21 de agosto de 2008

Ride The High Country

Dirigida por Sam Peckinpah




La carrera de Sam Peckinpah quedó ligada para siempre con el Western, en la memoria de la cultura popular, luego del profundo impacto que el estreno de The Wild Bunch en 1968 dejara en el desprevenido público de aquel año. Cierto, Bonnie and Clyde, presentada un año antes, tuvo el honor de inaugurar la oleada de violencia gráfica que inundaría las pantallas de cine de aquel entonces y cuyas repercusiones llegan hasta la actualidad, pero aquel iconoclasta film de Arthur Penn usaba el sangriento grafismo de su clímax como recurso estético en aras de la mitificación de sus antihéroes. Peckinpah recorre una senda distinta. En sus westerns, la violencia es una característica inherente e insoslayable del espacio físico en el que se desarrollan sus historias; moneda de cambio en unas sociedades fácilmente corruptibles, aún carentes de institucionalizados códigos de conducta. El desesperado nihilismo que desprenden las imágenes de The Wild Bunch, destiladas en su justamente famosa secuencia final, hizo de la película un objeto de adoración entre los cinéfilos. En no poca medida por el pesimismo romántico con que Peckinpah teñía las imágenes y que dejaba en evidencia cual era su postura en la dicotomía Sociedad vs. Individuo. La lealtad de Peckinpah para con sus personajes, por irredimibles que inicialmente parezcan, lograba transformar a un puñado de ladrones y asesinos en unos héroes nobles. Es imposible no considerar justificada la epifanía que lleva a los personajes al sangriento ajuste de cuentas final; así como tampoco es fácil no sentirse conmovido con el sacrificio de La Pandilla Salvaje.

Aquel fue el peak creativo en la primera etapa de la carrera de Peckinpah, hasta ese momento exclusivamente concentrada en el género. No cabe duda que es también su etapa más productiva y creativamente lúcida. Comenzando con Ride The High Country y terminando con su personal visión de los últimos años en las vidas de Pat Garret y Billy The Kid (en el film homónino de 1973), Peckinpah realizó un puñado de obras que se encuentran en la elite de lo mejor que este género ha dado. Y eso, aún después de las virulentas batallas que muchas veces tuvo que librar para mantener la coherencia de sus propuestas, constantemente atacadas por productores anhelantes de interferir con su trabajo. Desgraciadamente, muchas veces perdió ante el poder de los estudios – ¿podríamos suponer otra cosa? – y algunos filmes terminaron eternamente comprometidos. Que películas como Mayor Dundee, quizas su experiencia más frustrante tras las cámaras, o la misma Pat Garret and Billy The Kid, sigan poseyendo una innegable fuerza poética y rigor dramático a pesar de sus manipulados montajes finales, hablan elocuentemente de la maestría de Peckinpah como cineasta. Es más, Pat Garret and Billy The Kid contiene el momento más hermoso y honestamente poético de toda su filmografía. La breve escena en la que el viejo sheriff agoniza a la orilla de un riachuelo, mientras su mujer le llora resignada y Pat les observa en silencio desde la distancia, nos dice mucho más acerca del fin de los mitos del viejo oeste que un puñado de libros sobre el tema. Usar la balada de Bob Dylan “Knockin`on Heaven`s Door” como fondo musical es posiblemente una de las opciones más inspiradas de la historia del cine. Es una viñeta tan fugaz como conseguida en un film de fracturada brillantez, cargada de tanta belleza y profunda significación, que es casi insólita en un cineasta tan legendariamente infame por su malsana personalidad y abusiva conducta.

Como John Ford, Peckinpah era un poeta irascible. Era un hombre difícil, alcohólico y adicto a las drogas, que constantemente ponía a prueba la lealtad y paciencia de sus amistades y colaboradores. Muchos de los problemas que asolaron su carrera, el mismo se los provocó. Era, en muchos aspectos, una persona autodestructiva y obstinadamente beligerante. En esencia, un cineasta maldito, pero – en sus mejores momentos – poseedor de una extraordinaria capacidad para sacar lo mejor de los materiales con los que trabajaba. Por lo menos en aquellos años.

