17 de marzo de 2009


Blow Out
Dirigida por Brian De Palma








Cuando se compara una película del calibre de Blow Out con la filmografía reciente de Brian De Palma, es comprensible la enorme decepción de la crítica especializada y de sus fans con las irregulares obras que ha estrenado últimamente. Ya desde los años '90 del último siglo De Palma daba tumbos creativos entregando cintas principalmente alimenticias, rara vez alcanzado el nivel de calidad de sus clásicos anteriores. Ciertamente, hoy en día poco o nada hay en su cine de la brillantez formal de Dressed To Kill, Carrie o Blow Out ni tampoco seña alguna de los sublimes excesos que hacían tan memorables a películas como Scarface o Body Double. Con la excepción de Carlito's Way en 1993 y Snake Eyes en 1998, su cine ha navegado las aguas de la correcta comercialidad, los resultados mediocres o lo simplemente fallido sin alcanzar, ni de lejos, las cotas de calidad de su mejor etapa. Un panorama que no ha variado en este nuevo siglo, pues su cinta más reciente – Redacted – fue recibida con críticas tibias, cuando no negativas, y una soberana indiferencia de sus fans.


Los años 80', por el contrario, fueron decididamente los de su mayor gloria. En aquel período, De Palma plasmó en imágenes sus mejores muestras de dominio sobre el medio, sus filmes más logrados. Es evidente que su salida del contestatario panorama del cine independiente de fines de los sesenta (con una abundante obra), seguido de su exitoso salto a la producción comercial de los grandes estudios con Carrie según la novela de S. King, le permitieron perfeccionar con paciencia sus métodos de trabajo, depurando al mismo tiempo su particular sentido del homenaje cinéfilo que más tarde le haría tan polémico entre los asiduos al cine. Esta particularidad de estilo muchos la han calificado – equivocadamente, pienso yo – de mera copia desvergonzada a los logros de mejores talentos, con especial fijación en su admirado Alfred Hitchcock. En primera instancia, la evidencia condena al director. Sin embargo, esta marca de fábrica suya es una que da forma definitoria a su filmografía y le acompañará el resto de su carrera, incluso en sus obras menos logradas. De Palma no se limita a copiar ideas y figuras de puesta en escena de forma ramplona. Por el contrario, reelabora aquello que homenajea para enriquecer sus historias y, por ese camino, hace de la cita cinéfila que tanto abunda en su cine algo completa y autoralmente suyo. Títulos como Sisters en 1973 y sobre todo Obsession de 1975 – su primera exploración plenamente hitchcockiana, vía Vertigo – ya incorporaban esta veta con sorprendentes resultados. Ambas, además, con estimable, aunque en parte humilde eficacia, dejaban entrever la calidad de su posterior cine y el personalísimo talante que su obra alcanzaría en los 80'.


La verdad es difícil no considerar la influencia de Hitchcock como crucial en la obra del director, ya sea que miremos sus películas de forma somera o con el detenimiento de un estudioso. Pero si bien es cierto que la sombra del inglés planea con fuerza sobre su cine y se pueden encontrar fáciles correlaciones entre específicas secuencias dentro de sus películas con algunas de las cintas más recordadas del gran maestro del suspense, no es menos cierto que estos homenajes perpetrados por De Palma están imbricados en sus guiones de forma totalmente orgánica a la puesta en escena, de por sí artificiosa, de sus obras. Así, devienen en más que simples copias carentes de personalidad propia. De Palma logró en ese momento y con ese estilo, un ejercicio de equilibrio deslumbrante: la cita cinéfila como herramienta de expresión personal. Se equivocan entonces, insisto, aquellos críticos que levantaron tarjeta roja al director a este respecto, pues es una opción facilista (y bastante miope) descartarle como mero copista y no querer detenerse con el debido análisis en la estructura de sus films como un todo. Observadas con la debida paciencia, las cintas del director devienen obras de gran complejidad temática en sus mejores casos, permeadas siempre de un sentido de lo trágico y lo fatídico que escapa a los perímetros de una década poco dada al existencialismo o la reflexión vital, sobre todo en el Hollywood del Estudio 54. Y todo esto enmarcado en su supuesta falta de originalidad, tanto visual como argumental. El cine de De Palma es intrínsicamente amargo en su visión de la vida. Amargo, escéptico y desencantado. Adjetivos que no se veían en abundancia en un mercado dominado, en aquel entonces, por las comedias de Eddie Murphy y las fantasías mayoritariamente amables de Lucas y Spielberg.


Las películas del director durante estos años se distinguen de la industria que permitió su factura en tanto son de inspiración claramente europea en la puesta en escena, como también en su atmósfera y temática. Por eso a pesar de moverse, salvo contadas excepciones, en el campo del thriller sensacionalista y de ambientarse en escenarios típicamente estadounidenses, su cine es profundamente personal. Subvierte los fundamentos del género en que se mueve y los paisajes que le sirven de escenario. Los personajes, tramas y resoluciones que articulan su cine están dentro de lo que se espera de ellos, al menos en términos generales, pero su orquestación obedece exclusivamente a la sensibilidad de un director con los ojos puestos en Jean Luc Godard y la escuela europea de hacer cine. Claramente, hay un propósito autoral tras la cámara, una mente lúcida componiendo las imágenes con primoroso cuidado, manipulando los actos de sus personajes y los sentimientos de su público de forma magistral. Nos gusten o no sus películas, las consideremos más o menos logradas, es innegable que no pueden ser producto más que de la mente y las obsesiones de De Palma, de nadie más. Es aquí donde este director - con su nunca oculta fascinación por la obra de Hitchcock - se convierte en algo más que un alumno aventajado, un adaptador de logros preestablecidos o un hueco manierista estilístico; los motes más repetidos entre quienes denostan su obra. La influencia de Hitchcock - y la de otros cineastas clásicos como Orson Welles, Michaelangelo Antonioni o el ya mencionado Godard – se fusiona con las propias obsesiones temáticas del director para hacer de sus películas compendios eruditos en el manejo de las herramientas cinematográficas, aplicadas con sabiduría a una narración con voz personal. Con tales antecedentes, el formalismo en la obra de De Palma en los ochenta (y en menor medida durante el resto de su carrera) se vuelve bastante más comprensible. Formalismo que no ha sido nunca más evidente que en Blow Out, quizás su mejor película.


