13 de abril de 2009


The Hoax
Dirigida por Lasse Hallström




















La rigurosidad histórica y el espectáculo cinematográfico siempre han estado reñidos por una insoluble dicotomía. Aquella de que el cine es, por sobre todas las cosas, un entretenimiento destinado al consumo popular y que, como tal, posee el privilegio de jugar con los temas que aborda con la libertad suficiente para hacerlos atractivos a la platea (los peros ético-morales de este escenario son tema de estudio para análisis más profundos), un privilegio por encima de las verdades históricas absolutas. Tal vez el entretenimiento que el cine comercial nos brinda pueda estar confeccionado con suma inteligencia, refinamiento artístico y buen gusto, pero es - al final del día - un entretenimiento perpetrado con el propósito de ser consumido. En calidad de tal, la máxima de los mercaderes del cine es clara, “nunca dejes que la verdad se interponga en el camino de una buena historia”. Se trata de una lección que aprendí de forma algo incómoda cuando descubrí en mi niñez que el Espartaco de Stanley Kubrick – una de mis primeras experiencias trascendentales con el medio - tenía un final inventado (el esclavo rebelde murió en batalla y no crucificado como muestra la película) que, claro está, tenía mucho más poder dramático y mucha más coherencia temática que una simple muerte en batalla, con todo el peso emocional implícito en un acto de esa naturaleza. Espartaco moría en la cruz por que la lógica de la historia que se nos narraba así lo exigía. Fue mi primera experiencia con la dicotomía verismo / espectáculo.

Más tarde, las manipulaciones históricas del Western y las convenientes adiciones / sustracciones asociadas a la multitud casi infinita de episodios históricos que han alimentado el cine en un momento u otro (de Grecia y Roma a la Revolución Francesa; del Rey Arturo a la Segunda Guerra Mundial y Vietnam y un largo etc.), han dejado totalmente claro a mis ojos que exigir apego a los hechos históricos demostrados a una película cualquiera es un ejercicio que puede resultar tan inutil como frustrante. Simplemente, el cine no tiene por que ser una fidedigna lección de Historia. No es ese su fin último, si bien sí puede ayudar a poner sobre el tapete de la opinión pública hechos históricos - no obstante embellecidos o alterados en beneficio del espectáculo - que de otro modo pasarían desapercibidos al grueso del público o bien, en el mejor de los casos, con una poderosa y debida presentación, puede lograr que un impactado espectador acuda a su biblioteca más cercana para profundizar sobre algún tema en particular (la obsesión de Darril Zanuck con hacerle justicia al desembarco en Normandía en The Longest Day o el retrato tan elegíaco como crítico de Franklin Schaffner sobre Patton, en el film homónimo, son algunas de las razones de mi eterna fascinación con la Segunda Guerra Mundial, sin ir más lejos).

Quienes critican u objetan las manipulaciones históricas en el cine pecan de ingenuos. Esta aseveración no disculpa, en nungún caso, la pereza mental de aceptar lo que el cine nos muestra, en términos de verdad histórica, sin objetarlo de modo alguno. Los hechos están a un click de distancia en esta era digital si tenemos la fuerza de voluntad y la inquietud suficiente para rascar un poco la superficie de la pantalla. Es costumbre en mi recurrir a la biblioteca si una cinta histórica o “basada en hechos reales” me despierta la menor duda y huelga decir que me he llevado más de una sorpresa. ¿Ha disminuido esto mi capacidad de disfrutar del cine histórico, de las historias sacadas de la vida real? Por supuesto que no. Es un mero ejercicio de “reality check” y puedo perfectamente llamar a falta cuando las libertades son excesivas, pero – demonios – una buena historia es una buena historia. The Fall of the Roman Empire y Gladiator, por ejemplo, son dos excelentes cintas de “espadas y sandalias”, abordan un mismo episodio histórico y sin embargo, no podrían ser más distintas en tono y acento. Cada una escoge concienzudamente que tomar y que dejar de lado, de qué manera abordar personajes y situaciones para armar su respectivos guiones. La base es la misma – mismos personajes, mismos hechos – el enfoque y la ejecución muy distintos. En ambos casos, es muy evidente, queda claro los niveles de manipulación a los que Hollywood está dispuesto a someter a la Historia para hacerla encajar en su idea de lo que debe ser un buen espectáculo. Y estos son dos ejemplos en un enbravecido oceano de polémica histórica. Además, la especulación histórica de alto vuelo ha dado pie no sólo a grandes películas, sino que ya desde siglos atrás creaba tremendas piezas de literatura – El Hombre de la Máscara de Hierro, Los Tres Mosqueteros, Historia de Dos Ciudades – y no recuerdo a nadie poniendo en entre dicho las manipulaciones a la verdad hechas como concesión al dramatismo que en ellas se pueden encontrar. Los clásicos griegos mistifican con gran soltura de cuerpo sus crónicas heroícas. Embellecer y manipular son dos conceptos por siempre aliados a la crónica histórica literaria y más tarde a la cinematográfica. No disculpa esto la mala conciencia de algún cine institucionalizado e influenciado por regímenes de dudosa ideología – siendo el cine nazi, con sus deshonestas y mal intencionadas revisiones a la Historia, el ejemplo más recurrente en este sentido – pero, la verdad ya se ha dicho y resulta evidente: el cine y las películas no tienen por que reemplazar una clase de Ciencias Sociales. Cine e Historia pueden ir de la mano, pero – como mucho – son socios reticentes, constantemente en conflicto, siendo nuestro trabajo discernir la verdad de la floritura dramática.

