25 de febrero de 2009


Badlands
Dirigida por Terrence Malick







Comúnmente denostado por la platea de sábado por la noche, el cine de Malick es cosa particularmente hermosa y poco común, incluso en los circuitos de cine alternativos. El suyo es un universo profundamente personal, reflexivo y poético a ultranza por sobre cualquier clase de acomodo a la narrativa comercial al uso, sin temer alienar a los espectadores faltos de paciencia o a quienes buscan una historia narrada de forma acomodaticia. A este director tales cosas le tienen sin cuidado. Sus películas – apenas cuatro títulos en poco más de tres décadas (con un quinto actualmente en post producción) - son verdaderos cantos visuales que, sin descuidar la calidad de sus guiones, están abocadas a producir en el espectador una sensación de ensoñación intimista y trascendental que va más allá de simplemente querer contarnos una historia determinada. Las premisas narrativas que Malick usa en sus films son a fin de cuentas excusas argumentales para poner en práctica lo que este notable creador sabe hacer mejor: abordar el cine como una fuga estilística donde lo estético está en completa armonía con la poesía que el director quiere transmitir. Su cine nos hace reflexionar acerca de nuestra propia ineludible condición como miembros de una misma, tal vez maldita especie y cómo la profunda relación simbiótica (física, psicológica, moral) que mantenemos con el mundo que nos rodea muchas veces nos lleva irremediablemente al menoscabo de la inocencia, en todo sentido.

Las películas de Malick han de ser absorbidas por el espectador no tanto por las incidencias que nos narran – muchas veces episódicas y mínimas, mundanas hasta el punto de resultar desconcertantes – como por los tremendos e implícitos significados que exudan las imágenes por él compuestas. El término poesía en movimiento, aunque tantas veces usado a la ligera con respecto a un tipo de cine inclinado a la exploración lírica, describe aquí muy bien la obra de este director. La desbordante belleza visual y temática, a veces desgarradora, siempre profunda que poseen sus películas es, en sí misma, portadora de mensajes humanistas y exploraciones filosóficas que no por ser oblicuas - o incluso crípticas en ocasiones - dejan de tener una profunda resonancia emocional en quien las experimenta. Ni menguan tampoco, como algunos afirman, la capacidad del director para narrar correctamente una historia, si bien es evidente que la languidez narrativa de sus películas y su peculiar sentido del ritmo interno del plano (los “tiempos muertos” antes de un corte son vitales en el cine de Malick) son necesaria consecuencia de su personal estilo.

En lo que a mí respecta, su obra maestra es The Thin Red Line. Esta tremenda película fue una que pasó casi desapercibida comercialmente en 1998, a pesar de sus nominaciones al Oscar, en parte debido a la considerable popularidad de Saving Private Ryan, estrenada poco antes en ese mismo año. El arrollador éxito de la cinta de Spielberg lamentablemente hizo que The Thin Red Line pareciera, a ojos del público general, redundante. Esto mermo considerablemente su taquilla, de por sí destinada a una platea minoritaria que no dudo, a pesar de todo, en abrazar el film y alzarlo como uno de los mejores del año. Son dos obras que abordan temas y ambientaciones muy similares, es cierto, no obstante son increíblemente disímiles en ejecución. Ryan apostaba por la carnaza cruda y gráfica, buscando la lagrima fácil a pesar de su aparente distanciamiento semi documentalista. The Thin Red Line, en cambio, minimizaba concientemente el derrame de sangre y la objetividad historicista para preocuparse por completo en acompañar el sentir interno de los soldados mediante monólogos y devaneos narrativos en forma de episodios “menores” con respecto a la supuesta trama central. Un cuadro narrativo típico de Malick.

Sin querer disminuir el trabajo de Spielberg – Ryan tiene su buen puñado de buenas cosas, a pesar de ser una obra terriblemente sensiblera – The Thin Red Line es, sin duda, mejor película. Lejos. Tras veinte años de silencio auto impuesto, afincado en Francia por motivos personales, Malick dio contundente muestra de no haber perdido un ápice de su capacidad creadora. Veinte años parece una cantidad absurda de tiempo para madurar una idea, pero en el caso de los seguidores del cineasta, la espera valió la pena. The Thin Red Line es una cinta apabullante en su desgarrador cuadro de corrupción de la naturaleza prístina de las cosas (tanto real como metafórica) por medio de la necedad humana y al mismo tiempo, es uno de los cantos a la vida más honestos y radicales que haya podido experimentar nunca. Como película, es una experiencia abrumadoramente bella y dolorosa a partes iguales, para nada indulgente con quienes buscan la gratificación barata, y que lograba sacar de un tópico tan recurrente como la cinta bélica, una reflexión profundamente meditada acerca de nuestra irracional, trágica capacidad para dejarnos llevar por la destrucción y el dolor.

Increíblemente, tuvieron que pasar “apenas” siete años para disfrutar una nueva obra del director. En el 2005 se estrenó The New World, una nueva revisión de la leyenda de Pocahontas que pasó aún más desapercibida para el descortés público de los despersonalizados multicines (este escriba recuerda enamorarse de ella en una sala casi vacía). Para quienes habían disfrutado de su anterior experiencia cinematográfica, The New World demostró que el ser humano nunca tiene suficiente de lo que es bueno. Una vez más un tema que parece manido Malick lo insufla de nueva vida gracias a su probado aliento poético, apoyado en un reparto por lo demás interesante y totalmente comprometido con la visión del director. Una faceta esta de la lealtad de los actores que se ha convertido en amuleto de batalla para muchos de ellos. Sin importar lo que podamos pensar sobre Malick como director y de sus películas como arte, el nivel de feroz lealtad que el hombre despierta en sus actores (y en sus equipos técnicos también) es digna de encomio y ya debería decirnos algo respecto a su figura y su cine. Martín Sheen y Sissy Spacek – protagonistas en Badlands, el debut de Malick tras las cámaras - hablan maravillas de poder haber trabajado con él, una experiencia que ambos consideran irrepetible e impagable. El impresionante reparto de The Thin Red Line - un verdadero who’s who de estrellas – estuvo dispuesto a ceder dinero y ego con tal de poder trabajar con Malick, aunque fuera brevemente. Estrellas del calibre de George Clooney, Woody Harrelson, John Travolta, John Cusack, Nick Nolte, Sean Penn y el entonces desconocido Adrian Brody, además de muchos consagrados menores, hacen acto de aparición de manera muy secundaria, a veces fugaz, sin nunca acaparar la atención ni hacer de su presencia un evento. Todo en beneficio de la visión del director. Lo mismo pasó en The New World con Colin Farrel, Christian Bale y la siempre bienvenida presencia de Christopher Plummer. Tal nivel de entrega no es algo que se vea todos los días.

Con anterioridad a estas producciones contemporáneas, el director había estrenado dos films en la década del setenta antes de desaparecer del radar por largos años y es sobre estas películas que está construida su reputación como artista consumado, amen de crear el mito en torno a su esquiva figura de hombre constreñido por la timidez y la incapacidad de exponer en palabras lo que sus brillantes imágenes sugieren. Legendaria es la alergia del director a la máquina publicitaria comercial, tan típica – y tan banal a veces – del cine y los medios. Nunca se ha prestado para entrevistas de ninguna clase, muy rara vez aparece en actos públicos y se mantiene completamente al margen de las campañas publicitarias de sus films, manteniendo un estrecho y muy leal círculo de amigos que defienden su privacidad sin dilaciones. Es tan recalcitrante esta alergia que, en el ámbito masivo, sólo se conocen fugaces imágenes suyas: una pertenece a su film Badlands, donde aparece en un rol secundario, y una segunda, todo barba y sonrisa afable, tomada durante el rodaje de The Thin Red Line. Aparte de esos dos documentos, nada más de envergadura existe a lo que podamos aferrarnos como prueba de su existencia. El asunto alcanzó su paroxismo cuando durante la entrega del Oscar del año 1998 – Malick estaba nominado como Mejor Director – su nombre fue mencionado durante las candidaturas y las cámaras cortaron, a falta de una mejor opción, a un plano de su silla de director vacía.

La más estimada por la crítica de estas dos primeras obras a las que hago referencia es Days Of Heaven de 1978, alabada universalmente por su estupendo trabajo de fotografía - gracias al talento de Néstor Almendros, uno de los grandes genios visuales del siglo pasado – un relato entre crepuscular y trágico acerca de un peculiar triangulo romántico de principios del siglo XX. Pero la que hoy nos ocupa es su debut en la dirección. La magistral, casi inclasificable Badlands. En parte romance maldito, en parte película de carretera, en parte crónica criminal, la cinta es todas esas cosas juntas y unas cuantas más que desafían categorización. Escrita, producida y dirigida por Malick en 1973, la película se inspira en los actos de sangre reales que Charles Starkweather y su novia Caril Ann Fugate perpetraron en 1957, aunque sólo usa ese dato referencial como flexible marco narrativo. Badlands no es en ninguna circunstancia una crónica fidedigna de ese infame caso criminal ni pretende iluminar posibles revelaciones sobre la delincuencia juvenil en los ’50 o cualquier otra década. Malick usa esta historia para referirnos por primera vez a uno de sus motivos favoritos, la perdida de la inocencia y como los seres humanos reaccionamos ante ella. Pero el director lo hace a su peculiar, inimitable manera. No haciendo aspavientos de ensayo social, sino simplemente montando un sosegado relato que conjuga lo humanamente mundano con la banalidad del Mal (a veces oculto como buenas intenciones) en un cuadro de paisajismo poético, casi desgarrador en su inefable belleza. Su resultado final es tan revelador de la capacidad de Malick en tanto que cineasta como un definitorio cuadro de las obsesiones temáticas que reaparecerían en su posterior filmografía.