Estrenada en 1981, Blow Out se nutre directamente de las cintas de conspiración política que tomaron por asalto al cine luego del escándalo Watergate en 1972, el suceso criminal que llevó a la renuncia de Richard Nixon como primer mandatario de los EEUU y en última instancia, un trauma nacional que llevó a la toma de conciencia definitiva del pueblo norteamericano. Precisamente una de las primeras y mejores muestras del género es All The President’s Men de 1976, película que dramatizaba ese incidente de forma memorable. Pero ya desde 1974 se venían sucediendo cintas de tintes paranoicos que tocaban el tema de la corrupción política y los abusos de poder como The Parallax View, Three Days Of The Condor o el antecedente directo de Blow Out, The Conversation de Francis Coppola. Efectivamente, ambas cintas comparten un dato crucial, además de sus similitudes temáticas. Sus protagonistas se ganan la vida trabajando con la manipulación técnica del sonido, hasta el punto de definirse plenamente como seres humanos a través de su profesión. Tanto el Harry Caul de The Conversation como el Jack Terry encarnado por John Travolta en Blow Out, viven inmersos en sus mundos aislados y autosuficientes - consumidos por su trabajo - hasta que un suceso externo a ellos les obliga a tomar decisiones que van contra sus naturalezas y determinan finalmente sus encrucijadas personales.


Si para Harry Caul la escucha ilegal que efectúa (y por la que se le ha pagado) le lleva a obsesionarse con un asesinato de siniestras implicaciones que terminara por derrumbar su propia paz mental, los motivos que llevan a nuestro héroe a investigar el sospechoso accidente que llevó a la muerte a un importante político, no son muy lejanas en naturaleza con las de su símil. Jack es un técnico de sonido que se gana la vida trabajando en la producción de películas de serie Z, un hombre anónimo como su trabajo, pero que oculta demonios en su pasado que han determinado su actual estado de vida y que, inevitablemente, condicionarán el resto de ella. Veremos como Blow Out juega decididamente con este elemento del guión, de forma memorable, entregando el manido concepto de la segunda oportunidad, tan típico del cine norteamericano, de una manera muy a lo De Palma. Vale decir, bajo un prisma eminentemente amargo, donde la inevitabilidad del destino se revela casi como la de una tragedia griega. El desarrollo de la historia pone a la película en la misma veta emocional de Vertigo (reelaborada aquí con mucho acierto) aunque el resultado de jugar con el destino supone un precio, si cabe, peor que el tiene que pagar el Scotty de James Stewart en el clásico hitchcockiano.








Blow Out abre con un toque 100% De Palma, entregándonos un falso comienzo para desorientarnos. Vemos en pantalla una burda copia de una cinta de asesinatos a lo Halloween, sin duda un guiño-burla del director a sus críticos más furibundos, pues la secuencia recupera todos los clichés visuales y temáticos propios del director – uso subjetivo de la cámara, misoginia desbocada, atmósfera lúbrica, violencia efectista, etc. – que aquellos atacaban en su obra. El chiste es que están presentados como si fuera la versión torpemente orquestada de las mismas, perpetrada por un discípulo poco dotado (o un copista sin alma, como se le acusa a De Palma en ocasiones). La juguetona introducción no es gratuita, el remate de la secuencia es el obligado asesinato de la fémina exuberante y desnuda en la ducha (Psycho, por supuesto, otro guiño para los enterados), clímax frustrado por el discordante y soso grito de la actriz que arruina toda la secuencia, de manera muy cómica. Termina la película dentro de la película y entonces vemos a Jack y al director del bodrio discutiendo acaloradamente sobre el penoso grito. Recién entonces De Palma inicia los créditos, no sin antes haber puesto en la mesa un subplot que se revelará brutalmente irónico en la resolución de la historia principal: el director de la cinta exige a Jack que encuentre un grito mejor para la película en cuestión, el detalle crucial para poder terminarla.


Bien mirado, independiente de todo lo que sucede a Jack fuera de ese encargo profesional, Blow Out es básicamente eso: la búsqueda del grito definitivo para una barata película slasher. Es importante recordar esto, pues comprobaremos que De Palma nunca deja este subplot a la deriva (a la larga se hace crucial) recordándonos de tanto en tanto con un breve punto aparte que el predicamento del director sigue estando ahí, acosando la vida profesional del protagonista como un dolor de muelas. Esa misma noche, Jack decide salir a grabar nuevos sonidos naturales en un parque solitario para agregarlos a su archivo personal y pulir los detalles de su actual encargo. Aquí De Palma da la primera muestra de ser un visualista excelso. Mientras Jack graba los sonidos – una brisa, el croar de una rana, un búho, la conversación de una pareja (la mujer llama a Jack un “peeping tom”, un guiño a la magnifica cinta de Michael Powell del mismo título, con un subtexto – el poder obsesionante de la imagen - muy similar al de Blow Out) – la cámara acompaña los movimientos del micrófono en su mano, dirigiendo nuestra atención hacia esos detalles menores como si se tratara de los movimientos de la batuta de un director de orquesta. Entre la multitud de ruidos nocturnos, se oculta un sonido indescifrable para Jack y para nosotros. De Palma ya está jugando con nuestra percepción de la realidad, de lo que creemos que hemos escuchado y visto (atentos al gesto de molestia de Jack cuando no logra identificar el sonido, una primera muestra de su actitud obsesiva, como el Harry Caul de The Conversation) en contra posición con lo que realmente ha sucedido o está por suceder. Este es un tema recurrente en De Palma, que se repite de distintas formas y bajo muchas variaciones en todo su cine (sin ir más lejos, Body Double y Snake Eyes están construidas totalmente sobre este concepto). Justo entonces un automóvil aparece en su radio de escucha. Naturalmente, su instinto le lleva a orientar el micrófono en esa dirección.


Un momento más tarde, el coche a perdido el control, cayendo estrepitosamente al río. Jack se lanza instintivamente al rescate y logra sacar a una joven inconsciente del agua, pero no puede hacer nada por el hombre que yace muerto dentro del vehículo hundido. Más tarde, ya en el hospital, averiguamos que el cadáver ha sido identificado como el del actual gobernador de Philadelphia y candidato presidencial George McRyan. Con esta revelación, la joven acompañante, Sally (Nancy Allen, habitual en el cine del director) se convierte ahora en una incómoda presencia que es preciso soslayar a los medios y a la familia del fallecido político. Para este fin, Jack es convencido por el asesor de McRyan de olvidar todo el asunto y fingir que la chica nunca estuvo en el coche. Enterrar al difunto con su reputación impoluta, en favor de la imagen pública del Gobierno, es lo que realmente importa ahora. Es mejor que su familia y los medios no se enteren de que murió “acompañado” de una joven en su coche. Jack acepta, aunque reticente y no demasiado convencido. Todo el asunto, sin embargo, no ha hecho más que despertar sus dudas. Impulsado por la sospecha de que algo ilegal se oculta tras el suceso, Jack analiza la cinta magnética en que ha grabado el episodio y efectivamente, sus sospechas adquieren mayor consistencia. Hay algo más detrás del pretendido accidente, que no fue tal. La grabación revela que hubo un disparo antes de que la llanta del automóvil explotara, descontrolando la máquina. El accidente es en realidad asesinato, hecho confirmado cuando Jack logra echar mano a una comprometedora filmación en 16 mm (que es parte del complot y nos recuerda a la película Zapruder en el asesinato de JFK) que acoplada a su grabación de sonido dejan clara la mecánica del atentado. Pero, ¿Qué motivos se ocultan detrás del magnicidio? ¿Quién ha dado la orden, quien tiene tal poder e impunidad de acción para acometer el complot? Y lo más importante ¿Están Jack y Sally, co-conspiradora sin saberlo, fuera de cualquier peligro de ser eliminados, en calidad de cabos sueltos?


