poética sobre la fortaleza de la voluntad humana (ejemplificada por la cita de Nietzsche que abre la película).






El Conan de John Buscema, considerado por muchos como inspiración directa para Millius y su versión del personaje




Bastante denso para una película de aventuras, se podría pensar, pero con la dirección de Millius – quien rescribió el ambicioso guión original de Oliver Stone (un texto que, según el propio Stone confesara años más tarde, daba para varias películas) - la dinámica de la historia no cae nunca en pesadeces filosóficas que perturben el flujo constante de aventuras e incidentes que jalonan el viaje vital de Conan desde las fosas de la esclavitud hasta la preclara convicción de su condición de ser humano iluminado (una constatación existencial que le une al Conan de las novelas, un hombre bastante más astuto de lo que nos dejan entrever las portadas de comics y novelas). El trabajo de Millius es muy logrado en tanto que logra mezclar, sin solución de continuidad, intensos momentos de violencia desatada y sanguinolentas muertes con un arco emocional para el personaje que tiene su apropiado inicio, desarrollo y conclusión. Es todo un logro en una película que, por sus características constituyentes, es muy fácil de descartar como entretenimiento descerebrado. Millius utiliza una paleta de colores ocres, amarillos y rojos que, ayudados por el excelente diseño de producción (cortesía de Ron Cobb) y una no menos estupenda composición de imágenes, nos entregan una visión extremadamente convincente de un tiempo mítico, mayor que la vida misma. Conan, The Barbarian está plagada de momentos visuales muy bellos (sugeridos por la obra de Frank Frazetta), imágenes expertamente compuestas, casi pictóricas en su cuidada organización de elementos dentro del encuadre que en gran medida ayudan a sugerir los temas que Millius quiere transmitir cuando la palabra escasea (hay muy poco diálogo en el film). Es, por tanto, una película esencialmente visual en la aproximación a sus temas y que busca concientemente la iconicidad como herramienta de comunicación.

El periplo que Conan vive en su búsqueda de la ansiada retribución a su agonía es tanto una crónica vitalista de esos “times of high adventure” de los que nos habla el narrador en la apertura del film, como una senda de maduración emocional para el personaje. No es gratuita entonces la estructura episódica que caracteriza a la primera parte de la historia, luego del brutal episodio donde la villa de Conan es arrasada por Thulsa Doom (un magnifico James Earl Jones) y sus guerreros, llegados místicamente de la nada en busca del “Enigma del Acero” que su padre ha forjado como espada (y que Doom usa para decapitar a la madre de Conan, uno de los numerosos momentos de poesía operática que entrega la cinta). Precisamente, este concepto del Enigma del Acero es uno que viajará con Conan a lo largo de todo su periplo como una suerte de pesado talismán, una carga simbólica de la que sólo podrá deshacerse a través de la maduración y la adquisición de sabiduría. Cada nuevo incidente y personaje que Conan encuentra en su camino, le informa de los modos del mundo y le sorprende con la maravilla carente de cinismo de un infante (el episodio de la bruja, por ejemplo, o sus reacciones cuando entra por primera vez a una ciudad). Que Conan existe y persiste para concretar su venganza, en todo caso, es algo que queda claro desde el principio, pero el mundo le sorprende a cada paso también, como la criatura inocente que, en gran medida, sigue siendo, a pesar de que la suya es una vida entregada al robo y al vicio para poder subsistir. Donde muchos vieron a un bruto sin emociones derribando camellos a puñetazos, lo que Millius en realidad está haciendo es configurar los primeros pasos de Conan hacia la consecución de su futura grandeza.

Es en los episodios de Conan como ladrón - acompañado del leal Subotai (Gerry Lopez, un surfista amigo de Millius, sin experiencia actoral previa) a quien ha rescatado de ser alimento de lobos - donde la película adquiere - luego de un breve desvío hacia la comedia física (impagable la imagen de Conan, del todo borracho, con la cara sepultada en el plato) – progresivamente un tono más reconcentrado, de mayor seriedad y es también cuando la historia adquiere su verdadero peso, su real dimensión. Con la entrada de la ladrona Valeria (la espectacular Sandahl Bergman) en su vida, Conan tiene un motivo para existir independiente de su sed de venganza (el abrazo casi desesperado al que se entregan mientras hacen el amor y la decepción de Valeria cuando comprueba que Conan se ha marchado en busca de su objetivo, son significativos), Conan lo sabe, pero el reencuentro con el emblema de las serpientes, que sucede al mismo tiempo, reaviva su determinación de encontrar al primigenio arquitecto de sus pesares. El guerrero no puedo evitar ser quien es. El interludio romántico con Valeria tendrá un efecto poderoso sobre la personalidad de Conan, no tan sólo dentro de esta película - en la secuela, “Conan The Destroyer”, el guerrero en un momento recuerda melancólicamente a su amante, casi lo mejor de una película claramente inferior en ambiciones a su predecesora - y finalmente su presencia será determinante para que Conan expíe los fantasmas del pasado y así pueda enfrentar su futuro. La propuesta de Millius alcanza, entonces, nuevas alturas cuando Conan es llevado a la presencia del Rey Olric (Max Von Sydow, claramente pasándoselo bomba con su cameo) quien le encomienda al trio la misión de rescatar a su hija de un oscuro culto a la serpiente que ha surgido en su reino. Es por supuesto, la nueva amenaza creada por Thulsa Doom, reconvertido en una suerte de místico nihilista, un profeta de la oscuridad. Su amigo Subotai y su amada Valeria, dudan de la empresa. Para Conan está claro que la pugna es inevitable.

Con la figura de Doom de vuelta en escena, la cinta entra en su segunda y mucho más interesante parte. Temáticamente, Millius ha guardado proverbialmente lo mejor para el final. Hasta ahora, Conan se nos había presentado como un ser inmaduro, explorando tanto el mundo como sus propias posibilidades. Estamos, sin dudas, en un relato iniciático. El origen de una leyenda. Como toda leyenda que se precie, debe tener un sabio que guíe al héroe (y de paso, nos comente la acción) Millius nos presenta en este punto al mago Akiro (Mako, tristemente fallecido hace algún tiempo) cuya voz es la del narrador del prólogo. El mago observará los hechos desde Los Túmulos, el cementerio de los antiguos dioses. Un escenario de lo más propicio para ver el nacimiento de un nuevo titán.





El inimitable James Earl Jones como Thulsa Doom




Millius sigue aquí un patrón ya visto muchas veces en otras fábulas míticas, sin embargo, la presentación de sus ingredientes en esta ocasión es tan poderosa visualmente y tan efectiva en lo temático que pronto olvidamos los lugares comunes de este tipo de historias en favor del fantástico espectáculo de ideas que Millius orquesta para nosotros. Así, nuestro héroe se enfrenta a su enemigo sin estar preparado y los resultados son casi fatales, lo que ejemplifica aquel viejo recurso del héroe que aún no está lo suficientemente maduro para asumir su rol como tal. Conan, hecho prisionero y torturado, es llevado ante Thulsa Doom quien le expone su nueva filosofía: la carne es más fuerte que el acero que antaño buscó con tanta ansia, esa es la verdadera esencia del Enigma del Acero. ¿Qué es la espada sin la mano que la empuña?, pronuncia solemne. El místico ha caído en la cuenta de que es la fuerza de voluntad lo que determina la verdadera naturaleza del guerrero. Y no le falta razón. No obstante, la suya es una revelación que no ayuda a la iluminación, sino a perpetuar la oscuridad: el suyo es un culto pervertido a la tiranía y a la muerte que no puede engendrar bondad ni civilización, sólo destrucción.

Doom ordena crucificar a Conan en el Arbol de la Aflicción (otra imagen extraordinaria, cargada de terrible poesía). Al borde de la muerte es rescatado por Subotai. Aqui la película da otro paso en la construcción del mito. Agónico, Conan es sometido a encantamientos con el fin de no ser llevado al más allá por los demonios que le reclaman. Akiro emplea toda sus mañas, pero la batalla parece perdida a no ser que los dioses se cobren “un terrible precio”. Valeria responde: “yo les pagaré”. No puede haber heroísmo sin sacrificios. El amor de Conan y Valeria queda maldito en ese momento por una tragedia que no tardará en llegar. La idea queda sellada cuando Valeria le comenta a un convaleciente Conan: “de ser necesario, volveré desde la misma muerte para combatir a tu lado”. Desde ese momento y hasta la espectacular conclusión, Conan The Barbarian es un canto épico de hermosas connotaciones y profundas significancias. La experiencia de la casi muerte ha hecho madurar finalmente a Conan. Ha encontrado una nueva sabiduría a las puertas de la muerte. A su propia manera, ha develado el Enigma del Acero. Doom tiene razón hasta cierto grado. La fuerza de voluntad es más fuerte que el acero – la secuencia en la que practica con la espada, pero finalmente lo que aprecia es la fuerza de su puño es por lo demás reveladora – pero esa voluntad y ese acero deben ser usados para la vida, no para la muerte. Con inteligencia, no con barbarismo. Como nunca antes, el personaje usa la astucia para conseguir sus objetivos (sus actos de ladrón eran torpes e improvisados). Ataca nuevamente el refugio de Doom al cobijo de la noche y cumple eficientemente su misión de rescatar a la hija del rey Osric. Pero como he apuntado, no puede haber héroe sin sacrificio. Valeria cae bajo la fecha ponzoñosa de Doom, herida de muerte. Los dioses se han cobrado su “terrible precio” por la vida de Conan. Ya no habrá para él más posible opción que la espada y la consumación de una largamente esperada venganza. ¿ O nos equivocamos? Luego de la sentida escena en la que el guerrero crema a su amada (por que lloras?, pregunta Akiro a Subotai; El es Conan, el cimerio, responde, El nunca llorará. Yo lloro por él) Conan, ayudado por Subotai y Akiro, prepara Los Túmulos para afrontar el asalto final de Doom (el corte incluido en el DVD es un “international cut” distinto al que antiguamente se comercializó en video. Este nuevo montaje incluye aquí un monologo de Conan de insospechado calado humano. Es un pequeña, pero gran adición a la película). En una bella imagen, plena de serenidad, vemos a Conan pensativo, aguardando su destino. Es una imagen que Millius, significativamente, mima por largos segundos. Conan ya no es un bárbaro. Es un guerrero. Pero sobre todo, es un hombre capaz de pensamiento, de reflexión. Entonces, los esbirros de Doom aparecen en el horizonte. Conan está a punto de convertirse en héroe y en leyenda.