La creciente irregularidad de sus films en los postreros años de la década del `70 y comienzos de los ´80, debida al lamentable estado físico y mental al que sus adicciones le redujeron, no permitió que su talento se enfocara debidamente y ya no hubo obras de la envergadura de antaño. Tan sólo Cross of Iron, la única película bélica de su filmografía, y la estupenda Bring Me The Head Of Alfredo Garcia (su último gran western, aunque técnicamente no lo es, pues está ambientado en tiempos contemporáneos; de ahí su genialidad) pueden distinguirse como obras poderosas y bien perfiladas, entre un puñado de films mermados en su calidad y muchas veces fallidos. Es muy triste comprobar su decadencia, luego del extremo fulgor de sus obras más conseguidas y recordadas.

Ride The High Country entra por completo en esta última categoría. No es la obra definitiva de su filmografía, pero sí es el film que inaugura su etapa de mayor genialidad y que le colocó en el mapa de los cineastas a tomar en cuenta. La película, muy admirada por los estudiosos de Peckinpah, es la segunda incursión de su carrera en la pantalla grande, tras la desastrosa experiencia de su problemático debut, The Deadly Companions. La primera en una larga lista de situaciones profesionales amargas, The Deadly Companions era un proyecto de bajo presupuesto, nacido bajo el auspicio de la experiencia profesional de Peckinpah con Brian Keith en la serie televisiva The Westerner, en la que ambos trabajaban como director y protagonista respectivamente. El proyecto rápidamente cayó en tormentosas aguas debido a las intromisiones de su productor en temas de guión y el choque de personalidades entre Peckinpah y su leading lady, la legendariamente tozuda Maureen O`Hara (famosa por sus colaboraciones con John Ford y John Wayne).

Tras la desafortunada experiencia, Peckinpah se aseguró de poseer un control más definido sobre los guiones de sus siguientes proyectos y por esto se dedicó con ahínco a revisar el material original de Ride The High Country, basado en un trabajo ajeno. Determinados elementos del guión final están sacados de las experiencias personales de Peckinpah (la figura del pistolero Steve Judd es un fiel retrato de su padre) y de sus recuerdos de los años de infancia, que pasara en el rancho de su familia (el asentamiento minero de Coarsegold, donde transcurre parte del relato, es un pueblo real). La película fue producida por MGM en 1962 y para su realización, el director sacó de un cuasi retiro a dos leyendas vivientes del Hollywood más clásico - Joel McCrea y Randolph Scott, dos actores de dilatada presencia en el western - para entregarles los papeles protagonistas.

La simpleza de la premisa apela a los códigos primigenios del western, pero al mismo tiempo están filtrados por el espíritu revisionista que se había iniciado en la década del 50 y que ahora daba paso a una visión más pesimista y real a temas incómodos, normalmente sublimados por el romanticismo y las evidentes distorsiones históricas típicas en el género. Los westerns sicológicos de Anthony Mann, especialmente el ciclo protagonizado por James Stewart (Winchester 73, The Naked Spur, The Man From Laramie, entre otros) son un excelente ejemplo de esta nueva tendencia. Este revisionismo se extendió rápidamente por la industria del cine de aquella época, dando como fruto algunos títulos realmente interesantes. No deja de ser significativo que John Ford, un nombre clave en la constitución misma del Western con obras tan fundacionales como The Iron Horse o Stagecoach, estrenase su portentoso estudio sobre la desmitificación del viejo oeste, The Man Who Shot Liberty Valance, el mismo año que Ride The High Country llegaba a las pantallas. Ya en The Searchers, un título mítico como pocos, Ford daba clara muestra de la cambiante actitud de los cineastas norteamericanos con respecto a un género que ellos mismos habían creado y a una forma de enfocarlo que estaba quedando caduca ¿Puede haber un abismo más grande entre la nobleza primigenia del Ringo Kid (John Wayne) de The Stagecoach y el retrato amargado y racista del Ethan Edwards (el mismo Wayne) en The Searchers? Es el mismo director, el mismo actor. Y, sin embargo, son dos propuestas radicalmente opuestas.