Blow Out es un thriller absorbente, cine de paranoia en estado puro, pero también una reflexión estudiada y conciente del poder determinante y determinista de la imagen en movimiento con respecto a quien la observa. Y el hecho de que mucha de su inspiración provenga de la famosa cinta Blow Up (otro estudio sobre la obsesión paranoica), reafirma su condición tanto de homenaje a un maestro del medio – en este caso, Antonioni - como de reelaboración temática aplicada a la historia que se nos narra. Partiendo del título mismo, las similitudes son sugerentes. En Blow Up la trama sigue a un fotógrafo que ha tomado una instantánea poseedora de un misterio, posiblemente un asesinato semi oculto en los detalles de fondo, que fascina al protagonista hasta extremos obsesivos. En términos fotográficos, “blow up” significa ampliar el tamaño original de una imagen durante o después del proceso de revelado, acto que el protagonista lleva a cabo una y otra vez durante aquel film, intentando hallar la clave del misterio. En Blow Out, vemos a Jack primero estudiando concienzudamente la grabación que ha hecho buscando los momentos sonoros clave. Luego, en una secuencia electrizante y hermosamente sugerente sobre la mecánica creadora de la imagen en movimiento, Jack sincronizará el sonido de su grabación con la cruda animación de una serie de imágenes fijas, recreando el incidente ante nuestros ojos. Es una secuencia absolutamente brillante en concepción y ejecución. Una de las muchas que adornan esta tremenda película.


En un aspecto subtextual, la sensación de desamparo del ciudadano de a píe ante lo que es una amenaza sin rostro y sin nombre como es el abuso de poder a escala gubernativa, representada por ese escurridizo concepto del “gobierno secreto” que está por encima del gobierno oficial, es una que dota a Blow Out de una palpable paranoia, manchando en todo momento los esfuerzos de Jack por descubrir la verdad con una patina de futilidad inquietante. Es este un tema soterrado en Blow Out que convierte a la película, en tal sentido, en una gran tragedia. Casi no importan las respuestas a las preguntas planteadas, pues siempre habrá alguien en las sombras que las ocultará del conocimiento público, borrando pruebas, desvirtuando hechos, distrayendo la atención de las personas con fuegos de artificio (como de hecho sucede en la película, en términos metafóricos). El contraste entre la percepción pública del actuar del gobierno - y de la idealizada herencia histórica que le sirve de sustento - con respecto a los sucios manejos que permiten el estatus quo de los estamentos de poder (que originan y manipulan ambos conceptos, a su vez) es uno que se puede detectar con facilidad a lo largo del metraje, siendo en todo momento la visión que De Palma tiene sobre el tema totalmente escéptica y desencantada. Nadie sale bien parado en esta película. Jack no actúa de la manera que lo hace por ser patriota o creer ilusamente en “the american way of life”. Es pura impotencia personal e instinto de supervivencia lo que le mueve a la acción. Ni siquiera el elemento de la segunda oportunidad, determinado aquí por un desafortunado incidente en el pasado de Jack – un episodio en que le vemos, mediante flashback, cooperando con una investigación en contra de la corrupción policial que termina en desastre - le hace simpático como personaje, sino que le muestra meramente como un ser humano marcado por el fatalismo.


Las fuerzas de la ley y el orden son corruptas o ineficaces ante la amenaza que se cierne sobre nuestros supuestos “héroes” (un sonidista traumado y una cuasi prostituta, recordemos), fuerzas corporizadas en el film por un descreído detective de la policía que prefiere echar tierra al asunto antes de pretender buscar la verdad y en el anónimo funcionario gubernamental determinado en “cumplir la misión”, deviniendo así en un psicopático agente del mal. Hasta el propio tejido social norteamericano es puesto en duda mediante la crítica velada a la excesiva (ciega) confianza hacia quienes gobiernan el destino de la nación. De Palma claramente no tiene fé en que las respuestas al misterio propuesto por la historia o las soluciones al dilema de los personajes - y por extensión simbólica, las respuestas a los misterios y dilemas de los propios EEUU - puedan venir desde la oficialidad instaurada. La corrupción del gobierno es un hecho consumado y lo que es peor, la perversión del sueño americano inevitable. Esto queda claro en el consciente uso de la celebración de los actos patrióticos que adornan el aniversario de La Campana de la Libertad – cuya presencia se puede apreciar a lo largo de todo el metraje en informes televisivos, periódicos y carteles callejeros - como telón de fondo social para su historia. Un recordatorio de la supuesta pureza moral que debería poseer el Gobierno (inspirada en las mitificadas verdades de los padres fundadores, claro está), en notorio contraste con la cruda realidad de los hechos.









De Palma conjuga así la violencia y los actos de sangre con este telón de fondo en secuencias muy significativas que dejan claro el tono amargo de la película. En la primera, que se nos hace evidente por su puesta en escena, Burke (John Lithgow, otro colaborador habitual de De Palma) el anónimo agente que persigue a nuestros protagonistas asesina por equivocación a una muchacha inocente intentando acabar con Sally (a la distancia a confundido a una con la otra). Para cubrir la mortal equivocación, el agente decide sobre la marcha fingirse un asesino en serie – nuevamente la ironía hacia los estamentos de poder se hace presente, pues eso es precisamente lo que este personaje representa para el espectador desde el principio de la película, un psicópata – y cometer así una serie de crímenes para cubrir la verdadera razón de la inminente muerte de Sally. La consumación del asesinato - un aparatoso estrangulamiento que De Palma tiñe de un rojo infernal - ocurre así ante un vistoso cartel que anuncia las festividades del Día de la Campana, uno de los mayores símbolos fundacionales del carácter nacional estadounidense. El asesino pervierte este símbolo usándolo como marca de sus crímenes, tatuando el contorno de una campana con un estoque en el estomago de la víctima. La implicancia de la puesta en escena es definitiva. De Palma no da sosiego al espectador en este cuadro metafórico. Su tésis sobre el estado de la nación, de su nación, es fulminante.