Lo que Millius ha hecho con Conan, The Barbarian es realmente notable. Ha creado una bella epopeya de acción, donde lo épico está tanto en la violencia de los actos de guerra como en el viaje espiritual del protagonista de la oscuridad hacia la luz. De la ignorancia del ser al reconocimiento del yo. Es un largo viaje que comienza con sangre y violencia, transita por la amargura y la sed de venganza y termina en la revelación del propio potencial humano, más allá de la barbarie. Cuando Conan, vencedor en Los Túmulos, regresa al templo de Doom para consumar su venganza, el acto ha dejado de ser la realización egoísta de un deseo personal. Es el necesario rito de pasaje de un hasta entonces hombre-niño a la condición de guerrero y líder. Doom intenta hipnotizarle, hacerle sucumbir bajo la influencia de su fascinante mirada, como hiciera con su madre tantos años antes, pero el héroe es ahora demasiado fuerte en su voluntad de prevalecer por sobre la tiniebla como para sucumbir. Conan extingue la influencia de Doom, decapitándole con la espada rota de su padre, un rotundo toque de coherencia temática por parte de Millius ( nótese que luego de matar a su enemigo, Conan arroja la espada al vacío. Otro gesto revelador). Sus discípulos, en tanto, impresionados por la hazaña de Conan, se marchan extinguiendo la falsa luz del maligno profeta. Por un momento la oscuridad parece desbordar al mundo. Millius prepara así el escenario para el momento más significativo de la película.

Es una secuencia de gran belleza plástica, sin diálogo alguno, concienzudamente presentada para servir de conclusión al arco temático del film. Vemos a Conan nuevamente reflexionando, sentado en las escalinatas del templo, contemplando las posibilidades que se abren ante el. Podría tomar el poder que ahora está a su disposición, tal vez ocupar el vacío dejado por Doom. En cambio, poniéndose de pie, Conan arroja una antorcha hacia el templo – la pureza de sus movimientos nos recuerda los de un atleta olímpico – y hace arder el palacio de Doom. Nacido de su mano, el fuego que se abre a la noche es ahora el poder purificador de la iluminación. El viaje de Conan está completo. Él es la luz que ha de abrir la vía a la verdadera civilización. Una fuerza del bien, nacida a la sombra moribunda del mal. Para evitar cualquier duda, Millius nos muestra a la princesa arrodillándose en alabanza ante Conan, como si de un conquistador se tratase. Conan, sin embargo, pasa de largo, ignorando la sumisión de la mujer. Los momentos finales de la película nos muestran a Conan guiando de la mano a la princesa (la corporización de la inocencia perdida) hacia una nueva senda, de vuelta a casa. A lo lejos, se abren las nubes en el cielo y amanece un nuevo día. Un nuevo comienzo.





Un guerrero iluminado, ya no más un barbaro




La primera vez que vi Conan, The Barbarian debo haber tenido unos doce o trece años. A esa edad lo que más se quedó conmigo fue lo potente que la película era en aliento épico y lo desatado de su violencia. Y la música, claro. La banda de sonido de Basil Poledouris (Robocop, The Hunt For The Red October) es sencillamente magnífica. Pocas veces he encontrado una sinergia más lograda entre imagen y música que en esta película. Conan sería menos película y menos clásico sin las composiciones de Poledouris, definitivamente. Ahora bien, dado lo muy en serio que me tomo la película (y sinceramente, me la tomo muy en serio) podría hacer pensar que no soy capaz de ver sus deficiencias. Las veo y soy consciente de ellas. Millius adopta un tono operático, casi grandilocuente, pero a ratos el tono se le cae de las manos. Es cierto. La actuación es irregular, con profesionales dando todo de sí, mientras el trío protagonista logra sacar adelante sus roles por mero instinto. También es cierto (aunque para mi, esto es un punto que, curiosamente, trabaja a favor de la película). Y, sin embargo, la convicción de Millius en la historia que nos narra y la sincera admiración que siente por los personajes es tan infecciosa que, al final del día, la autenticidad de intenciones de la película hace olvidar estas falencias. Conan the Barbarian es una película de aventuras realmente memorable, sin ser gran cine. Una película profunda, sin ser pesada. Una historia fantástica, extrañamente realista. Habrá quienes la odien por su violencia, quienes la tomen por una tontería pretenciosa que se toma demasiado en serio su propia importancia o incluso otros quienes se reían de su exagerado, potencialmente absurdo universo. Allá ellos. Para mí, es nirvana puro. Luego de verla, sigo convencido de su gran poder de sugestión, de la magnífica calidad de sus imágenes y simplemente, de lo endiabladamente entretenida que es.

Aunque también hace lamentar que Millius no se prodigue más como director. Después de todo, este hombre tiene a su haber dos de las joyas de aventuras más criminalmente subestimadas de los últimos 30 años, la estupenda The Wind & The Lion (con un poco probable Sean Connery como lider arabe rebelado contra el poder colonialista de Roosevelt) y la bella, elegíaca Farewell To The King, una crepuscular aventura bélica con Nick Nolte. Se trata de dos magníficas muestras de buen cine de aventuras, totalmente coherentes en espíritu con esta lectura de Conan. Millius, que también es un renombrado guionista – suyo es el guión de Apocalypse Now – es un personaje pintoresco, por decir lo menos. En el peor de los casos, es una presencia incómoda para algunos. De joven fue rechazado por las fuerzas armadas debido a un agudo asma, hecho que le produjo una gran amargura. Para compensar, se convirtió en un coleccionista de armas de fuego (Millius sigue las creencias de la Asociación Nacional del Rifle), de espadas y de antigüedades militares. Así mismo, es un consumado historiador militar y un estratega aficionado, sin olvidar que su máximo héroe es Theodore Roosevelt. Todo un personaje, como podemos ver, que a fuerza de políticamente incorrecto, resulta admirable en su irreducible consecuencia. Conan y Millius estaban destinados a encontrarse.

Y mejor para nosotros que haya sido así. Tal vez Millius nos parezca un tipo políticamente incorrecto o incluso reprochable en ciertas actitudes, pero no hay duda que es también un hombre apasionado que se deja el alma en lo que hace. Como todo pequeño gran autor, sus películas pueden que parezcan insensatas, puede que no gusten del todo, pero son honestas e innegablemente suyas. Independientemente de lo que pensemos del hombre, Millius es un narrador de vieja escuela, que sabe qué decir y cómo decirlo en el momento adecuado. Un verdadero hombre de cine al que, en calidad de tal, admiro mucho. Conan The Barbarian no sería la gran película que es si no fuera por él. Y por eso, le estoy profundamente agradecido.

21 de enero de 2009



Sky Captain & The World Of Tomorrow
Dirigida por Kerry Conran














Esta deslumbrante película - ejercicio lúdico en homenaje a la literatura Pulp y a la recuperación sin aditivos de las simples, cinéticas narrativas de los Serials de los años ’40 - originó su andadura hacia la pantalla grande en la forma de un cortometraje de seis minutos que Kerry Conran creara de forma casera con un PC y la ayuda de un puñado de software comercial, en la secreta esperanza de posteriormente desarrollarlo como un film de estreno. Mediante afortunados contactos dentro de la industria y un considerable golpe de suerte, Conran no sólo logró que Jon Avnet (Green Fried Tomatos, Righteous Kill) apoyara su idea de cara a los estudios sino que, además, obtuvo el apoyo del cineasta en calidad de productor para iniciar la transformación del corto en largometraje. El corto en cuestión está incluido como extra en el DVD de la película (editada por Paramount) y a pesar de ser, evidentemente, primitivo en lo técnico comparado con el producto final, es también sorprendente comprobar el alto grado de semejanzas entre ese primer ensayo y la película terminada. Para bien o para mal, Conran tenía las cosas claras desde el principio.

La película fue abordada en un primer momento como proyecto independiente y, en consecuencia, poseía un presupuesto muy reducido, abocado principalmente a la obtención del material informático necesario para procesar las aproximadamente 2000 tomas de efectos CGI que serían necesarias para completarla. A pesar de esta limitación económica, Avnet consiguió tentar a algunos nombres bastante interesantes para el apartado interpretativo - Jude Law y Gwyneth Paltrow como protagonistas; Giovanni Ribisi y Angela Jolie como soporte, más una breve participación de Michael Gambon - quienes en su mayoría aceptaron trabajar en el proyecto, más allá de los honorarios, estimulados por la novedad del sistema de filmación y el desafío técnico que éste implicaba: Sky Captain sería la primera película cuyos sets se generarían totalmente mediante computador, en tanto que los actores realizarían sus interpretaciones frente a una pantalla azul, apenas interactuando con uno o dos elementos reales de atrezzo.

Aunque The Phantom Menace ya había hecho una incursión en el sistema (a escala reducida, sólo un puñado de secuencias se filmaron de este modo) y los posteriores estrenos de Sin City, Casshern, 300 y The Spirit hicieron que este sistema de trabajo ya no resultara ninguna novedad para el espectador, en el 2003 - año en que se inició la filmación de Sky Captain – la película generó una considerable ola de interés, pues en ese entonces se trataba de un proceso prácticamente experimental que nunca se había usado a tal escala. Desde la misma filmación – realizada con cámara digital – y hasta los últimos retoques visuales previos al estreno, todo el proceso de producción fue realizado completamente por medios informáticos. El resultado es visualmente sorprendente. Una fantástica aventura de ciencia-ficción retro, bañada de tonos dorados y sepia que, además, se daba el lujo de revivir fugazmente a Sir Laurence Olivier para darle rostro al villano de la función. La recargada visual juega con las referencias históricas reales con visos de ficción (el arribo del Zeppellin a New York, que abre la película, es la imagen perfecta para asentar la atmósfera de la cinta y la ambientación de época) mientras arroja guiño tras guiño al fan de ojo avisor (King Kong y Godzilla tienen microscópicos cameos) y siempre usando de referencia las clásicas portadas de las novelas Pulp como marco estético inspirador para crear estupendas iconografías Pop. Una delicia absoluta. En todo caso, más allá de los avances técnicos que la película introdujo dentro de la industria y el propio logro de terminarla satisfactoriamente a tiempo - dada la complejidad logística de la tarea (si bien con una bienvenida inyección de dinero a última hora por parte de Paramount) - el mayor atractivo de Sky Captain como cine es la bien concebida y aún mejor ejecutada recuperación de una narrativa y una estética que, mezcladas en igual medida y con manifiesto jolgorio de fan entregado, dejaban en evidencia desde el primer fotograma sus patentes fuentes de inspiración.