Por tanto, el film de Peckinpah no está creado en el vacío ni representa un quiebre con respecto a las tendencias creativas del momento. Lo que sí le brinda una particularidad añadida es la suerte de ensayo general de muchos elementos temáticos que se repetirían constantemente en la obra de este cineasta, ligeramente reelaborados, y que siempre terminan siendo ineludibles instrumentos de condena en el devenir de los personajes. Las radicales posturas existenciales en los heroes de Peckinpah, que en posteriores obras estarán caracterizadas por una rebelión obstinada y autodestructiva ante los nuevos estamentos del orden, bajos los cuales son incapaces de sobrevivir, están matizadas aquí por una sensible nostalgia y el tono elegíaco que corona la conclusión del relato.

Desde los primeros minutos de proyección, Peckinpah deja claro al espectador que su tratamiento del material estará impregnado de esta perspectiva revisionista. Steve Judd (McCrea) es un avejentado pistolero y antiguo adalid del orden que llega al pueblo de Hornitos atraído por la oportunidad de un trabajo, algo que últimamente no abunda en su vida. Judd es un hombre que ha visto ya sus mejores años, pero conserva intacta su dignidad y su férreo código de conducta, que antiguamente le hiciera un portentoso hombre de ley. La entrada al pueblo que abre el film, con Judd a punto de ser atropellado por un primitivo vehículo motorizado, está orquestada con un cierto humor socarrón y nos trae a la memoria una escena similar en The Wild Bunch cuando la pandilla de Pike Bishop (William Holden, en estado de gracia) encuentra un vehículo similar en el campamento del General Mapache (el grandioso Emilio “Indio” Fernández) y se maravillan ante la máquina. En ambos casos, la contraposición de pasado y modernidad, no deja lugar a la duda: el futuro ha llegado a la última frontera y los estamentos que ayudaron a concretar sus sociedades (o, en el caso de la pandilla, se alimentaban de ellas) están desfasados, obsoletos. Esta noción está llevada hasta el último extremo en la crepuscular The Ballad of Cable Hogue, donde el protagonista literalmente muere aplastado por un automóvil.

Entrevistándose con los dueños del banco local, Judd - en unas escenas que Peckinpah usa para presentar al personaje bajo un prisma al mismo tiempo patético y humano - se percata que el trabajo está considerablemente menos remunerado de lo que había previsto. Y además, requerirá más tiempo y ayuda. Pero igualmente lo acepta. Necesita el dinero. Además, ha visto en la feria del pueblo a un viejo amigo, Gil Westrum (Scott), otra antigua luminaria de los viejos tiempos reducido a feriante charlatán, y está seguro que aceptará la propuesta de acompañarle en el viaje ¿Es mera casualidad que Randolph Scott vista un disfraz de Búfalo Bill, cuando le conocemos? Una referencia sagrada del Viejo Oeste es usada aquí como una indicación más de los cambiantes tiempos. Un personaje de admirada connotación heroica reducido a burdo disfraz de feria. Luego de unas breves negociaciones, Judd y Gil, acompañados de su protegido Heck (Ronald Starr), un indisciplinado muchacho que aprenderá unas cuantas lecciones en el camino, emprenden su viaje. Cuatro días de largas jornadas con destino el asentamiento minero de Coarsegold. Allí han de recolectar el oro de los mineros y llevarlo de vuelta al banco en Hornitos. Gil, sin embargo, tiene otros planes. Su espíritu está menos templado que el de Judd. Los años lo han amargado, negándole el futuro con el que alguna vez soñó. Ayudado por Heck, la intención de Gil es robar el oro a la primera oportunidad que se presente y abandonar la miserable vida que ha llevado hasta el momento.

