11 de septiembre de 2008



The Thin Man Series
Dirigida por W. S. Van Dyke, Richard Thorpe y Edward Buzzell






Desde que me enganché al cine, hace mucho, mucho tiempo, en una lejana galaxia de los años 70, siempre me ha sorprendido la reticencia de la gente a volver a los clásicos – y no tan clásicos – del cine, tanto de EEUU como del resto del mundo, realizados con anterioridad a la década del `60. Si ya es difícil lograr que el público se siente a ver Ben Hur, por ejemplo, sin que sufran ataques de pánico por lo extenso del metraje o por el hecho de que sea una “película de romanos”, es prácticamente tarea imposible convencerle para que se arriesgue con cualquier cosa que carezca de color. Me refiero específicamente a aquel glorioso periodo del cine cuando el blanco y negro reinaba. Los años comprendidos entre el nacimiento del medio y los primeros años ´50, fueron unos dominados por el monocromático fulgor de las sombras y las luces, apenas desafiados por los experimentos del tintado de fotogramas y la presencia del Technicolor.

Una época que dio paso a una serie de portentosos artesanos de la imagen que cimentaron muchos (cuando no todos) de los actuales preceptos estéticos de los que se nutre nuestro cine de cada día. Es una verdadera lástima, por tanto, que en la actualidad la persona promedio que gusta minimamente del cine parezca rehuir del blanco y negro, por lo menos aquel de tiempos pasados, como si fuera la plaga y no haga un esfuerzo por acercarse al inmenso legado del cine de aquellos años. Sólo un cada vez más reducido grupo de enterados y nostálgicos es el que se detiene a disfrutar con la multitud de obras - indispensables unas, entrañables otras – que constituyen la herencia visual y el reflejo humano y social de unas épocas pasadas. Por muy romantizado (o distorsionado) que nos pueda parecer ese reflejo con respecto a nuestras postmodernas sensibilidades, ignorar el cine en blanco y negro es un error demasiado grosero en sus fatuas excusas.

Insisto, es una condenada vergüenza. Sí, el cine en blanco y negro es, salvo algunas excepciones en obras contemporáneas, el sello definitivo de épocas pasadas, de estilos de vida, posturas políticas y concepciones morales obsoletas para muchos. Pero también constituye, como poco, el más útil de los artefactos históricos que puedan existir para ayudarnos a comprender aquellos tiempos que no vivimos. Sin duda, todo cine con un poco de años sobre el cuerpo, constituye un artefacto histórico y como tal su valor es doble. No sólo puede ser un divertimento, con mayor o menor grado de valor estético, también es una oportunidad única – y afortunadamente repetible, gracias al dvd – de hacer un poco de arqueología sociológica. De acercarnos un espejo a la cara y ver cuan distintos – y cuan parecidos – somos a lo que, como seres humanos, como sociedad, alguna vez fuimos.

Muchas veces el disfrutar de una película antigua se convierte en un juego de reconocimientos: modas, tecnologías y usos sociales que nos son ahora extraños, cobran de nuevo vida y nos permiten entendernos mejor de donde venimos y, con algo de suerte, hacia donde vamos. Rostros que conocimos sólo en el crepúsculo de sus vidas, se nos vuelven lozanos, llenos de vida y promesas. Es un ejercicio de connotancias tan regocijantes como altamente emocionales. No todo tiempo pasado fue mejor, pero sí puede llegar a ser tremendamente fascinante en sus detalles. Este último punto es uno de los que hace tan satisfactorio, para mí, el sumergirme en una película antigua, clásica o no, recordada y admirada como simplemente olvidada. Y es lo que hace de la serie de films sobre The Thin Man algo especialmente sabroso de experimentar gracias al amplio período de tiempo que ocuparon sus sucesivas entregas. La serie está compuesta por 6 films, con el siguiente orden: The Thin Man (1934), After The Thin Man (1936), Another Thin Man (1939), Shadow Of The Thin Man (1941), The Thin Man Goes Home (1944) y Song Of The Thin Man (1947).