Es así que las principales características de las novelas Pulp (Doc Savage, The Shadow, Bill Barnes, Amazing Stories, Weird Tales, sólo por nombrar los títulos de más fácil reconocimiento) y los Serials cinematográficos producidos como complementos para las antiguas sesiones de cine de sábado por la mañana (The Perils Of Pauline, Flash Gordon, King Of The Rocket Man y una vasta lista de títulos) campan ampliamente a sus anchas en esta entretenida película. Destaca, en este sentido, el cuidadoso trabajo en el diseño de arte (fuertemente influido por el Expresionismo, el Futurismo y el Art Decó, como referentes estéticos de la época) y el demencial nivel de detallismo de vehículos, vestuarios y escenarios, que exudan profusamente todos los elementos de diseño clásicos que las imágenes de aquellos viejos divertimentos poseían. Por esto, Sky Captain es una película que se absorbe principalmente por los ojos antes que por el intelecto. Está claro, en virtud de las artes que recupera y homenajea, que su narrativa es la de un cine de aventuras sin pretensiones. Escapismo en el más hermoso y puro sentido de la palabra. Quienes en su momento criticaron la película por su elaborada visual y escaso argumento, su abundancia de personajes maniqueos y esquemáticos, amen de usar una trama demasiado simplista, carente de mayor lógica, no entendieron que el propósito del film era precisamente recuperar un estilo narrativo - y una manera de entretener mediante él - que fuera totalmente fiel a sus características originales. A diferencia de las aventuras de Indiana Jones (el referente más inmediato en este tipo de recuperaciones), Sky Captain no pretende legitimar su narrativa mediante la consistencia dramática o la sofisticación del género. Esa particularidad de estilo, inherente a las películas de acción de Spielberg (y parte del genio de este cineasta) es una que no parece preocupar a Conran ni a sus colaboradores.

En consecuencia, Sky Captain es una historia simple de seguir que rehúsa concientemente hilvanar fino en la consistencia dramática o la exploración de personajes. La película sigue, a rajatabla, un sólo precepto: “what you see, is what you get”. En virtud de esto, estamos ante una obra en extremo esquemática (aunque nunca aburrida), redimida por el soberbio espectáculo que nos presenta. Por tanto, si Sky Captain nos parece la traslación de una novela Pulp a la pantalla grande mediante los mecanismos narrativos del Serial, es por que, patentemente, esa es su intención. Gritar falta al respecto es demostrar una lamentable ceguera, francamente. Como gran admirador de estas muestras de la cultura popular yankee, me regocijé interiormente cuando vi que habían sido conjugadas de manera tan perfecta por Conran y su equipo de trabajo. Sin ser un experto en estos temas, sí puedo decir que, en su momento, desfilaron frente a mis ojos unos cuantos Serials y la influencia que, en particular, tuvo Flash Gordon (personificado por el inimitable Buster Crabe) en mi crédula infancia es una que resulta del todo definitoria en el desarrollo de mis posteriores gustos. De similar forma, en años pasados he invertido incontables horas muertas en devorar novelas de The Shadow, Bill Barnes y Doc Savage estimulado por esa misma herencia y la recomendación de amigos más enterados. Huelga decir que disfruto de estos dos géneros con pasión. Cuando Sky Captain llegó a los cines, mi estado mental era el perfecto para disfrutar de la película, sin concesiones.

A pesar de su inocente precariedad de medios y una por lo demás deficiente calidad interpretativa (cuando se es niño, tales cosas no pesan demasiado comparado con el nivel de entretenimiento) hay algo fascinante y derechamente adictivo en la estructura episódica de los primitivos Serials, que los hace muy atractivos como divertimento (sin mencionar el factor de humor no intencionado que la revisión actual de estos productos produce, un valor añadido impagable). En el centro de sus ingenuas historias de malvados de opereta, doncellas en peligro e hidalgos aventureros al rescate – peones todos de unas alambicadas tramas que muchas veces desafían cualquier descripción racional - yace una indefinible magia que hace de estas historias unos artefactos a prueba del tiempo y el cinismo, sin importar lo desvaída que actualmente nos parezca la calidad de sus imágenes. El Serial es actualmente un género olvidado por la industria, puesto que no logró superar la enorme popularidad de las entonces nacientes cadenas televisivas comerciales. Ante el creciente desafío de la pantalla catódica, Hollywood decidió apostar por espectáculos millonarios y grandilocuentes. La humildad intrínseca del Serial recibió un golpe de muerte. Para mediados de los ’50, la fórmula de las aventuras baratas ya había caído en una notoria decadencia después de unas fructíferas décadas de abundantes títulos y la producción de estos complementos se paralizó por completo. Con todo, por un buen tiempo el Serial no cayó totalmente en el olvido en que hoy está, pues la misma televisión hizo uso del amplio catálogo de títulos disponibles principalmente para (curiosa ironía) cubrir el slot de programación infantil de los sábados por la mañana. Puedo imaginar claramente a Conran niño un sábado por la mañana cualquiera, devorando oreos con leche y la mirada fija en la monocromática brillantez catódica, inconscientemente tomando notas para el futuro.













You look familiar, my friend...





Sky Captain, es completamente fiel a las características del género apuntadas anteriormente (salvo el de la interpretación). El catalizador de su trama es un celo científico desbocado, ciegamente empeñado en destruir al mundo para crear un nuevo edén (genialmente bautizado por Conran como Totenkopf, dejando claro su origen a la sombra del poderío alemán de la Primera Guerra Mundial, otro guiño a la época); el protagonista es el prototípico aventurero de una pieza, que a la larga deviene en un ser noble dispuesto al sacrificio. La heroína, por su parte, cumple el doble rol de mujer autosuficiente (como las mujeres en el cine de Howard Hawks de los ’30) y doncella en peligro, infatigable compañera del protagonista. Los esbirros del villano son tan irredimibles como impersonales: cantidad de futuristas aeronaves inteligentes y robots gigantes, maravillosamente diseñados - y que recuerdan inmediatamente a los usados por Fleischer Studios en su admirado corto de animación The Mechanical Monsters para la serie Superman – todos ellos liderados por una misteriosa y mortífera mujer guerrera, llamada escuetamente Mysterious Woman. ¿Captan la simpleza del panorama? Lo único que hace falta para disfrutar del Serial es, simplemente, tener ganas de hacerlo (y de forma secundaria, rehuir la tentación de intelectualizarlo). Tal vez el único punto donde se retoca la formula es en el manejo del villano, tratado aquí como una amenaza invisible durante la mayor parte del metraje, constantemente un paso por delante de los protagonistas. No es ninguna falencia en todo caso. Cuando finalmente surge su rostro eléctricamente generado ente dos pilares (la nota de reconocimiento a The Wizard Of OZ en esta secuencia es otra fuente de placer interno para este escriba) y nos encontramos con la cara y voz del largamente fallecido Sir Laurence Olivier, la espera ciertamente ha valido la pena (para estos breves planos se usaron descartes de pruebas de cámara del actor, cedidas por sus herederos).

Entre la evidente acumulación de elementos Sci Fi naif, la continua sucesión de saltos geográficos y la necesaria supresión del rigor lógico, Sky Captain puede resultar atosigante para quien no comulgue con su narrativa de “A-B-C, vamos y pillemos a los malos”, sea un espíritu inmune a los placeres del género o para quien el factor de nostalgia sea nulo. Para estas personas, una recomendación. Vean la película dividida en trozos de 15 o 20 minutos. Básicamente, cada vez que una secuencia de acción esté en su punto álgido, pongan el disco en stop y vuelvan a la película al día siguiente. Verán como la cosa adquiere rápidamente sentido. Para aquellos críticos que levantaron la tarjeta roja de la falta de rigor dramático no me queda más que mandarlos a la biblioteca más cercana – es decir, la web – y leer un par de historias de “Bill Barnes, Air Adventurer”. No creo que pueda haber un antecedente más directo de esta película. Cualquier posible duda que el espectador despistado tenga con respecto a la simpleza narrativa que Conran ha escogido para su guión, la lectura de Bill Barnes le resultara del todo esclarecedora, puesto que Sky Captain es su heredero absoluto, aunque no oficial.

Las novelas Pulp nunca han sido consideradas alta literatura (ni siquiera por sus más obstinados defensores, yo entre ellos) ni sus autores se consideraban a sí mismos excelsos literatos, aunque - a su humilde manera - indudablemente lo eran. Pero una cosa con respecto a ellos es del todo verdadera: eran hombres que sabían escribir eficientemente una historia entretenida, repleta de acción y aventuras descabelladas, al mismo tiempo que eran capaces de trabajar con personajes muy estrechamente definidos (por lo general, según directrices de la editorial) y, aún así, podían hacer de sus pequeñas historias una gozada de tremendas (y tremendistas) caracterizaciones. Así, los malos, lo son siempre de forma irredimible; los buenos, son incorruptibles y siempre dispuestos a resolver entuertos ajenos. Los personajes secundarios, por su parte, aparecen (o se desvanecen) en función de su utilidad al argumento. En coherencia con esto, la narrativa Pulp se auto define por su narrativa económica, directa y palpitante. La acción es la principal estrella, siempre trepidante y en un constante crescendo de situaciones imposibles (para que la eventual falta de lógica en la historia no se note demasiado) y las locaciones, a más exóticas (o surreales) mejor. Los editores y autores de estos productos sabían que su público potencial consistía en adultos que apenas habían salido de la escuela pública y sobre todo, niños impresionables dispuestos a creerse todo. Para mantenerlos cautivos, actuaban en consecuencia.








En el Pulp, la portada es gancho y
aperitivo



Yendo un paso más allá, no es ningún secreto que las novelas Pulp – específicamente, las de aventuras y ciencia ficción, pues las había de todo tipo - son el antecedente literario directo de los comics y - en general - del actual género de aventuras como un todo, cualquiera sea su medio de expresión (la radio, es válido mencionar como punto aparte, jugó un papel importantísimo en la popularización de los héroes pulp mediante programas que imitaban perfectamente el estilo de las novelas). La semejanza temática e icónica entre, por ejemplo, la polaridad de caracteres entre Doc Savage y The Shadow (luz vs. oscuridad en la persecución de la justicia) y Superman/Batman es una con la que cualquier aficionado a los comics se ha encontrado alguna vez en textos sobre el tema. La simetría es demasiado evidente como para ignorarla y resulta totalmente válida. Del mismo modo, prácticamente todos los recursos narrativos del género – damisela en peligro, científico loco, villano maníaco, esbirros deformes, el sidekick y el científico bueno que ayudan al héroe, las locaciones lejanas, el rescate a última hora, la muerte horrible del antagonista y tantos otros clichés que actualmente aún se mantienen en uso - han nacido de las páginas de estos humildes medios de entretención. Todo esto, por supuesto, sin desmerecer la herencia de la literatura de siglos pasados. Sin embargo, es innegable que la depuración de estos mecanismos narrativos y el alto grado de perfección en su utilización, es algo que hemos de agradecer por completo a la novela Pulp. En este contexto y como he apuntado, el personaje de Sky Captain es el nieto ilegitimo de Bill Barnes (a su vez, vagamente inspirado en Charles Lindbergh) y, por tanto, es un héroe Pulp luminoso (a lo Doc Savage, aunque de moral más flexible, mi estimado Doc es un inefable puritano) a tal punto que son prácticamente intercambiables. Al igual que Sky Captain, Barnes posee una flotilla de aviones extremadamente sofisticados y comanda un grupo de expertos pilotos en cuantas misiones le resulten atractivas o beneficiosas. Ambos tienen una base cerca de New York, son numerosos sus intereses románticos y tienen un joven sidekick. Habrán notado que mi escueta descripción es aplicable a muchos aventureros más, de toda índole y origen. Y es que el original héroe Pulp es así de icónico y fácilmente asimilable a nuevas narrativas y medios. Por eso el nivel de reconocimiento en la película de Conran, para quien goza de este tipo de literatura y personaje, es tan alto y tan reconfortante.