Todo lo anterior es bueno tenerlo en mente al acercarnos a un film como The Hoax, una película que siendo tremendamente entretenida en la presentación de su anecdota, también recurre para este fin a una nada despreciable cuota de invención con el fin de retratar de forma atractiva la real aventura de Clifford Irving durante la redacción de la supuesta biografía del siglo, nada menos que la vida del (bi, tri) millonario Howard Hughes. La figura de Hughes, una de esas personalidades que representan tan bien la mentalidad americana en todas sus brutales contradicciones – inspirador pionero de la aviación y despiadado negociante, iconoclasta hombre de cine e inconmovible manipulador político, brillante intelecto y enfermo mental, santo y pecador al fin al cabo – siempre ha sido material de las más desatadas especulaciones y rumores. Y por esa misma razón, una personalidad madura para todo tipo de analisis literarios. Clifford Irving vio esto claramente como una oportunidad de lograr la tan esquiva fama que, según la película, tan desesperadamente buscaba. Hasta el momento de embarcarse en la estafa que finalmente le pondría en las páginas de la Historia, Irving había deambulado por una carrera irregular donde su más grande logro había sido la composición de la biografia del falsificador de arte Elmyr De Hory en el texto Fake! en 1969 (más tarde objeto del brillante documental de Orson Welles, F For Fake). Enfrentado a un potencial callejón sin salida profesional, a principios de los setenta Irving apuesta por una tremenda mentira: ofrecer a su habitual editorial McGraw-Hill los derechos de publicación de la autobiografía de Hughes, presentándose a sí mismo como el colaborador directo del millonario en la redacción del texto. Luego de lograr picar el interes de la editorial mediante dos cartas falsificadas por el mismo, Irving utiliza dramáticas y arriesgadas tácticas de distracción para subir el adelanto por el libro de unos originales 500 mil dolares a un millón (750 mil en la vida real) y hasta logra despertar el interes de la revista Life por el libro en el proceso.

Subitamente el apocado escritor está en la cresta de la ola, adulado por los grandes de las empresas editoriales y en camino de publicar uno de los libros más esperados por la comunidad literaria dado que el excentrico Hughes, famoso por sus prácticas de recluso nacidas de la enfermedad mental que eventualmente lo reduciría a una patética sombra de lo que alguna vez fue, no había dado señales de vida pública en años. Por supuesto, sólo restaban unos pequeños detalles. Primero, Irving tiene que inventarse todo el libro por que, claro está, todo es una farsa ideada por el mismo y su atribulado ayudante Richard Suskind, otro literato de segunda como Irving, aunque moralmente más comedido en su busca de la esquiva gloria y frecuentemente la voz de la razón en los momentos más desenfrenados de su socio. Ambos, como el resto de los mortales, sólo conocen al multimillonario por su fama y su retrato en revistas y monografías, sin posibilidad alguna de acercarse al hombre más misterioso de los EEUU. Y en segundo lugar, si bien tal vez el detalle más importante, ¿Cómo evitar que el propio Hughes no les delate como farsantes, algo que indudablemente sucederá, cuando el paranoico millonario se entere que Irving y Suskind pretenden ganar dinero usando su nombre como reclamo literario? Si quizás la historia verdadera más inverosímil salida de los anales de la vida cotidiana y los tabloides, la tumultuosa experiencia de Irving en la consecución del fraude literario más publicitado del siglo pasado puede ser tomado como uno de esos relatos de lección moral destinados a remecer al público de a pie. En verdad, es posible tomarlo exclusivamente desde ese angulo sin mayores problemas, pero la cinta de Hallström está tan preocupada de dar lecciones de moral – la transgresión es debidamente castigada, la consciencia del protagonista permanece culposa– como de presentarnos la realización del fraude como una gran aventura. Un acto indudablemente culpable desde el punto de vista legal y ético, sí, pero también un acto transgresor maravilloso en su capacidad liberadora. Revividor en la pura exhaltación de estar haciendo algo prohibido, tremendamente excitante, y todavía más, un mágnifico “fuck you” a las frustraciones de una vida sumida en continuos fracasos y medias victorias. Es ahí donde The Hoax logra sus mayores dividendos para el espectador. Si se ha de pagar un precio, si ha de haber un castigo, por lo menos el accidentado viaje hacia la humillación, el repudio general y los fantasmas mentales, al menos para Clifford Irving, ha valido largamente la pena y su casi inocente entusiasmo resulta infeccioso. Lo incorrecto como ejercicio de vida. La transgresión como inspiración para los sueños incumplidos.