Kit Carruthers (Martín Sheen) trabaja recogiendo basura, por hacer algo. Es un muchacho sin futuro y probablemente sin pasado, perdido en un mundo donde no encaja y todo le parece banal. Un día ve a Holly Sargis (Sissy Spaceck) en el patio de su casa y decide abordar a la joven para flirtear con ella. Holly no se muestra muy convencida de su pretendiente, pero sigue viéndose furtivamente con Kit hasta que la situación llega a oidos del padre de la chica y se abre el cause para la tragedia. El padre (personificado por Warren Oates, tomando un descanso entre proyectos con Sam Peckinpah), decide castigar a Holly matando a su perro de un tiro (Malick no nos ahorra el plano del animal agonizante) y enviando a la muchacha a clases de música para llenar su tiempo libre. Poco después, el hombre descubre a los chicos juntos en su casa y cuando, ya harto de la situación, amenaza con recurrir a las autoridades para separar a los amantes, Kit hiere al hombre de un disparo también, matándole. Y es entonces, luego de ese amplio prólogo, cuando la aventura de Kit y Holly realmente comienza. Luego de quemar la casa familiar – los planos de las habitaciones ardiendo acompañados de la música de Carl Orff están dentro de lo más memorable de la película – la pareja huye en un principio hacia los páramos boscosos de Dakota, donde inician una vida frugal de ermitaños.

La fuga a la naturaleza no es antojadiza. Es un largo pasaje dentro de la película que ayuda a explorar las personalidades de ambos personajes y a despertar nuestra simpatía hacia ellos. Malick mezcla aquí, como en el resto de la cinta, lo inocente y lo culpable. Kit y Holly pasan el tiempo construyendo una casa en un árbol, pescando, criando gallinas y dejándose llevar por el ritmo de la naturaleza. Pero Kit no puede evitar la tentación de pescar a tiros cuando la frustración se acumula dentro de sí y se cuida también de tomar la precaución de montar trampas y trincheras ocultas para defender su frágil fortaleza. Temáticamente, la huida hacia lo primordial es un acto que se repite en todas las películas de Malick, más significativamente en The Thin Red Line y The New World. En ambas películas los personajes se refugian en paraisos terrenales huyendo de pasados problemáticos. En todas, la opción está destinada a zozobrar por la intrusión de terceros. En este caso, la presencia de los caza recompensas que buscan a Holly y Kit y que terminan fulminados por éste. La carretera nuevamente – como en Jack Kerouac, un escritor con un aliento poético afin a esta cinta - se revela como el único refugio viable, pero temporal. Es un trayecto de la nada hacia un desenlace inevitable en el que ambos jóvenes, como los amantes malditos que son, no tienen posible escapatoria.

A partir de este punto, la travesía desesperada a la que se entregan Kit y Holly por los paisajes desérticos de las “Malas Tierras” posee los elementos típicos del cine de crónica criminal: peripecias folletinescas, tiroteos excitantes y unos protagonistas antihéroes por excelencia (y que anuncian películas posteriores como True Romance o Natural Born Killers). Aunque estos ingredientes están completamente deslavados de su posible brillo comercial o de matinee por la puesta en escena de Malick, que favorece un opaco sentido de lo dramático siempre condicionado por su clásica lánguidez narrativa. Badlands, huelga decirlo, no es una película al uso. Ni Kit ni Holly son unos Bonnie and Clide de estatura mítica. Simplemente son un par de jóvenes sin mayores expectativas existenciales, llevados a extremos criminales tanto por las circunstancias como por la corta previsión de miras de Kit, un rebelde sin causa como pocos ha habido. No es gratuito que constantemente se le compare con James Dean dentro de la película y que él mismo se crea lo que se dice sobre su persona demostrando un ego simplón y, nuevamente el concepto, inocente. Kit tiene urgentes deseos de grandeza, pero una fatal falta de pericia para plasmarlos en una realidad tangible, lo que le lleva a cometer asesinatos casi como una opción válida y justa para alcanzar notoriedad (trazos de Billy The Kid asoman por aquí). Esa fama esquiva que tanto disfruta en el inquietante pasaje final en el aeropuerto le define como ser humano. De una manera extrañamente carente de malicia, y a la vez compleja y oscura, Kit es incapaz de ver la maldad de sus actos, deslumbrado por el fulgor de su propia osadía y la indolencia de su postura vital ante al mundo. Del mismo modo que Holly – al principio de su relación, por lo menos – parece sentir una fascinación sin límites por Kit que le lleva a una desconexión igualmente indolente (y latente desde antes) a las muertes que se suceden a su alrededor, incluida la de su padre. Como otros tantos amantes criminales, Kit y Holly estaban hechos el uno para el otro, destinados a encontrarse en algún momento de la vida.

Lo inquietante – y el punto que otorga el gran poder de fascinación que esta cinta produce - es que este par de tórtolos macabros están completamente desconectados de la realidad. Aunque Holly más tarde preferirá entregarse a la ley antes de seguir acompañando a Kit en su sangriento viaje sin destino, ambos amantes se mantendrán en sintonía el uno con el otro, a pesar de las circunstancias. Kit, superado un primer momento de furia, no rechaza ni objeta a Holly su traición, mientras ella le sigue siendo fiel desde la distancia. En el avión que les lleva a su juicio, ambos comparten una amorosa sonrisa cómplice. A pesar de todo, no hay evidente maldad en ellos. Tan sólo la banalidad de lo terriblemente equivocado.

Badlands es como un relato infantil distorsionado, donde Hansel y Gretel no huyen de la maldad, sino que la abrazan sin saber exactamente lo que es ni lo que están haciendo. Viven una fantasía. Huyen hacia un lugar indeterminado, tal vez una tierra del Nunca Jamás, que como espectadores sabemos que no existe. Pero ellos no lo saben claramente, si bien Holly lo intuye de alguna manera vaga. En definitiva, Kit y Holly son dos inocentes pecadores perdidos en un literal desierto moral. Por ello sus actos son tan inmediatamente reprobables como trágicos en la persecución de un paraíso que simplemente no está en ninguna parte. Malick en todo momento rehúsa sacar conclusiones, hacer juicios a los personajes o romantizarlos de manera alguna (hay momentos románticos en la película, pero nacen orgánicamente de la historia, como cuando la pareja baila a la luz de su automóvil al ritmo de Nat King Cole, en mitad de la nada). Como en todo su cine, su punto de vista es testimonial, episódico en naturaleza y sin grandes deseos de acometer una narrativa concluyente. El relato salta de un momento banal a otro mundano, luego a un brusco acto de sangre. Se detiene en conversaciones intrascendentes y puntea todo con la narración en off de Holly que une los distintos episodios con sus acotaciones al margen, como si de un diario de vida se tratase.

Con apenas 93 minutos de metraje, Badlands es bastante más compleja emocional y psicológicamente de lo que esta sucinta descripción deja entrever. Es una película fascinante desde todo punto de vista, si bien requiere de paciencia para dejarse encantar por su extraña y conseguida atmósfera. Se trata de un debut de una magnífica y sorprendente madurez expresiva.

17 de febrero de 2009


The Curious Case Of Benjamin Button
Dirigida por David Fincher










He de ser sincero. A Fincher lo prefiero tenebrista, irónico y escéptico con respecto a la raza humana. Desde que le descubrí en la malograda versión para cine de Alien3 hasta esas literales bombas de relojería que son The Game y Fight Club, e incluso en una obra menor como Panic Room, la capacidad de Fincher para dotar de peso existencial a sus historias y convertirlas mediante ese peso en potentes alegorías o ensayos sobre nuestra falibilidad como especie y como entes sociales, no ha dejado nunca de sorprenderme. La oscuridad que se apodera de sus películas, literal y simbólica, y la marcada sensibilidad estilística de Fincher son tremendas aliadas ante las cuales no queda más que rendirse. Con la angustia y el desespero como alimento propicio para los fuegos infernales que se desprenden de sus mejores obras, como la aún imperfecta, pero muy mejorada versión de Alien3 que Fox tuvo a bien editar hace unos años y por supuesto en su triunvirato de obras magnas - Seven, Fight Club y Zodiac - Fincher se ha alzado como uno de los estetas de lo oscuro más sublimes y coherentes que la industria norteamericana haya podido dar.

Por eso me descolocó un poco que su siguiente producción navegara aguas, en apariencia, tan disímiles a sus acostumbradas exploraciones tenebristas. Benjamín Button es por sobre cualquier cosa una fábula, si no enteramente optimista, sí poseedora de un hálito de vitalidad que hace llevaderos para los personajes y para nosotros el peso de sus momentos más amargos. Y dentro de ese concepto, las destrezas definitorias de este hombre como cineasta parecen estar fuera de lugar en un ambiente tan "de salón", si se quiere. En lo estético, poco es lo que se puede objetar a esta película – Fincher siempre ha sido un visualista de cuidado y casi un energúmeno en su búsqueda de la perfección - pero su consciente tono de romance agridulce y el aliento épico de la narración (sí, épico, si bien una épica intimista, del alma) parecen muy alejados de su característico universo creativo. En gran medida, para los fans de su cine, así nos parece en un primer contacto. No obstante, esa categoría de gran creador que Fincher se ha ganado a pulso desde sus primeros días como director de video clips disminuye, si bien no extingue del todo, nuestra aprehensión al respecto. Debido a esto, la inusual confesión existencial de Button se convierte, en manos del cineasta, en una variante light de sus obsesiones temáticas - una más luminosa por cierto – que no deja de poseer elementos de coherencia con el resto de su filmografía (fotografía, puesta en escena y diseño de producción magníficamente bien utilizados) aunque el romanticismo desatado de la película hace bastante para que, increíblemente, pasen casi desapercibidos.