Como sus antecedentes literarios y cinematográficos anteriores, el guión de Sky Captain no es una muestra de gran arte narrativo (por lo menos, no en el sentido clásico de la frase). Si es, en cambio, una gran muestra de que los formatos de aventura clásicos, como los héroes que los pueblan, nunca mueren del todo y que sólo hace falta de alguien con el suficiente cariño por los originales para traerlos de vuelta a la escena. Conran posee ese factor de cariño y respeto por los originales que reformula, en cantidades industriales debo agregar. Resulta evidente entonces que Sky Captain & The World Of Tomorrow es una película inspirada por las avenidas del recuerdo y - debido a esto - en curso de colisión con los apetitos del público y el favor de la crítica de hoy en día. De ahí que su atractivo comercial fuera menor (su paso por cines dejó mucho que desear) a pesar de su inspirada empaquetadura visual y lo atractivo de su reparto. Una pequeña joyita que estaba de antemano destinada a ser producto de fascinación para unos pocos, facturada con la tecnología del mañana y narrada con la lógica ilógica de un niño que sueña despierto con la aventura perfecta para su héroe perfecto. Sky Captain deviene entonces una hermosa película de aventuras, para quien tenga los ojos y el marco mental apropiados para verla como tal. Kevin Conran – en el colmo de la suerte, para él y para nosotros – ha podido plasmar su personalísimo sueño en una realidad tangible para el goce de todo aquel que, libremente, quiera entregarse a soñar también y aunque sólo sea por eso, su esfuerzo es digno de admiración. Hay cosas en esta vida que se disfrutan por lo que son, no por lo que otros quieran que sea.


15 de enero de 2009



Let The Right One In
Dirigida por Thomas Alfredson













En estos tiempos de multimedia y plataformas digitales, el aficionado al cine se encuentra con dos situaciones típicas. Por un lado, es imposible mantenerse al margen de las novedades y pormenores de las últimas producciones o de los futuros estrenos, por más que hagamos el esfuerzo consciente de mantenernos al margen de la marea de información disponible. De algún modo, las noticias, los detalles sabrosos y los cotilleos tras bambalinas siempre llegan a nuestra bandeja de entrada, casi siempre acompañados de tentadoras imágenes y videos. Y debido a esto, para quien quiere llegar virgen de antecedentes a una película el panorama siempre es complicado. Por otra parte, cuando el aficionado es como su humilde servidor, es decir, un freak que está pendiente de las últimas noticias, de los cotilleos de producción y de las reviews de entendidos y fans recién salidos de pases privados y salas de pre estreno, el panorama es considerablemente más favorable. Sobre todo a la hora de pescar dentro del radar personal esas pequeñas producciones que se escapan a los circuitos comerciales estándar y que si no fuera por ese bendito concepto llamado “word of mouth”, pocas serían las posibilidades de llegar a ponerles la atención que se merecen, dado lo limitado de su circuito de exhibición. Let the Right One In es una de esas películas que dependen exclusivamente del apoyo de la critica especializada y los fans recalcitrantes para encontrar su público potencial. Sobre todo, tomando en cuenta que es una cinta de bajo presupuesto, que toca temas incómodos y para más limitante, se ubica dentro de la narrativa del Horror. Del horror tomado en serio y no como baratija de feria. Del horror como metáfora existencial.

Basada en una aclamada novela del mismo nombre escrita por el sueco John Ajvide Lindqvist – quien también realizó la adaptación para la pantalla – la película es un drama perturbador que utiliza los códigos de la mitología vampírica clásica para presentarnos un relato que nos habla de la soledad más extrema, la fragilidad de la inocencia y de como un romance, condenado de ante mano a la miseria eterna, puede redimir existencialmente a dos criaturas fracturadas en lo emocional. El que una esté viva y la otra sea una muerta en vida, es mera circunstancia. No es fácil aceptar los dilemas y opciones morales que nos presenta la cinta. Dentro de la lógica de la historia, son totalmente aceptables, pero siendo que los protagonistas son dos menores (aunque uno de ellos lo ha sido por décadas y décadas) y que ambos están prácticamente abandonados a sus propios recursos, tanto emocionales como físicos, nos pone en un callejón moral de lo más turbio. Es una de las razones que hacen de la narrativa de este film, algo tan contundente y poderoso.

Oskar es un niño de 12 años que vive acosado por los matones de su escuela. Solitario e introvertido, parece no tener amigos cercanos y la separación de su núcleo familiar - su padre tiene un amante gay – no beneficia en nada su autoestima. Es la victima propicia para un ambiente tan desalmado como es el del patio escolar. Sumado a esto, su mente es una preocupante bomba de tiempo emocional. Oskar juega en su tiempo libre solo, cuchillo en mano, imaginando la venganza sobre sus atormentadores, mientras apuñala un árbol. Mas tarde, le veremos recortando las crónicas policiales del periódico, mismas que guarda en una carpeta especial y secreta, llena de notas de violencia y sangre. Pero Oskar no es un monstruo. Es una criatura emocionalmente frágil, desvalida y en muchos aspectos, terriblemente inocente. Sobre todo, es un alma solitaria que vaga por los campos eternamente nevados de su pueblo en busca de alguien o de algo. Un día, como cualquier otro, al caer la tarde, ese alguien (que también es un algo) llega en la forma de una pequeña de su misma edad. Eli, una niña de apariencia delgada, casi anémica, se ha mudado con su “padre” al departamento siguiente al suyo. No han hablado con nadie al llegar. La luz del departamento se enciende por primera vez y una ventana brilla en la oscuridad. El hombre, diligentemente, cubre los cristales con trozos de cartón...


Uno de los aspectos más satisfactorios de esta magnífica película es que utiliza escrupulosamente los mitos vampíricos clásicos de la literatura y el cine – excepto los ajos y las cruces, que brillan por su ausencia – y los integra de manera sutil e inteligente a la narración. Desde el primer encuentro entre los dos niños (de noche, claro está) no nos queda duda alguna de la condición de la pequeña. Ella da un salto que, sin ser imposible, tampoco es totalmente humano y se pasea por los patios nocturnos en camiseta, ignorando el acuciante frío polar. ¿No sientes frío? Pregunta Oskar, con inocente indolencia. “Ya lo he olvidado”, responde ella. Cuando Oskar la deja sola, Eli se encoge sobre su estomago, con un gesto de dolor y unos apenas perceptibles sonidos, decididamente no humanos, salen de su garganta. Friedman emplea recursos similares (Eli no se convierte en murciélago, pero la escuchamos tomar vuelo y en varias ocasiones, sortea vacíos en un espacio de tiempo imposible) con gran habilidad, para profundizar cada vez más y más en el pozo del horror. La primera noche en el pueblo, “padre” sale a cazar para alimentar a su pequeña. Cuando este intento falla y el hambre se hace insostenible, el monstruo que yace tras la fachada anodina de la niña se deja ver con toda su cruda brutalidad. Las bañeras y unas mantas hacen las veces de ataúd. La luz del día sigue siendo mortal. La mordida, igualmente infecciosa. Etc.

Las victimas se acumulan alrededor de Oskar y Eli, a medida que se tantean mutuamente, siempre de noche, en el patio nevado. El le deja su cubo Rubik a ella (la presencia del juguete y la ausencia de celulares, es lo único que nos dice que la historia está ambientada en los ’80) y más tarde, Eli le dejará mensajes escritos. Oskar copia el código Morse de un libro en la biblioteca y se lo enseña a Eli. La pared que comparten y que divide sus casas, es también su medio de comunicación. Oskar a encontrado una amiga y Eli, quizás, una mácula de salvación. Las sospechas, no obstante, aumentan a su alrededor con cada nueva muerte y el círculo se cierra inexorablemente sobre ellos. Eli es incuestionablemente un monstruo, pero es uno que no está ajeno a la sensación de soledad o a la fealdad de su existencia. Es en la extrema fragilidad existencial de la niña vampiro donde Oskar reconoce en Eli a un alma gemela, así como ella reconoce en Oskar la inocencia que alguna vez ella misma poseyó. Eli es un monstruo sabio (“tengo 12, hace largos, largos años”, dice en un momento) pero no por eso ha dejado de ser del todo un ser herido por las circunstancias que le han tocado vivir, esclava de su nocturno, horrible hábito. Oskar es consciente de que Eli es un vampiro y que, como tal, debería despreciarla, abominarla, destruirla. Pero no puede. Es su única amiga. Y más tarde, su verdadero amor.

Cuando la relación de amistad entre ambos, se profundiza y alcanza niveles de lealtad y sacrificio verdaderos – el adquiere de Eli la fuerza y confianza que necesita para enfrentarse a los que abusan de su fragilidad, ella entra en casa de Oskar sin ser invitada (recordemos los preceptos vampíricos), en un momento de sorprendente y soberbio horror emocional – es cuando nuestras dudas sobre las intenciones finales de Eli, comienzan a tomar forma. La película nunca lo explicita, pero tras la conclusión del relato queda una vaga impresión de que - no obstante el sincero cariño que parece unir a los personajes - en realidad, lo que Eli ha hecho es seducir a Oskar para ser su próximo acompañante. Es una idea perturbadora que, mirada con detenimiento, a estado subyacente toda la película, a un palmo del umbral de nuestra conciencia. Queremos pensar, como Oskar, que Eli es un monstruo con alma. Pero, al caer la noche, ella siempre será un vampiro. Las sospechas se inician cuando su ”padre” da muestras de celos por la relación que se inicia con Oskar y ella le consuela con una ambigua caricia en la mejilla. La expresión en el rostro de él, es inequívoca y reveladora (valga aquí una nota: en la novela, Eli en realidad es un niño castrado y su “padre”, un pedófilo; en la película esto se ha pasado por alto, excepto por un brevísimo plano en que podemos ver los genitales de Eli y una mención por parte de ella en la que confiesa que “no es una niña”).

