25 de febrero de 2009


Badlands
Dirigida por Terrence Malick







Comúnmente denostado por la platea de sábado por la noche, el cine de Malick es cosa particularmente hermosa y poco común, incluso en los circuitos de cine alternativos. El suyo es un universo profundamente personal, reflexivo y poético a ultranza por sobre cualquier clase de acomodo a la narrativa comercial al uso, sin temer alienar a los espectadores faltos de paciencia o a quienes buscan una historia narrada de forma acomodaticia. A este director tales cosas le tienen sin cuidado. Sus películas – apenas cuatro títulos en poco más de tres décadas (con un quinto actualmente en post producción) - son verdaderos cantos visuales que, sin descuidar la calidad de sus guiones, están abocadas a producir en el espectador una sensación de ensoñación intimista y trascendental que va más allá de simplemente querer contarnos una historia determinada. Las premisas narrativas que Malick usa en sus films son a fin de cuentas excusas argumentales para poner en práctica lo que este notable creador sabe hacer mejor: abordar el cine como una fuga estilística donde lo estético está en completa armonía con la poesía que el director quiere transmitir. Su cine nos hace reflexionar acerca de nuestra propia ineludible condición como miembros de una misma, tal vez maldita especie y cómo la profunda relación simbiótica (física, psicológica, moral) que mantenemos con el mundo que nos rodea muchas veces nos lleva irremediablemente al menoscabo de la inocencia, en todo sentido.

Las películas de Malick han de ser absorbidas por el espectador no tanto por las incidencias que nos narran – muchas veces episódicas y mínimas, mundanas hasta el punto de resultar desconcertantes – como por los tremendos e implícitos significados que exudan las imágenes por él compuestas. El término poesía en movimiento, aunque tantas veces usado a la ligera con respecto a un tipo de cine inclinado a la exploración lírica, describe aquí muy bien la obra de este director. La desbordante belleza visual y temática, a veces desgarradora, siempre profunda que poseen sus películas es, en sí misma, portadora de mensajes humanistas y exploraciones filosóficas que no por ser oblicuas - o incluso crípticas en ocasiones - dejan de tener una profunda resonancia emocional en quien las experimenta. Ni menguan tampoco, como algunos afirman, la capacidad del director para narrar correctamente una historia, si bien es evidente que la languidez narrativa de sus películas y su peculiar sentido del ritmo interno del plano (los “tiempos muertos” antes de un corte son vitales en el cine de Malick) son necesaria consecuencia de su personal estilo.

En lo que a mí respecta, su obra maestra es The Thin Red Line. Esta tremenda película fue una que pasó casi desapercibida comercialmente en 1998, a pesar de sus nominaciones al Oscar, en parte debido a la considerable popularidad de Saving Private Ryan, estrenada poco antes en ese mismo año. El arrollador éxito de la cinta de Spielberg lamentablemente hizo que The Thin Red Line pareciera, a ojos del público general, redundante. Esto mermo considerablemente su taquilla, de por sí destinada a una platea minoritaria que no dudo, a pesar de todo, en abrazar el film y alzarlo como uno de los mejores del año. Son dos obras que abordan temas y ambientaciones muy similares, es cierto, no obstante son increíblemente disímiles en ejecución. Ryan apostaba por la carnaza cruda y gráfica, buscando la lagrima fácil a pesar de su aparente distanciamiento semi documentalista. The Thin Red Line, en cambio, minimizaba concientemente el derrame de sangre y la objetividad historicista para preocuparse por completo en acompañar el sentir interno de los soldados mediante monólogos y devaneos narrativos en forma de episodios “menores” con respecto a la supuesta trama central. Un cuadro narrativo típico de Malick.

Sin querer disminuir el trabajo de Spielberg – Ryan tiene su buen puñado de buenas cosas, a pesar de ser una obra terriblemente sensiblera – The Thin Red Line es, sin duda, mejor película. Lejos. Tras veinte años de silencio auto impuesto, afincado en Francia por motivos personales, Malick dio contundente muestra de no haber perdido un ápice de su capacidad creadora. Veinte años parece una cantidad absurda de tiempo para madurar una idea, pero en el caso de los seguidores del cineasta, la espera valió la pena. The Thin Red Line es una cinta apabullante en su desgarrador cuadro de corrupción de la naturaleza prístina de las cosas (tanto real como metafórica) por medio de la necedad humana y al mismo tiempo, es uno de los cantos a la vida más honestos y radicales que haya podido experimentar nunca. Como película, es una experiencia abrumadoramente bella y dolorosa a partes iguales, para nada indulgente con quienes buscan la gratificación barata, y que lograba sacar de un tópico tan recurrente como la cinta bélica, una reflexión profundamente meditada acerca de nuestra irracional, trágica capacidad para dejarnos llevar por la destrucción y el dolor.