Con todo, también es cierto que estamos ante una variante con muchos visos de ser una calculada fuga en busca de un reconocimiento artístico y ante tal panorama, el brillo emocional que desprenden las imágenes de Benjamín Button parecerá a algunos una cínica movida comercial en busca de la dorada estatuilla. La apuesta (cínica o no) parece haber dado sus resultados. Es un panorama similar al de James Cameron y su Titanic, una década atrás. En ambos casos, cineastas de género intentan desplegar su talento sin red de seguridad. En ambos casos, se apuesta por una superproducción de lujosos medios y en ambas ocasiones lo espectacular de la ambientación está contrastado por la introspección personal de los personajes. Es sintomático, entonces, que ambas parezcan tener los mismos puntos fuertes y débiles como cine. Es de esperar que el trabajo de Fincher, a diferencia del sobre valorado mamotreto de Cameron, envejezca (disculpen el chiste malo) con mayor gracia y sentido de la dignidad. De momento, tenemos un film sensiblemente hermoso y a ratos ampliamente resonante en sus reflexiones, retrueques emocionales y ecos narrativos (el subplot de Elizabeth Abott, ex amante de Benjamín, que cumple su sueño de cruzar el Canal de la Mancha ya anciana, es quizás el más conseguido; irónicamente, es el que menos tiempo consume dentro de la película). A pesar de sus aciertos (que no son pocos), Benjamín Button es también, en muchos sentidos, una película que está muy cerca, en más de un momento, de malograr su pretensión de entregar grandes reflexiones sobre la condición humana. Es una película muy sentida y románticamente elaborada, pero – a excepción de algún pasaje muy específico - escasamente profunda en lo existencial.

De no ser por los retratos centrales aportados por Brad Pitt y la siempre estupenda Cate Blanchett – apoyados en un trabajo artístico de maquillaje y trucaje CGI muy inspirado, típico del sentido de perfección que Fincher siempre busca – la cinta se volvería insípidamente pretenciosa con alarmante rapidez. La película llega a ser indulgente en su extensión – aunque nunca aburrida, casi tres horas de proyección es excesivo para una anécdota aparentemente compleja en lo expositivo, pero en el fondo muy simple – y con una acumulación de anécdotas de adorno que, a momentos, apenas merecen el interés de la platea. Dicho esto, sin embargo, hay que reconocer que, como en toda narrativa grandilocuente (no uso el término en sentido peyorativo), hay episodios que siendo innecesarios a la trama central – el romance desencontrado entre Benjamín y la esquiva Daisy es aquí el centro gravitatorio – están tratados con gran acierto narrativo (el bellísimo prologo del hombre que crea un reloj cuyo tiempo retrocede en la esperanza de que le devuelva a su hijo muerto en la guerra, el bienvenido gag del hombre tocado por siete rayos, el romance de Benjamín con Elizabeth en Rusia) y otros con un consumado sentido de la belleza plástica (los viajes marítimos en compañía del capitán Mike, el atardecer que Benjamín contempla con su padre anciano, la danza de Daisy en la glorieta, recortada su silueta en la oscuridad) que hablan mucho y bien de la calidad de Fincher como cineasta. Momentos todos que demuestran lo grande que es como orquestador de imágenes, a la vez que devienen viñetas ricas en lecturas y resonancias poéticas. El que muchos de ellos no tengan nada que ver con el romance que es foco de atención del relato – y que hace de la estructura de esta película un constante deja vu con respecto a Forrest Gump – no quita que sean momentos aislados de gran aliento.

Tal vez lo que separa a ambas producciones (y lo que da a Button superioridad sobre Gump) está en que mientras Robert Zemeckis buscaba constantemente en su película el momento histórico adecuado como blanco a su sentido de lo irónico, aquí Fincher da rienda suelta a un lirismo abocado a evocar el estilo narrativo de Scott Fitzgerald (la combinación de sensibilidades funciona sorprendentemente bien) antes que hacer de Benjamín un sucedáneo, arropado por los tiempos del jazz, de su incómodo primo cinematográfico. ¿Estamos ante un Fincher más amable? Se puede estar de acuerdo con eso. ¿Es un Fincher exclusivamente dedicado a complacer a la platea? Una mirada somera parecería indicar que así es – la presencia de Eric Roth como guionista, canalizando el espíritu de Forrest Gump hace temer lo peor – pero Fincher sabe cuando reprimirse de caer en lo excesivamente sensiblero o lo banalmente comercial y su firma de autor aún se ve en excelente forma a lo largo del metraje y en las distintas peripecias vividas por el protagonista.

Por otra parte, mucho se ha hablado de Benjamín Button como una adaptación del escritor F. Scott Fitzgerald. Lo cierto es que la película rescata poco más que la anécdota del bebe nacido anciano y el nombre del protagonista del cuento original para pasarse a inventar sobre la marcha el resto del relato para el cine. Algo que no debe extrañarnos dado lo breve del texto (apenas un puñado de páginas). Siendo esto verdad, voces más enteradas que la mía hablan a favor de Roth y Fincher, quienes - en su extenso recorrido por la vida de Button - aparentemente sí recuperan de acertada manera el universo caracterológico y emocional del literato norteamericano. En su calidad de casi pura invención, el guión por lo menos se mantiene en la vereda del respeto de esencia y espíritu hacia Fitzgerald, lo que francamente es de agradecer.

Más allá de sus logros y ripios, hay un definitivo halago que se le puede hacer a esta película y es que nos permite descubrir un nuevo registro – e insospechadas pulsiones dramáticas – en un cineasta que, hay que reconocerlo, ya daba muestras en su anterior película de querer expandir las dimensiones de su universo creativo. Zodiac, en este sentido, fue un poderoso llamado de atención para todos los cinéfilos que seguían sus películas con atención. Dada las características de este nuevo trabajo, no queda duda que aquel notable filme buscaba, en su estructura y presentación, darnos un aviso de lo que se avecinaba. No deja de ser significativo que el director escogiera un tema tan “suyo” – la figura legendaria del asesino Zodiac – y nos lo entregara bajo un empaque del todo insospechado: centrándose en los detalles de la investigación y la vida de los investigadores por sobre la curiosidad morbosa que sentimos por el asesino. El resultado era una película no carente de unas buenas cuotas de oscuridad, si bien canalizadas con la intención de resaltar en todo momento la humanidad de sus protagonistas. Bajo esa nueva luz de intenciones humanistas, Benjamín Button es un triunfo especialmente significativo y determinante para el futuro creativo de este director. Fincher se la ha puesto difícil. De aquí en adelante, el respetable pedirá de él historias cada vez más exigentes y artísticamente logradas.

Aunque la consagración de Fincher ante el público masivo con este Benjamín Button es una recompensa largamente merecida para el director, eso no evita a sus fans de toda la vida sentir una punzada de insatisfacción ante lo que parece ser el fin del período más decididamente interesante en la filmografía de un hombre de cine, a esta altura, fundamental en el panorama contemporáneo. Como la propia vida de Button, la nueva dimensión de Fincher como cineasta es, para el cinéfilo atento, una agridulce constatación de necesaria evolución hacia un fin determinado. Con esta película hemos perdido un cineasta de soterrada brillantez para ganar un consumado director de prestigio. El tiempo dirá si ha sido para bien.

13 de febrero de 2009


Flash Gordon
Dirigida por Mike Hodges









“Oh, Flash, I love you ¡But we only have 14 hours left to save the earth!”






¿Puede considerarse el Flash Gordon producido por Dino de Laurentiis un clásico? ¿Ese Flash Gordon cuyo diseño de arte parece haber salido de una fiesta de Halloween del Studio 54, con penosos efectos especiales y cuyo reparto se dedica a sobreactuar como si en ello se le fuera la vida? Pues sí, a pesar de esas verdades (y no en poca medida, debido a ellas) Flash Gordon puede considerarse un clásico con todas las de la ley. Aunque uno que cae en una categoría bastante particular, aquella de los placeres culpables que contra todo pronostico (e inexplicablemente) superan sus propias aullantes limitaciones para erigirse en puro y grandioso cine. En alguna otra entrada de este blog he declarado ya mi cariño por los serials de antaño y en particular lo mucho que le debo al Flash Gordon de Buster Crabbe en el desarrollo de mis posteriores gustos por la ciencia-ficción, la fantasía y los mitos heroicos. Por tanto, de entrada, mi crédulo yo de 1980 tenía una fuerte inversión emocional en este film, sobre todo en la fecha de su estreno, un momento en que tenía aún muy frescos mis recuerdos de aquel primer Flash de los Serials. Fue una sabia inversión por mi parte, si me disculpan la pretensión. Casi tres décadas más tarde, mi fascinación hacia esta película sigue inalterable. Cualquiera pensaría que los ojos de mi yo adulto estropearían la magia resultona de su imperfección, pero no es así. Claro que ahora puedo ver más definidamente sus galopantes defectos, es cierto. Pero, como me gusta decir, eso es parte inherente de la diversión. Esta película aún me llena de una alegría y una emoción exultantes cada vez que la veo.

Semanas antes del estreno, el espectacular afiche de la cinta adornó aparatosamente el vestíbulo de mi cine de barrio y yo solía ir a pararme frente a su embrujante despliegue de imágenes por horas, literalmente babeando, sólo para grabar su geografía iconográfica en mi memoria (solía hacer esto con todas las películas que me interesaban, el gerente del cine debe haber pensado que yo era autista). En lo que a mi concernía, el estreno de Flash Gordon era algo así como la segunda venida de Cristo (ah, que bonita es la niñez) y con apenas diez años, poco importó que la critica destrozara la película o que la gente prefiriese ignorarla o burlarse de ella. Como se dice por estas latitudes mediterráneas, yo flipé con Flash Gordon. La disfruté enormemente. Ya saben... como cabro chico, por que resultó ser una traslación muy fiel del estilo visual del serial, sólo que esta vez la acción era en espectaculares colores y mucho más abundante en medios. Y porque, admitámoslo, era (sigue y continuará siendo) lunática, ridículamente entretenida. Incluso lo único que no me convenció del todo en aquel momento – los tan denostados efectos especiales, malcriado como estaba yo después de Star Wars y Superman, The Movie – analizado con la perspectiva de los años es también un elemento en total sincronía con el ejercicio de nostalgia camp orquestado por Hodges. Hilarantemente mala y maravillosamente estupenda a la vez, Flash Gordon es un placer culpable único en su clase.