Cuando, finalmente, el hombre se sacrifica por Eli, en uno de los momentos más conseguidos de la película, la incomodidad moral y emocional que se abate sobre el espectador, es apabullante. La sensación que flota en el aire es la de un terrible circulo vicioso que se cierra sobre sí mismo, para volver a empezar. Con la introducción de esta consubstancial duda, que corroe nuestra mente a pesar del hermoso plano final que cierra el relato, la película termina de erigirse en una de las más conseguidas y escalofriantes cintas de horror que este escriba haya podido experimentar en mucho tiempo. La película no rehuye el gore – las secuencia climática en la piscina es de antología - ni los despliegues pirotécnicos si son necesarios, pero estos dos lugares comunes del género están siempre supeditados a la introspección emocional y el estudio de personajes. Cada uno de estos elementos, a su vez, bajo la dirección precisa de Friedman, está puesto al servicio de aquello que me gusta llamar “el susurro horrorífico”. Esa particularidad que poseen algunas películas para hacernos sentir consternados emocional y existencialmente no por lo que vemos, si no por las implicaciones de lo que no se nos muestra, de lo meramente sugerido en las imágenes y en las personalidades de los personajes (la calidad actoral en este film es soberbia, dicho sea de paso) y en el caso específico de esta película, en los silencios de esos planos muertos que puntean su narrativa.

Let The Right One In es una tremenda cinta de horror, escalofriante y terrible, pero insospechadamente y a pesar de ello, es también una sensible historia de amor entre dos seres desesperados, tan sincera como profundamente conmovedora. Una película, en verdad, notable.


13 de enero de 2009



An American In Paris

Dirigida por Vincente Minnelli













Momento de confesión: me encantan los musicales. Los buenos musicales. Los de la MGM en sus años de gloria, especialmente. Un buen musical me provoca una inefable sensación de alegría y liviandad de espíritu. Como dicen los yankees, “I’m a sucker for the stuff”. Uno de los grandes misterios de la vida, en lo que a mí respecta, es el hecho de que el musical cinematográfico, el verdadero musical cinematográfico, no esté, en general, en la buena estima del público. Cuesta encontrar a alguien que admita alegremente ser admirador de este tipo de cine y sus particulares rasgos. Nótese que remarco lo de verdadero. No por que una película tenga una buena cantidad de música integrada a su narrativa, cantada o no, podemos denominarla automáticamente como musical (Woodstock, por ejemplo, no es un musical; es un documental). Un verdadero musical es aquel que usa la danza, el canto y la música - en la medida y mezcla que el director estime apropiadas - para narrar su historia. Así, las maravillosas películas de Busby Berkeley, aunque primitivas a nuestros ojos actuales, son musicales por derecho propio (ver una coreografía de Busby es casi como experimentar un milagro); Wizard Of Oz es un musical. Singin’ in the Rain, The Umbrellas From Cherbourg, The Sound Of Music, West Side Story, Jesus Christ SuperStar, Chicago, Sweeney Todd y Repo, The Genetic Opera son musicales también. Saturday Night Fever y Flashdance, por otra parte, son meramente películas con canciones. Lo mismo pasa con Footloose y Streets Of Fire, por ejemplo. No es que tenga malos sentimientos hacía estas películas o sus directores – por lo menos con Saturday Night Fever y Streets of Fire, mi opinión no podría ser más favorable – pero son eso: Películas con canciones. Es una diferencia que es necesario remarcar y a la vez distinguir ambas de los “Musical Reviews”, un subgénero muy popular (sobre todo en los años ’30 y principios de los ‘40) que por su diversidad de contenido y presentación están en una ambigua tierra de nadie, a veces rozando una u otra clasificación (algunas producciones de Berkeley están dentro de este ámbito).

La gente suele decir que el musical como género es difícil de aceptar por que no presenta sus historias al abrigo de una sensación de realidad fácilmente identificable. Nadie en el diario vivir se levanta espontáneamente a cantar y bailar, mediante perfectas coreografías, como si fuera lo más natural del mundo o simplemente por que el corazón o la razón así se lo piden. La gente no manifiesta lo que piensa o siente cantando a pleno pulmón en medio de la calle (probablemente con acompañamiento de coro y apoyado por una orquesta invisible). Igualmente difícil de aceptar para el público es la figura de abandonar el desarrollo de la historia – al menos, en apariencia - en favor de elaboradas (y muchas veces espectaculares) secuencias de danza prácticamente carentes de diálogos, una marca de fábrica del musical que le distingue poderosamente de una “película con canciones”. No obstante, la canción y el baile - presentados como exteriorización de ideas, sentimientos o conflictos entre personajes - es uno de los recursos más hermosos concebidos por este género, además de constituirse en la piedra angular sobre el que se construye su narrativa. Un buen musical nunca presenta canciones al espectador desligadas de la acción que vemos en pantalla, ignorando la diégesis de sonido inherente y necesaria que debe existir para que el musical adquiera legitimidad. Las canciones nunca deben subrayar el drama desde “fuera” de la pantalla. Deben surgir orgánicamente desde la misma acción. Los enamorados, separados por las circunstancias – otra recurrente marca de fábrica del género, especialmente en sus primeros años – vuelven a reunirse y ambos celebran su amor cantando. Son los personajes los que expresan sus sentimientos mediante la canción, como consecuencia de los hechos previos en la historia. La canción es parte del drama, no un comentario externo a el. Un musical hace avanzar la historia que narra, precisamente, mediante las canciones y los números musicales, engarzados los unos con los otros, para darnos un retrato eficaz de los personajes y sus dilemas.

Estos rasgos son los que hacen de este tipo de cine algo tan especial. Por esto, me atrevo a decir que el musical es, gracias a estas características, el más cinematográfico de todos los géneros por que, en virtud de su particular idiosincrasia, es el único que, verdaderamente, carece de sentido trasladado a la realidad, desligado de la proyección. Los números musicales de Berkeley- sus famosas geometrías de piernas y deslumbrantes, masivas coreografías – o los ballets conceptuales que tanto fascinaban a Gene Kelly e incluso la simple, bendita gracia de ver, en lujo de detalles, los movimientos gráciles, etéreos de un Fred Astaire, son maravillas que sólo pueden existir en una pantalla de cine. Podemos tener la historia de ciencia-ficción o terror más alambicada o fantástica que quepa imaginar, si le quitamos todos los adornos que la hacen alienante – vestuario, ambientación, efectos especiales, etc – entonces comprobaremos que esas historias se reducen a cuentos de seres humanos inmersos en situaciones altamente dramáticas. En este caso, la identificación con los personajes es automática. Todos queremos y podríamos ser Luke Skywalker o Paul Atreides. Incluso, Edward Scissorhands o el Dr. Frankenstein. La forma en que todos estos personajes enfrentan sus vicisitudes es plausible para cualquiera de nosotros, independientemente del escenario y el atrezzo que les rodea. En contraposición, nadie puede ser Fred Astaire bailando por las paredes en Royal Wedding, Gene Kelly arribando a un New York de cartón piedra en Singin’ in the Rain buscando una oportunidad, exclamando “Gotta Dance¡¡” o Johnny Depp increpando con voz estentórea a los paseantes a ser victimas de su navaja en Sweeney Todd. Eso sólo sucede en una pantalla de cine. Todo se resume en una palabra, artificio.

La puesta en escena teatral de una obra musical, por espectacular o elaborada que sea su presentación, ciertamente no es cine. ¿Y esto por que es así? Porque el teatro no tiene esas herramientas fundamentales que son el montaje y el plano, elementos ambos que aportan al musical todo su arsenal de deslumbrantes artificios. Se podrían escribir largos ensayos (tan largos que desbordan las fronteras de este simple artículo) sobre el tremendo significado que los términos “montaje” y “emplazamiento de la cámara” aportan al género musical cuando están debidamente empleados. Aportes de tal magnitud que, de hecho, le brindan su maravillosa especificidad - sólo hay que revisar cualquier clásico de Busby Berkeley (42nd Street es un buen ejemplo para empezar o la impresionante coreografía para Remember My Forgotten Man, mi favorita de Berkeley, que cierra Goldiggers Of 1933) o las creaciones de la dupla Gene Kelly/Stanley Donen, en cualquiera de sus colaboraciones, para comprobar este punto - y dado que los demás géneros cinematográficos, sin negar sus valores visuales, nacen de fuertes raíces literarias - algo de lo que el musical carece por más que recurra a la Literatura en busca de inspiración para algunas de sus historias – hacen que el musical posea un único proscenio posible, el marco de un encuadre cinematográfico. Sólo ahí puede existir, vibrar y desplegar todo su encanto.










Junto con el Western – en todas sus expresiones - y la música Jazz, el musical cinematográfico es la mayor y más genuina aportación al Arte Humano que ha hecho EEUU, esa es mi sincera apreciación. Estas tres ramas de la expresión artística son intrínsicamente fruto del crisol cultural de este país, pero de una manera única, irrepetible e indisoluble a la idiosincrasia y el alma del pueblo del norte. Todas ellas habrán sido objeto de innumerables imitaciones – algunas magníficas (gracias, Sergio Leone) - pero sus semillas son inalienablemente norteamericanas. Todo lo demás que ha salido del caldero cultural estadounidense, es una variación o reelaboración de herencias culturales trasvasadas, primero, desde Inglaterra por los colonos del Mayflower y luego del resto de Europa, por las posteriores oleadas migratorias; o bien, derivaciones/mutaciones/híbridos de estas bases fundacionales. Si hacemos un poco de arqueología cultural, comprobaremos que es así.

Por otra parte, la condición del cine como artificio artístico, como producto cultural fabricado, es marco idóneo para la exploración estética de un género como el musical. Así como nadie debería entrar a una sala de cine esperando una fidedigna lección de historia de una película de época (lo siento, pero para eso están las bibliotecas), nadie debería ir al cine esperando – o mucho menos, exigiendo - una recreación fidedigna de la realidad. El cine no es, parafraseando a Jean Luc Godard, la realidad a 24 cuadros por segundo. No, señor. Tremenda falacia, pues esto nunca ha sido así. El cine es una recreación de la realidad, que puede ser más o menos fidedigna al mundo que la inspira, pero cuya mayor característica es la completa libertad de estilización de la que puede hacer uso para presentarse a sí misma. Así, estas recreaciones de la realidad que son las películas, están sujetas, en todo momento, a las intenciones expresivas del director - al mismo tiempo que predeterminadas por los géneros cinematográficos en las que se enmarcan, si bien esto se ha relativizado con los años - y, por tanto, pueden ser tratadas con infinitas gradaciones de creativismo y vuelos de fantasía. Es prerrogativa del cineasta mantener el apego al mundo objetivo que le rodea, ser fiel a las reglas específicas de cada género en particular o, por el contrario, jugar la carta del iconoclasta. Sin embargo, está claro que el trabajo de dirección, por más que se apegue a los factores de lo que comúnmente llamamos realismo, siempre será, necesariamente, una ordenación de factores narrativos y estéticos decididos de antemano (idealmente, una ordenación creada en función de la historia a narrar). La vida, por sí misma, no tiene escuela estética, guión preestablecido ni montaje. La vida se desarrolla y, como el destino, se mueve por voluntad propia. Las películas, en cambio, han de ser narradas y debido a esto, nunca serán un reflejo fiel de la realidad. Siempre serán manipulaciones de este concepto.

