9 de mayo de 2009


Star Trek
Dirigida por J.J. Abrams














Pocas veces en mi vida he estado más feliz de que me prueben estár en un error. Desde los primeros rumores que apuntaban a un reboot – por lo demás necesario – de la franquicia Trek, que apuntaban a rescatar la juventud de los personajes de la serie original, dirigida además por el creador de Felicity y Lost, J.J. Abrams, afirmar que mi escepticismo con respecto a tal proyecto era desproporcionado es decir poco. Principalmente por que la figura de Abrams, a diferencia de una buena parte del fandom televisivo, no despierta en mi persona lealtad o adoración alguna gracias a lo poco catódico que me he vuelto con los años. Alias era una serie resultona, pero nada del otro mundo. Lost partió con una premisa sumamente prometedora para luego, por meros requisitos comerciales (no matemos la gallina de los huevos de oro), enredar la madeja innecesariamente hasta extremos ridículos y francamente molestos. En ocasiones, funciona. En otros, la mayoría, aburre y frustra. En cuanto a Felicity, ni fu ni fa de mi parte. De Fringe, no puedo opinar por que no ha pasado por estos ojos (le doy el beneficio de la duda). La cosa es que, como pueden ver, Abrams no es vaca sagrada en mis registros, a pesar de que el tipo obviamente tiene talento, buenas ideas, sabe escribir historias con gancho y (como poco) logró sacar a la franquicia Mission Impossible de la mediocridad definitiva.

A pesar de mis reticencias, los primeros trailers de Star Trek picaron el interés y la curiosidad de este fan de vieja escuela, con su mezcla de reverencia (el plano de Spock haciendo el saludo vulcano como coda a uno de esos trailers aún me produce escalofríos de emoción) y radical facelift (el nuevo puente del Enterprise, la lozanía de los rostros, el radical enfoque visual). Luego, los comentarios empezaron a extenderse por la web. Con cada nueva lectura, muy a mi pesar, me entusiasmaba más y más. No atinaba a dilucidar el por qué cuando la lógica me decía que debía sospechar de todo el asunto. Por meses no logré identificar que era lo que me emocionaba tanto de esas imágenes y esas primerizas muestras de apoyo de la prensa especializada en un producto sin terminar. ¿Sería la mezcla de lo instantaneamente reconocible con aquellos momentos alucinantes producidos por las innovaciones de Abrams? Quizás.

Tal vez era algo menos evidente. Algo más profundo que el simple asombro de ver una versión pulida y ultralujosa de aquellos humildes personajes televisivos que tanto he llegado a querer a lo largo de los años y que tan buena compañía me han hecho en momentos dificiles. Con la película en cartelera por fin he dilucidado este misterio, siendo el quid de la cuestión bastante evidente para quienes me conocen en lo personal. Este “nuevo” Star Trek me ha hecho sentir como un niño otra vez. Esa es la simple (y no tan simple) verdad. Estos meses previos era el niño dentro de mi el que saltaba de entusiasmo, el que azotaba las puertas de mi alma con ambos puños, el que luchaba denodadamente contra mi recelo. El mismo Pablo de 12 años que corría desde el colegio a casa (y eran unas cuantas calles, creánme) bamboleando ridiculamente la mochila llena de libros y cuadernos, casi sin aliento, para no perderme las reposiciones al mediodía de “Viaje a las Estrellas” en un canal que ya no recuerdo. El mismo que se tragaba las lagrimas a duras penas con la muerte de Spock en The Wrath Of Khan, a la misericorde oscuridad de un cine muerto hace ya muchos años. El mismo niño con la cabeza llena de aventuras soñadas y un Enterprise Corgi en la mano - que llevaba consigo a todos lados, atesorado como oro en paño - y un Kirk Mego que, veterano de mil aventuras, andrajoso y algo mutilado, todavía tiene un lugar de privilegio entre mis tesoros. “Ah, eso era” - me dije, sentado en mi butaca, rodeado de gente de cuarenta para arriba vestidos con uniformes de la Federación - “ya veo”. “Es Star Trek, después de todo. Es James T. Kirk, Spock, Bones McCoy, Uhura, Scotty y Chekov. Eso es lo que picaba mi interés entonces y me hace feliz ahora. Son mis viejos y leales amigos que vuelven a visitarme. Soy yo con los ojos llenos de maravilla. Ahora entiendo”.