Seamos sinceros, todos hemos sucumbido en algún momento de nuestras cinéfilas vidas a las delicias de un placer culpable, pues de una u otra manera la fascinación que nos producen es mucho más fuerte que nuestro sentido común. A veces pecamos de snobs y denigramos a estos productos en público, cuando lo cierto es que tenemos copias para nuestro disfrute privado en los rincones menos evidentes de nuestras colecciones. Por suerte, he desarrollado una saludable falta de prejuicios hacia estas genuinas cajas de sorpresas, pues los placeres culpables cinéfilos ayudan, en buena e importante medida, a definir nuestros mapas mentales de referencia a la hora de acometer juicios de valor sobre el cine más “digno” o “valioso” que normalmente consumimos. Esta versión de Flash y sus aventuras es ciertamente una obra cuestionable, una producción sólo parcialmente lograda y con más de un flagrante defecto de ejecución (si bien está lejos de ser el desastre total que muchos críticos quisieron ver en ella, como suele ser el caso con los placeres culpables) por lo que es un gusto adquirido. En cambio, sí es, del todo, una película sobresaliente en su indomable estética y sumamente divertida (a propósito y no) en su pueril encanto de matinée trasnochado. A veces, estimados lectores, todo lo que hace falta para disfrutar de una cinta como Flash Gordon es tener las agallas de decir “esta película está muy cerca de ser una santa tontería, pero que me corten las manos si no es la tontería más entretenida que he visto en mi vida”. ¿No les pasa a Uds. de tanto en tanto? A mí me pasa a menudo.






Max Von Sydow emulando a Charles Middleton con soberana maestría




Tampoco me molestó demasiado que la producción fuera una apuesta descarada por parte de De Laurentiis por subirse al carro de los éxitos galácticos de George Lucas (el palacio de Ming perfectamente podría ser un sector de la Estrella de la Muerte), curioso caso puesto que Star Wars, grandiosa y todo, no fue más que la obligada respuesta creativa de Lucas al no poder adquirir en su momento los derechos de Flash Gordon. Que duda cabe, el cine vive constantemente robándose a sí mismo. Había pasado un tiempo considerable desde la última vez que me dejé arrastrar por esta versión de los mitos de Flash y, como en tantas otras ocasiones, no me arrepiento en absoluto del tiempo invertido en el proceso de verla de nuevo, hace apenas unos días. Desde todo punto de vista lógico, esta película no debería funcionar tan bien como lo hace dados sus defectos. Y, sin embargo, ahí está incólume para burlarse de todos los críticos pretenciosos del mundo. Estéticamente excesiva, muy dada al humor “tongue in cheek”, simple como unas palomitas de maiz, Flash Gordon es, de todos modos, una pasada de cine imperecederamente entretenida - no conozco a nadie que se atreva a decir que se aburrió viéndola – y una muestra notable de lo mejor del cine en tanto que herramienta de escapismo. En mi particular libro de la vida, en el cual el cine es en primer lugar espectáculo y luego arte, eso ya es un considerable mérito.

La cinta de Hodges (director no carente de cierto interés, suyas son Get Carter y Pulp, estelarizadas por Michael Caine) rescata la etapa originaria del personaje elaborada a partir de 1934 por su padre creativo, el sin par dibujante y guionista Alex Raymond, para las tiras de prensa dominicales de la editorial King Features. Nacido como una competencia directa al rey de las strips en ese momento, el también aventurero espacial Buck Rogers, la creación de Raymond pronto adquiriría una notable repercusión, siendo eventualmente trasladada a todos los medios populares conocidos. El primer serial sobre este primigenio aventurero - de 13 episodios y producido por Universal - llegaría en 1936 titulado simplemente Flash Gordon. Le seguirían dos tandas de episodios más, Flash Gordon’s Trip To Mars (1938) y Flash Gordon Conquers The Universe (1940) todos protagonizados por Buster Crabbe y posteriormente comprimidos para hacer de ellos filmes de estreno en mercados extranjeros. Un dato interesante para los libros: aunque ejecutados de forma más bien humilde a nuestros ojos modernos, los serials de Flash están considerados los más caros producidos en la época - supuestamente 350.000 dólares por episodio - una verdadera fortuna para un género tan sistemáticamente precario de medios y una muestra elocuente del considerable prestigio de la tira de prensa a todo nivel. Cualquiera que se detenga un momento a comparar la estética de la página impresa, los serials y la película, comprobará que los dos últimos son muy fieles a los diseños barrocos y retro futuristas que caracterizaban la mejor etapa creativa de Raymond y que ha hecho de su obra una referencia obligada, tremendamente influyente, en la ciencia-ficción del siglo XX. En tal aspecto, la recuperación estética del diseñador de producción Danilo Donati para la película es perfecta. Sus naves espaciales, el diseño de armas y atrezzo y el recargado vestuario mezclan desvergonzadamente los bellos diseños originales de Raymond con una estética discotequera kitsch muy de su tiempo. El resultado es un delirio visual de proporciones que escapa por completo a los confines de la época y que deviene un despliegue estético insólito e irrepetible, por decir poco.

La película, a diferencia de la horrorosa seria televisiva estrenada hace poco tiempo, visualmente demuestra - a pesar de la apariencia de opereta glam rock que destilan buena parte de las imágenes - un gran respeto hacia Raymond y su creación, no obstante ser el tono del guión bastante menos solemne de lo que se quisiera. Basta con mencionar a este respecto que Lorenzo Semple Jr. – guionista aquí - fue también uno de los creadores del Batman televisivo de la Fox que hizo de Adam West y cia. otros tantos objetos de culto. Quedan Uds. en libertad de asumir lo que les apetezca sobre la película a partir de este dato y no estarán muy descaminados. La película es conscientemente ligera de tono, uniendo la incongruente seriedad de algunas interpretaciones con gruesas pinceladas de humor camp, sin ni siquiera sudar en el esfuerzo. Es un efecto totalmente intencionado por parte del guionista y que hace de Flash Gordon un ejercicio obligado de “love it or hate it” (para balancear un poco la imagen de Semple, maldecida por algunos gracias a su trabajo en esta película, hay que decir que también aportó su pluma en algunos estupendos thrillers y dramas de los sesenta y setenta, The Parallax View y Papillon entre ellos). Lo dicho, la volátil mezcla no debería funcionar en esta cinta, pero lo hace y de forma brillante. El único detalle a tener en cuenta es que se debe estar libremente dispuesto a aceptarla como es, sin miramientos. Por esto, aunque el estilo visual está en coherencia con el tono, los fans recalcitrantes de Raymond, no pudieron evitar sentirse traicionados por el abismo que parecía separar al diseño de arte – en sus mejores momentos tan regocijantemente cercano al sunday strip y el serial - del tono que hubiesen querido para el guión en vez de la, para ellos, seudo farsa que finalmente tuvieron que soportar. No creo que haya quien les reproche sus sentimientos. Demonios, hasta yo veo ese abismo como una verdad patente y a mi me encanta la película. Como ven, la calificación de placer culpable Flash Gordon la tiene bien merecida. Es una obra que provoca reacciones encontradas entre los aficionados al género debido a ello y principal razón de que hoy sea recordada con tanto cariño por un público, tal vez minoritario, pero muy entregado. Su fama no alcanza las cotas de productos como The Rocky Horror Picture Show y otros similares, pero entre sus rendidos admiradores el status de objeto de culto que posee, a esta altura, es indiscutible.





La solemnidad de Alex Raymond en toda su gloria





Hay algún ajuste menor, e innecesario a mi parecer, a los mitos (Flash no es jugador de polo, sino quaterback de los New York Mets, por ejemplo, quizá únicamente para justificar una secuencia de acción en la corte de Ming) pero, en general, la película sigue el espíritu de la tira de prensa con mucho acierto. El principal defecto de la película, a mi parecer, es que es demasiado juguetona para su propio bien y carece por completo de la solemne majestuosidad que las viñetas de Raymond exudaban (de nuevo me alineo con los admiradores de la vieja escuela). Es un punto muy evidente y, por tanto, difícil de refutar. Miren tan sólo los créditos de apertura. Una verdadera maravilla de introducción al compás de la ya inmortal composición de Queen, que hace abundante uso de los dibujos originales de Raymond como gancho emocional para los fans (este humilde escriba confiesa sentir la piel de gallina cada vez que la secuencia de créditos despliega su hipnótico encanto en pantalla, la sobrecarga emocional es excesiva). El problema es que la cinta - salvo una secuencia en particular de la que más abajo hablaré y que desde mi punto de vista rescata lo mejor de la obra de Raymond - ni en broma está a la altura de esos dibujos y esa sensacional apertura. Sí, lo sé. Si lo estuviera, no sería un placer culpable. Pero, aquellos de Uds. que han visto la película, no podrán decirme que luego de esa inspirada secuencia de créditos no estaban esperando la madre de todas las aventuras. En cambio, con todo lo entretenida y excitante que es, Flash Gordon apuesta fuerte por la liviandad y ciertamente queda corta a la hora de hacer completa justicia al personaje y su universo.