Luego de este amplio preámbulo y llegados a este punto, puedo entonces aventurar la siguiente afirmación que no por ser obvia, resulta menos cierta: el cine musical nunca es realista, por más que se presente con visos de tal. El musical de cine (el buen cine musical, recordemos) por definición es una fantasía. Puede ser amable o amarga. Elegíaca, romántica o desesperada. O feliz y despreocupada. Pero es una fantasía, una que aceptamos por lo que es: un hermoso artificio que nos habla directamente al corazón y que usa la sensación de maravilla para cautivarnos. Esto no significa que el musical se aleje de temas profundos para fugarse de la realidad o que rehuya la exploración honesta de los sentimientos humanos, pero su envoltura siempre tenderá, por sus propias características, a sublimarlas (y amplificarlas) mediante la canción y el baile. El musical es, en esencia, la más pura y fidedigna expresión de la palabra melodrama, en su acepción etimológica más prístina (un drama cantado).

An American In Paris es una excelente representación de lo anteriormente expuesto. Es una historia aparentemente amable sobre las aventuras de un ex soldado que, terminada la Segunda Guerra Mundial, decide quedarse en Paris para satisfacer su anhelo de ser pintor. Jerry Mulligan (Kelly, por supuesto) sabe a ciencia cierta que no posee un gran talento, pero no le importa. Disfruta lo que hace y absorbe la atmósfera parisina de forma abierta y despreocupada. Con Minnelli dirigiendo, no obstante, sabemos que las cosas no serán tan aparentemente amables. En sus películas, siempre hay una corriente soterrada de amargura e insatisfacción que permea los momentos más felices. Como veremos, las relaciones de los personajes y sus destinos, si bien se acomodan al molde del final feliz tan típico del género y la época, lo hacen con una cierta fricción que no deja de sorprender y dota a la película de un toque de adultez, si no inusitado, bastante particular. An American In Paris ganó seis Oscars en 1951 (en un momento en que eso aún significaba algo) incluyendo mejor película del año. Estuvieron bien entregados.

Como es usual en su obra, Minnelli dota a las imágenes de un estudiado colorido y maneja la composición del plano como pocos profesionales de la época. Su dominio del lenguaje visual es excelente. Ya sea siguiendo con su cámara los movimientos de Gene Kelly (en el mejor momento de su brillante carrera), deleitándose en la figura grácil de Leslie Caron (su introducción en la historia es una de esas secuencias tan exquisitamente bien concebidas, que no queda más remedio que quitarse el sombrero ante ella) o acomodando la cámara y el diseño de escenarios y vestuario a las peripecias de las gimnásticas coreografías de Kelly para el espectacular ballet final (realmente impresionante), Minnelli es en todo momento un excelso orquestador de imágenes. El objetivo en la posición correcta y el momento preciso, con el fin de capturar en toda su vital belleza las danzas que la película nos entrega. Todo el equipo creativo - excepto la Caron que debutaba en la actuación con este rol, importada directamente del ballet clásico francés – eran profesionales fogueados. Especialmente director y estrella, quienes al momento del estreno de An American In Paris venían trabajando desde hacía varios años bajo la égida de Arthur Freed, el rey Midas del musical en la MGM.

Freed, que se había iniciado como liricista durante los primeros años del sonoro – muchas veces en colaboración con el compositor Nacio Herb Brown (su catálogo de canciones compone prácticamente la totalidad del soundtrack en Singin’ In The Rain) – para luego (a partir de The Wizard Of OZ) pasarse a la producción, es el nombre clave del musical norteamericano durante la década del ’40 y’50. Es imposible concebir el musical cinematográfico durante este período sin las múltiples aportaciones de este productor. Desde la mencionada Oz en 1939 - en la que fue una figura constante tras bambalinas, aunque no tuvo crédito en pantalla – hasta el último gran musical clásico producido por la MGM, la encantadora Gigi de 1958, pasando por las colaboraciones de Judy Garland y Mickey Rooney en la serie de películas dirigidas por Busby Berkeley (Strike Up The Band, Babes In Arms, las más conocidas) a principios de los años 40, Freed era un portento de la naturaleza. La personificación misma del productor de olfato agudo para el talento en potencia y que sabía buscar y reunir a los mejores profesionales disponibles para los desafíos creativos que se le planteaban. Freed rara vez daba un paso en falso en sus decisiones. Estas dos décadas le pertenecieron por excelencia y prácticamente no tuvo mácula de importancia en su curriculum. Aún en sus obras menos logradas – Brigadoon, Yolanda & The Thief – sus producciones tenían momentos que dejaban con la boca abierta y si bien no se pueden considerar verdaderos clásicos, si puede decirse de ellas, sin dudas, que eran films disfrutables, espectáculos bien montados. Sus deslices creativos fueron pocos y no demasiado criticables. En cambio, cuando sus películas tenían todos sus elementos creativos en la medida justa (y no fueron pocas), resultaban obras verdaderamente memorables. Hagamos un repaso somero: Eastern Parade, The Pirate, Meet Me In St. Louis, On The Town, The Band Wagon, Singin’ In The Rain y un extenso, imprescindible catalogo que definió a toda una época. Pocas personalidades han hecho tanto por una forma de arte.

Minnelli fue uno de los profesionales que más asiduamente cooperó con Freed y esto le convirtió en el director de musicales más destacado en la historia del medio. Su filmografía ya a partir de los ’40 - y durante el resto de su carrera - alternaría cintas del género con la incursión en el drama y la comedia. Se trataba de exploraciones temáticas que ampliaban el abanico de posibilidades creativas para el director, aunque su principal ocupación eran las cintas musicales y nadie le hizo sombra a Minnelli en este apartado (tal vez su competidor más cercano fuera Stanley Donen). Su amplia carrera reunió títulos inmortales del género, todos realizados al alero de Freed. Cuando el musical empezó a caer progresivamente en desuso, Minnelli no tuvo problema alguno para adaptar su sensibilidad a un género hermano de sus hermosas odas musicales, el melodrama, con algunos títulos emblemáticos ( The Bad & The Beautiful, Lust For Life, Some Came Running, esta última extraordinaria, Home From The Hill y Two Weeks In Another Town). En este nuevo campo destacó de forma brillante y nuevamente, hubo pocos cineastas que pudieron estar a su altura (entre ellos, Douglas Sirk). Minnelli era un cineasta fuertemente inclinado a trabajar minuciosamente la composición visual de sus films con el fin de develar psicologías, estados de ánimo y atmósferas emocionales. Debido a esto muchas veces se le ha calificado de esteticista. No estoy de acuerdo. La suya es una férrea determinación por hacer del cine un arte de sugestión emocional, mediante el uso del color y la composición visual. Minnelli, es mi apreciación, buscaba en sus películas lograr lo que el cine siempre debería hacer: Contar una historia con imágenes, no con verborrea.








¿Y que se puede decir de Gene Kelly? ¿Existe acaso otro hombre cuya mera presencia personifique de forma más cabal lo que representó el musical hollywoodense en sus años dorados? Con la única excepción de Fred Astaire, ese gran señor del baile, con quien le unía una cálida amistad, plena de reconocimiento mutuo, Kelly no tenía parangón alguno. Se discutirá eternamente quien era mejor bailarín. Es absurdo perder tiempo en tales fruslerías. Ambos eran fenomenales en sus respectivos estilos. Astaire, siempre elegante y etéreo, con la postura garbosa y bailando hacia el cielo. Kelly, sanguíneo y vitalista, con el centro de gravedad bajo, pegado a la tierra. El noble y el proletario. Lo divino y lo profano. Dos fenómenos irrepetibles que no han sido superados y probablemente, nunca lo serán. Gene Kelly se inició como profesor de baile antes de pasar a cooperar en la coreografía de multitud de obras en Broadway. De ahi a Hollywood, la distancia era mínima. Su debut en la pantalla fue For Me & My Gal en calidad de galán de Judy Garland – a quien le guardó una admiración y lealtad digna de elogio, aún en los peores momentos personales de la atormentada actriz – pero no pasó mucho tiempo antes de pasar a ser el mismo la estrella de la función. Para 1945, con Anchors Aweigh – donde tenía de compañero de aventura a Frank Sinatra (¡interpretando a un nerd¡) y bailando en una espectacular secuencia con el ratón Jerry, Kelly era una estrella en definitivo ascenso. Con la fundacional On The Town, el actor cerraba los años ’40, confirmándose en su privilegiada posición y a partir de ahí no conoció más que las mieles del éxito. Por lo menos hasta el fin de la década, cuando el musical cinematográfico salió calladamente de escena, superado por los tiempos. Kelly no se dio por vencido. Además de seguir en la dirección de películas (Hello, Dolly!, a mayor gloria de Barbra Streissand) y trabajar en televisión, se convirtió en embajador universal de la danza, haciendo cuanto estuviese en su poder para expandir los círculos hasta donde la enseñanza y la apreciación de su querido arte podían llegar. El legado de Gene Kelly a la danza y al cine es inconmensurable.

Con tanta leyenda reunida en un sólo proyecto no podía ser que el producto final no estuviera a la altura. An American In Paris es una delicia de película. Seré el primero en admitir que, desde el punto de vista del guión, la cinta es muy esquemática y sus resortes dramáticos sirven meramente de justificante para montar los números musicales. Pero este es un caso común a la mayoría de las películas del género, aún de los mejores. Ninguna sorpresa para el aficionado. Para el que mira desde fuera, sin participar en el juego, por supuesto que encontrará falta en el débil esqueleto narrativo, lo obvio de las situaciones y la estereotipada presentación de personajes. Sin mencionar la artificiosidad resultante de todos estos factores, aumentada por el abundante uso de sets dentro de los terrenos del estudio (muy típico de una época cuando la filmación en exteriores reales era una rareza, incluso para las escenas callejeras). En este caso, la Francia que Minnelli nos presenta es puro artificio, obra de la más brillante artesanía. Una visión tremendamente romantizada de Paris, donde todas y cada una de las calles y fachadas que vemos, salvo unos breves planos filmados en locación para la apertura del film, han sido manufacturadas por el equipo de producción de Freed. Es una visión de la “Ciudad de la Luz” que nadie encontrará nunca en la propia ciudad, por más que la busque. Sólo es posible en Hollywood. Es parte del encanto.

