28 de septiembre de 2008



How Green Was My Valley
Dirigida por John Ford










Mirado con la perspectiva del tiempo, y una vez visionado este maravilloso film, ya no sorprende ni molesta que la producción de Darril F. Zanuck haya ganado el Oscar a la mejor película de 1941 por sobre el Citizen Kane de Orson Welles, uno de los grandes paradigmas de lo mejor que el cine ha podido dar a lo largo de su historia. La verdad es que si hiciéramos una reducción abstracta que nos permitiera ver ambas cintas de forma concentrada, podríamos decir, sin mucho lugar a la duda, que How Green Was My Valley es una película que sale directamente del corazón de John Ford; en tanto que Citizen Kane, no obstante tratar, hasta cierto grado, temas similares, es una obra nacida del más puro intelecto de Orson Welles. Ambas hablan sobre un tiempo ido y los efectos de los cambios sociales sobre los individuos y sus actos y son productos de una genial visión de conjunto. El que una apele a los sentimientos, mientras la otra deslumbra al intelecto, no las disminuye ni las enfrenta puestas la una junto a la otra.

Tampoco creo que Welles, me atrevo a decir, se haya sentido demasiado ofendido por el favoritismo del público y la crítica hacia la película de Ford, una de las más exitosas y premiadas de 1941. Aun con todo el torbellino de polémica que rodeo el estreno de Citizen Kane y la precaria posición en la que dejó a Welles dentro de la industria, el paso del tiempo a hecho merecida justicia a su película y dudo que haya habido lugar para resentimientos por parte de Welles hacia How Green Was My Valley, una vez que ésta acaparara toda la atención durante la ceremonia de los Oscar. A pesar de esto, la actitud general de Hollywood – de cuestionamiento hacia su persona y la integridad de su película - si fue causa de molestia para el joven genio, un acto de grosera incomprensión que lamentablemente sería situación común para el director durante toda su carrera. Por lo demás, Welles no era extraño a la obra de Ford, en tanto que le había estudiado a profundidad antes de acometer su revolucionario debut en la pantalla y cuando fue interrogado a propósito de sus influencias creativas, su respuesta se convirtió en una cita famosa: “John Ford, John Ford y John Ford”.

Sea esta anécdota apócrifa o no, no deja de sorprender la alta estima que las películas de Ford inspiraba entre sus pares y no sólo dentro de EEUU (Akira Kurosawa es otro portento del cine que se mostraba entusiasmado ante su obra) ya en aquellos primeros años ’40, en los que el director estaba recién creando las que serían consideradas posteriormente como sus primeras obras maestras (sin denostar, por supuesto, su trabajo en el cine mudo, cuyo The Iron Horse es de absoluta referencia). No deja de ser curioso, entre tanto, que Ford - un nombre que automáticamente dispara imágenes del oeste en las mentes de cinéfilos de todo el mundo - ganase sus cuatro oscares al mejor director por películas ajenas al género. El hombre podía sentirse a mayor comodidad en los polvorientos paisajes del Western, pero es indudable que la compleja fricción producida entre su sensibilidad artística y su auto imagen de hombre de acción, daba sus mejores frutos en otros lugares. Y que conste que, cuando digo esto, no me estoy olvidando de westerns tan magníficos como The Searchers o The Man Who Shot Liberty Valance...