Nuevos rostros, misma magia





Mi sorpresa es mayúscula, no me avergüenza reconocerlo. El Star Trek perpetrado por Abrams no sólo resucita para el nuevo milenio - de forma practicamente magistral - uno de los grandes mitos socioculturales del siglo pasado, es también una excelente película de aventuras espaciales como no se veía desde hace un largo tiempo. Tremenda, obscena, ridículamente entretenida, ejecutada con nervio, inteligencia y un chispeante respeto por los conceptos originales de Gene Rodenberry (me pregunto que pensaría Rodenberry de este renovación de su obra más querida) y, al mismo tiempo, con la suficiente osadía creativa para remecer los cimientos del canon con un par (o más) de vueltas de tuerca totalmente inesperadas, este Star Trek 2009 es una aventura sci fi, definitivamente, bella y admirable. No seré tibio al respecto. Star Trek es una experiencia cinematográfica igualmente regocijante para los enterados y los recién llegados, un espectáculo colorido, excitante y pleno de sugerentes potencialidades a desarrollar y explorar. Estética y creativamente funciona de manera soberbia de cara a la nueva platea que poco o nada sabe sobre el universo Trek y practicamente sin ripios de importancia que mengüen su poder de atracción sobre las nuevas legiones de fans (que las habrá, sin duda). Sin mencionar que se las arregla – casi sin solución de continuidad - para no ofender o alienar a los amantes de la vieja guardia, a quienes se nos pide tan sólo una pequeña cuota de fé y – lo más importante - un sentido intacto de la maravilla para poder apreciarla en toda su acojonante magnificiencia (es error de ortografía, pero he decidido que esta palabra me la acabo de inventar por accidente. Magnificiencia, dícese de la ciencia que es magnífica. Toma eso). Star Trek es un perfecto reboot que abre un viejo universo a nuevas, fascinantes e infinitas posibilidades.






Welcome back, fellas...
Where have you been all this time?




Como cine tal vez no sea tan endemoniadamente perfecta, pero los pocos y muy menores criticismos que se le pueden hacer en términos de tono y guión son más bien benignos (no estropean la diversión en absoluto). En un contexto general, sería como indicar con el dedo granos de arena en una alfombra recien barrida. Pues, sí. Star Trek es todo un triunfo de concepción y ejecución, si bien no puede evitar pisar un par de palitos en el camino a ese triunfo. Partiendo por el uso de unos de los plot device más recurrentes dentro de la franquicia – el viaje en el tiempo y la paradoja temporal – pasando por la impecable recuperación de los personajes – vistos bajo una nueva luz, pero intrínsicamente iguales – y los toques de humor – mucho más orgánicos a la historia y a las personalides de nuestros héroes - hasta la dinámica del villano de la función – cegado por la venganza de una manera tragicamente humana – todos los ingredientes que hacen de Star Trek lo que siempre ha sido y la convierten en un concepto tan inmediatamente apreciable, están presentes y debidamente anotados (corregidos incluso, cuando ha sido necesario). No hay queja a este respecto. Es sólo cuando analizamos un poco la película después de experimentada (tratar de hacerlo durante el visionado es tarea imposible, la película es una montaña rusa de emociones y situaciones de infarto) cuando el único – el único – asomo de recelo se hace presente.