Pero, volviendo al punto anterior, la trama de la película no podría ser más simple. Nuestro protagonista tiene que escoger entre el amor de una millonaria norteamericana (Nina Foch), que se muestra tan dispuesta a creer en su talento como en dominar su vida personal, y la exquisita ingenuidad de una joven dependienta francesa (Caron). La opción parece simple, pero la joven está comprometida con un cantante de revista musical (Georges Guetary), quien desea llevársela consigo a América, para continuar su carrera. Los ilícitos amantes optan por lo noble y se despiden con la intención de no volverse a ver nunca más. Como ven es una simple historia de amores frustrados y desencuentros, claro está, resueltos a última hora de la manera más romántica y menos plausible. Pero, de nuevo, es parte del encanto del musical jugar con estos clichés, reformulados al antojo de los cineastas de película en película. Completan el cuadro un neurótico y cínico pianista de conservatorio (Oscar Levant), amigo del protagonista y por buena parte de la historia, el único personaje que parece tener una idea clara de los desencuentros y las motivaciones de quienes le rodean (casi como un coro griego), un detalle al más puro estilo Minnelli.

Los toques de melodrama del director están patentes para quien quiera verlos y a Minnelli le preocupa poco cerrar las relaciones de sus personajes de manera acomodadiza. Milo Roberts, la millonaria que pretende seducir a Mulligan con su dinero y una vía fácil al reconocimiento, es una depredadora de hombres, con una enfermiza fijación por los artistas. La millonaria al enterarse de que su protegido ama a otra mujer exclama: “necesito una copa de champagne” y sale del encuadre... ¡sin que volvamos a saber nada más de ella¡ El cantante interpretado por Guetary acepta la infidelidad de su amada con una tranquilidad y nobleza casi chaplinesca, algo que deja un sabor de boca bastante amargo puesto que el personaje en ningún momento se nos muestra como abiertamente antipático (como sería lo normal). El pianista que interpreta Levant es un cínico que, además de ser el elemento de humor dentro de la historia, está ahí para decir las cosas como son. En un momento se entabla un diálogo entre el y Milo Roberts, donde el primero ataca despiadadamente los actos e intenciones de la segunda. Cuando Milo le interrumpe, pensando que el pobre tipo está haciendo el ridículo y le dice: “Sabes, yo soy esa persona de la que hablas”, el hombre responde: “ya lo sé”. El espectador no sabe si reír o sentirse mortificado. ¿Y que hay de Kelly y la Caron? Sus personajes terminan juntos, la formula lo exige, pero como en The Graduate de Mike Nicholls, su futuro es de lo más incierto. Vivieron felices y comieron perdices, ciertamente no se aplica aquí. Esa soterrada corriente de insatisfacción y amargura de la que Minnelli siempre hacía uso podía llegar a ser verdaderamente venenosa. Pero esto es hilar fino. Las reglas de este género predeterminan estas convulsiones dramáticas y la “suspensión del descreimiento” – esa inefable condición “sine qua non” que el cine pide de nosotros para funcionar como el sueño lúcido que pretende ser – debería protegernos de nuestra propia lógica.

Este despliegue de sentimientos y pasiones, en todo caso, es la excusa perfecta para que Minnelli y Kelly conjuguen el desarrollo del romance con una variada sucesión de canciones y bailes, con música y letra cortesía de los hermanos Ira y George Gershwin (una de las aristas de ese triunvirato sagrado compuesto por ellos, Irving Berlin y Cole Porter, quizás los compositores de música popular más famosos y admirados de la historia norteamericana). Todos los factores de producción encajan en su lugar de manera brillante y los actores se lucen en sus papeles. Kelly enseña inglés a un grupo de niños, con una simpatía tan infecciosa que haría del sistema educacional de cualquier país alcanzar el 100% de resultados positivos; Levant monta un número en su imaginación donde interpreta el “Concerto en F”, interpretando todos los papeles de la orquesta (y del público también). Kelly y Caron bailan su amor a orillas del Sena, con un encanto tan excelso que, inpajaritablemente, siempre me pone gagá y cuando la película parece tocar su momento más oscuro dramáticamente, Minnelli nos presenta la coreografía creada por Kelly para el concierto An American In Paris y por 17 alucinantes, extraordinarios minutos la suspensión de realidad es tan bella, la estilización tan conseguida, la sincronía de color, movimiento y música tan perfecta que las palabras no tienen la fuerza suficiente para adjetivizar apropiadamente el espectáculo en cuestión. Es un “tour de force” conceptual que, de sólo pensar en la logística asociada – la filmación de la secuencia llevó un mes - el esfuerzo creativo desafía la lógica.

La concepción visual del film apela a los pintores impresionistas (Dufy, Renoir, Utrillo, Rousseau, Van Gogh, Lautrec) para lo cual el perfeccionista Minnelli se cuidó mucho, a lo largo del metraje, de utilizar la paleta cromática apropiada en todo momento para sugerir el colorido asociado al movimiento pictórico. An American In Paris es una película visualmente hermosa, pero nada más entrar a la cabeza de Mulligan (la secuencia ocurre en su imaginación, una alegoría visual de sus sentimientos) la explosión de color que sucede nos toma por sorpresa, magnificada por el uso del Technicolor (técnicamente hablando, una de las mejores cosas que le han pasado al cine). El ballet está diseñado para realzar el estilo pictórico de cada artista de forma sucesiva, ocupando cada uno de ellos un segmento de la secuencia. Tal vez el momento más icónico es cuando Minnelli fusiona el cuadro “Chocolat” de Latrec con la silueta de Kelly, imitando éste la postura de la figura en el cuadro. Es una imagen sensacional y la posterior danza a la que se entrega el actor, uno de sus momentos más inspirados. Aunque para mí, el momento más bello es el dueto de Kelly y la Caron en la fuente de agua, silueteados en la semi tiniebla y abrigados en su baile por un sensual solo de trompeta. Pocos momentos dentro del musical norteamericano pueden presumir de tal perfección de forma y fondo. Cine en estado puro. Lo más impresionante de toda la secuencia es que no tiene ni una sola línea de diálogo. Todo esta sugerido por el movimiento y el uso de la luz y el color. Es un triunfo de puesta en escena que Minnelli lleva a sus últimas consecuencias cerrando la película con una breve coda para el necesario final feliz: el futuro esposo renuncia a su novia e incluso la trae de vuelta hasta su amante y le abre la puerta del vehículo para que vaya hasta él (a eso le llamo yo caballerosidad, ¿he mencionado ya que el musical es, por definición, una fantasía?). Los amantes se reúnen a medio camino de una larguísima escalera, en un plano extrañamente fantasmagórico, y bañados por la noche parisina, se alejan arropados por su amor...

Y una millonaria producción hollywoodense termina con un tercer acto donde no se ha articulado palabra alguna y la resolución del drama nos ha quedado clara y exclusivamente expuesta a través de las imágenes. Una declaración de principios, como pocas veces he visto.


9 de enero de 2009



Oh, What A Lovely War
Dirigida por Richard Attenborough












“!Wellcome to Jurassic Park¡”... Estoy seguro que para las recientes generaciones de cinéfilos la imagen de Richard Attenborough es, ante todo, la del millonario bien intencionado y soñador, aunque superado por las circunstancias, en el clásico contemporáneo de Steven Spielberg. La verdad es que este actor y director británico, actualmente Lord, tiene una vasta carrera profesional a su espalda que abarca muchísimo más que su recordado papel como promotor de la resurrección genética de los dinosaurios en aquella cinta. La suya es la trayectoria típica del profesional de la actuación inglés, con una sólida formación y experiencia teatral en los clásicos de las tablas y un posterior paso a las pantallas de cine británicas, donde alcanzaría reconocimiento universal. El cine en la Inglaterra de los años ’40 y ’50 conoció una etapa dorada en la que diversos y magníficos talentos teatrales alcanzaron la gloria en un amplio abanico de películas, muchas de ellas clásicos absolutos del cine británico de todos los tiempos. Aquel fue la época de Laurence Olivier y John Gielgud; la de Ralph Richardson y Michael Redgrave, entre muchos más. Nombres eternamente ligados a lo mejor de la herencia cinematográfica inglesa, dirigidos algunos de ellos, a su vez, por directores del calibre de David Lean o Carol Reed, sólo por mencionar a los más icónicos, que por aquellos años iniciaban también sus fructíferas carreras en el cine.

Fue precisamente su condición de par entre estas luminarias lo que llevó a que un proyecto de características tan particulares como el de Oh, What A Lovely War cayese en las manos de Attenborough, luego del exitoso y muy alabado montaje teatral de Joan Littlewood, quien escribió el texto teatral adaptando una anterior obra radial de Charles Chilton. El principal y más importante de los defensores de la obra teatral era John Mills, otro de los nombres verdaderamente míticos del cine ingles, protagonista, entre otras muchas cintas clásicas, del hermoso High Hopes dickensiano dirigido por David Lean. El actor sentía una fervorosa admiración por la obra teatral y estaba decidido a adaptarla a la pantalla. Sin embargo, Mills era consciente que los temas que tocaba el texto – la inutilidad de la guerra, la sátira a la separación de clases tan típicamente británica, la inherente estupidez y ceguera de los gobiernos y los nacionalismos extremos, el dolor asociado a la mutilación o muerte de los seres queridos – eran poco populares, a pesar de las actitudes intelectuales y políticas que corrían en 1968, año en que se inició la producción del film, y que, por tanto, no atraerían mayormente a potenciales inversores. Más bien lo contrario.

Armado tan sólo con la calidad intrínseca de la obra y el compromiso de dirección de un debutante Attenborough tras las cámaras, Mills y su recién adquirido colaborador decidieron apostar precisamente por la calidad del material original para tentar a un elenco que, dadas las circunstancias, jamás creyeron posible poder reunir. Empezando por Olivier y de ahí a Gielgud, Richardson y los demás titanes de las tablas inglesas, no hubo actor que se resistiera a participar en la producción. ¿Cual fue el truco? Primeramente, la calidad del material original, pero también el hecho de que Olivier aceptara trabajar por un sueldo simbólico, muy por debajo de sus honorarios acostumbrados. Ante tal muestra de lealtad profesional y caballerosidad entre viejos colaboradores, no hubo quienes se negaran a ser menos que el gran señor del teatro ingles... Así, un “who’s who” de la interpretación británica se puso a disposición de un sorprendido Attenborough, quien se vio de pronto a cargo de una producción de considerable envergadura económica y prestigio interpretativo.

De los nombres más reconocibles en este elenco, además de los ya mencionados miembros de la vieja escuela teatral británica, se puede mencionar a Kenneth More, Ian Holm, Vanesa y Corin Redgrave, Susana York, Maggie Smith, Dirk Bogarde y Edward Fox, entre una multitud de otros rostros reconocibles. Todos tienen pequeños papeles de soporte, algunos de ellos incluso aparecen en una escena nada más (Bogarde y la York, quienes trabajaron un día tan sólo, por ejemplo) pero el calibre de prestigio que alcanzó el film por el mero hecho de reunir tal reparto, benefició tremendamente a toda la empresa. Con este elenco de ensueño, luego no fue mayor problema conseguir la financiación de parte de Paramount Pictures (el propio Charles Bludhorn, dueño del estudio por aquel tiempo, le aseguró al director que con tal reparto, el costo no importaba) y la producción de una de las cintas musicales más sui generis de la historia del género, se puso en marcha. Para ser una primera experiencia tras las cámaras, la dirección de Attenborough es inspirada y con el apoyo de su director de fotografía – el talentoso Gerry Turpin – logra componer unas viñetas visuales de gran belleza y poesía. El trabajo de Attenborugh en la dirección desmiente su condición de primerizo. Sin duda, luego de años de trabajo continuo con los maestros del cine inglés, era imposible no aprender lo necesario para salir bien parado del desafío.