Un defecto agravado por la que es la más desafortunada decisión creativa del film: entregar el papel protagonista a Sam J. Jones, un actor desconocido en ese momento que, por amable que se quiera ser, simplemente no es un buen interprete y para colmo carece del suficiente carisma como para llevar el peso de una producción de esta envergadura sobre sus hombros (la leyenda dice que Jones fue escogido para el papel luego de ser visto en televisión por la suegra de De Laurentiis). Sam Jones hace lo que puede - que no es mucho, pero se agradece el esfuerzo - y si el público perdona su falta de peso interpretativo es por que necesita desesperadamente querer al actor en el papel. Después de todo, sin Flash no hay película. La inexperiencia de Jones, además, choca de mala manera con el fantástico reparto de secundarios que aporta la cinta. Para empezar sus más cercanos compañeros le hacen sombra nada más empezar la historia, el profesor Zarkov vive genialmente en la piel de Topol (el recordado campesino judio en Fiddler On The Roof de Norman Jewison) quien no duda en robar escena cada vez que sale en pantalla. La televisiva Melody Anderson pone voz e imagen a Dale Arden, con una gracia y un sentido de la comedia de lo más resultona. Jones en cambio se ve en todo momento opacado y plano, sobre todo frente a la chispeante Anderson o, más tarde, siendo objeto del deseo de una infartante (y un pelín desaprovechada) Ornella Mutti. Es una lástima que sea la figura más importante del reparto la que se lleve el mote de eslabón débil del apartado interpretativo, pero así es (en nada ayuda que el actor tuviese fuertes encontronazos con el director durante la filmación; de algún modo, esto determinó que sus diálogos fueran doblados en post producción). Curiosamente, los mejores momentos de Jones en pantalla los tiene, quien fuera a pensarlo, en sus enfrentamientos con esa fuerza de la naturaleza que es Max Von Sydow como Ming, El Despiadado. Vayan a imaginar eso. Que Von Sydow no se lo haya comido vivo es nada menos que un milagro. Una razón de calibre para simpatizar con Jones, no cabe duda. Y también una razón más para admirar a esta joya enfebrecida que es Flash Gordon.

Con estas dudosas condiciones en el protagonista, el espectador tiene que buscar en los coloridos aliados de Flash el corazón y el espíritu de aventura característicos del personaje. Tenemos al futuro agente 007 Timothy Dalton, efectivo y profesional como es su costumbre, dando vida al Príncipe Barin de Arboria en un lado de la pantalla (secundado por Richard O’Brien, uno de los hombres pálidos de Dark City). Mientras en el otro, el mayor acierto de toda la película (con la sola excepción de Von Sydow) Brian Blessed dando todo de sí como Vultan, el príncipe de los hombres halcón. Este hombre nada más entrar en escena se lleva la película y al público al bolsillo. Sus declamaciones, con esa inolvidable voz de barítono (ni mencionaré el poder de sus carcajadas), son la sustancia misma de la que está hecha la genialidad. El entusiasmo y el compromiso de Blessed con su personaje y con la historia son infecciosos. Si Flash Gordon de por sí es una pasada, cada vez que Vultan hace de las suyas, la película sube un par de escalones y entra en el campo de lo simplemente glorioso. No deja de ser sintomático que uno de los más arduos defensores de la cinta sea precisamente Blessed, quien siempre ha hablado cosas positivas de su experiencia de trabajar en ella (sus líneas son material de cita y parodia favorita entre los fans, su “Gordon’s alive¡¡¡” es ya mítico en el fandom). La suya es una tremenda interpretación que, al primer golpe, da en el clavo del tono y la actitud que este Flash Gordon como producción quiere entregar: dada la sobredimensionada puesta en escena, no queda más que actuar en consecuencia, esto es, sobreactuar sin ninguna posible vergüenza y quedarse tan ancho al respecto. Blessed es precisamente lo que su apellido dice, un bendito, y un verdadero regalo del cielo que casi por sí solo salva a toda la película.



Brian Blessed como Vultan, todo un portento en esta película


Casi, sin embargo. Por que ese privilegio se lo lleva Max Von Sydow. Prácticamente, el único actor que pasó indemne ante los fusilazos de la crítica, el veterano intérprete sueco es el as en la manga de esta producción. Su Ming es inspiradísimo, totalmente fiel a la versión de Raymond en forma y fondo (además de emular estupendamente a Charles Middleton, el Ming original en los serials). Sus apariciones son breves, pero todas memorables, y en ellas, Von Sydow da una muestra más del tremendo actor que es. Se necesita un talento considerable para dejarse llevar por el tono camp de la película y, sin embargo, al mismo tiempo lograr impregnar a su retrato del tirano Ming de una lograda sensación de amenaza. Tal vez la Flash Gordon esté hecha medio en broma, pero no dudo ni por un segundo que el actor se tomó el desafío muy en serio. Von Sydow sale del examen con un sobresaliente. Sabe divertirse con su interpretación – la dicción y entonación de sus diálogos son primorosamente camp – pero también resulta memorable su composición megalómana cuando el guión se lo pide. Como, por ejemplo, en la mencionada secuencia de créditos que abre con su implícita presencia – solo vemos su mano enguantada – mientras que por mera gracia de su voz poderosa e inconfundible, en uno de esos portentos que sólo el cine puede regalar, nos define por completo a Ming como personaje sin siquiera haberle visto de cuerpo entero todavía. La flexibilidad interpretativa y precisión de registro que vemos en acción aquí es la marca de fábrica de todo actor consumado. Max Von Sydow es lo más en esta película. Tomando en cuenta su prestigio, el actor podría haberse limitado a posar frente a la cámara, recitar sus diálogos y dar la replica cuando fuese necesario, de manera mecánica, para seguidamente agarrar el cheque y salir corriendo despavorido. Como muchas veces sucede en este tipo de situaciones donde un gran talento trabaja en un proyecto aparentemente por debajo de su valía. Von Sydow está por sobre esas mezquindades. Mi admiración por su talento creció exponencialmente luego de ver su trabajo sinceramente concienzudo como Ming.

Con todo estos factores debidamente manejados por Hodges para sacarles el máximo rendimiento, ¿Qué nos queda finalmente? Ah, la acción, niños y niñas. La acción y la aventura. Pocas veces podrán ver una película tan contenta de ser una simple fuente de entretención, sin mayores complejidades o segundas lecturas que entorpezcan la misión de deslumbrarnos con sus proezas de loable pacotilla. Y el entusiasmo que demuestra el film en este sentido, rápidamente se extiende por el público. Flash Gordon es entretención de matinee como ya no se ve. Desde la deliciosamente ridícula secuencia en la corte de Ming, con match de fútbol americano incluido, hasta el espectacular ataque final de los hombres halcón, pasando por el duelo a latigazos entre Barin y Flash, la aventura fluye pura y sin complicaciones desde la pantalla con un ritmo y un saber ser realmente admirables. Nuevamente aquí la recuperación del serial es estupenda. La coreografía de las escenas de acción es inocentona y poco lograda en grado sumo, pero de una manera paradojalmente ad hoc dado el tono de todo el asunto. Las maquetas de naves y ciudades, así como el trabajo de composición en los efectos especiales, son también adorables en su buscada ingenuidad. Nunca antes – y nunca después – me he sentido tan satisfecho con unos efectos tan poco convincentes. El mejor ejemplo de esto es la secuencia del ataque final de los rebeldes. El asalto al palacio de Ming – esa secuencia a la que anteriormente me refería como la única realmente a la altura del legado de Raymond en su conseguida reconstrucción de lo que debe ser una Space Opera – es el momento cinematográfico más puro de todo el film. No hay duda en mi mente. La combinación de puesta en escena, emoción desbordante, acción y acompañamiento musical (ah, esa celestial, “kick ass” partitura de Queen) hacen de esa secuencia todo un logro. Nada más rememorarla me entran ganas de poner el disco en la bandeja y verla de nuevo. Es... hermosa. Eso, hermosa.

¡¡DIVE!! grita Vultan a sus tropas, incitándolas al ataque, y la emoción del momento es tan perfecta en su conjunción de elementos, tan primitivamente orgiástica que me dan ganas de levantarme del sillón y meterme en la película de un salto. Eso, amigos míos, es lo que deberían lograr todas las películas. Conmocionar más allá de la lógica. En virtud de esa secuencia, y aunque sólo sea por breves momentos, la película deja de ser un simple placer culpable para transformarse en cine con c mayúscula. Ahora, háganse un favor. Venzan sus comprensibles reticencias y vean Flash Gordon. Es lo que yo pretendo hacer ahora mismo...

10 de febrero de 2009


Gran Torino
Dirigida por Clint Eastwood










Eastwood a esta altura de su carrera no tiene que probarle nada a nadie y, sin embargo, continua produciendo película tras película, en un momento de la vida en que muchos otros profesionales optarían por el retiro digno y el saborear las mieles de un éxito por lo demás merecido. En cambio, Eastwood parece no caer en la fatiga. Como el buen cowboy que siempre ha sido y siempre será, lo suyo está claro que apela a eso de morir con las botas puestas. Es admirable, por cierto. Y si, además, la gran mayoría de sus últimos proyectos han resultado ser filmes de estimable valor, con más de una obra maestra otoñal por ahí, la cosa ya pasa a lo notable. Quien diría que el protagonista de los spaguetti westerns de Sergio Leone y tantas cintas de acción comerciales de los setenta, devendría en uno de los creadores más respetados del medio en el crepúsculo de su carrera. Eastwood ha demostrado tener un calado humano nada despreciable y una finura de sentimientos que le hacen un autor en el más amplio y elogioso sentido de la palabra. En este contexto, Gran Torino tal vez no sea una nueva obra maestra que añadir a la filmografía de un hombre que, francamente, ya no las necesita para justificar su cine y tal vez esté más cercana al punto medio entre sus obras menores y los aciertos de sus películas más admiradas, pero ciertamente es una muestra contundente de que la lucidez creadora de este notable hombre sigue estando en plena forma.

En esta supuesta despedida de su faceta como actor, Eastwood interpreta a Walt Kowalsky un amargado veterano de la guerra de Corea y hombre jubilado que acaba de enterrar a su esposa – tal vez el único ser humano capaz de soportarlo, pues ni sus hijos parecen estar a la altura – y que, lleno de prejuicios y rencores, ve como su pequeño universo (vale decir, su pueblo y especialmente su barrio de toda la vida) es invadido por emigrantes de todas razas y credos. Kowalsky (¿quizás un pariente de ese otro gran intolerante que es el Stanley Kowalsky de Tennesse Williams?) es un racista inveterado, un hombre solitario y en buena medida desencantado de la raza humana, obcecadamente apegado a las glorias del pasado (tanto personales como nacionales) e incapaz de hallar redención en quienes le rodean. Casi como el gigante egoísta de Oscar Wilde, en cierta manera, (de hecho, no hay nadie en la película que le haga sombra a su tamaño, no deja de ser interesante) pero filtrado por la imagen envejecida de un Dirty Harry que ha visto como todos sus esfuerzos no han sido suficientes para limpiar las calles de la “escoria” y ahora ve amenazado aquello por lo que dio toda su vida: la santidad de su propio patio. Un buen día, el hijo adolescente de sus vecinos asiáticos intenta robar la posesión más valiosa de Walt, su Ford Gran Torino 1972. Empujado a realizar el robo como una forma de iniciación a la pandilla de su primo, el tímido y retraído Thao acaba de dar con su torpe y frustrado hurto, insospechadamente, el primer paso no sólo a una incipiente amistad con Walt, también ha iniciado la senda a su propia madurez llevado de la mano por un viejo amargado, tan lleno de sabiduría vital como de demonios internos.