Al final del día el Star Trek de Abrams es una gloriosa space opera – toda ella aventura y excitación, brillantes colores y sónica fulminante – pero en ese innegablemente adictivo nuevo panorama queda la sensación de que hemos visto, y esto me duele un poco confesarlo, un Star Trek lite. Un Star Trek donde lo cerebral ha cedido preeminencia a lo espectacular. Es una incomoda espina de la que no habrá manera de deshacerse hasta que la inminente secuela - una que, claro está, espero con ansias - me demuestre que la disquisición filosófica y la sensible introspección humanista - elementos tan caros a Star Trek, quizás los más importantes de su geografía caracterológica - también tienen su lugar en este nuevo universo. En el peor de los casos, si el discurso intelectual ha de ceder un paso en favor de la aventura pura y dura, tampoco es tanta tragedia ni precio tan caro, si el resultado asemeja o supera – por pedir que no quede – los resultados de esta actual empresa. Pero eso es el futuro. De momento, quedémonos con la satisfacción exultante de haber visto una película de aventuras preciosa, brillantemente facturada. Una historia de origen que se sostiene por sí misma y no le debe nada a nadie, como no sea a su propio legado y leyenda (conceptos de complicada manipulación que, diría yo, pueden respirar aliviados). La lozana corporización de nuestros viejos amigos – el nuevo elenco se calza unos zapatos considerablemente grandes con una gracilidad sorprendente - con su nuevo y reluciente futuro, está aquí para quedarse. El gigante dormido ha despertado, por fin. Las perspectivas son maravillosas, prometedoras de la mejor manera posible. Y este viejo fan es feliz por ello. Gracias a Paramount, por no dejar morir nuestros sueños y gracias Sr. Abrams, por que se ha lucido. Sobre todo, gracias Star Trek por devolverme la fé y la maravilla, que dormían contigo el sueño de los justos. Live long and prosper, indeed.

2 de mayo de 2009


The Red Shoes
Dirigida por Michael Powell y Emeric Pressburger












Lermontov: Por qué quiere bailar?
Vicky: Por qué quiere vivir?
Lermontov: Bueno, no sé exactamente porque, pero... debo hacerlo.
Vicky: Esa es mi respuesta también




Recientemente – el 22 de abril, para ser exactos - fallecía uno de mis grandes héroes, el cinematografista inglés Jack Cardiff. Este humilde titan de la imagen poseía un curriculum notable enmarcado por una carrera profesional de lo más ecléctica, empezando como actor de music hall y cine silente para luego dar un paso tras bambalinas, a partir de los quince años, y trabajar en calidad de asistente de cámara en los primitivos estudios cinematográficos británicos. En 1935 subiría un peldaño en el escalafón profesional como operador de cámara, aunque tendría que esperar hasta 1943 para empezar a ganar el reconocimiento general de la industria gracias a sus colaboraciones con la dupla Powell – Pressburger (director y guionista, conocidos colectivamente bajo el sello de producción The Archers). Para la dupla creadora trabajaría como director de segunda unidad en The Life and Death of Colonel Blimp para pasar a graduarse con honores tras la cámara en A Matter Of Life and Death (1946), Black Narcisus (1947) – por la que ganó el Oscar – y luego alcanzar la genialidad absoluta con su bellísimo trabajo en The Red Shoes. Fue esta película de 1948, la obra más conocida de la celebrada dupla de creadores británicos, en la que Cardiff alcanzaría el máximo dominio estético en el dificil manejo del Technicolor, un logro por el que hoy es justamente admirado y que opaca incluso su premiado trabajo en Black Narcisus. Si bien su posterior carrera fue ciertamente interesante, son sus trabajos para Powell y Pressburger los que le han asegurado un lugar en el panteón de los maestros cinematográficos, de eso no cabe duda.

¿Cómo se puede definir la genialidad quitada de bulla de un hombre al que Kirk Douglas, para quien Cardiff fotografió The Vikings en 1958, alabara alguna vez con un “poseía los ojos de Chagall”? ¿De qué forma resumir la carrera de un hombre que practicamente empezó su vida profesional con un Oscar y la selló siendo admirado y universalmente reconocido por su compañeros de profesión con otro galardón, este vez honorario, por “los logros de una vida”, el primero y único jamás entregado a un director de fotografía? Tal vez lo mejor sea quedarnos con un dato. Cardiff trabajó con Powell- Presburger, John Houston – The African Queen, otro prodigio en Technicolor - Laurence Olivier y otros grandes directores del siglo pasado antes de pasarse a fines de los años 50' a la dirección por un breve periodo con resultados irregulares, pero harto interesantes (The Long Ships, Sons and Lovers según la novela de D.H. Lawrence, The Mercenaries, Girl on a Motorcycle), pero para mediados de los años 70 ya estaba practicamente retirado. Entonces, volvió de su descanso para retomar su trabajo de cámara en proyectos eminentemente comerciales, muy alejados de sus pasadas glorias. Así, Cardiff pasó del gran cine británico a los productos alimenticios de las coproducciones internacionales – The Dogs Of War, Conan, The Destroyer, Rambo: First Blood Part II – sin arrugar la nariz ni perder la dignidad. Todo un profesional, de esos que hoy escasean.