A poco de emprender el viaje, los hombres se detienen a pernoctar en una granja, propiedad del exacerbadamente religioso Joshua Knudsen (R.G. Amstrong) donde conocerán a la hija de este, Elsa (Mariette Hartley, ojos avisores la reconocerán como la esposa del Dr. Banner en la serie de TV The Incredible Hulk). La chispa romántica surge inmediatamente entre Heck y ella, pero es suprimida por el puritano padre y los consejos de Judd y Gil. A la mañana siguiente, podemos ver como Joshua reza a los pies de la tumba de su esposa. La cita bíblica grabada en la cruz nos advierte que la fallecida ha sido infiel y podemos intuir que su muerte ha sido violenta, muy probablemente a manos del propio Joshua. La presencia del celo religioso y la hipocresía de las posturas religiosas que vemos aquí es otro punto que se repite en los filmes de Peckinpah, casi siempre en breves viñetas cargadas de mala leche. La liga a favor de la abstinencia en The Wild Bunch – cuya demostración termina pisoteada por los caballos de la pandilla en la frenética huida al comienzo del film – o la procesión funeraria de las ancianas en el campamento de Mapache, denigradas sin consideración; el libidinoso reverendo Joshua Sloane (David Warner) en The Ballad of Cable Hogue, con la oración en los labios y las manos sobre la primera mujer que se le cruce en el camino. Aquí la religiosidad no brinda ningún consuelo, es una tiránica forma de control. Es precisamente por esto que Elsa huye de casa y se une al grupo de Judd con el fin de encontrar a un antiguo pretendiente, Bill Hammond, un minero de Coarsegold.

Peckinpah se deleita haciéndonos contemplar como reflorecen los viejos lazos de amistad entre Judd y Gil al comienzo del viaje. No obstante saber desde el principio que el propósito de Gil es robar el oro, las escenas entre ambos están cargadas de una cálida sensación de camaradería, que resulta infecciosa. Dos amigos que vivieron a saber cuantas aventuras juntos, rememorando retazos de su existencia. La interacción entre McCrea y Scott es totalmente genuina. Sin ser dos interpretes muy dotados – ambos pertenecen a la escuela del estoicismo – su trabajo aquí es inmensamente humano, lleno de sutilezas transmitidas por gracia de su lenguaje corporal o la intensidad de sus ojos, envejecidos y sabios. El retrato está tan conseguido que cuando el momento de la traición llega, resulta doloroso. La dinámica de amistad y desencuentro entre los protagonistas es una constante en Peckinpah. En Wild Bunch, vemos como un error de juicio por parte de Pike, termina con su socio Deke Thorton (Robert Ryan) cumpliendo una condena y negociando su perdón con la condición de capturar a su antiguo compañero. Mientras, Dutch (Ernest Borgnine) y el resto de la pandilla representan la lealtad a los antiguos códigos de honor. La relación entre Pat y Billy The Kid es sobradamente famosa por sus amargas consecuencias. En Mayor Dundee, el capitán confederado Benjamín Tyreen (Richard Harris) odia todo lo que el unionista Dundee (Charlton Heston) representa, pero el compromiso de honor que ha tomado con él, los convierte en incómodos aliados. Incluso en la amable farsa que es La Balada de Cable Hogue, el anacoreta que da título al film (interpretado con gran pasión por Jasón Robards) tiene una aliada en la noble prostituta del pueblo (Stella Stevens). No sólo sus westerns están construidos sobre esta idea. Por ejemplo, titulos posteriores como Killer Elite y The Osterman Weekend presentan las mismas características temáticas.