El proceso de aprendizaje, claro está, no será fácil con un maestro como Walt Kowalsky, siempre dado ha impartir su particular filosofía de vida siendo lo más políticamente incorrecto que le sea posible. Pillando en el acto a Thao y luego de refrenar su impulso de pegarle un tiro en ese mismo momento, Walt se ve superado por las circunstancias y lo que en un primer momento parecía no ir más allá de una disculpa avergonzada e incómoda por parte de los padres de Thao, no tardará – mediante la interacción de Walt con Sue, la inteligente hermana del muchacho – en derivar en un acercamiento entre dos culturas y formas de ver el mundo. El “ugly american” termina siendo aceptado por las personas que más desconfianza le provocan y muy a su pesar comprueba que la comida tradicional de sus, para él, extraños vecinos no está hecha de gatos asesinados. De hecho, sabe muy bien. Thao y su familia pertenecen a la etnia Hmong, misma que apoyó a los EEUU en Vietnam, pero que cuando la potencia se retiró del sudeste asiático, quedaron desamparados ante las represalias del nuevo gobierno vietnamita. El que llegaran tiempo después como refugiados a Norteamérica no resultó ninguna sorpresa ni para los propios Hmong ni para la sociedad norteamericana. Lo que distingue a Eastwood de otros cineastas con menos sentido común a la hora de narrar es que nunca hace de este dato un hecho relevante que determine la historia o su atmósfera dramática. A Eastwood le interesa explorar otras cosas de este choque cultural. Del mismo modo, el pasado de Walt como veterano de Corea tampoco dictamina el tono de la película. Ambos conceptos históricos están ahí para enriquecer la narración, no para empantanarla con sus implicancias sociológicas.

No hay que ser un genio para adivinar las sendas que transitará el resto de la historia. Eastwood nunca ha profesado en la escuela de la sutileza. En cambio, si lo hace en la de la sinceridad y la claridad de intenciones. El gigante egoísta que es Walt devendrá un mejor ser humano luego del contacto con sus vecinos, hasta el punto de preferirlos por sobre su propios hijos, más preocupados en convencerlo de ingresar a un hogar de ancianos para poder vender la casa familiar que en intentar conectar verdaderamente con él (si bien, Walt tampoco se muestra muy inclinado a la idea de la reconciliación por la evidente molestia que muestra frente a sus desagradables y maleducados nietos). Thao por su parte, gracias al contacto con Walt, pasará a ser un joven en vías de convertirse en hombre útil para los suyos y para sí mismo, en vez de terminar como un patán de pandilla. Pero el precio que ambos pagarán por esos pequeños tesoros será uno que les pondrá a prueba de manera drástica. Una vez más Eastwood está más preocupado de hacer de su historia, ante todo, una meditación sobre el uso de la violencia y sus consecuencias morales y existenciales, antes que en hacer juicios históricos al pasado reciente de su país o dejarse llevar por el melodrama barato.

Este tema de la reconciliación con los pecados de sangre y lo que escogemos hacer para expiarlos es uno que ha obsesionado a Eastwood gran parte de su carrera, no sólo durante estos últimos años como muchos creen, pues ya en films como High Plains Drifter y The Outlaw Josey Wales (lejos, una de sus mejores obras), ambas de principios de los setenta, ya estaban construidas sobre esta idea. Que las más recientes Pale Rider y la oscarizada Unforgiven mostrasen a un director más determinado en hacer esos mensajes cada vez menos velados no significa que las preocupaciones temáticas que todos parecen elogiar unánimemente hoy en día hayan despegado de la nada. El pesar que los actos de violencia dejan en las psiques de quienes los perpetran es quizá el gran tema en la obra de Eastwood, no hay duda sobre ello, pero lo que en verdad hace grandiosas a sus películas (incluso las menos conseguidas) es la humildad de factura y la plena confianza en la limpidez narrativa que el director siempre muestra para potenciar el impacto de sus historias. El suyo no puede ser un cine más clásico en su postura estética, en sus opciones dramáticas y en el cuidado con que afronta la dirección de actores. Eastwood es lo que yo más admiro, un narrador de vieja escuela que sabe lo que hace y nunca llama la atención sobre sí mismo.

Su Walt Kowalsky es un retrato más a aportar, en este sentido, a la amplia galería de personajes perfilados así por Eastwood, ya sea como actor o como director. El hombre sin sutilezas que es Walt no se disculpa de ser como es: un ser irremediablemente incorrecto en unos tiempos que no perdonan sus prejuicios. Pero también hay un lado menos tópico y caricaturesco de su personalidad. A lo largo de la película el tema de la sangre derramada y las vidas quitadas vuelve para atormentarle, una y otra vez, hasta llevarle a una claridad de propósito que, una vez más en la filmografía de Eastwood, redime al personaje de sus pasados errores. Cuando Thao es atacado por los pandilleros de su primo o cuando Sue es molestada por unos pendencieros negros, la respuesta de Walt es brutal en su determinación y violencia, pero siempre hay un regusto amargo en sus palabras de amenaza. Cuando el personaje le dice a uno de los pandilleros “puedo volarte la cara y después dormir como un bebé” todo el pasado de personajes interpretados por Eastwood alimenta el momento para hacerlo totalmente creíble y, sin embargo, existe en Walt una patente sensación de hastío con el orden de las cosas. El personaje no es tanto un racista por naturaleza como por necesidad y es ahí donde el director aplica sal en la herida.

Es por eso que cuando el dramático tercio final de la película revela sus verdaderas intenciones, no podamos dejar de sorprendernos. Muchos han objetado la supuesta manipulación por parte del director en estas secuencias finales o su falta de credibilidad y realismo. Gran Torino no pretende ser un retrato verista de la vida diaria en un barrio popular norteamericano. Eastwood no desea ni necesita emular a Spike Lee o John Singleton para hacer clara su propuesta. La película es una fábula moral que intenta honestamente hacernos reflexionar, aunque sólo sea por un momento, acerca de adonde estamos llevando a nuestras sociedades urbanas y de lo mucho y poco que cuesta dar un paso hacia el entendimiento, por básico que este sea. En el mundo de Eastwood, ese paso necesariamente conlleva un precio y el triste desenlace de esta película demuestra una vez más que este viejo sabio en que Clint Eastwood se ha metamorfoseado tiene las cosas mucho más claras que algunos supuestos ensayistas sociales comprometidos.

Bien por ti, Clint. Gran Torino es una pequeña, gran película que todo el mundo debería experimentar.

4 de febrero de 2009


The Whole Wide World
Dirigida por Dan Ireland














“To make life worth living a man or woman has to have a great love or a great cause…

I have neither… The road I walk, I walk alone”


All fled, all done
So lift me up on the pyre
The feast is over
The lamps expire


Robert E. Howard





Una preciosa e intimista historia de amor perdido, de desencuentros y entereza nacida de la fatalidad es lo último que podríamos esperar de una película cuyo eje central es la figura de Robert E. Howard, el texano padre literario de Kull, The Conqueror, Solomon Kane y, por supuesto, Conan, The Barbarian. Pero es precisamente eso lo que nos depara este film de 1996, coproducido por el mismo Dan Ireland en colaboración con su actor protagonista, Vincent D’Onofrio. Con apenas poco más de un millón de dólares de presupuesto (más o menos el valor del catering en la última película de Michael Bay) y completado en breves 24 días de rodaje, el film no sólo resultó ser un triunfo artístico, también lanzó a la fama a su protagonista femenina, Renée Zellweger, quien saltaría ese mismo año de esta cinta independiente a darle la replica a Tom Cruise en Jerry Maguire. La película languideció brevemente en salas de cine, criminalmente descuidada en su estreno por Sony Pictures Classics, y poco tiempo después fue archivada. A pesar de la fama actual de la Zellweger, The Whole Wide World continua siendo una fulgurante joya a descubrir.


Inmediatamente después de revisar la estupenda adaptación de Conan realizada por John Millius, se me vino a la memoria la historia del particular y altamente improbable romance que Bob Howard viviera a principios de los años ’30. Seguidamente sentí deseos de sentarme a ver otra vez esta notable película, para muchos desconocida, pero que en lo que a mí respecta es una de las más hermosas que he tenido la suerte de encontrar en esta última década. Recuerdo haberme topado con ella de pura casualidad en un canal de cable a una hora muy indigna de la madrugada (la hora en la que se descubren la mayoría de las buenas películas, en todo caso) y luego pasarme semanas esperando que la repitieran para poder copiarla en VHS. Finalmente, lo logré y no paré de darle la lata a cuantos se me cruzaron en el camino (incluido mi profesor de Historia del Cine) para convencerles de que la vieran también. La mayoría me ignoro. En fin. El caso es que me enamoré hasta la médula de esta película y diez años más tarde sigo enamorado de ella, a tal punto que está en un lugar muy alto de la breve lista de dvd’s que me llevaría a esa isla desierta de la que todo el mundo habla. No me avergüenza confesar que, a día de hoy, The Whole Wide World aún logra conmoverme hasta las lágrimas cada vez que me dejo atrapar por su bella historia (si, soy de los que lloran con las películas, cuando se lo han ganado).