Increíblemente, tuvieron que pasar “apenas” siete años para disfrutar una nueva obra del director. En el 2005 se estrenó The New World, una nueva revisión de la leyenda de Pocahontas que pasó aún más desapercibida para el descortés público de los despersonalizados multicines (este escriba recuerda enamorarse de ella en una sala casi vacía). Para quienes habían disfrutado de su anterior experiencia cinematográfica, The New World demostró que el ser humano nunca tiene suficiente de lo que es bueno. Una vez más un tema que parece manido Malick lo insufla de nueva vida gracias a su probado aliento poético, apoyado en un reparto por lo demás interesante y totalmente comprometido con la visión del director. Una faceta esta de la lealtad de los actores que se ha convertido en amuleto de batalla para muchos de ellos. Sin importar lo que podamos pensar sobre Malick como director y de sus películas como arte, el nivel de feroz lealtad que el hombre despierta en sus actores (y en sus equipos técnicos también) es digna de encomio y ya debería decirnos algo respecto a su figura y su cine. Martín Sheen y Sissy Spacek – protagonistas en Badlands, el debut de Malick tras las cámaras - hablan maravillas de poder haber trabajado con él, una experiencia que ambos consideran irrepetible e impagable. El impresionante reparto de The Thin Red Line - un verdadero who’s who de estrellas – estuvo dispuesto a ceder dinero y ego con tal de poder trabajar con Malick, aunque fuera brevemente. Estrellas del calibre de George Clooney, Woody Harrelson, John Travolta, John Cusack, Nick Nolte, Sean Penn y el entonces desconocido Adrian Brody, además de muchos consagrados menores, hacen acto de aparición de manera muy secundaria, a veces fugaz, sin nunca acaparar la atención ni hacer de su presencia un evento. Todo en beneficio de la visión del director. Lo mismo pasó en The New World con Colin Farrel, Christian Bale y la siempre bienvenida presencia de Christopher Plummer. Tal nivel de entrega no es algo que se vea todos los días.

Con anterioridad a estas producciones contemporáneas, el director había estrenado dos films en la década del setenta antes de desaparecer del radar por largos años y es sobre estas películas que está construida su reputación como artista consumado, amen de crear el mito en torno a su esquiva figura de hombre constreñido por la timidez y la incapacidad de exponer en palabras lo que sus brillantes imágenes sugieren. Legendaria es la alergia del director a la máquina publicitaria comercial, tan típica – y tan banal a veces – del cine y los medios. Nunca se ha prestado para entrevistas de ninguna clase, muy rara vez aparece en actos públicos y se mantiene completamente al margen de las campañas publicitarias de sus films, manteniendo un estrecho y muy leal círculo de amigos que defienden su privacidad sin dilaciones. Es tan recalcitrante esta alergia que, en el ámbito masivo, sólo se conocen fugaces imágenes suyas: una pertenece a su film Badlands, donde aparece en un rol secundario, y una segunda, todo barba y sonrisa afable, tomada durante el rodaje de The Thin Red Line. Aparte de esos dos documentos, nada más de envergadura existe a lo que podamos aferrarnos como prueba de su existencia. El asunto alcanzó su paroxismo cuando durante la entrega del Oscar del año 1998 – Malick estaba nominado como Mejor Director – su nombre fue mencionado durante las candidaturas y las cámaras cortaron, a falta de una mejor opción, a un plano de su silla de director vacía.