Tal vez el único pecado de la película sea lo largo de su metraje, un poco excesivo, que deviene en una cierta languidez de ritmo. Es un defecto menor, en todo caso. Después de visionar Oh What A Lovely War, es innegable que la película es un par de secuencias demasiado larga, pero no puedo decidirme a elegir algún número musical o pasaje visual del que pudiera desprenderse el film, sin afectar al conjunto de la obra. Tal vez sea la acumulación de impotencia y amarga inevitabilidad que se va apoderando de uno, a medida que avanza la historia, lo que juega un poco en contra del film. Oh, What A Lovely War es una experiencia profundamente triste. Cada viñeta es una excelente combinación de belleza visual y atinada puesta en escena, pero están todas ellas siempre teñidas de sentimientos encontrados. No es sorpresa alguna comprobar que la película no hiciera demasiado dinero durante sus pases iniciales y que después de su vida comercial en cines, cayera en un semi olvido. Attenborough confiesa que de entre su destacada, aunque breve filmografía – que incluye, no olvidemos, la oscarizada Ghandi (en palabras del propio director, el proyecto de su vida y la razón por la que se pasó a la dirección), la biografía de Chaplin con Robert Downey jr. y sus colaboraciones con Anthony Hopkins en Magic y Shadowlands, además de otra estupenda cinta antibelica, A Bridge Too Far) - esta película es la que más le solicitan como reposición para retrospectivas o festivales. El director se muestra orgulloso de su presentación como cineasta. Es un sentimiento justificado.

Oh, What a Lovely War posee una estructura narrativa tremendamente particular, mezcla de puesta teatral, music hall, surrealismo y estilización. Es, sobre todo, una película sumamente amarga y lírica. Ambientada durante la Primera Guerra Mundial, la película habla sobre hechos trágicos y heridas que no cicatrizan, de absurdos y tremendos dolores. Y todo ello con el empaque de unas canciones que, a pesar de despertar los recuerdos de unos tiempos idos, nos resultan tremendamente contemporáneas en sus apreciaciones vitales, sus posturas morales y el existencialismo que fluye de sus letras. La música en sí está compuesta exclusivamente por canciones populares de la época - sacadas del music hall y de las experiencias de los propios soldados - y sus letras están escrupulosamente respetadas para reflejar el sentir popular de los tiempos.

La película empieza con una reunión de los altos gobernantes de la Europa de principios de siglo XX, donde se nos explica – con una atinada y burlesca rigurosidad (los diálogos de los personajes son citas históricas reales) – los pormenores de la situación política en el continente, previo al asesinato del archiduque Francisco Fernando en Sarajevo que, como sabemos, fue el disparo de salida para todo el conflicto. Es una puesta en escena a un tiempo estilizada y muy teatral, que descoloca y a la vez prepara el terreno para lo que será el resto de la cinta. Estamos en un pabellón de fiestas, donde los gobernantes hablan entre sí de política y menudeos imperiales. Las frases son forzadas y las mutuas buenas intenciones tan aparentes como falsas. La atmósfera de la escena es patentemente ridícula y absurda. De pronto, aparece un fotógrafo que entrega dos flores rojas (este será un leit motiv durante toda la historia para indicar una muerte), una al Archiduque y la segunda a su mujer. Vemos el destello del flash que se enciende en un momento y al siguiente, los cuerpos del gobernante y su esposa caen comicamente al piso, muertos. La guerra ha comenzado. Es una secuencia de apertura magnífica y en extremo bien concebida y presentada.

Luego de esta secuencia introductoria, la acción se traslada a un paseo marítimo en la costa inglesa que acaba de ser inaugurado. Su nombre: Primera Guerra Mundial, en brillantes luces, y vemos a nuestros protagonistas, la amplia familia obrera Smith, pagando su entrada para ver el espectáculo que está por empezar y del que ellos mismos serán protagonistas. Ellos serán los testigos mudos de la época, puesto que enviarán a sus cinco miembros masculinos a la guerra - inevitablemente les veremos caer uno a uno, a lo largo del film - y las mujeres prestaran distintos servicios civiles. Sus vicisitudes representan la de toda la clase obrera inglesa de principios de siglo. Attenborough contrapone a sus pequeñas alegrías y miserias, las petulantes, ciegas y muchas veces trágicamente estúpidas acciones de la elite social europea, tanto en la esfera militar como en la civil, y aquellas de las moribundas realezas de la Belle Epoque. El paseo marítimo es el estilizado proscenio desde donde veremos – en distintas y sucesivas viñetas – el desarrollo de la tragedia.

Attenborough aprovecha esta figura para montar unos números musicales que tal vez no sean excesivamente espectaculares si los comparamos con los del cine musical clásico de Hollywood (comparación inevitable, me temo), pero está claro que no es la intención de la película imitar estilos o escuelas. De hecho, no imita a nadie. Los pasajes musicales están cargados de significado, poesía y un lirismo realmente conmovedor que, a fuerza de crudos y trágicos, están en el extremo opuesto de las intenciones creativas y expresivas de Singin’ In The Rain o My Fair Lady. La película salta indistintamente, casi como si se tratase de un sueño, desde la estilizada presentación de los números musicales a la cruda realidad de la muerte en las trincheras, del barro y el frío a la angustia de las mujeres y los pequeños remansos de alegría de los soldados que vuelven del frente. Se trata de un poderoso y conseguido juego de contrastes y comparaciones que mueve a la reflexión y a la amargura con la misma facilidad que puede crear momentos de terrible belleza visual. Como ejemplo, tres momentos.

El primer cuadro musical nos presenta las primeras batallas entre las fuerzas germanas y las tropas francesas y belgas, pero lo hace con una introducción realizada por un teatro de marionetas. Vemos a los títeres, mediante corte brusco de montaje, convertirse en soldados reales y pasamos a una secuencia de baile y canto, donde se pone de manifiesto la brutal contradicción entre la ingenuidad caballeresca de los combatientes, aún imbuidos del caduco sentido de la guerra entendida como ejercicio de nobles, y las impersonales matanzas a gran escala de la naciente tecnología militar del siglo XX. Sobreviene la batalla y la caballerosidad da paso a la horrible constatación de la matanza. Sólo que los cuerpos que vemos caer no son humanos, son los títeres. Estamos de vuelta en el paseo marítimo. Luego, vemos a las tropas francesas descansando mientras escuchamos la voz en off de un soldado relatando sus impresiones sobre los primeros días del conflicto. De pronto, un caballo huye de su dueño. Vemos al animal correr por los campos en un hermoso travelling en cámara lenta, hasta que el animal sale del plano y entonces estamos en el lado contrario del conflicto. Escuchamos otra voz en off. Es un soldado alemán el que habla ahora. Las impresiones, no obstante, son las mismas.

Tal vez el más significativo de los poéticos fragmentos y viñetas que componen el metraje de la cinta, con excepción del demoledor plano final, es el de la despedida en la estación del tren. Parte uno de los hijos de vuelta al frente. Se monta un número musical sobre un tren de feria para la despedida. Las vías, que primero eran circulares durante la canción, ahora son rectas y van a dar al final del muelle. Al vacio. El soldado se despide de su familia; confiado, casi alegre, se aleja progresivamente. Corte al rostro de la madre, grave y consternado. Plano a los rieles. Ya no hay tren. ¿Ha caido al mar? ¿Al sacrificio? ¿A la nada? Corte al rostro de la madre, la cámara abre el plano hasta una vista general. Es una estación de tren real. Totalmente vacía, excepto por la mujer. No hay canción, no hay fiesta. La mujer se gira y se marcha. El silencio es fúnebre y total.

La película está soberbiamente construida sobre momentos similares. La acumulación de información (la historia sigue fielmente la cronología real de la guerra) y la amarga sátira que exudan las imágenes ( se nos informa de las bajas como si fuera un match deportivo: muertos, 60.000; terreno ganado al enemigo, cero) causa una considerable impresión en el espectador. Es un efecto acumulativo que resulta emocionalmente extenuante. Especialmente en las secuencias que Attenborough dedica a las altas esferas políticas y militares, cuya obscena ceguera a la matanza y el irracional y – para ellos - teórico juego de destrucción al que parecen entregarse con casi infantil regocijo, provoca el inmediato rechazo de la platea. La alta oficialidad es mostrada como una clase aparte, completamente desconectada de los horrores de la realidad y las consecuencias de la carnicería generalizada (en un momento un oficial ingles reza con veneración y da las gracias a Dios por que hoy “sólo han caído 60.000 hombres”).

Por supuesto las denuncias antibelicistas son casi tan antiguas como el cine mismo. No hay sorpresa ni mayor novedad en la postura moral y política que toma la película con respecto al tema. Lo que hace tan interesante, sin embargo, a este film es su inimitable envoltura estética y sus inusuales opciones narrativas, que le convierten en una obra fascinantemente extraña, irrepetible y conmovedora. Huelga decir que Oh, What A Lovely War es una película pacifista hasta la médula y su postura no puede quedar más clara que en su apabullante plano final, de una contundencia arrebatadora.

El último de los varones Smith se mueve por las trincheras vacías. Un soldado le dice que siga la cinta roja, que parece correr a lo largo de todo el paisaje. El hombre la sigue, a medida que se desprende de su uniforme. Corre por un campo de flores rojas, deja atrás a su madre y hermanas, que están en un día de campo. El hombre finalmente se encuentra con sus hermanos, que descansan sobre la hierba fresca. A llegado a su destino. Se tiende en la hierba con ellos. Attenborough disuelve la imagen de los hombres yacentes y la reemplaza con un plano de cruces blancas, clavadas en el mismo campo.

El plano se abre. Y se abre. Y se abre. Y se abre. Sigue abriéndose hasta que el plano se convierte en una toma aérea y el estupor nos llena el alma. Recordemos que estamos en 1968, aún no existen artificios de CGI que nos distancie del impacto que la alucinante imagen nos provoca. Es un inmenso cementerio. Las mujeres visitan a sus muertos. Cientos, miles de cruces llenan la pantalla. La cámara sigue alejándose hasta que las cruces se convierten, junto con las mujeres, en meros puntos en la distancia.

Lo único que queda es el silencio...