Adios, Maestro. El cine es menos arte sin Ud.





De sus colaboraciones con The Archers, como decía, The Red Shoes es la más recordada por los cinéfilos. Cuando Steven Spielberg, Francis Coppola y Martin Scorsese – quien la considera una de las películas más hermosas jamás realizadas y que tuvo la suerte de cultivar una amistad profunda con Michael Powell – declaran su amor absoluto hacia esta película, es que algo debe haber de trasfondo. Y lo hay, por supuesto. Esta película es una absoluta maravilla. Ante todo, hay que decir que The Red Shoes nos narra una historia sobre el amor al arte y como la a veces inmisericorde disciplina que exige el arte para su concreción define la vida de quienes profesan tal religión. En este caso, ese arte es el ballet. No pretendo ni por un segundo pasar por enterado y decir que estoy al tanto de las sutilezas de esa disciplina. De hecho, no tengo puñetera idea de ballet y en circunstancias normales, no me verán jamás cerca de una representación del “Lago de los Cisnes”. Puedo, claro está, disfrutar y apreciar la estética del movimiento, la gracilidad de la figura humana en movimiento, pero las sutilezas del ballet escapan por completo mi a entendimiento. Sin embargo, podrán hacerse Uds. una idea del tremendo poder de esta película cuando confieso que una cosa tan ajena a mi como las zapatillas de danza y los tutu se transforman en The Red Shoes - por el poder hipnotizante de su bella puesta en escena, de su contundente coherencia temática - en una poderosa metáfora del vivir bajo la disciplina de aquello que amamos y del precio a pagar que eso implica. Del dilema de querer vivir y abrazar de forma desesperada nuestras obsesiones personales en contraposición con lo que la vida exige de nosotros como seres humanos. De cómo el sublime espiritu del arte influye en la decisiones de la vida cotidiana de forma fulminante y de cómo la vida, con sus alegrías y muchas miserias, puede terminar imitando al arte. Es más, esta película explicita en forma de melodrama trágico como, en ocasiones, las fronteras entre una y otra se difuminan por completo, al punto que la vida misma se convierte, de hecho, en arte. En arte sangrante, en arte dolido, en arte con mayúscula. Años después de su problemático estreno, Gene Kelly encontraría en The Red Shoes la inspiración para concebir su pieza de ballet para An American in Paris y muchos años después, en 1993, la cantante Kate Bush le dedicaría una canción en su disco titulado precisamente, The Red Shoes. En su momento, la película fue galardonada con Oscars a la mejor partitura y a la mejor dirección de arte, pero esta es una de esas ocasiones en que los premios poco dicen del verdadero calibre de aquello que premian. The Red Shoes pide en toda regla ser admirada, pero ante todo, exige ser experimentada.






El arte de Jack Cardiff
o el Technicolor concebido como un milagro


Salvo David Lean y Carol Reed, no hubo figuras más prestigiosas en la escena cinematográfica londinense de post guerra como las de Powell y Presburger, aunque es cierto que su cine no siempre contó con el beneplácito de la institucionalidad y el público masivo. Sus películas eran tremendamente sofisticadas y adelantadas temática y estéticamente a la época. Desde The Life and Death of Colonel Blimp, cinta supuestamente de propaganda que despertó la ira de Winston Churchill por atreverse a mostrar la amistad sincera y honorable entre un oficial inglés y uno alemán desde la Primera Guerra Mundial hasta el comienzo de la Segunda, hasta la sofisticación psicosexual de Black Narcisus y la visión compleja, nada facilista de las relaciones humanas en todo su obra conjunta, Powell y Pressburger hacían cine de exigente comprensión (películas para ver y no mirar), rara vez constreñido por los requerimientos comerciales. El cine de The Archers es fascinante por la complejidad de sus retratos humanos, por lo consciente de su búsqueda de nuevas formas narrativas, por lo atípico de sus historias y su cuidadosa puesta en escena estética. En The Red Shoes su intención era trasladar lo más fielmente posible a la pantalla el arte del ballet, en toda su minucia técnica, en sus humanas glorias y miserias, y para ello se abocaron a reunir una compañia de ballet conformada exclusivamente para la realización de la película. Para ese efecto, se hicieron con grandes talentos de la época como Robert Helpmann (que también coreógrafo la pieza de ballet que da título al filme), Léonide Masinne (quien diseñó sus propios movimientos como El Zapatero dentro de la coreografía) y las ballerinas Ludmilla Tchérina y Norma Shearer – que también danzaría para The Archers en Tales Of Hoffman y años más tarde tendría un rol de soporte en el controvertido filme en solitario de Michael Powell, Pepping Tom, otra oscura fábula sobre los procesos creativos - entre otras figuras pertenecientes al Royal Ballet británico.