How Green Was My Valley fue concebida originalmente por el legendario productor Darril F. Zanuck como una superproducción espectacular, una saga familiar llena de emoción y drama a ser filmada en Technicolor para rivalizar en popularidad con Gone With The Wind. Su director designado era William Wyler – un nombre de gran prestigio gracias a sus colaboraciones con Bette Davis en Jezabel y The Letter, además de su exitoso Wuthering Heights con Laurence Olivier - y sería filmada en locaciones reales en Inglaterra, con lo que el coste total del proyecto no resultaba para nada económico. Los ataques aéreos de la Alemania nazi sobre Inglaterra iniciados poco tiempo después y la falta de apoyo de la 20 Century Fox hacia el material – basada en una novela cargada, a ojos de los ejecutivos, de mensajes socialistas – llevó a que el presupuesto para la película fuera vetado en un primer momento y de hecho el proyecto estuvo a punto de ser archivado del todo. El astuto Zanuck – famoso por su testarudez a la hora de sacar adelante sus proyectos - decidió entonces que bajaría el perfil a la producción. Rebajó considerablemente el presupuesto, descartando las locaciones en Inglaterra, prescindió del Technicolor y tentó al estudio con la presencia de un nuevo director, John Ford (Wyler, aburrido de las demoras, abandonó el proyecto antes de haber filmado un sólo plano).

Con estos cambios y el prestigioso nombre de Ford a bordo, el Consejo dio luz verde a la producción que devino entonces de la espectacular concepción original de Zanuck a un pequeño drama intimista, filmado en el rancho del estudio y con un desconocido muchacho ingles como cabecera emocional del reparto. Una evolución creativa obligada por las circunstancias y un replanteo de factores tal que daría un empaque creativo mucho más satisfactorio que el que hubiera dado la supuesta superproducción de Wyler, un hombre de cine brillante, pero que nunca dio lo mejor de sí en films mamotréticos (con perdón a los fans de Wyler y Ben Hur, una película a la que adoro, si bien nunca confundiría como lo más logrado del director). Aunque la historia estaba ambientada en una villa minera de Welsh, factor que había determinado las locaciones en Inglaterra, la película finalmente se filmó en las colinas cercanas a Malibu, en California, donde se construyó una réplica de una villa minera con todos sus detalles, usando el blanco y negro como forma de engañar la vista del público y presentar el paisaje norteamericano como tierras inglesas. De forma brillante, por lo demás, pues la dirección de arte y el trabajo de ambientación son magníficos y por ello, nunca dudamos que la acción transcurra en otro lugar que no sea un verdadero pueblo minero.

El casting del niño actor Roddy McDowall para el crucial papel protagonista de Huw Morgan, fue la única contribución valedera salida de la preproducción de Wyler (una aportación que se revelaría memorable, en todo caso). McDowall, que precisamente venía huyendo con su familia de los bombardeos alemanes, empezó una larga y fructífera carrera en los EEUU, tanto en cine como en tv, tras su debut en las pantallas norteamericanas (muchos años más tarde se haría un nombre inmortal en la ciencia-ficción como Cornelius en Planet of the Apes). Más significativa aún fue la relación de mentor que Ford adoptó hacia el pequeño McDowall a quien, en su papel de Huw Morgan, el director veía como la versión romantizada de su propia niñez. La saga de la familia Morgan, con sus pequeñas vicisitudes, crisis y tragedias, llamó poderosamente la atención de Ford desde el primer momento, por lo que es evidente que la filmación pasó de ser un encargo más a algo profundamente personal. Es, sin duda, la primera vez que el tema de la familia cristalizó en la obra de Ford como una propuesta organizada y coherente, al mismo tiempo que su enfoque elegíaco hace de la película una de sus obras más conseguidas y perdurables.






La evocación sentimental y el lirismo hacia los temas de la familia y la lealtad estarían siempre, en mayor o menor grado, presentes durante toda la filmografía del director, pero nunca más volvería sobre ellos con la honestidad y pureza de sentimientos que demuestra aquí (siendo quizás la única excepción, su regreso a las raíces irlandesas de sus padres en The Quiet Man), pues está claro que la afinidad entre el material original y el director era de un grado muy personal. Ford ya había dispuesto el año anterior, un entrañable retrato familiar en The Grapes of Wrath que, de muchas formas, preestablecia sus temas más queridos al respecto. Con todo, el amargo retrato social y la condición de alegato humanista de esa película – su primera obra maestra absoluta – dejaban aquellos temas casi en un segundo plano. Lo que allí había alcanzado a pincelar en los personajes de Tom Joad, su familia y allegados, Ford ahora podía desplegarlo en abundancia en How Green Was My Valley, un film dedicado exclusivamente a cantar las virtudes de la unión familiar. El retrato de la familia minera Morgan es la base idealizada desde la que todos los posteriores círculos familiares en su filmografía – y es evidente que abundan – se compararían y contrastarían.