La cinta narra los turbulentos altibajos en la devastadora relación que Howard sostuvo con la escritora Novalyne Price Ellis, por aquel entonces una joven maestra de escuela con idealistas aspiraciones literarias. Una relación que fue en un primer momento de maestro / pupila, con Howard aconsejando a Novalyne sobre los pormenores del oficio para luego derivar en un romance muy heterodoxo, pero romance al fin al cabo, que marcaría a ambos para el resto de sus vidas. A pesar de la excéntrica y muchas veces antisocial conducta de este hombre silenciosamente atormentado, la muchacha no puede evitar sentirse fascinada por la poca convencional figura de Howard, siendo ella misma un ser humano en busca de una avenida apropiada para su libertad de expresión. Robert Howard era un misántropo que a ratos podía ser cortes, sensible y encantador, sin duda, pero también era un ser humano inestable en lo psicológico, paralizado por una fijación materna casi enfermiza que coartaba su posible desarrollo emocional. El retrato de D’Onofrio, todo él sutilezas psicológicas a través del lenguaje corporal, es tremendamente efectivo. Admiramos y detestamos al escritor por ser como es. Por cada momento que actúa como un hombre genuinamente enamorado, el personaje da tres pasos en falso donde su innato desbalance emocional le traiciona de forma dolorosa. El actor da una fantástica muestra de comprensión y empatía hacia su personaje de manera que – como espectadores – siempre estamos de su lado, sin importar lo reprobable que su conducta nos parece en ocasiones.


Esto es especialmente importante si consideramos que, histórica y creativamente, la figura literaria de Howard no está libre de polémica dada las veladas (y no tan veladas) cuotas de xenofobia y misoginia, abundantes en sus historias. La película es en buena medida una mirada iluminadora a la existencia de uno de los creadores más incomprendidos del siglo XX, si bien con las acostumbradas licencias dramáticas de este tipo de proyectos. Es muy cierto que era un creador excéntrico e idiosincrásico, rasgos de su persona que la película retrata con fidelidad (e incluso atenúa un poco por que, según el director, “nadie se creería las cosas que se le ocurría hacer a este hombre”) pero que bajo prismas modernos algunos consideran que no le exculpan de sus prejuicios. No me sumo a este punto de vista pues – sin disculparlo - considero que Robert Howard, como todo creador, es necesariamente un producto de su tiempo. Pero es evidente que, de no ser por el honesto retrato emocional de D’Onofrio, las aristas más oscuras de la figura del escritor jugarían en contra de la historia. Bajo esta patina de sincera empatía, aceptamos todas las galopantes imperfecciones del personaje: Howard es parte salvaje, parte noble y todo un poeta. Escribe sus historias a grito pelado, dice lo que piensa sin importarle quien le escuche, se viste de forma estrafalaria (para la época), es socialmente inepto y está lleno de bullentes recelos hacia la sociedad moderna. Todo un cuadro de costumbres.










A primera mirada, a cualquiera le resultara difícil entender por que Novalyne se fijó en este conflictivo ser humano. Es un testamento a la excelente interpretación de Zellweger – francamente, nunca ha estado mejor que en esta película – el que aceptemos el amor que despierta en ella la figura de Howard, basándonos exclusivamente en la intensidad reveladora de su mirada. Toda la complejidad de su relación está en las sinceras expresiones del rostro de la Zellweger: del escándalo a la comprensión, del cariño sincero al amor, de la decepción al dolor y de ahí a la renovada fortaleza. Novalyne comienza como una mujer insegura y en busca de una inspiración que defina su vida, su relación con “the best pulp writer in the whole wide world” según sus propias palabras, le brinda esa fuerza interna de reafirmación que necesita para perseverar en sus sueños literarios. Hacia el final de la película sabemos todo lo que hace falta acerca de ella y la fascinación que sentía por Howard para crear nuestro propio cuadro de sus motivaciones y sentimientos, siendo en todo momento cómplices de su viaje vital. Con todo lo dolorosa que llegó a ser su relación con él, Novalyne es un ser humano distinto y mejor gracias al hecho de haberle conocido. Es el inamovible recuerdo del hombre – marcado trágicamente por su suicidio - lo que lleva finalmente a Novalyne a la escritura, aunque será una larga senda hasta la consumación de su sueño. Es todo un prodigio de actuación, lleno de sensibilidad y desnudez de pretensiones. No me incomoda decir que así como estoy enamorado de esta película, también estoy enamorado de la imagen de la actriz como Novalyne en ella.


La primera parte de la película es un proceso de exploración y tímido cortejo por parte de los dos personajes tan logradamente sutil en lo emocional como magníficamente presentado en términos dramáticos, punteando cada pasaje con largas y significativas conversaciones donde Novalyne y Howard se nos perfilan como seres humanos completos, más allá de ser unos personajes bien escritos. Hemos de recordar que la mayor parte del metraje consiste en los dos dialogando durante paseos a pie o en vehículo, comidas caseras o en restaurantes, por teléfono o sentados en el porche de una casa por lo que la experiencia de ver la película es un compromiso asumido por parte del espectador para con el sereno ritmo del film. Estamos en los años ’30 cuando conversar significaba algo y las palabras todavía tenían valor. Por tanto, es esta una cinta donde la palabra reina y la calidad de los diálogos es excelsa, no por una altisonante calidad literaria, sino por su simpleza y contundencia. Una vez que su relación llega a un nivel que pone nervioso al lobo solitario que Howard lleva dentro de sí – magnifica la escena en que él resiente que Novalyne le considere un hombre “sensible” - la cinta deja entrar el desencuentro, las discusiones y la progresiva constatación por parte de Novalyne que su amor nunca podrá consumarse en una relación estable. Con el desencanto en el corazón, Novalyne decide seguir con su vida, pero Howard no es una criatura fácil de abandonar o que se resigne a lo inevitable, a pesar de sí mismo.









Aunque en buena medida se puede decir que The Whole Wide World es una “chick flick” por su tema y presentación, limitar la cinta a esa perspectiva sería hacerle un flaco favor. La complejidad de los retratos psicológicos – creo que nunca la controversial figura de este escritor maldito ha sido vista bajo una luz tan humana y comprensiva – y la limpidez de emociones que fluyen de los personajes eleva el trabajo de Ireland por sobre un subgénero tan poco dado a los sentimientos genuinamente humanos como el de las “películas para chicas” (lo siento, pero esta clase de cine está construido sobre clichés, frases hechas y estereotipos que, salvo alguna rara excepción, las hacen cualquier cosa menos obras honestas). Y es que la historia de Robert y Novalyne es la crónica de un episodio real que marcó profundamente las existencias de estos dos seres humanos reales. Novalyne, luego de que Howard pasara a ser un fantasma del pasado, se dedicaría a la enseñanza durante el resto de su vida y no publicaría oficialmente como novelista hasta pasados los setenta años, ya retirada. Sus memorias “One Who Walked Alone” fue su primer libro y es precisamente una mirada sensible y sentida al difícil y muchas veces incomprensible hombre que el destino le hizo amar, aunque ella negase que alguna vez quisiera a Bob Howard más allá de la amistad que los unió por dos tempestuosos años, aún cuando el trágico final del escritor dejase una dolorosa marca en ella. Ante todo, Price Ellis publicó su libro para contrarrestar la imagen desfigurada que muchos estudiosos de la Literatura estaban dando de su querido amigo a principios de los ’70, cuando la herencia literaria de Howard y otros creadores pulp de lo fantástico y la ciencia-ficción estaba siendo recuperada por nuevas generaciones de lectores y escritores.


En el audio comentario que incluye el dvd (editado por Sony) Ireland detalla una reveladora anécdota al respecto. Novalyne Price sirvió como consultora durante la filmación – a propósito, Michael Scott Myers, el guionista que adaptó las memorias de Price al cine, había sido alumno suyo en la escuela primaria, ¿no es acaso una bella simetría? – y en una ocasión en que el director le escucho repetir este comentario sobre su relación con el escritor, Ireland procedió a releer el texto original de One Who Walked Alone durante una noche entera. Al día siguiente abordó a Price sobre el tema. Ireland le indicó, con mucho tacto, que la intensidad de sentimientos que desprendían las páginas del libro la contradecían totalmente. La silenciosa respuesta de Novalyne fue demasiado humana. La anciana mujer se ruborizó.


Es esa palpable sensación de intimidad revelada lo que hace de este film la maravillosa pieza de cine que es. El retrato de personajes es tan íntimo y tan cercano que cada doloroso paso en falso que Howard inevitablemente da para sabotear su propia felicidad resulta insufrible para nosotros. El desencuentro cuando llega no es tanto previsible como amargamente descorazonador. No queremos ver a estos dos seres – tan distintos y, sin embargo, tan correctos el uno para el otro – alejarse de su propio, pequeño universo que se han creado para sí mismos. Pero los demonios que atormentaban a Howard eran demasiado poderosos y Novalyne no tiene más remedio que alejarse para no ser consumida por el vortex emocional de una persona claramente inestable, aunque genial a su manera. Y, sin embargo, como se dice, siempre quedará Paris.


Ireland da rienda suelta a una genuina sensibilidad en la dirección de actores y en la sutileza de las composiciones de cuadro. Sabe cuando reforzar un momento para volverlo significativo a través del preciso movimiento de cámara o el apropiado acompañamiento musical. A este respecto, es notable que sólo haya un movimiento ostensible de cámara – ese maravilloso plano que va de lo general al detalle de las manos tomadas – en tanto que durante el resto del film el posicionamiento de la cámara es casi estático de no ser por suaves, casi imperceptibles desplazamientos de recomposición. The Whole Wide World es un manantial de bellas, a veces sublimes composiciones visuales y aunque el naturalismo de las imágenes permea todo el aspecto visual, Ireland se permite un par de toques poéticos por aquí y por allá. Quizá el más conseguido es cuando Novalyne observa a Howard a través de un cristal, mismo que deforma sus rasgos. Es una metáfora simple, pero perfecta para el momento. A esta altura del relato su relación ya se ha venido abajo, aunque ambos siguen enamorados, y el momento en que Novalyne mirando a la cámara se da cuenta que ese extraño al otro lado de la puerta se ha convertido en la imagen deformada del hombre que ella amaba es realmente triste.