Los detalles de la aventura de Irving y su asociado en la consecución de su estafa son rocambolescos de por sí – de lo que se desprende gran parte del poder de entretención de este estimable filme - y es precisamente este punto lo que hace aún más fascinantes esos detalles una vez pasados por el cedazo de la fantasia hollywoodense. Valga acotar que el propio Irving, contratado como consultor para la producción, se desentendió de la película por ser una mera fabricación de la realidad (“a hoax from a hoax”, dictaminó no sin poética reverberancia) y sí, están en todo derecho de reirse de la ironía. Los cambios, no obstante, están lejos de resultar grotescos o excesivamente desvirtuadores, pero sí son lo suficientemente convenientes para hacer de los incidentes que llevan a la confección de esa supuesta autobiografía una montaña rusa de situaciones de amable farsa y escapes por los pelos montados en desvergonzadas mentiras, salidas de la boca de Irving con la fluidez de sermones dominicales. El hombre es un mentiroso dichoso de construir castillos de naipes y que disfruta tremendamente de su propio poder de persuasión. Interpretado con inusual inspiración por un Richard Gere en excelente forma y apoyado por un elenco tan sólido como el mismo protagonista – Alfred Molina, Marcia Gay Harden, Julia Delpy – The Hoax presenta a nuestro héroe como un hombre con los pies decididamente de barro – vanamente cegado por sus propios falsos logros, esposo infiel incapaz de enmendar sus pecados, amigo deslealmente manipulador y otras lindezas – y es un verdadero logro que en todo momento Gere logre, basado en el puro carisma de su interpretación, mantener nuestra lealtad con un personaje que en buena cuenta deberíamos despreciar. Falible como ser humano y a ratos moralmente despreciable, la figura de Irving (gracias a Gere) se mantiene constantemente a un paso de nuestro escarnio y movido por una suerte de ambición dolida que (a fuerza de pasados fracasos) se nos hace incongruentemente noble, sus recurrentes saltos al vacío mantienen nuestra cautivada atención en todo momento. Un antiheroe en todo el sentido de la palabra, Irving obtiene su redención en la indiluible sinceridad de sus sueños de grandeza, empapada en esa nobleza herida de quienes han caido demasiadas veces.

Si la película se mantuviese en ese plano – el de la crónica de una estafa casi exitosa y el precio que ha de pagar su orquestador por su propia iluminación ética – The Hoax sería ya una película muy estimable. Sin embargo, Hallström va un paso más allá y logra en esta cinta, además de entrener en buena ley, hacernos reflexionar sobre la fascinación que la fama ejerce sobre nosotros – los delirios de Irving le llevan a fingir entrevistas con Hughes donde él interpreta al millonario, vestido y maquillado para la ocasión y cuando las cosas escapan a su control, la espiral de paranoia a la que se entrega y los miedos absolutos que le asaltan reflejan de manera inquietante los que asolaban al propio millonario – y más importante aún, convierte toda la aventura de Irving en la última manipulación de Hughes, una vuelta de tuerca que nos hace reconsiderar todo el relato bajo una nueva perpectiva. Es un toque maestro que sugiere elocuentemente que todo lo que hemos visto no ha sido más que un plan más del astuto hombre de negocios para mantener el control de la situación política del momento, llegando Halström a ligar los pormenores de las vicisitudes de Irving con el escándalo Watergate y la caida de Nixon (otra fascinante implicación embellecida para la película, digna de mayores y profundos análisis por parte del espectador). Así, desde una farsa amable sobre un estafador inspirado hemos pasado a un relato sobre la toma de conciencia de un mentiroso redomado – revelador el momento en que escribe ENGAÑO en el cristal del vehículo que lo lleva a la carcel, frente a esos flashes de las cámaras que tanto anhelaba – y de ahí se va por la tangente hacía una especulación política de siniestras implicaciones. Bastante más de lo que inicialmente se esperaba de un relato que empieza de forma tan socarrona y ligera. Fama, mentira y manipulación. Un coctel servido con elegancia, inteligencia y un sentido del espectáculo que resultan de lo más logrado en una película que entretiene de principio a fin, sin nunca flaquear en su pulso narrativo.

Para rematar, un dato y una recomendación. La película está basada en una confesional novela del propio Clifford Irving, igualmente titulada The Hoax. Estimen Uds. donde termina la verdad y empieza la fantasía. La dicotomía que nunca termina alcanza aquí su paroxismo. En todo caso, más allá de verdades, mentiras, invenciones o embellecimientos, es esta una película tan total y absorbentemente fascinante en sus temas y personajes que las invenciones históricas, más que molestar, despiertan nuestra sed de información. ¿La recomendación, entonces? Háganse tiempo para un viaje a la biblioteca o un par de horas de Google. Les aseguro que se sentirán impulsados a ir un poco más allá con esta historia, demasiado buena para ser verdad, y que, sin embargo, en gran medida, es cierta. Ya saben, basada en hechos reales...