9 de enero de 2009



Oh, What A Lovely War
Dirigida por Richard Attenborough












“!Wellcome to Jurassic Park¡”... Estoy seguro que para las recientes generaciones de cinéfilos la imagen de Richard Attenborough es, ante todo, la del millonario bien intencionado y soñador, aunque superado por las circunstancias, en el clásico contemporáneo de Steven Spielberg. La verdad es que este actor y director británico, actualmente Lord, tiene una vasta carrera profesional a su espalda que abarca muchísimo más que su recordado papel como promotor de la resurrección genética de los dinosaurios en aquella cinta. La suya es la trayectoria típica del profesional de la actuación inglés, con una sólida formación y experiencia teatral en los clásicos de las tablas y un posterior paso a las pantallas de cine británicas, donde alcanzaría reconocimiento universal. El cine en la Inglaterra de los años ’40 y ’50 conoció una etapa dorada en la que diversos y magníficos talentos teatrales alcanzaron la gloria en un amplio abanico de películas, muchas de ellas clásicos absolutos del cine británico de todos los tiempos. Aquel fue la época de Laurence Olivier y John Gielgud; la de Ralph Richardson y Michael Redgrave, entre muchos más. Nombres eternamente ligados a lo mejor de la herencia cinematográfica inglesa, dirigidos algunos de ellos, a su vez, por directores del calibre de David Lean o Carol Reed, sólo por mencionar a los más icónicos, que por aquellos años iniciaban también sus fructíferas carreras en el cine.

Fue precisamente su condición de par entre estas luminarias lo que llevó a que un proyecto de características tan particulares como el de Oh, What A Lovely War cayese en las manos de Attenborough, luego del exitoso y muy alabado montaje teatral de Joan Littlewood, quien escribió el texto teatral adaptando una anterior obra radial de Charles Chilton. El principal y más importante de los defensores de la obra teatral era John Mills, otro de los nombres verdaderamente míticos del cine ingles, protagonista, entre otras muchas cintas clásicas, del hermoso High Hopes dickensiano dirigido por David Lean. El actor sentía una fervorosa admiración por la obra teatral y estaba decidido a adaptarla a la pantalla. Sin embargo, Mills era consciente que los temas que tocaba el texto – la inutilidad de la guerra, la sátira a la separación de clases tan típicamente británica, la inherente estupidez y ceguera de los gobiernos y los nacionalismos extremos, el dolor asociado a la mutilación o muerte de los seres queridos – eran poco populares, a pesar de las actitudes intelectuales y políticas que corrían en 1968, año en que se inició la producción del film, y que, por tanto, no atraerían mayormente a potenciales inversores. Más bien lo contrario.

Armado tan sólo con la calidad intrínseca de la obra y el compromiso de dirección de un debutante Attenborough tras las cámaras, Mills y su recién adquirido colaborador decidieron apostar precisamente por la calidad del material original para tentar a un elenco que, dadas las circunstancias, jamás creyeron posible poder reunir. Empezando por Olivier y de ahí a Gielgud, Richardson y los demás titanes de las tablas inglesas, no hubo actor que se resistiera a participar en la producción. ¿Cual fue el truco? Primeramente, la calidad del material original, pero también el hecho de que Olivier aceptara trabajar por un sueldo simbólico, muy por debajo de sus honorarios acostumbrados. Ante tal muestra de lealtad profesional y caballerosidad entre viejos colaboradores, no hubo quienes se negaran a ser menos que el gran señor del teatro ingles... Así, un “who’s who” de la interpretación británica se puso a disposición de un sorprendido Attenborough, quien se vio de pronto a cargo de una producción de considerable envergadura económica y prestigio interpretativo.

De los nombres más reconocibles en este elenco, además de los ya mencionados miembros de la vieja escuela teatral británica, se puede mencionar a Kenneth More, Ian Holm, Vanesa y Corin Redgrave, Susana York, Maggie Smith, Dirk Bogarde y Edward Fox, entre una multitud de otros rostros reconocibles. Todos tienen pequeños papeles de soporte, algunos de ellos incluso aparecen en una escena nada más (Bogarde y la York, quienes trabajaron un día tan sólo, por ejemplo) pero el calibre de prestigio que alcanzó el film por el mero hecho de reunir tal reparto, benefició tremendamente a toda la empresa. Con este elenco de ensueño, luego no fue mayor problema conseguir la financiación de parte de Paramount Pictures (el propio Charles Bludhorn, dueño del estudio por aquel tiempo, le aseguró al director que con tal reparto, el costo no importaba) y la producción de una de las cintas musicales más sui generis de la historia del género, se puso en marcha. Para ser una primera experiencia tras las cámaras, la dirección de Attenborough es inspirada y con el apoyo de su director de fotografía – el talentoso Gerry Turpin – logra componer unas viñetas visuales de gran belleza y poesía. El trabajo de Attenborugh en la dirección desmiente su condición de primerizo. Sin duda, luego de años de trabajo continuo con los maestros del cine inglés, era imposible no aprender lo necesario para salir bien parado del desafío.