La más estimada por la crítica de estas dos primeras obras a las que hago referencia es Days Of Heaven de 1978, alabada universalmente por su estupendo trabajo de fotografía - gracias al talento de Néstor Almendros, uno de los grandes genios visuales del siglo pasado – un relato entre crepuscular y trágico acerca de un peculiar triangulo romántico de principios del siglo XX. Pero la que hoy nos ocupa es su debut en la dirección. La magistral, casi inclasificable Badlands. En parte romance maldito, en parte película de carretera, en parte crónica criminal, la cinta es todas esas cosas juntas y unas cuantas más que desafían categorización. Escrita, producida y dirigida por Malick en 1973, la película se inspira en los actos de sangre reales que Charles Starkweather y su novia Caril Ann Fugate perpetraron en 1957, aunque sólo usa ese dato referencial como flexible marco narrativo. Badlands no es en ninguna circunstancia una crónica fidedigna de ese infame caso criminal ni pretende iluminar posibles revelaciones sobre la delincuencia juvenil en los ’50 o cualquier otra década. Malick usa esta historia para referirnos por primera vez a uno de sus motivos favoritos, la perdida de la inocencia y como los seres humanos reaccionamos ante ella. Pero el director lo hace a su peculiar, inimitable manera. No haciendo aspavientos de ensayo social, sino simplemente montando un sosegado relato que conjuga lo humanamente mundano con la banalidad del Mal (a veces oculto como buenas intenciones) en un cuadro de paisajismo poético, casi desgarrador en su inefable belleza. Su resultado final es tan revelador de la capacidad de Malick en tanto que cineasta como un definitorio cuadro de las obsesiones temáticas que reaparecerían en su posterior filmografía.








Kit Carruthers (Martín Sheen) trabaja recogiendo basura, por hacer algo. Es un muchacho sin futuro y probablemente sin pasado, perdido en un mundo donde no encaja y todo le parece banal. Un día ve a Holly Sargis (Sissy Spaceck) en el patio de su casa y decide abordar a la joven para flirtear con ella. Holly no se muestra muy convencida de su pretendiente, pero sigue viéndose furtivamente con Kit hasta que la situación llega a oidos del padre de la chica y se abre el cause para la tragedia. El padre (personificado por Warren Oates, tomando un descanso entre proyectos con Sam Peckinpah), decide castigar a Holly matando a su perro de un tiro (Malick no nos ahorra el plano del animal agonizante) y enviando a la muchacha a clases de música para llenar su tiempo libre. Poco después, el hombre descubre a los chicos juntos en su casa y cuando, ya harto de la situación, amenaza con recurrir a las autoridades para separar a los amantes, Kit hiere al hombre de un disparo también, matándole. Y es entonces, luego de ese amplio prólogo, cuando la aventura de Kit y Holly realmente comienza. Luego de quemar la casa familiar – los planos de las habitaciones ardiendo acompañados de la música de Carl Orff están dentro de lo más memorable de la película – la pareja huye en un principio hacia los páramos boscosos de Dakota, donde inician una vida frugal de ermitaños.

La fuga a la naturaleza no es antojadiza. Es un largo pasaje dentro de la película que ayuda a explorar las personalidades de ambos personajes y a despertar nuestra simpatía hacia ellos. Malick mezcla aquí, como en el resto de la cinta, lo inocente y lo culpable. Kit y Holly pasan el tiempo construyendo una casa en un árbol, pescando, criando gallinas y dejándose llevar por el ritmo de la naturaleza. Pero Kit no puede evitar la tentación de pescar a tiros cuando la frustración se acumula dentro de sí y se cuida también de tomar la precaución de montar trampas y trincheras ocultas para defender su frágil fortaleza. Temáticamente, la huida hacia lo primordial es un acto que se repite en todas las películas de Malick, más significativamente en The Thin Red Line y The New World. En ambas películas los personajes se refugian en paraisos terrenales huyendo de pasados problemáticos. En todas, la opción está destinada a zozobrar por la intrusión de terceros. En este caso, la presencia de los caza recompensas que buscan a Holly y Kit y que terminan fulminados por éste. La carretera nuevamente – como en Jack Kerouac, un escritor con un aliento poético afin a esta cinta - se revela como el único refugio viable, pero temporal. Es un trayecto de la nada hacia un desenlace inevitable en el que ambos jóvenes, como los amantes malditos que son, no tienen posible escapatoria.