Así, encontramos en este film la esencia misma de los relatos que Peckinpah desarrollaría posteriormente. La noción de lealtad como concepto que une a los hombres y la dimensión trágica de la traición, la disolución de una forma específica de ver el mundo y de hacer las cosas, suplantado por un pragmatismo carente de valores; la odiosa necesidad de negociar con los principios para lograr subsistir en un mundo corrupto, etc. El canto fúnebre a un tiempo pasado que con amarga certidumbre convierte a viejos hombres de armas en reliquias inútiles, cuando no molestas. Todos estos temas reaparecerán una y otra vez en los films de este director, definiendo para bien o para mal las opciones vitales de sus personajes.

Las cosas se complican cuando el grupo arriba al asentamiento minero. Elsa se casa apresuradamente y en contra de la alarmante evidencia de que la suya será una unión miserable. Pronto quedará claro que su flamante marido es un bruto desconsiderado apenas oculto por una máscara de civismo, como mucho un par de pasos más arriba en la escala evolutiva que sus salvajes hermanos (entre ellos, L.Q. Jones y Warren Oates, dos actores de carácter que acompañaran profesionalmente al director durante años). Tras una grosera parodia de ceremonia nupcial – perpetrada en un prostíbulo por un juez borracho (una combinación típica de Peckinpah) – y una tensa escena de rescate de una potencial violación en grupo, nuestros protagonistas dejan el campamento, con Elsa a cuestas. El humillado marido no pretende renunciar a su esposa y emprende la persecución, arrastrando a sus hermanos a la reyerta. Aprovechando la desorganizada retirada, Gil y Heck pretenden huir con el oro esa misma noche, pero son atrapados en el acto por un dolido Judd. A pesar de lo apurado de la situación, Judd decide a llevar a los dos hombres ante la justicia. Pero la reaparición de los hermanos Hammond, dictaminara otro curso de acción. El drama está servido.

Si en la primera parte de la película el tono era aventurero, casi amable, es en el tenso viaje de regreso a Hornitos donde el Peckinpah más clásico hace su primera aparición, si bien las escenas de violencia en Ride The High Country son muy características de los estándares de la época (sobre todo en las coreografías de las peleas a mano). Recordemos que es una producción de principios de los `60. No encontraremos aquí los espectáculos de violencia de sus films más adultos ni el recurso de la cámara lenta para estilizar sus famosas “danzas de la muerte”. Con todo, Peckinpah dosifica la acción de manera gradual y creciente, para terminar en un enfrentamiento final magníficamente orquestado. Hay momentos que presagian lo que más tarde llegaría a ser su tratamiento característico de la violencia - el estilo crudo y directo de los tiroteos, las ropas ensangrentadas por las heridas de bala, la cámara observando con detalle la agonía de las heridas, los cuerpos caídos y pisoteados – y que le valdría el mote de Bloody Sam. Mas, son aún detalles en segundo plano, incipientes y están tratados con cierto pudor (siendo la gran excepción un primer plano de un rostro con un tiro clavado en la mejilla). La primera emboscada de los Hammond en las montañas es una buena muestra del clasicismo de la película en este sentido. Cuando el film llega de vuelta a casa de Elsa, donde transcurrirán las escenas finales, las cosas toman otro cariz. La secuencia se abre con el mencionado primer plano del tiro en la cara y este sienta el tono del posterior tiroteo. Aquí la violencia es más desatada y Peckinpah no desaprovecha la ocasión para montar la que es quizás su primera secuencia de acción realmente memorable.