A partir de ese momento, la película se vuelve progresivamente elegíaca hasta terminar en un mazazo emocional exquisitamente bien bordado. Es demoledoramente acongojador, pero también reafirmante de aquella vieja máxima de que la vida a de seguir a pesar de todo. A lo largo de la historia, Howard – si acaso proféticamente – regalaba a Novalyne atardeceres y noches de luna en sus largos paseos por los campos texanos. Quizá haciendo un preludio inconsciente de su propio fin. Es del todo válido entonces que Novalyne termine su viaje a la propia madurez como ser humano con la certeza, existencial y emocional, de que siempre habrá un amanecer que siga a la oscuridad de nuestros momentos más terribles. “Mira, Novalyne, va a ser un hermoso amanecer” le dice la mujer que la ha reconfortado al verla llorar sola en una parada de bus. El luminoso plano final de su rostro sonriente como respuesta es una afirmación de vida tan poéticamente sensible como humanamente honesta.


The Whole Wide World es la clase de película que me recuerda por que me gusta tanto el cine.

1 de febrero de 2009


Valkyrie
Dirigida por Bryan Singer










Dotar de tensión narrativa de forma eficiente a una película nunca es tarea fácil. Menos aún cuando lo que se quiere es dotar de tal tensión y buenas cuotas de suspense a un evento de tremendo peso histórico - aunque en último término, trágicamente fallido en sus pretensiones - cuyo resultado es de amplio conocimiento público precisamente por lo que no logró. ¿Cómo mantener en vilo al espectador con una historia cuyo desenlace es de todos conocido? El complot emprendido por la alta oficialidad alemana el 20 de julio de 1944 con el fin de asesinar a Hitler, cortar al mismo tiempo las cabezas pensantes del SS como potenciales sucesores políticos e iniciar posteriormente las conversaciones de paz con las fuerzas aliadas, es uno de los episodios más dramáticos de la Segunda Guerra Mundial y por lo mismo uno de los más sobradamente conocidos por los aficionados al tema. Como poco, ha sido adaptada para la televisión un par de veces en forma de telefilm o miniserie, además de ser punto focal de muchos documentales. Todos manejamos los detalles básicos: el coronel Claus Von Stauffenberg coloca una bomba oculta en un maletín durante una conferencia con el Fuhrer en su inexpugnable Guarida Del Lobo. El maletín está muy cerca de Hitler para asegurarse de que la explosión definitivamente acabe con él. Stauffenberg abandona la sala para contestar una llamada telefónica previamente concertada; la bomba explota. El oficial abandona apresuradamente el fortín de reuniones aprovechando la confusión del momento y se dirige a Berlin para concretar la 2º fase del plan, asistido por los demás complotadores. Pero Hitler, increíblemente, no ha muerto. En una cruel burla del destino el dictador nazi apenas ha sido herido de consideración. El complot fracasa y la tragedia se cierne sobre los culpables. Bryan Singer tenía, por tanto, una tarea difícil por delante cuando asumió la dirección de Valkyrie, la dramatización de este complot que ahora nos presenta, siendo su principal desafío crear una sostenida y creciente pulsión narrativa sobre un desenlace que ya se conoce de antemano.

Sumándose a esta preocupación básica, Valkyrie acumuló numerosos atrasos de producción y un sin fin de rumores de problemas tras bambalinas que amenazaban con convertir a la película en un avispero de controversias extra cinematográficas. No sólo tuvo Singer que enfrentarse al desprecio del propio hijo del coronel Stauffenberg hacia Tom Cruise - al parecer la Cienciología no cae bien en ninguna parte - como elección para interpretar a su padre (un hombre tan admirado en Alemania que el propio Ministerio de Defensa se sumo a las críticas hacia Cruise) sino que también - debido a estos roces - hubo reticencias de las autoridades civiles germanas a permitir el acceso a los equipos de producción a importantes lugares históricos necesarios para la filmación. El sobrado profesionalismo del actor y finalmente su respetuosa interpretación del personaje calmaron estas polémicas y un poco más tarde, gracias a una campaña pública llevada a cabo por periódicos y revistas apoyando al film, se logró el permiso definitivo del gobierno pudiendo continuarse la filmación sin mayores baches.

Terminada la post producción, sin embargo, sucesivos cambios en la fecha de estreno volvieron a hacer circular rumores sobre la viabilidad artística del proyecto y tan sólo después de un favorable pase de prueba para la prensa las voces tendenciosas, alimentadas en su momento por la tibia recepción al Superman Returns del director, fueron acallándose. La película ha sido recibida de todas formas con críticas encontradas en los EEUU. Algunos la han calificado de tediosa y superficial; otros han llegado incluso a quejarse del por qué los uniformes alemanes parecen tan lustrosos y bien presentados (¡!) en un momento en que el poder alemán estaba ya en decadencia. Esta gente parece olvidar que en lo que se refiere a los círculos de poder nazi más cercanos a Hitler, nunca hubo escasez de nada, ni siquiera en los peores trances del conflicto. El único momento en que realmente la fachada del nazismo se vino abajo fue con la invasión soviética a Berlín. Pero, en fin. Opiniones y opinantes son de lo que más hay en este mundo.

Volviendo a lo que importa. A pesar de todo este caldero de inconvenientes el que Singer se haya sacado de la manga un film tan redondo y bien facturado como Valkyrie es todo un logro, a pesar de que este hombre ya tiene poco que probarnos en cuanto a talento y ambición de propósitos. Apoyado en un elenco de secundarios de lujo, mayoritariamente británico, y tan ecléctico como estupendo, Singer nos entrega una película que funciona magníficamente como relato de suspenso histórico, en la misma línea de, por ejemplo, Day Of The Jackal (otra cinta que jugaba con la tensión narrativa de un momento seudo histórico cuyo desenlace era de sobras conocido). Ya había dado muestra el director de su talento para estas lides de manejar los hilos de la tensión en su ya clásica The Usual Suspects, con su enrevesada (de)construcción narrativa usada como herramienta para sacar el máximo partido a sus elementos de suspense. Aquí la estructura narrativa es totalmente clásica – en coherencia con el tema y la época que retrata – y recupera lo mejor de su capacidad como director de actores – que no brillaba tanto desde su trabajo con Ian McKellen in Apt Pupil, película que curiosamente también trataba sobre los nazis y la Segunda Guerra Mundial - para orquestar un filme donde es igualmente importante lo narrado como los personajes que protagonizan la historia.

Por supuesto, en un film de apenas dos horas es imposible indagar con la profundidad necesaria en los retratos de personajes que pueblan este relato trágico o hacerles total justicia como seres humanos, dado que estamos hablando de personas reales. Una razón más para agradecer el estupendo elenco de secundarios que casi por pura presencia dotan de gravedad y peso dramático a los distintos miembros del complot. Sin embargo, la condensación de personajes – reducidos del más de centenar que realmente participaron en la operación a poco más de una treintena que aparece en el film – es completamente comprensible en aras de la claridad expositiva y la necesaria manipulación del dramatismo. Dicho sea de paso, es necesario recalcar que Valkyrie es una película coral, no obstante ser Cruise la fuerza en torno a la cual gravitan el resto de los personajes. Es muy agradable comprobar como el ego de este actor, cuando el proyecto lo requiere, no se interpone en el camino de la coherencia creativa. Su trabajo aquí es excelente. Intenso y medido a partes iguales, sin nunca reclamar la atención sobre sí mismo, sin habérselo ganado antes. Se trata de un Cruise en muy buena forma y que recuerda sus mejores logros interpretativos. Por lo demás, Singer evita cuidadosamente la estridencia emocional o la excesiva romantización de los protagonistas, ripios comunes a un proyecto de esta clase, manteniéndose siempre dentro de unos parámetros de sugerida solemnidad y carentes de cualquier tipo de sensiblería. Valkyrie, contrariamente a lo que podríamos asumir, es una cinta muy cercana a lo espartano en la presentación de los hechos. No hay heroicismos desmesurados o movimientos de cámara ampulosos que intenten dotar a las imágenes de una falsa sensación épica. En todo caso, es un relato intimo casi, donde todo y todos tienen una adecuada sensación de lugar y propósito.

Mayor motivo aún para alabar el trabajo de Singer, sacando conseguidas cotas de tensión de lo que es, básicamente, una larga serie de cabildeos furtivos y discusiones de oficina, ya sea cara a cara o por teléfono. Salvo un breve prólogo en África – donde vemos el origen de las mutilaciones de Stauffenberg – y un tiroteo bastante anémico sobre el final, la cinta no tiene acción alguna que pueda satisfacer al espectador desprevenido que espera una variación germana de films como The Dirty Dozen, Inglorious Bastards (que amenaza remake via Tarantino) o productos similares. Nada más lejos de la realidad. Con todo lo válidas que esas películas son como muestras de buen cine de acción, Valkyrie es una cinta que evita todo tipo de liviandades, pidiendo del espectador madurez de apreciación y una apropiada perspectiva histórica para asumir los agonizantes dilemas que enfrentan sus personajes. La película de Singer está hecha con eficacia e inteligencia, por lo que es una cinta razonablemente comercial en su factura, pero respeta siempre la integridad de los hechos reales que narra, narración misma puesta al servicio de una válida recuperación histórica.

Como bien reza el dicho: lo peor que puede hacer la raza humana es olvidar sus pasados errores, pues quien olvida está condenado a repetir. Bajo este prisma, Valkyrie es una gran película y un sensible recordatorio de que cuando nuestra inquietante, falible naturaleza humana nos traiciona de forma tan brutal, lo único que le queda como brújula de conducta a unos pocos es la básica certeza moral de lo que está bien y lo que está mal para actuar en consecuencia. Para el espectador comprometido, Valkyrie es una historia cruel y dolorosa de experimentar, ciertamente, pero necesaria de mantener en la memoria por el bien de nuestro propio futuro.