Con la coherencia que tantas veces le ha hecho falta últimamente, De Palma lleva su propuesta, de esta manera, a su única conclusión lógica: el delineamiento de una tragedia americana, tan sentida como anónimos son sus protagonistas. Cuando Jack comprueba que nadie en el poder desea realmente tomarse la molestia de exponer la verdad, decide recurrir a la televisión para delatar él mismo la corrupción. Prefiere instaurar la duda entre la anestesiada platea televisiva, quizás su único posible atisbo de triunfo, aun a riesgo de ser calificado de paranoico conspiracional y, por tanto, descartado como tantos otros excéntricos de pacotilla en busca de fama. Pero las ramificaciones de la corrupción están demasiado arraigadas como para ni siquiera poder consumar tan dudosa victoria. Jack y Sally caen en una emboscada montada por Burke, quien previamente ha escuchado ilegalmente sus planes. Haciéndose pasar por el periodista televisivo interesado en el caso, Burke cita telefónicamente a Sally a una reunión. Sin embargo, Jack ha tomado la precaución de “cablear” a Sally con el fin de poder escuchar su conversación (su paranoia ya le hace dudar de todos) y seguirla a la distancia, poniendo así el sello a su propia condena. En efecto, cuando comprobamos que Jack, básicamente, está repitiendo el error que creó el trauma en su pasado, la sospecha de que seremos testigos de algo casi predestinado se hacen insufribles. El clímax de Blow Out es un ejercicio estilístico de considerable envergadura poética, aunque se trata de una poética de aliento atroz y descorazonador. Se trata de una secuencia técnica y narrativamente perfecta, que hace lamentar el estado actual en el cine de De Palma con mayor intensidad.


Como todo cine de excelencia, reducirlo a palabras es hacerle un flaco servicio. Sin embargo, es imposible no expresar la sensación de perfecta fatalidad, si es que tal odiosa cosa puede existir, que se apodera del espectador una vez consumada la cruel burla que De Palma ofrece como recompensa a los esfuerzos de su protagonista. Es un golpe demoledor del que no hay recuperación posible. La culminación del viaje de Jack por el infierno, no es la salida del mismo por el camino de la reivindicación de los errores del pasado. Es la condena a la repetición masoquista de los mismos. La estratagema de Jack - a pesar de todas sus precauciones, cuidadosos planes y buenas intenciones - no puede evitar la muerte violenta de Sally, así como no pudo evitar el grotesco asesinato del policía tantos años antes. Las buenas intenciones pavimentan la entrada al infierno, reza el dicho. Recuperando el tema de la corrupción anidada a la sombra de los misticismos históricos, Sally es estrangulada por Burke en pleno desfile del Día de la Libertad, bajo los fulgores de un ensordecedor espectáculo pirotécnico (clímax para un clímax) que no deja escuchar sus destemplados gritos de auxilio. Excepto, por supuesto, para Jack, que corre desesperado hacia ella sin poder impedir que se consuma lo inevitable. Y la segunda oportunidad se nos revela entonces, al igual que en Vertigo, como nada más que una vana esperanza, una irrealizable ilusión. La película cierra su relato con una simetría narrativamente admirable y metafísicamente terrible.


En la coda del relato, vemos a Jack – que ha capturado la muerte de Sally en cinta magnética - sentado en un parque nevado, la mirada perdida, dejando pasar el tiempo escuchando la “muerte en directo” de la mujer que amaba, reviviendo su error y su culpa como si se tratara de una condena. Sin embargo, la broma más cruel está por llegar. ¿Qué fue de la película por completar? ¿Aquella que carecía del grito definitivo? En la que es muy probablemente la escena existencialmente más desoladora de todo el cine de los años ochenta, un Jack desligado de la realidad que le rodea – probablemente narcotizado para soportar el dolor - usa el grito postrero de Sally para terminar la película en la que trabajaba, para gran gozo del director que no duda en felicitar al atormentado hombre por el macabro sonido (“it’s a good scream”, repite Jack para sí mismo, totalmente ido, como la cantinela de un drogado). Es el tormento definitivo. El plano final de Blow Out – la imagen congelada de Jack cubriéndose los oídos, intentando inútilmente no escuchar más (la negación misma de su ser) – está impregnada de una desesperación tan cruda y absoluta que encoge el alma.


Brian De Palma ha realizado mucho buen cine en el pasado y probablemente aun le quede alguna buena obra en el bolsillo con la que deleitarnos, pero lo cierto es que nunca estuvo más cerca de crear una verdadera obra maestra que con esta película, amarga y terrible.

7 de marzo de 2009


Watchmen
Dirigida por Zack Snyder













Hace algún tiempo respondí a un post de mi estimado colega Oscar Salas en su site Salasentral (http://www.oscarsalas.cl/) en el que plasmaba sus aprehensiones sobre la potencial calidad de Watchmen como adaptación de una obra supuestamente infilmable y por extensión, su valor como cine por sí misma. Permítanme aquí reproducir mi comentario al respecto, publicado en aquel momento en su web, para hacerles ver mi propia visión del tema:


“Atinadas palabras, estimado, puesto que corporizan, diría yo, los temores de todos los admiradores de Moore en general y de Watchmen en particular. Y esto, independiente de la polémica sobre el uso excesivo de la camara lenta. En su momento, defendí la manía visual de Snyder por el ralentí, porque me pareció estilísticamente apropiado a una cinta como 300, donde lo que valía era - practicamente - la cinética por la cinetica misma. Reducida al absurdo, después de todo, 300 es (como el cómic que la inspira) un sobredimensionado poema viril en imágenes. Dentro de ese ámbito, su estilo visual era del todo coherente. Watchmen es obviamente un animal completamente distinto, uno que requiere un enfoque y una aproximación, en términos de adaptación, muy distinta y mucho más sutil. No tengo duda alguna que la película será un espectáculo visual innegablemente atractivo. Pero como bien apuntas, en este caso la estética no lo es todo y la película tendrá, por necesidad, que entregar algo más para no quedarse en mera delicia visual.

Aquí es donde la cosa se pone peliaguda.

Por una parte, ¿Será Snyder capaz de trasladar, si no toda la complejidad temática de Watchmen, por lo menos su legitima esencia? Yo lo veo muy dificil. Creo firmemente que la película será un excelente producto de entretención adulta y hasta cierto punto, sofisticada. Pero apenas un pálido reflejo de la novela. Seamos sinceros, ¿Cuantas veces han filmado I Am Legend, pretendiendo hacerlo de forma definitiva y cuantas veces han fracasado en el intento? Watchmen es un artefacto demasiado complejo como para querer reducirlo a una película ( cualquiera sea su metraje). Y como el mismo Moore ha apuntado más de una vez, no sólo con respecto a esta novela sino al resto de sus escritos también, las suyas son obras que funcionan únicamente dentro del contexto para el que fueron creadas.