Las primeras cuatro entregas fueron obra del brillante artesano W. S. Van Dyke y, luego de la trágica muerte de éste, las dos entregas restantes fueron firmadas por Richard Thorpe y Edward Buzzell respectivamente. El juicio general es que las primeras 3 entregas son lo mejor de la serie, mientras que las 3 últimas fueron perdiendo brillo progresivamente. Es cierto que el nivel de calidad fue algo irregular a partir de la 3º película, pero no debe desanimar esta percepción crítica a quien quiera revisar la saga completa. En realidad, todos los films que componen la serie son unos divertimentos extremadamente deliciosos.

Para el espectador moderno, las películas representan una muestra característica del cine de los años ´30, claramente abocado a una función de elemento escapista en unos tiempos casi desesperados. También permite vislumbrar a posteriores estrellas y reconocidos actores de carácter hacer sus primeras incursiones en la pantalla. Así, podemos ver a lo largo de la saga rostros inmediatamente reconocibles - James Stewart y Donna Reed (años más tarde pareja inmortal en el clásico de Capra It`s A Wondeful Life), Cesar Romero (el Joker del Batman televisivo de los sesenta), Mauren O`Sullivan (la Jane original en la saga de Tarzan de Johnny Weissmuller), Gloria Graham (gran dama del cine durante los ´50, famosa por su papel de vampiresa con el rostro quemado en The Big Heat de Fritz Lang) Keenan Wynn (obicuo actor de carácter durante los ´50 y ´60) y Dean Stockwell (Dr. Yueh en Dune de David Lynch, actualmente en Battlestar Galactica) - junto a otros menos conocidos, pero igualmente interesantes - Barry Nelson (por si no lo sabían, Connery no fue el primer actor que interpretó a James Bond, fue Nelson para la televisión; también era el gerente del hotel Overlook en The Shinning) o Stella Adler (una leyenda de la escuela teatral norteamericana, primera profesora de Marlon Brando), entre muchos otros rostros conocidos de la época. Incluso Shemp Howard, de Los Tres Chiflados, tiene un papelito (poco más que un cameo) por ahí.

The Thin Man era originalmente una novela detectivesca de Dashiell Hammet (supuestamente estaba basada en su propia relación con la autora teatral Lillian Hellman) y si bien el título del film se hizo tan famoso que paso a ser sinónimo de toda la serie, la verdad es que The Thin Man (el hombre delgado) hace referencia a la victima de asesinato que daba pie al misterio y no al protagonista de la historia, el detective Nick Charles. Nick Charles es un detective retirado y felizmente casado con Nora, una heredera de alta alcurnia. Originalmente no tienen hijos (aunque eso cambiaría con las secuelas), con sólo un perro fox terrier llamado Asta que les acompaña en sus aventuras y viajes (desde el primer momento el reclamo publicitario de Asta haría mella en el público con la demanda de esta raza de perro disparándose luego del estreno de la película). La relación entre Nick y Nora Charles es de una juguetona complicidad. Los antecedentes barriobajeros de Nick – plenos de borracheras, amiguetes de baja estofa, amoríos pasajeros y situaciones turbias o de complicada explicación – chocan de frente con el exquisito y sofisticado mundo de Nora, pero, precisamente, es el contraste de sus respectivos orígenes lo que fascina a ambos y mantiene el equilibrio de su relación.