La poesía visual de Ford, otro elemento fundamental de su obra, está aquí en su mayor apogeo. Su ojo es maestro para la acertada composición visual y es en este apartado donde How Green Was My Valley brilla por su maestría técnica – el trabajo fotográfico corresponde al gran maestro Arthur Miller – y su insuperable belleza estética que, en determinados momentos, llega a ser verdaderamente sublime. Podremos poner peros a la caligrafía dramática de Ford en algunas de sus obras, pero rara vez encontraremos ocasión de decir algo negativo en cuanto al aspecto visual de ellas. Las imágenes que compuso a lo largo de su carrera, muchas veces asistido por algunos de los mayores artistas fotográficos que hayan pisado un estudio de cine – Gregg Tolland en The Grapes of Wrath, Arthur Miller en Young Mr. Lincoln, Gabriel Figueroa en The Fugitive, Winton C. Hoch en The Quiet Man y The Searchers – pueden llegar a ser de una arrebatadora belleza, pero es más común que estén dotadas de una poesía calmada, silenciosa y sincera. Como se nota que Ford se inició en el cine mudo.

La exposición narrativa es demoledoramente sencilla en esta película y si bien está llena de episodios vitales que van de lo cotidiano a lo triste y lo trágico, el tono general – como se ha indicado - es el de la evocación elegíaca de un pasado familiar, en este caso, irrecuperable, que cada día parece más desvaído y lejano. Esto dota a la historia, desde el mismo comienzo, de un soterrado patetismo, pero Ford no tiene intención de crear una pieza sombría o una meditación amarga sobre el pasado. Por el contrario, a pesar de que la película no deja de tocar temas ciertamente amargos, la evocación que Huw Morgan hace de su familia y su villa es una que recupera lo mejor de los valores familiares, para hacer de ellos una suerte de ancla emocional para su presente e incierto futuro. No una carga traumática, sino una forma sublimada de fijar su lugar en el mundo y en el devenir de las cosas. La película empieza con un Huw adulto – al que nunca se nos muestra de cuerpo entero, sólo vemos sus manos mientras prepara su equipaje - a punto de dejar para siempre su pueblo. El nos narra la historia y vemos todos los acontecimientos desde su punto de vista, que es el del niño de 12 años que vivió los sucesos. Por tanto, toda la película se nos presenta como un gran flashback, cargado de nostalgia.

Ya desde la introducción, podemos ver como Ford nos prepara el terreno emocional: mientras le vemos hacer un hatillo con sus pocas pertenencias, Huw nos recalca en voz en off: “Estoy empacando mis cosas en el chal que mi madre usaba cuando iba al mercado y me marcho de mi valle, para no volver jamás...” seguidamente la cámara le deja y sale por la ventana mientras seguimos escuchando sus sentidas palabras, recorre la única avenida del lugar – deteniéndose brevemente en los escasos transeúntes mediante planos intercalados – y entonces, en la parte más alta de la villa, el relato mágicamente vuelve al pasado, mediante un fundido-encadenado, llevándonos a nosotros con él. Es una introducción sencilla, elegante y cargada de sentimientos donde la narración de Huw, el uso de la música y la precisa elección de las imágenes – glorioso el primer plano de una anciana mirando a la nada – crean una sinfonía de emociones en el espectador y una absoluta identificación con el estado emocional del protagonista. La brillantez de Ford como narrador ya queda patente en esta lírica viñeta de apertura y el que pueda mantener el tono y la intensidad de la misma durante las casi dos horas siguientes de proyección sin resultar empalagoso ni hacer del relato algo excesivamente sensiblero (un detalle en el que Ford caería con frecuencia en el futuro), me deja, francamente, con la boca abierta.