La inspiración de la película provenía directamente del famoso cuento infantil homónimo de Hans Christian Andersen en el cual se narraba las visicitudes de una joven de nombre Karen que, en su vanidad, averguenza a su madre llevando zapatos rojos en el día de su confirmación. Completamente infatuada por las bellas zapatillas carmesí e ignorante del revuelo que provoca en su pueblo, más tarde decide usarlas en un baile de gala, pero las zapatillas han cobrado magicamente voluntad propia. Bajo su poder, Karen es obligada a bailar obsesiva y continuamente, de día y de noche por todo lugar, dejando cualquier otro aspecto de su vida tras de sí. Finalmente, completamente superada por el dilema, pide a un verdugo que le corte los pies. Mutilada intenta entregar su vida a la iglesia, pero los pies - aún con vida propia y todavía enfundados en la malditas zapatillas - bailan frente a ella impidiendole asistir a misa, atormentándola. En un último recurso, ya desesperada, ora a solas en casa hasta que, en un climax de gran poesía, el ansiado alivio a su alma por fin llega. Perdonada por el angel que antes la maldijera por su vanidad, Karen asciende transfigurada al paraíso. Para la secuencia de ballet dentro de la película - 15 sublimes minutos que se inician con una teatral apertura de cortinas y luego, mediante un movimiento de cámara totalmente revelador, trascender los límites del proscenio real y pasar a transformarse en un evento cien por ciento cinematográfico - la historia original fue ligeramente modificada. Se recupera la anecdota central – la joven inocente pero peligrosamente fatua, victima de las zapatillas que la hacen bailar hasta la muerte por variados paisajes – pero a partir de ahí tenemos importantes innovaciones. La mutilación de los pies fue eliminada por razones obvias y la historia termina de forma más trágica y desesperanzada con la muerte de Karen en los brazos del hombre que la amaba (a quien había abandonado poseida por las zapatillas) ahora convertido en el pastor del pueblo.

Así, la historia deja de lado el fuerte tono de moraleja religiosa del cuento por una visión más metafísica (y decididamente oscura) de los acontecimientos. Al final de la coreografía, las cortinas se cierran sobre la figura del zapatero reunido con su malograda creación, ofreciendo las zapatillas directamente a la cámara, como tentando a una posible siguiente victima. El papel del zapatero fue igualmente potenciado desde un personaje menor en el relato original a la figura veladamente mefistofélica que nos presenta la película. Interpretado por Masinne con mucho acierto, el personaje adquiere una connotación completamente distinta a la de su simil dentro del cuento. Como el ballet final de An American In Paris, la coreografía de The Red Shoes es un tour de force de magnífica belleza y tremenda fuerza expresiva llevada a la práctica exclusivamente en base a la danza y la música. No hay diálogo alguno que perturbe el hipnotizante poder de las imágenes que la componen. Apoyado en una exquisita partitura original de Brian Easdale, el diseño de producción fue cuidadosamente realizado por Hein Heckroth para emular una atmósfera pictórica oscurantista y de tintes vanguardistas (muy influenciado por el expresionismo). Buena parte de la razón que The Red Shoes se llevara el Oscar al diseño de arte está en esta secuencia a la que Scorsese definiría como “una pintura en movimiento”. Nada extraño cuando comprobamos que Heckroth era también un consumado pintor de profesión.