Por otro lado, ¿Aceptará el público no enterado una épica de 3 horas donde, si la película es fiel a la novela, gran parte de ese metraje consistirá en una serie de personajes, a los que nunca han visto en su vida, debatiendo entre sí para evitar el fin del mundo? (con énfasis en la palabra “debatiendo” sobre, por ejemplo, “combatiendo”). Es un panorama complicado que se aclarará únicamente cuando la película salga al eter de la web y comiencen a llegar las primeras reviews de gente especializada y de confianza entre los aficionados. En lo que a mí respecta, repito, estoy seguro que la película será un tremendo espectáculo, no estará falta de ideas y soluciones de adaptación interesantes (y polémicas), pero no será en ningún caso la novela perfectamente trasladada a la pantalla. Eso, me temo, es casi tarea imposible. Aunque comparto tu sentimiento. Espero poder tragarme mis palabras…”

Y, bien, se preguntaran, ¿ te las has podido tragar? Pues, en parte sí. Pero mayormente no. Con un margen amplio, me mantengo en mis primeras impresiones previas al estreno. Una impresión, me temo, generalizada a esta altura entre los amantes del comic y los cinéfilos ¿A la larga, es esto bueno o malo para Watchmen, la película que ahora podemos ver en cines? Eso está por verse, puesto que ya se anuncia un director's cut para un futuro cercano que seguramente enrarecerá aún más el cargado ambiente alrededor de este montaje actual. Aunque esa es otra lata de gusanos, de momento. Mi opinión de Watchmen ahora mismo es muy favorable, pero no exultante. Estoy gratamente impresionado, si bien soy muy consciente – ¿cómo no estarlo? - de sus muchos, pequeños y molestos detalles que la dejan corta en su aliento dramático y bastantes peldaños más abajo del podio de tremenda película que pudo haber sido. En todo caso, debo admitir de entrada que mis objeciones a esta adaptación, no menos sentidas que las del resto del fandom, sí están más dadas a la mesura. Y esto es así por que prefiero afrontar Watchmen primeramente como cine y después como adaptación de un texto de connotaciones legendarias y poseedora, debido a esto, de un aura de fervor cuasi religioso entre los fans - para bien o para mal - que hacen de cualquier atisbo de desvío con el dogma de su verbo, un acto de herejía. Lógicamente, cuando se acomete un proyecto como este – uno que toca un punto nervioso especialmente sensible en el fandom comiquero y en aquellos benditos que disfrutan de un texto bien escrito, sin importar de donde venga – es inevitable que se levante una polvoreda de comentarios contradictorios, pulsaciones intelectuales recalcitrantes y más básicamente, pura e irracional mala leche que enturbia un poco o mucho la visión objetiva (en cualquier caso, un esfuerzo crítico considerable, con o sin polvareda) a la hora de hacer un juicio definitivo. No ayuda en nada, por supuesto, que uno mismo sea un entregado admirador del texto en cuestión, como es mi particular caso.

Implica esto que hemos de ser lo suficientemente abiertos de mente para aceptar, desde un principio, que esto es la adaptación de un texto literario y como tal condenada a perder parte de su brillantez en la traslación. Permítanme repetir el concepto, a riesgo de ser majadero. Watchmen es una adaptación cinematográfica de un brillante, complejo y en alto grado inmanejable texto, ajeno al medio. El peor criterio de aproximación a una adaptación de estas características, tomando en cuenta su bizantino caleidoscopio narrativo, es esperar una traslación a la pantalla, página por página, panel a panel, palabra a palabra del comic. Y digo esto sabiendo que la película hace abundante uso de esa muletilla, un escenario dificilmente inédito en las adaptaciones de comic al cine y, por tanto, comprensible de cara a mantener la identificación del fan con los materiales que las inspiran. Lo curioso es que en las ocasiones en que Snyder intenta hacer de Watchmen un tableau vivant del comic (no incluyo aquí los títulos de crédito, un tour de force maravilloso y autoconcluyente) la película automaticamente deja de funcionar como cine. Cada vez que uno se encuentra con un panel transmutado en imagen viva, el momento icónico no sumerge al espectador en el universo de los personajes, por el contrario, lo saca inmediatamente de él. Idem para los diálogos. Entre más verbatim resultan los diálogos de la película con los del comic – efectivos y profundos como son en la página impresa – dejan de funcionar y suenan terriblemente artificiosos en la boca de los actores (especialmente si estos patinan en su trabajo, como aquí sucede en un par de ocasiones). La lección es clara, es ridículo (casi idiota) pretender tal tipo de traslación para el 100% de la película. Eso no es cine. Es rotoscopia. Es fotocopia. Es calco. Quien quiera eso, Warner está por editar en dvd “Watchmen, the complete motion comic”. Vayan, cómprenlo y disfrútenlo a su libre albedrío, si lo que pretenden es ver el comic en movimiento. Esto, damas y caballeros, es una película y las películas no son libros ni comics. Alguien me dirá que lo contrario también es cierto, y lo es, pero eso no ha impedido en el pasado - ni impedirá en el futuro - que las unas salten al campo de las otras en tanto la mercadotecnia lo estime conveniente. Así que ya ven. Saquen la cabeza de la arena y acepten las cosas como son.

Dicho todo lo anterior - y siendo en todo momento muy consciente de sus limitaciones - la versión corta es que Watchmen es una película muy cercana a lo soberbio y en todo momento admirablemente ambiciosa en su aproximación al género (por que las adaptaciones de comics ya son un género, por sí no lo sabían). Una experiencia visualmente potente y con pasajes sumamente conseguidos en su puesta en escena, logrando traducir en imagenes - con sorprendente efectividad – la original experiencia emocional de leer el comic. Es, sin duda, un espectáculo visual de esos que quitan el aliento, presentado con el debido equilibrio entre una admiración religiosa por el original y el impulso apóstata necesario para decidir que debe quedarse y que se debe suprimir para hacer de la manifiesta e insoluble complejidad narrativa del comic una adaptación legible para el neofito, es decir el grueso del público que va al cine. En ese sentido, se agradece la lealtad de Snyder hacia este espinozo artefacto cultural que es Watchmen – su atención al detalle de fondo es mesmerizante - pero se agradece aún más su atrevimiento a la hora de aportar de su propia cosecha con el fin de hacer de su película un “companion” del comic. Una versión alterna de una realidad alterna. Que estos cambios introducidos funcionen del todo dentro del contexto de la historia es debatible ad infinitum, será tema de eterna y baldía polémica. Algunos de estos cambios son casi invisibles (a no ser que el espectador practique el retentivismo anal), otros destacan penosamente, aunque a la largan son inofensivos, y los últimos, los peores, corren el riesgo de estropear toda la experiencia. Casi lo logran, para algunos. Lo logran del todo, para otros.