Tal vez el único pecado de la película sea lo largo de su metraje, un poco excesivo, que deviene en una cierta languidez de ritmo. Es un defecto menor, en todo caso. Después de visionar Oh What A Lovely War, es innegable que la película es un par de secuencias demasiado larga, pero no puedo decidirme a elegir algún número musical o pasaje visual del que pudiera desprenderse el film, sin afectar al conjunto de la obra. Tal vez sea la acumulación de impotencia y amarga inevitabilidad que se va apoderando de uno, a medida que avanza la historia, lo que juega un poco en contra del film. Oh, What A Lovely War es una experiencia profundamente triste. Cada viñeta es una excelente combinación de belleza visual y atinada puesta en escena, pero están todas ellas siempre teñidas de sentimientos encontrados. No es sorpresa alguna comprobar que la película no hiciera demasiado dinero durante sus pases iniciales y que después de su vida comercial en cines, cayera en un semi olvido. Attenborough confiesa que de entre su destacada, aunque breve filmografía – que incluye, no olvidemos, la oscarizada Ghandi (en palabras del propio director, el proyecto de su vida y la razón por la que se pasó a la dirección), la biografía de Chaplin con Robert Downey jr. y sus colaboraciones con Anthony Hopkins en Magic y Shadowlands, además de otra estupenda cinta antibelica, A Bridge Too Far) - esta película es la que más le solicitan como reposición para retrospectivas o festivales. El director se muestra orgulloso de su presentación como cineasta. Es un sentimiento justificado.

Oh, What a Lovely War posee una estructura narrativa tremendamente particular, mezcla de puesta teatral, music hall, surrealismo y estilización. Es, sobre todo, una película sumamente amarga y lírica. Ambientada durante la Primera Guerra Mundial, la película habla sobre hechos trágicos y heridas que no cicatrizan, de absurdos y tremendos dolores. Y todo ello con el empaque de unas canciones que, a pesar de despertar los recuerdos de unos tiempos idos, nos resultan tremendamente contemporáneas en sus apreciaciones vitales, sus posturas morales y el existencialismo que fluye de sus letras. La música en sí está compuesta exclusivamente por canciones populares de la época - sacadas del music hall y de las experiencias de los propios soldados - y sus letras están escrupulosamente respetadas para reflejar el sentir popular de los tiempos.

La película empieza con una reunión de los altos gobernantes de la Europa de principios de siglo XX, donde se nos explica – con una atinada y burlesca rigurosidad (los diálogos de los personajes son citas históricas reales) – los pormenores de la situación política en el continente, previo al asesinato del archiduque Francisco Fernando en Sarajevo que, como sabemos, fue el disparo de salida para todo el conflicto. Es una puesta en escena a un tiempo estilizada y muy teatral, que descoloca y a la vez prepara el terreno para lo que será el resto de la cinta. Estamos en un pabellón de fiestas, donde los gobernantes hablan entre sí de política y menudeos imperiales. Las frases son forzadas y las mutuas buenas intenciones tan aparentes como falsas. La atmósfera de la escena es patentemente ridícula y absurda. De pronto, aparece un fotógrafo que entrega dos flores rojas (este será un leit motiv durante toda la historia para indicar una muerte), una al Archiduque y la segunda a su mujer. Vemos el destello del flash que se enciende en un momento y al siguiente, los cuerpos del gobernante y su esposa caen comicamente al piso, muertos. La guerra ha comenzado. Es una secuencia de apertura magnífica y en extremo bien concebida y presentada.

Luego de esta secuencia introductoria, la acción se traslada a un paseo marítimo en la costa inglesa que acaba de ser inaugurado. Su nombre: Primera Guerra Mundial, en brillantes luces, y vemos a nuestros protagonistas, la amplia familia obrera Smith, pagando su entrada para ver el espectáculo que está por empezar y del que ellos mismos serán protagonistas. Ellos serán los testigos mudos de la época, puesto que enviarán a sus cinco miembros masculinos a la guerra - inevitablemente les veremos caer uno a uno, a lo largo del film - y las mujeres prestaran distintos servicios civiles. Sus vicisitudes representan la de toda la clase obrera inglesa de principios de siglo. Attenborough contrapone a sus pequeñas alegrías y miserias, las petulantes, ciegas y muchas veces trágicamente estúpidas acciones de la elite social europea, tanto en la esfera militar como en la civil, y aquellas de las moribundas realezas de la Belle Epoque. El paseo marítimo es el estilizado proscenio desde donde veremos – en distintas y sucesivas viñetas – el desarrollo de la tragedia.

Attenborough aprovecha esta figura para montar unos números musicales que tal vez no sean excesivamente espectaculares si los comparamos con los del cine musical clásico de Hollywood (comparación inevitable, me temo), pero está claro que no es la intención de la película imitar estilos o escuelas. De hecho, no imita a nadie. Los pasajes musicales están cargados de significado, poesía y un lirismo realmente conmovedor que, a fuerza de crudos y trágicos, están en el extremo opuesto de las intenciones creativas y expresivas de Singin’ In The Rain o My Fair Lady. La película salta indistintamente, casi como si se tratase de un sueño, desde la estilizada presentación de los números musicales a la cruda realidad de la muerte en las trincheras, del barro y el frío a la angustia de las mujeres y los pequeños remansos de alegría de los soldados que vuelven del frente. Se trata de un poderoso y conseguido juego de contrastes y comparaciones que mueve a la reflexión y a la amargura con la misma facilidad que puede crear momentos de terrible belleza visual. Como ejemplo, tres momentos.