A partir de este punto, la travesía desesperada a la que se entregan Kit y Holly por los paisajes desérticos de las “Malas Tierras” posee los elementos típicos del cine de crónica criminal: peripecias folletinescas, tiroteos excitantes y unos protagonistas antihéroes por excelencia (y que anuncian películas posteriores como True Romance o Natural Born Killers). Aunque estos ingredientes están completamente deslavados de su posible brillo comercial o de matinee por la puesta en escena de Malick, que favorece un opaco sentido de lo dramático siempre condicionado por su clásica lánguidez narrativa. Badlands, huelga decirlo, no es una película al uso. Ni Kit ni Holly son unos Bonnie and Clide de estatura mítica. Simplemente son un par de jóvenes sin mayores expectativas existenciales, llevados a extremos criminales tanto por las circunstancias como por la corta previsión de miras de Kit, un rebelde sin causa como pocos ha habido. No es gratuito que constantemente se le compare con James Dean dentro de la película y que él mismo se crea lo que se dice sobre su persona demostrando un ego simplón y, nuevamente el concepto, inocente. Kit tiene urgentes deseos de grandeza, pero una fatal falta de pericia para plasmarlos en una realidad tangible, lo que le lleva a cometer asesinatos casi como una opción válida y justa para alcanzar notoriedad (trazos de Billy The Kid asoman por aquí). Esa fama esquiva que tanto disfruta en el inquietante pasaje final en el aeropuerto le define como ser humano. De una manera extrañamente carente de malicia, y a la vez compleja y oscura, Kit es incapaz de ver la maldad de sus actos, deslumbrado por el fulgor de su propia osadía y la indolencia de su postura vital ante al mundo. Del mismo modo que Holly – al principio de su relación, por lo menos – parece sentir una fascinación sin límites por Kit que le lleva a una desconexión igualmente indolente (y latente desde antes) a las muertes que se suceden a su alrededor, incluida la de su padre. Como otros tantos amantes criminales, Kit y Holly estaban hechos el uno para el otro, destinados a encontrarse en algún momento de la vida.

Lo inquietante – y el punto que otorga el gran poder de fascinación que esta cinta produce - es que este par de tórtolos macabros están completamente desconectados de la realidad. Aunque Holly más tarde preferirá entregarse a la ley antes de seguir acompañando a Kit en su sangriento viaje sin destino, ambos amantes se mantendrán en sintonía el uno con el otro, a pesar de las circunstancias. Kit, superado un primer momento de furia, no rechaza ni objeta a Holly su traición, mientras ella le sigue siendo fiel desde la distancia. En el avión que les lleva a su juicio, ambos comparten una amorosa sonrisa cómplice. A pesar de todo, no hay evidente maldad en ellos. Tan sólo la banalidad de lo terriblemente equivocado.

Badlands es como un relato infantil distorsionado, donde Hansel y Gretel no huyen de la maldad, sino que la abrazan sin saber exactamente lo que es ni lo que están haciendo. Viven una fantasía. Huyen hacia un lugar indeterminado, tal vez una tierra del Nunca Jamás, que como espectadores sabemos que no existe. Pero ellos no lo saben claramente, si bien Holly lo intuye de alguna manera vaga. En definitiva, Kit y Holly son dos inocentes pecadores perdidos en un literal desierto moral. Por ello sus actos son tan inmediatamente reprobables como trágicos en la persecución de un paraíso que simplemente no está en ninguna parte. Malick en todo momento rehúsa sacar conclusiones, hacer juicios a los personajes o romantizarlos de manera alguna (hay momentos románticos en la película, pero nacen orgánicamente de la historia, como cuando la pareja baila a la luz de su automóvil al ritmo de Nat King Cole, en mitad de la nada). Como en todo su cine, su punto de vista es testimonial, episódico en naturaleza y sin grandes deseos de acometer una narrativa concluyente. El relato salta de un momento banal a otro mundano, luego a un brusco acto de sangre. Se detiene en conversaciones intrascendentes y puntea todo con la narración en off de Holly que une los distintos episodios con sus acotaciones al margen, como si de un diario de vida se tratase.

Con apenas 93 minutos de metraje, Badlands es bastante más compleja emocional y psicológicamente de lo que esta sucinta descripción deja entrever. Es una película fascinante desde todo punto de vista, si bien requiere de paciencia para dejarse encantar por su extraña y conseguida atmósfera. Se trata de un debut de una magnífica y sorprendente madurez expresiva.