Se desprende de lo anterior que la ilusión perpetrada por Snyder, no obstante sus aciertos, no es perfecta. Debido a esto, se hace evidente - antes incluso de llegar a su ecuador - que la película tiene su buen puñado de problemas. No soy, evidentemente, el primero en delatar estos ripios. Casi no hace falta, pues son sumamente evidentes. Tampoco intentaré ponerlos aquí bajo el escrutinio de la lupa crítica ni pretendo extenderme en ellos, pues ya han sido abordados sobradamente en otras vitrinas. Pero tampoco seré el primer necio que ciegamente los niegue pretendiendo ver en la película una impoluta obra maestra. Watchmen tiene sus fallas, algunas garrafales, y están a la vista de todos. ¿Hasta qué grado estos problemas - derivados directamente del trabajo de adaptación con algunos desvíos hacía aspectos técnicos y de dirección - estropearán la experiencia de disfrutar de la película para quienes no comulguen con sus opciones narrativas? Eso es un tema de exclusiva percepción personal y de apertura mental (claro está asumiendo que se haya leído la novela primero; si no es así, el pantano crítico es más traicionero en sus perspectivas). Haciendo un recorrido por el abanico de opiniones surgidas por la web, es fácil comprobar que Watchmen es en tales términos, un experiencia visceral y de tintes ferozmente divisorios. Practicamente no existe el punto medio. Hay quienes la aman irrestrictamente calificándola con premura de obra maestra; otros la detestan por ser una hueca, esquelética representación del texto de Alan Moore, muy lejana a la complejidad de la novela. Los menos, se muestran complacidos de que, como poco, Watchmen siquiera exista como cine, a pesar de sus fallas.

Que sensación más rara me asalta cuando, una vez más, me encuentro entre la minoría de los que defienden lo, aparentemente, indefendible. No soy ningún martir, en todo caso. Ni tengo por que defender mis gustos ante nadie. Existen los que odiarán esta película por siempre, rasgando vestiduras ante su mera mención, por su falta de ambición o por su exceso de pretensiones. Yo me limito a disfrutar de lo que me gusta intuitivamente y de aquello que despierta - a veces de manera poco lógica, lo admito - mi admiración. Es lo que siempre he hecho. Y Watchmen – imperfecta, irregular, artificial e incompleta, pero también bella, tan bella y admirablemente ambiciosa – es una película de la que puedo disfrutar inmensamente sus aciertos y perdonar sus caidas en tanto que, por lo menos, alguien tuvo las pelotas de decir, “yo puedo hacer esto y lo haré” desmintiéndome de paso, al menos en parte, la falacia aquella de lo infilmable. Que el resultado sea (quizás) un gargantuesco fracaso conceptual como película, aunque justificadamente orgullosa en sus no pocos logros, no quita que sea también una producción con considerables agallas en su afán de llevar su propuesta a las últimas consecuencias, flagrantes pecados a cuestas y todo. Incluso me atrevo a aseverar que Watchmen es, como los personajes que pueblan sus angustiadas y sucias calles, un hermoso - e insisto - admirable fracaso debido precisamente a la bella ambición de sus errores. ¿Qué nos queda entonces? Pues lo de siempre. Disfrutar la película por lo que es, dejar de llorar como los niños ante los platos rotos, y luego sentarnos a leer el comic de nuevo, que para eso el cine es cine y la literatura, literatura. Amen por eso.

3 de marzo de 2009


Before Sunrise / Before Sunset
Dirigidas por Richard Linklater














Que satisfacción da la revisión de películas bien realizadas, que sensación de inversión justificada más reconfortante. Y que mayor gusto aún da la revisión de una película romántica bien realizada, un objeto escurridizo no tan fácil de encontrar a simple vista como pudiera creerse. Un romance cinematográfico genuino, honesto e inteligente no es moneda de cambio habitual en un panorama dentro del genero que favorece actualmente lo prefabricado y poco sincero. Soy un gran fan de los romances de época – Sense & Sensibility, Remains of the Day, The Age of Innocence, The Whole Wide World, The House of Mirth, Shadowlands – puesto que presentan una visión del amor y las relaciones interpersonales que se encuentran muy en sintonía con mi propia visión idealizada de tales menesteres. Soy un tipo chapado a la antigua, como pueden ver, cuando se trata de los asuntos del corazón y sus infinitas complejidades. Las variantes modernas de este tipo de historias pueden a veces alcanzar niveles de buen hacer, pero es más dificil que logren capturar mi atención y todavía más escasamente ganarse mi apoyo. Hay algo en la dinámica de las relaciones interpersonales modernas en el cine que elude mi capacidad de compromiso cuanto se trata de prestarles atención.


Una de las grandes excepciones a este cuadro sintomático es el díptico Before Sunrise / Before Sunset, el cual con una sencillez expositiva admirable y un encanto pleno de inteligencia logró cautivar mi inicialmente reacio interés de una manera poderosa en su momento, para volverse luego objeto de referencia en mi videoteca. Recomiendo revisar ambas en sesión doble, si no una detrás de la otra, como mucho con un día de diferencia. La urgencia de la historia así lo exige. Están tan directamente relacionadas que lo más apropiado es considerarlas como dos mitades de un mismo film. La magia fabulosa que de ellas se desprende funciona al 100% si las ponemos inmediatamente juntas, en un ejercicio de resonancia realmente exquisito y sensible. Linklater – cineasta autoinstruido en la técnica cinematográfica - posee algunos títulos bastante interesantes en su carrera, empezando por algunos ya clásicos del ambiente independiente como Slackers, Waking Life y Daze & Confused. Sin nunca renunciar a su veta indie, el cineasta ha flirteado con el cine mainstream en algunos títulos eficientes, pero decididamente menos interesantes (The Newton Boys, School Of Rock) pero su punto fuerte es la exploración de temas personales en producciones hechas a la vera de la industria, aunque no totalmente disociada de ella (la reciente A Scanner Darkly y Before Sunset fueron producidas por Warner; Dazed & Confused distribuida por Universal, etc).

El director tiene una filmografía bastante extensa donde mezcla los proyectos alimenticios de cine comercial con proyectos indie y trabajos televisivos, aunque mayormente manteniendo una misma línea de creación. Sus historias suelen transcurrir durante breves períodos de tiempo, tienden a prescindir de guiones demasiado elaborados argumentalmente, prefiriendo concentrarse en episodios menores y al mismo tiempo significativos en la vida de sus personajes. Los protagonistas de sus historias se mueven de un lado a otro, sin grandes apuros, conversando constantemente sobre infinidad de temas, filosofando sobre sus experiencias con distintos grados de profundidad. Bromean, se rien, se emborrachan, confiesan sus miserias ante sí mismos y ante los demás. Alcanzan epifanías y a veces fracasan en llevarlas a la práctica. Como la vida misma, sus películas se desenvuelven orgánicamente.