El primer cuadro musical nos presenta las primeras batallas entre las fuerzas germanas y las tropas francesas y belgas, pero lo hace con una introducción realizada por un teatro de marionetas. Vemos a los títeres, mediante corte brusco de montaje, convertirse en soldados reales y pasamos a una secuencia de baile y canto, donde se pone de manifiesto la brutal contradicción entre la ingenuidad caballeresca de los combatientes, aún imbuidos del caduco sentido de la guerra entendida como ejercicio de nobles, y las impersonales matanzas a gran escala de la naciente tecnología militar del siglo XX. Sobreviene la batalla y la caballerosidad da paso a la horrible constatación de la matanza. Sólo que los cuerpos que vemos caer no son humanos, son los títeres. Estamos de vuelta en el paseo marítimo. Luego, vemos a las tropas francesas descansando mientras escuchamos la voz en off de un soldado relatando sus impresiones sobre los primeros días del conflicto. De pronto, un caballo huye de su dueño. Vemos al animal correr por los campos en un hermoso travelling en cámara lenta, hasta que el animal sale del plano y entonces estamos en el lado contrario del conflicto. Escuchamos otra voz en off. Es un soldado alemán el que habla ahora. Las impresiones, no obstante, son las mismas.

Tal vez el más significativo de los poéticos fragmentos y viñetas que componen el metraje de la cinta, con excepción del demoledor plano final, es el de la despedida en la estación del tren. Parte uno de los hijos de vuelta al frente. Se monta un número musical sobre un tren de feria para la despedida. Las vías, que primero eran circulares durante la canción, ahora son rectas y van a dar al final del muelle. Al vacio. El soldado se despide de su familia; confiado, casi alegre, se aleja progresivamente. Corte al rostro de la madre, grave y consternado. Plano a los rieles. Ya no hay tren. ¿Ha caido al mar? ¿Al sacrificio? ¿A la nada? Corte al rostro de la madre, la cámara abre el plano hasta una vista general. Es una estación de tren real. Totalmente vacía, excepto por la mujer. No hay canción, no hay fiesta. La mujer se gira y se marcha. El silencio es fúnebre y total.

La película está soberbiamente construida sobre momentos similares. La acumulación de información (la historia sigue fielmente la cronología real de la guerra) y la amarga sátira que exudan las imágenes ( se nos informa de las bajas como si fuera un match deportivo: muertos, 60.000; terreno ganado al enemigo, cero) causa una considerable impresión en el espectador. Es un efecto acumulativo que resulta emocionalmente extenuante. Especialmente en las secuencias que Attenborough dedica a las altas esferas políticas y militares, cuya obscena ceguera a la matanza y el irracional y – para ellos - teórico juego de destrucción al que parecen entregarse con casi infantil regocijo, provoca el inmediato rechazo de la platea. La alta oficialidad es mostrada como una clase aparte, completamente desconectada de los horrores de la realidad y las consecuencias de la carnicería generalizada (en un momento un oficial ingles reza con veneración y da las gracias a Dios por que hoy “sólo han caído 60.000 hombres”).

Por supuesto las denuncias antibelicistas son casi tan antiguas como el cine mismo. No hay sorpresa ni mayor novedad en la postura moral y política que toma la película con respecto al tema. Lo que hace tan interesante, sin embargo, a este film es su inimitable envoltura estética y sus inusuales opciones narrativas, que le convierten en una obra fascinantemente extraña, irrepetible y conmovedora. Huelga decir que Oh, What A Lovely War es una película pacifista hasta la médula y su postura no puede quedar más clara que en su apabullante plano final, de una contundencia arrebatadora.

El último de los varones Smith se mueve por las trincheras vacías. Un soldado le dice que siga la cinta roja, que parece correr a lo largo de todo el paisaje. El hombre la sigue, a medida que se desprende de su uniforme. Corre por un campo de flores rojas, deja atrás a su madre y hermanas, que están en un día de campo. El hombre finalmente se encuentra con sus hermanos, que descansan sobre la hierba fresca. A llegado a su destino. Se tiende en la hierba con ellos. Attenborough disuelve la imagen de los hombres yacentes y la reemplaza con un plano de cruces blancas, clavadas en el mismo campo.

El plano se abre. Y se abre. Y se abre. Y se abre. Sigue abriéndose hasta que el plano se convierte en una toma aérea y el estupor nos llena el alma. Recordemos que estamos en 1968, aún no existen artificios de CGI que nos distancie del impacto que la alucinante imagen nos provoca. Es un inmenso cementerio. Las mujeres visitan a sus muertos. Cientos, miles de cruces llenan la pantalla. La cámara sigue alejándose hasta que las cruces se convierten, junto con las mujeres, en meros puntos en la distancia.

Lo único que queda es el silencio...