Ahora bien, no sólo es por la secuencia de ballet que esta cinta es tan admirada. Si no que también por la forma en que Powell-Pressburger recurren al juego de los reflejos entre los sucesos acaecidos dentro de la pieza de ballet y aquellos que afectan directamente a los personajes en su vida diaria a lo largo del metraje para sugerir la idea que la vida y el arte pueden, en ocasiones, llegar a ser una una misma cosa, alimentándose mutuamente. Como al personaje de Karen en el cuento, la protagonista de la película Victoria (Norma Shearer), está desgarrada entre lo que su rol de mujer le exige para la época y lo que su impetu artístico (su voluntad, su espíritu) le pide. La figura del zapatero está representada por el propio director de la compañía, Boris Lermontov, un personaje frío, perfeccionista hasta la obsesión y completamente entregado a la consumación del arte através de sus colaboradores. Interpretado por Anton Walbrook (el oficial alemán en Colonel Blimp), el personaje resulta fascinante y antipático a partes iguales. Aunque Victoria siente una deuda de honor hacia su protector artístico, la joven no puede evitar caer enamorada de Julian Craster, el joven y talentoso compositor de la partitura del ballet (y talento protegido también por Lermontov), con quien inicia un romance luego de un conflictivo primer encuentro y por quien, en un primer momento, ha renunciado a la consumación de su arte. Cuando Lermontov descubre el romance, expulsa a Craster de la compañía, poniendo las semillas del drama que terminará tragicamente para nuestra heroina.









Lermontov estaba inspirado en el creador del Ballet Russes, Sergei Diaghilev, y el disciplinado hieratismo emocional en el que el personaje basa todo su filosofía de trabajo – que le hace pronunciar frases como “una bailarina que confie en las dudosas comodidas del amor humano, nunca será una gran bailarina. Nunca” o “el dolor pasará, créeme. La vida tiene tan poca importancia.” - verá sus máximas en gran medida autotraicionadas por su propio, nunca confesado amor por la mujer a la que intenta moldear hasta la expresión más pura del ballet. Así, casi como un Svengali despiadado, completamente cegado por sus ansias de perfección artística, el personaje de Lermontov refleja la esencia del zapatero dentro del ballet. Julian, el despechado hombre que ama a Victoria sería el pastor que le da la espalda al amor de su vida, para luego ser testigo impotente de su muerte y el triangulo amoroso entre ellos es el combustible que mueve los resortes melodramáticos de la historia.

Como todo gran cine, el anterior esquema apenas esboza la verdadera madurez expresiva, temática y emocional que The Archers han logrado crear en The Red Shoes. Se trata de un preciso trabajo de relojería dramática y estética que, 60 años después de su realización, continua sorprendiendo por su excelsa coherencia interna y desgarrada belleza. Algo que, por los hechos, parece que los ejecutivos de la Rank Organization – distribuidores del film en la época - no fueron capaces de ver. Luego de un desastroso pase de prueba y temiendo un potencial debacle comercial, Rank se negó a estrenar la película en las condiciones que se merecía. Consideraron la secuencia de ballet una auto indulgencia por parte de The Archers y hasta se negaron a desenbolsar el dinero para la confección de un afiche promocional. De tal modo, The Red Shoes debe de ser el único clásico del cine que carece de un afiche publicitario oficial. La cinta pasó sin pena ni gloria por la escena cinematográfica británica del momento, a pesar de algunas criticas favorables y el halago de los entendidos, y no fue hasta pasado algún tiempo - en 1951 - gracias a las gestiones de un empresario norteamericano enamorado de la película (William Heinmann, presidente de Eagle-Lion, los distribuidores de Rank en EEUU) que la cinta pudo ser estrenada con gran éxito en New York. En la ciudad que nunca duerme, la película se mantuvo en cartelera en una relativamente pequeña sala de “arte y ensayo” durante dos años consecutivos, generalmente a teatro lleno. Así, los temores de J. Arthur Rank con respecto a la cinta se revelaron totalmente infundados. Cuando el gobernador de Boston llamó a un estupefacto Rank para felicitarle por el éxito de The Red Shoes (a día de hoy sigue siendo considerada una de las películas extranjeras más exitosas nunca estrenadas en costas norteamericanas), Cardiff se limitaría a comentar: "me gustaría haber visto la cara de Rank". Y a partir de ahí, la película recorrió un largo camino hasta la consagración definitiva entre los cinéfilos. Una senda tortuosa y algo indigna para una obra absolutamente notable.