Dirigida por J.J. Abrams

A pesar de mis reticencias, los primeros trailers de Star Trek picaron el interés y la curiosidad de este fan de vieja escuela, con su mezcla de reverencia (el plano de Spock haciendo el saludo vulcano como coda a uno de esos trailers aún me produce escalofríos de emoción) y radical facelift (el nuevo puente del Enterprise, la lozanía de los rostros, el radical enfoque visual). Luego, los comentarios empezaron a extenderse por la web. Con cada nueva lectura, muy a mi pesar, me entusiasmaba más y más. No atinaba a dilucidar el por qué cuando la lógica me decía que debía sospechar de todo el asunto. Por meses no logré identificar que era lo que me emocionaba tanto de esas imágenes y esas primerizas muestras de apoyo de la prensa especializada en un producto sin terminar. ¿Sería la mezcla de lo instantaneamente reconocible con aquellos momentos alucinantes producidos por las innovaciones de Abrams? Quizás.
Tal vez era algo menos evidente. Algo más profundo que el simple asombro de ver una versión pulida y ultralujosa de aquellos humildes personajes televisivos que tanto he llegado a querer a lo largo de los años y que tan buena compañía me han hecho en momentos dificiles. Con la película en cartelera por fin he dilucidado este misterio, siendo el quid de la cuestión bastante evidente para quienes me conocen en lo personal. Este “nuevo” Star Trek me ha hecho sentir como un niño otra vez. Esa es la simple (y no tan simple) verdad. Estos meses previos era el niño dentro de mi el que saltaba de entusiasmo, el que azotaba las puertas de mi alma con ambos puños, el que luchaba denodadamente contra mi recelo. El mismo Pablo de 12 años que corría desde el colegio a casa (y eran unas cuantas calles, creánme) bamboleando ridiculamente la mochila llena de libros y cuadernos, casi sin aliento, para no perderme las reposiciones al mediodía de “Viaje a las Estrellas” en un canal que ya no recuerdo. El mismo que se tragaba las lagrimas a duras penas con la muerte de Spock en The Wrath Of Khan, a la misericorde oscuridad de un cine muerto hace ya muchos años. El mismo niño con la cabeza llena de aventuras soñadas y un Enterprise Corgi en la mano - que llevaba consigo a todos lados, atesorado como oro en paño - y un Kirk Mego que, veterano de mil aventuras, andrajoso y algo mutilado, todavía tiene un lugar de privilegio entre mis tesoros. “Ah, eso era” - me dije, sentado en mi butaca, rodeado de gente de cuarenta para arriba vestidos con uniformes de la Federación - “ya veo”. “Es Star Trek, después de todo. Es James T. Kirk, Spock, Bones McCoy, Uhura, Scotty y Chekov. Eso es lo que picaba mi interés entonces y me hace feliz ahora. Son mis viejos y leales amigos que vuelven a visitarme. Soy yo con los ojos llenos de maravilla. Ahora entiendo”.
Nuevos rostros, misma magia
Mi sorpresa es mayúscula, no me avergüenza reconocerlo. El Star Trek perpetrado por Abrams no sólo resucita para el nuevo milenio - de forma practicamente magistral - uno de los grandes mitos socioculturales del siglo pasado, es también una excelente película de aventuras espaciales como no se veía desde hace un largo tiempo. Tremenda, obscena, ridículamente entretenida, ejecutada con nervio, inteligencia y un chispeante respeto por los conceptos originales de Gene Rodenberry (me pregunto que pensaría Rodenberry de este renovación de su obra más querida) y, al mismo tiempo, con la suficiente osadía creativa para remecer los cimientos del canon con un par (o más) de vueltas de tuerca totalmente inesperadas, este Star Trek 2009 es una aventura sci fi, definitivamente, bella y admirable. No seré tibio al respecto. Star Trek es una experiencia cinematográfica igualmente regocijante para los enterados y los recién llegados, un espectáculo colorido, excitante y pleno de sugerentes potencialidades a desarrollar y explorar. Estética y creativamente funciona de manera soberbia de cara a la nueva platea que poco o nada sabe sobre el universo Trek y practicamente sin ripios de importancia que mengüen su poder de atracción sobre las nuevas legiones de fans (que las habrá, sin duda). Sin mencionar que se las arregla – casi sin solución de continuidad - para no ofender o alienar a los amantes de la vieja guardia, a quienes se nos pide tan sólo una pequeña cuota de fé y – lo más importante - un sentido intacto de la maravilla para poder apreciarla en toda su acojonante magnificiencia (es error de ortografía, pero he decidido que esta palabra me la acabo de inventar por accidente. Magnificiencia, dícese de la ciencia que es magnífica. Toma eso). Star Trek es un perfecto reboot que abre un viejo universo a nuevas, fascinantes e infinitas posibilidades.

Como cine tal vez no sea tan endemoniadamente perfecta, pero los pocos y muy menores criticismos que se le pueden hacer en términos de tono y guión son más bien benignos (no estropean la diversión en absoluto). En un contexto general, sería como indicar con el dedo granos de arena en una alfombra recien barrida. Pues, sí. Star Trek es todo un triunfo de concepción y ejecución, si bien no puede evitar pisar un par de palitos en el camino a ese triunfo. Partiendo por el uso de unos de los plot device más recurrentes dentro de la franquicia – el viaje en el tiempo y la paradoja temporal – pasando por la impecable recuperación de los personajes – vistos bajo una nueva luz, pero intrínsicamente iguales – y los toques de humor – mucho más orgánicos a la historia y a las personalides de nuestros héroes - hasta la dinámica del villano de la función – cegado por la venganza de una manera tragicamente humana – todos los ingredientes que hacen de Star Trek lo que siempre ha sido y la convierten en un concepto tan inmediatamente apreciable, están presentes y debidamente anotados (corregidos incluso, cuando ha sido necesario). No hay queja a este respecto. Es sólo cuando analizamos un poco la película después de experimentada (tratar de hacerlo durante el visionado es tarea imposible, la película es una montaña rusa de emociones y situaciones de infarto) cuando el único – el único – asomo de recelo se hace presente.