Linklater dirigió Before Sunrise en 1995 a partir de un guión coescrito entre él y Kim Krizan (actriz de reparto en proyectos anteriores suyos) ambientando la historia en Austria - más precisamente Vienna – con Ethan Hawke y la adorable Julie Delpy como pareja protagonista. La premisa es deliciosamente simple. Jesse (Hawke) está viajando en tren por Europa para sacarse del cuerpo la decepción de su reciente quiebre de pareja, acaecido en España, con una novia que se lo está pasando demasiado bien sola como para querer tenerlo a su lado. Comprensiblemente confundido ante la inesperada situación, con tiempo libre y un ticket aereo con salida de Vienna, Jesse ha deambulado por Europa usando el tren (pero sin bajarse de el) durante semanas para reflexionar sobre su predicamento. En el viaje que finalmente le lleva al avión de vuelta a EEUU entabla una improvisada conversación con Céline (Delpy), una atractiva estudiante francesa sentada al otro lado del pasillo. Se tantean mutuamente mientras intercambian impresiones sobre una cercana discusión de pareja, comparan los libros que están leyendo, comparten un refrigerio. El interes mutuo es sutil, pero inmediato, y la conversión estimulante, aunque los destinos geográficos distintos amenazan con separarlos antes de poder dar una oportunidad a su atracción. Céline regresa a Paris, luego de vsitar a su abuela en Budapest, de vuelta a sus estudios en La Sobornne. Jesee sólo dispone de las breves horas que restan de ese día hasta la mañana siguiente en que sale su vuelo de vuelta a casa y a su rutina. En un arranque de inspiración (de esos que se tienen cuando uno es veinteañero) Jesse le sugiere Céline que ambos se apeen en Vienna para pasar lo que queda del día juntos, conocerse mejor y explorar una situación insólita, seguramente irrepetible para ambos. Lo que sucede a continuación es una larga sucesión de conversaciones y paseos por Vienna, por completo carentes de la típica cualidad de tarjeta postal a la que recurren los cineastas en este tipo de escenarios. Jesse y Céline caminan por calles y bares anónimos, se detienen en un cementerio para rememorar un episodio en la vida de ella, visitan tiendas de vinilos de segunda mano, conversando todo el tiempo sobre sus vidas, sus expectativas de futuro, su visión del mundo y las relaciones humanas.


La película en todo momento se mantiene emocionalmente sincera, sin afectaciones, manteniendo el interés en la pareja mientras se mueve por la ciudad. Ellos son los absolutos protagonistas, la cámara siempre está con ellos recogiendo sus impresiones y reacciones, la sutileza de sus miradas y gestos. Podemos ver claramente en cada movimiento corporal, en cada sonrisa incómoda como el romance va tomando forma desde un impulso pasajero hasta una revelación emocional profunda y significativa: el momento en que escuchan un vinilo en una estrecho compartimento, explorándose con la mirada alborozada, concientes de la atracción mutua; el primer beso en la cabina de la rueda de la fortuna (que me gusta pensar es la misma en la que conversaban Orson Welles y Joseph Cotten en The Third Man); la primera disensión de opiniones, la creciente constatación de que están condenados a separarse quizás para no volverse a ver nunca más. El trabajo de Hawke y Delpy es aquí nada menos que revelador. La inmediatez emocional, la sinceridad de intenciones, la total falta de interes en vendernos un falso cuadro romántico, sino apostando por una legítima indagación de las relaciones humanas en toda su inherente belleza y fragilidad, es absolutamente fascinante de experimentar. En el proceso interno de cada actor, se nos hace claro que la atracción y la sintonía intelectual entre sus personajes es real y definitoria. No hay un sólo paso en falso – ni de parte de los actores ni del director - que desdiga la autenticidad de la experiencia, que aceptamos en todo momento como real.


Antes de acabar la noche la pareja se habrá imbricado del todo, consumando su pasión a la oscuridad de un parque tan falto de atractivo turístico como el resto de su recorrido (de todos modos, estoy seguro que esta película es la más conseguida carta de presentación para la ciudad que pueda existir). A la mañana siguiente, la realidad les vuelve palpable la urgencia de su precaria situación. Las circunstancias les separan sin remedio ¿Habrán de volver a encontrarse? En la estación del tren deciden que sí. Dentro de seis meses, en ese mismo lugar. Se besan con desespero y se despiden. La película termina sin respondernos esa pregunta crucial, que queda flotando en el aire dispuesta a tener tantas respuestas como espectadores haya. Dejamos a los personajes sumido en sus respectivos pensamientos, atesorando lo que han vivido, moviéndose en direcciones opuestas. Tendría que pasar largo tiempo para averiguar si realmente Jesse y Céline volvieron a verse.










En el año 2004, finalmente Linklater llevó a las pantallas Before Sunset, la continuación en la historia de estos dos amantes, esta vez guionizada en triunvirato por el director y su pareja protagonista. El panorama vital de los personajes es bastante distinto, lo que es de esperar dada la cantidad de tiempo transcurrido. Jesse es novelista de profesión y está en Paris por un día presentando su nuevo libro, This Time, inspirado directamente en los sucesos de aquella noche en Vienna nueve años antes. Ante las preguntas de los periodistas (que representan las posibles variantes en la resolución de la historia original a ojos del espectador: sí se reunieron pasados los seis meses; no lo hicieron; queremos creerlo, pero existen las dudas) Jesse elabora sobre sus motivaciones y temas dentro del libro. Mientras explica sus puntos de vista, vemos flashbacks silentes de aquella noche, cada imagen informándonos mediante contraposición con las palabras de Jesse lo mucho que significó el episodio para él. Al mismo tiempo, reconociéndose en la novela, Céline decide aparecer de sorpresa en la presentación, aparentemente de forma amigable e inocente. Dos viejos conocidos que se reencuentran.


Ambos, logicamente, son personas más maduras y zarandeadas por las circunstancias. Lejos están de ser los jovenes románticos e intelectualmente idealistas que conocimos en Before Sunrise. Pero aún siendo esto verdad, de muchas maneras continuan siendo fieles a sus propias visiones de la vida. Jesse aún es un romántico ocultándose en una pose de leve cinismo, aunque ahora es más honesto consigo mismo. Céline no ha renunciado del todo a su idealismo, aunque es mucho más consciente de sus limitaciones a la hora de querer cambiar el estado de las cosas. Ambos tienen parejas y responsabilidades varias, Jesse incluso tiene un hijo. Y con sólo mirarse durante un rato, es claro que la atracción sigue ahí. Una afinidad emocional más fuerte que los años. Before Sunset es la crónica menor de como ese amor latente vuelve a surgir a la superficie. De cómo las experiencias de la vida nos golpean, nos modelan a la fuerza e intentan destruir nuestros sueños, triunfando en ocasiones. Y de cómo es posible que ciertas cosas en nuestras vidas, demasiado poderosas, se niegan a morir sin dar batalla.