Anteriormente, hemos visto como Judd ha liberado a Heck para que le ayude en el enfrentamiento con los Hammond, convencido de que su sincero afecto por Elsa y la voluntad de salvarla, le aseguran su rectitud ante la situación. Con Gil, la cosa es distinta. Le libera, pero Judd no se sorprende cuando comprueba que aparentemente a huido. En realidad, Gil ha regresado por el caballo y las armas de uno de los hermanos muertos en la primera emboscada, llegando en ayuda de su amigo en el momento más urgente. Un desesperado tiroteo se sucede. Henry Hammond (Warren Oates) dispara enfurecido sobre unas gallinas, cuando Gil les llama cobardes a gritos entre la furia de los tiros. Nótese aquí el uso simbólico de los animales, en un punto aparte visual entre abstracto y surreal. Peckinpah usaría metáforas similares en otras ocasiones (el famoso plano de las hormigas que atacan al escorpión en The Wild Bunch, por ejemplo). Por supuesto, el relato termina con un duelo a dos bandas. Nuevamente, apelando a los códigos primigenios del género. Pero es en la dinámica emocional de éste donde el director pone el énfasis de su particular punto de vista.

En la fiereza del combate, Gil vuelve a ser un hombre de fiar, un compañero de armas. La expresión de admiración en Judd al ver que su amigo se ha redimido es impagable. Los dos viejos hombres de ley vuelven a ser, por unos breves momentos, lo que alguna vez fueran. Junto a Heck, retan a un duelo a campo abierto a los hermanos sobrevivientes. Los tres hombres vencen en el brutal tiroteo. La victoria es pírrica, sin embargo, pues Judd ha sido herido de muerte. Los momentos postreros de la película, son los de Judd también. Peckinpah hace gala de un delicado lirismo en estos emotivos planos finales, que pocas veces volvería a mostrar en otros films. Gil promete devolver el oro al banco y Judd le perdona su pecado. Con la humildad de los verdaderos héroes de ayer, pide morir solo. El estoico sentimentalismo en la despedida final de estos dos viejos aventureros es conmovedor y la grandeza de la película se nos revela en un último, magnifico e inolvidable plano. Judd mira por última vez a las montañas (el high country del título) y finalmente expira, cayendo lentamente y saliendo del plano. Muere el pistolero y con él, el mito del Viejo Oeste...

El paralelismo más evidente en este final coincide con The Wild Bunch y Pat Garret And Billy The Kid. En ambos films, los “héroes” mueren – la pandilla masacrada por el ejército mexicano, Billy a manos del propio Pat – y sus antiguos aliados sobreviven para ser testigos de sus calvarios (el plano de Deke atesorando el revolver de Pike es tremendo). Sin embargo, los sentimientos de futilidad y amargura que acompañan a Deke Thorton y Pat Garret son de tal magnitud, que el resto de sus existencias están más cerca de ser una muerte en vida. Es significativo que Peckinpah termine la historia de Pat y Billy con la muerte violenta del primero años más tarde, como si estuviera cumpliendo una condena pospuesta. Y la opción de Deke Thorton de unirse a la rebelión mexicana, ¿no es acaso una búsqueda, consciente o no, de una muerte violenta que le justifique ante la memoria de sus compañeros? No hay tales devaneos existenciales en Ride The High Country. Esencialmente, por que es este un relato elegíaco antes que fúnebre. La calidad moral y la estatura humana de Judd necesitan ser mantenidas. Si bien el Oeste a muerto con él, el espíritu de ambos vive en la memoria de Gil y en la renovada entereza de Heck y Elsa. En eso consiste su triunfo ante la muerte.

Ride The High Country es un film donde un narrador nato da su primer paso firme en busca de un estilo definitivo, un ensayo general de temas que, como hemos visto, volverán a surgir bajo otras formas dramáticas en sucesivas películas. Donde la aspereza sicológica y los ambientes más decididamente tristes y complejos de The Wild Bunch y Pat Garret and Billy The Kid, comúnmente consideradas sus obras maestras, convertían a sus protagonistas en agentes de cambio de situaciones injustas e insostenibles o verdugo de personalidades irremediablemente condenadas a la tragedia, aquí Peckinpah escribe una oda sencilla y diáfana a la nobleza de los hombres anónimos que la Historia escogió olvidar. Sam Peckinpah no volvería a realizar nunca más una película tan primigeniamente íntegra en su concepción ni tan pura en sus sentimientos.

Una película, sencillamente, hermosa.