Como es característico en la obra de este director, la atención al detalle emocional y psicológico y su gusto por detenerse en los ritos de familia es lo que termina haciendo tan memorables a sus historias, independientemente de sus ambientaciones históricas o cual sean los pormenores de lo que narren. Aquí el director está en plena forma. La manera en que la familia enfrenta los cambios sociales que le salen al paso – principalmente causados por los conflictos obreros y la creación de sindicatos - y las inevitables divisiones que estos traen con ellos, componen lo principal del relato, estructurado como una serie de viñetas enlazadas por una continuidad temporal. Huw, con sus reflexiones, sirve de hilo conductor a los distintos episodios que nos muestran, en una primera parte, la forma de vida dura, pero al mismo tiempo orgullosa y noble de las familias mineras. Vemos a los Morgan – padre, madre y 7 hijos - en sus rutinas diarias (el día de pago de los hombres, el baño después del trabajo, la comida familiar) y en los rituales que dan forma a su sociedad (la boda del hijo mayor, la asistencia a la iglesia). Ford nos da una visión idealizada de todas estas situaciones, es innegable, y muchos habrá que puedan encontrar faltas en el excesivo romanticismo de sus imágenes. Debemos recordar, a este respecto, que la película está narrada desde la perspectiva del recuerdo y la añoranza de un tiempo ido, por lo que es una puesta en escena en total coherencia de fondo y forma. Ford, además, sabe equilibrar la narración y más tarde veremos como la abierta felicidad de estos pasajes se contrapondrá a las penurias de los tiempos amargos. Penurias representadas por la división entre padres e hijos, la disgregación de la familia causada por la búsqueda de nuevos horizontes, el casamiento por conveniencia de la hija (secretamente enamorada de otro hombre), la enfermedad de Huw que amenaza con dejarle paralítico y las muertes provocadas por la inmisericorde rutina de las minas.

Todos estos elementos narrativos están impregnados de los típicos toques fordianos por los que el director es legendario. Esos toques menores - visuales y de carácter - que dicen mil cosas acerca de los personajes y la sociedad en que están inmersos, sin necesidad de mayores palabras. Un recurso estilístico que el director logró convertir en un arte, evitando siempre llamar la atención sobre ellos e integrándolos orgánicamente a las escenas (a veces, se trata de simples planos), de manera que súbitamente las imágenes se cargan para el espectador de connotancias emocionales y lecturas psicológicas. Por ejemplo, durante la boda del primogénito, la novia pasea tradicionalmente hacia el altar y las mujeres acarician el vestido a su paso, admiradas, como queriendo cosechar la felicidad de la unión. Más tarde, durante la recepción, el momento delicioso en que la madre alardea de su sencillo vestido de gala y sus medias nuevas ante las demás mujeres, para luego sentirse terriblemente mortificada cuando se da cuenta que el nuevo pastor del pueblo las observa, divertido. Los rituales a la mesa – la obligada oración, las mujeres atendiendo de pie a los hombres, el padre repartiendo la comida – o la manera en que el director presenta la sabiduría de las mujeres, dejándonos muy claro que, pese a lo constreñido de su libertad, son ellas las que determinan las cosas, son otros tantos momentos que Ford utiliza para enriquecer su relato con pequeños comentarios de humanidad. Aunque la extraordinaria secuencia de la boda de Ingharad es la verdadera joya de esta película. Quien quiera que dude de John Ford como artista, nada más tiene que observar esta breve secuencia. Ella sale de la iglesia, condenada a un matrimonio sin amor, con la expresión hierática, mientras el amado inalcanzable le observa desde la distancia, una simple silueta en el horizonte. Un momento de desesperación y lamento romántico perfectamente representado en la pantalla con una belleza exquisita y que rompe el corazón, sin necesidad de una sola palabra.