Al igual que en los flirteos inocentes de Before Sunrise, el reencuentro de Before Sunset es incómodo, lleno de sutiles exploraciones mutuas y devaneos con segundas lecturas. Jesse y Céline son seres humanos mucho más vividos. Reconocen internamente, y entre ellos, las limitaciones de sus respectivas vidas. Hay una profunda insatisfacción no expresada en ambos bullendo bajo la superficie, esperando detonar de alguna manera, buscando una válvula de escape. La casi imposibilidad de recuperar un momento vivido tanto tiempo antes es un sentimiento que les acompaña constantemente mientras caminan por las calles de Paris (nuevamente, no hay intención turística que traicione la puesta en escena). Buena parte de la película se ocupa de poner al día las circunstancias de ambos, las maneras profundas y a veces amargas en que las cosas experimentadas desde su breve romance los han marcado en lo emocional, al punto de hacerles cuestionarse constantemente. El tono sigue siendo el de una absoluta sinceridad, una característica amplificada por el conocimiento de que los propios actores han intervenido en la creación del guión. Cambiando Vienna por Paris, Linklater acompaña en silencio a sus personajes mientras se confiesan existencialmente sin nunca ponerse en el medio de la narración, replicando la forma y el fondo de la primera parte. Su estilo es informal y casi naturalista, como ver el testimonial de dos personas sacadas de la calle. La sensación de deja vu en el espectador es emocionante, nunca se nota pesada por la repetición o forzada por las circunstancias de un demiurgo oculto tras bambalinas. Al igual que los propios protagonistas en su reunión, intentando frágilmente reconciliar y reconectar sus sentimientos, para el espectador reencontrarse con Jesee y Céline es algo agradable, pero ligeramente amargo, doliente incluso, debido a los cambios que se han producido en ellos (y muy probablemente en nosotros mismos).


El espacio de tiempo que separa ambas películas es el mismo que separa a los personajes dentro de la historia y eso dota a este segundo encuentro de una insoslayable patina de melancolía y una fuerte sensación de oportunidades desperdiciadas. Jesse y Céline no se han visto durante practicamente una década por que, nos enteramos con una gran decepción, su planeado reencuentro nunca sucedió. Él sí se presentó en la estación del tren, seis meses después, aunque fue en vano. Es precisamente ese desencuentro lo que, en buena medida, a definido sus posteriores vidas y aunque Céline se muestra en un primer momento serena y resignada con la situación (fueron sus circunstancias personales lo que anularon la cita), su calma aparente oculta una considerable amargura, cuya repentina revelación será el punto dramático central de la cinta. Es impresionante la resonancia emocional que produce ese episodio en el espectador. La crudeza de las emociones, la sinceridad de las reacciones (hay un bello eco aquí cuando Céline intenta acariciar el cabello de Jesse; el mismo acto se producía en Before Sunrise de forma inversa, Jesse intentaba acariciar el de Céline) y la absoluta falta de artificiosidad narrativa hacen del breve episodio algo profundamente conmovedor. La desnudez emocional es absoluta por parte de Céline, su confesión dolida y valiente. La comprensión de Jesse - abrumado por la revelación que los sentimientos de ella reflejan exactamente los suyos - altera la percepción, hasta ahora anestesiada por la rutina de su insatisfactoria vida familiar, de su propia nunca antes verbalizada frustración con ese episodio de su vida. Con las cartas emocionales sobre la mesa, tal parece que la opción es obvia. Pero queda una última cuestión en el aire, sugerida, pero no formulada. Con las responsabilidades emocionales adquiridas en el camino por ambos y el bagaje de experiencias que parecen separarlos más que unirlos ¿Que posibilidad real hay de volver a reconectar una relación que, evidentemente, significa tanto para los dos? La respuesta no es simple ni definitiva. Como la vida.


Hay mucho que admirar en estas dos excelentes películas. El estilo diáfano de su narración, el compromiso de Linklater y sus actores con la historia que quieren contar, la honestidad de sentimientos, la inteligencia de los diálogos, la valentía de sus finales abiertos. Aunque se puede decir sin mucho lugar a error que Before Sunrise es una visión más idealizada del proceso de enamorarse – como debe ser, después de todo la película existe como una prueba de que el amor puede ser algo maravilloso e iluminador – no es menos cierto que Before Sunset es, en contra partida, una visión más realista de las consecuencias a tener en cuenta cuando nos embarcamos en estos viajes caprichosos de los sentimientos que son las relaciones de pareja. Linklater y sus actores han logrado urdir un tapiz de emociones de gran sutileza y profundidad, sin caer en lo vaciamente pretencioso o el burdo despliegue melodramático de una novela rosa. De hecho, la gran finura de sentimientos y remordimientos desplegados por los personajes y el loable trabajo actoral, hacen de Jesse y Céline dos seres humanos complejos y redondos. Figuras tridimensionales del todo reconocibles por la platea en sus errores, falencias e imperfecciones. El eco de sinceridad que entonces se desprende de la historia y sus vericuetos emocionales se compenetra magníficamente con las necesarias estilizaciones de puesta en escena (que son pocas y bienvenidas, de todos modos, unos cuantos acertados apuntes poéticos por parte de Linklater).


Sobre el final de Before Sunset, Céline toma la guitarra en su apartamento y canta para Jesse una composición personal que recoge sus sentimientos sobre aquel lejano día (compuesta por la propia Delpy, al igual que dos canciones más que aparecen en la película) – en uno de esos momentos cinematográficos cálidos, simples y hermosos que escapan a cualquier posible descripción objetiva – y nuestra lealtad hacia los personajes deviene, con fina magia, la misma que tendríamos con unos viejos amigos. Es una empatía que a ojos lerdos parece fácil de conseguir, pero que en realidad es el truco cinematográfico más dificil del mundo. Cuando la última nota, flotando en el aire, se desvanece en el éter dejando sólo el silencio de las miradas cómplices, la película alcanza su punto creativo más alto. Before Sunset, como su primera parte, carece de conclusión. No hay juicios definitivos sobre los personajes ni visos de resolución a su vicisitud. Sin embargo, el plano final es sugerente y está lleno de una dulce, prometedora esperanza. Ojalá Linklater, Hawke y Delpy decidan volver a visitar las vidas de Jesse y Céline algún día. Siempre es bueno reencontrarse con almas afines.