Tanto la madre como la desgraciada Angharad (Maureen O`Hara, estupenda) son dos retratos de mujer típicamente fordianas: fuertes, testarudas y dispuestas a los mayores sacrificios en aras de la familia. Madre Morgan siempre con la frase adecuada para una situación o con la palabra filosa para su marido o el resto de los hombres, si la situación lo requiere, es la madre arquetípica para Ford y la defensa que hace de su marido, cuando este es erróneamente considerado un traidor ante los demás mineros, es tan impactante como conmovedora. El padre, entre tanto, es la clásica caracterización del tirano benévolo y sabio que, aunque no carente de fallas, siempre intenta hacer lo mejor para su familia, muchas veces sufriendo interiormente por las circunstancias en que se ven sus hijos, pero siempre orgulloso y digno por fuera. Si los padres representan para Ford el nexo de unión al pasado y la tradición, Huw y sus hermanos son el resultado de la clara influencia de los nuevos tiempos, siendo su inquietud por unas condiciones de vida más justas y de mayores posibilidades vitales la gran fuente de desacuerdos al interior de la familia. No deja de ser terrible que la única opción aparente de salida para estos dilemas sea emigrar a America para los hijos mayores, dejando tras de sí sus raices (algo con lo que Ford, el mismo hijo de inmigrantes, debió sentirse tremendamente identificado). Mientras que la decisión de Huw de abandonar sus prometedores estudios para comenzar a trabajar en las minas, cuando la apretada situación económica se hace insostenible, representa para el padre una dolorosa frustración y la derrota más brutal ante la vida.

Tal vez el hilo narrativo más amargo de esta película sea el dedicado a Angharad y su amor maldito por el pastor Gruffydd (Walter Pidgeon). El lado oscuro y retrógrado de las sociedades antiguas queda expuesto con crudeza cuando Angharad vuelve al pueblo sin su marido (supuestamente están a punto de divorciarse) y se encuentra con que su amor sigue siendo imposible de consumar, si antes coartado por las costumbres sociales, ahora definitivamente asfixiado por el que dirán y los cotilleos mal intencionados. Si hay unos personajes trágicos en How Green Was My Valley es Angharad y Gruffydd, pues a diferencia de los demás personajes, la suya es la única relación que parece condenada desde el principio y que, finalmente, carece de una conclusión. Es más, la película toma un cariz cada vez más sombrío en su último tercio y la película cierra con un episodio particularmente trágico, algo que parece negar la esencia elegíaca de su primera parte. Sin embargo, Ford no pierde la dirección emocional del relato y recurre a una figura hermosamente poética como coda para los personajes y el espectador, algo así como una recompensa por los sufrimientos de la vida. Se trata de una imagen de pureza tan prístina que cualquier objeción racional o calculada a su desatado romanticismo estaría fuera de lugar y hasta parecería un acto de mal gusto. Es sencillamente una nota emocional perfecta, dentro del contexto de lo que hemos visto, para cerrar la película.

Ford era un hombre complejo que odiaba atraer la atención sobre sí mismo y prefería que sus películas hablaran por él. Debido a esto resulta por demás curioso que la innegable belleza visual y temática de muchos títulos en su filmografía, proviniera de un hombre a primera vista retraído, amargado, notoriamente alcohólico y reticente a los halagos. Una fachada huraña y estoica que, curiosamente, se veía inmediatamente traicionada por el patente lirismo de su obra. Muchos estudiosos le llaman el “Enigma Ford” y no les falta razón. La famosa entrevista que Peter Bodanovich le hiciera a principios de los setenta es sintomática a este respecto, con el director admitiendo desganado, casi indiferente, que “no recordaba” haber filmado algunas de sus películas y atajando terminantemente algunas preguntas con un enfático “corten”. Más que los desaires de una veleidosa primma dona, la actitud es claramente la de un hombre incomodo ante los focos y la atención. John Ford, en última instancia, era un hombre en doloroso conflicto con su propia sensibilidad artística - un aspecto de su personalidad que le avergonzaba - y que hace tanto más humano y fascinante al hombre como a su brillante legado cinematográfico.