La privilegiada posición económica de Nora es fuente de constantes bromas por parte de Nick, quien no pierde ocasión para poner en entredicho su propia presencia como cabeza de familia (Nora: Aceptaras el caso? Nick: no tengo tiempo, estoy muy ocupado cuidando que no desperdicies los millones por los que me casé contigo). Nora, por su parte, cuida con ojo avizor que Nick no beba más de la cuenta (es impresionante la manera en que bebe este hombre, por lo menos en las 3 primeras entregas) y que se comporte civilizadamente en sus relaciones con la alta sociedad de New York (y con sus intolerantes familiares políticos). Pero eso es una pura fachada conservadora. Lo que realmente le encanta a Nora es ver la reacción de Nick cuando se encuentra con sus antiguas, y ahora incómodas, amistades (una constante fuente de humor durante toda la serie) y, sobre todo, lo que más alegra su día es ver a su marido embarcarse en nuevos desafíos detectivescos – en los que Nick siempre termina involucrándose muy a su pesar – y ser una parte activa de los misterios a resolver. Nora es una mujer atípica para la época, parte de la nueva horneada de heroínas que tomaría por asalto la pantalla en aquellos años (especialmente en las películas de Howard Hawks). Mujeres que sin renunciar ni un ápice de su feminidad, pueden ponerse codo a codo con los hombres, tanto en lo físico como en lo intelectual. No importa que Nick la embauque de tanto en tanto, para alejarla del peligro (otra constante de la serie). Cuando la situación lo hace necesario, Nora siempre está ahí para aportar su sentido común y, por lo menos una vez por aventura, arrojarse de bruces al peligro para defender a su hombre.

Las películas siguen una formula más o menos rígida, pero casi siempre efectiva, desarrollada a partir del modélico guión de la película original (obra de Albert Hackett y Frances Goodrich, quienes también realizarían los guiones de las dos siguientes entregas). La historia comienza con Nick y Nora en una situación familiar – en un restaurante, un viaje por tren, un desayuno casero – aunque ya sabemos que algo interrumpirá su tranquilidad. Una misteriosa muerte sucede y Nick es arrastrado a la investigación, siempre con fingida reticencia. La investigación continua a saltos entre las pesquisas policiales y las peripecias detectivescas de Nick. Paulatinamente, se nos muestran los personajes periféricos y las posibles motivaciones para que hayan cometido el crimen (como es de esperar, abundan aquí los equívocos y las falsas pistas). La trama se enreda y más asesinatos se producen. Nick se pasea entre los sospechosos y los lugares de los crímenes con liviana soltura, aunque su engañosa fachada de playboy siempre al borde de la ebriedad esconde a un inspirado y sagaz sabueso. La multitud de pistas – o la carencia de ellas, dependiendo de que película de la saga estemos viendo – parecen no llevar a ninguna parte, pero Nick (siempre apoyado por Nora) tiene la resolución del caso en la manga. Finalmente, ordena que todos los sospechosos sean reunidos en un interrogatorio general. Allí, mediante preguntas capciosas y medias verdades, Nick va separando a los inocentes de los potenciales asesinos y, por fin, en un golpe de maestra sagacidad, da con el culpable. El misterio ha sido resuelto, el alivio es general.

Es sorprendente las muchas millas que pueda dar esta formula, a pesar de la rigidez de su estructura. Y es que los distintos guionistas supieron aprovechar al máximo el humor para solventar los momentos más áridos de los misterios. Los guionistas tenían claro que la investigación del crimen era un aspecto secundario, completamente supeditado al espectáculo de ver a Nick y Nora hacer de las suyas. La saga posee también un plus de enganche debido a que guarda una cronología de película en película. Por lo general, esta cronología se respeta aunque el factor temporal es algo menos cuidado. Por ejemplo, al final de la segunda entrega, los Charles parten de viaje en tren y nos enteramos que Nora está embarazada; cuando comienza la tercera entrega, Nick y Nora están bajando de un tren...y el bebe ya está con ellos ¿Es el mism tren? Estuvieron viajando nueve meses? Por supuesto, este tipo deslices es cosa normal en el cine, sobre todo en el de ayer, y es ridículo pedirle rigurosidad a una comedia tan liviana como la saga The Thin Man.

Con todo, la presencia del retoño de los Charles es asumida – le vemos crecer a lo largo de las secuelas – así como conocemos a la familia de Nora y posteriormente a la de Nick, pero nunca – y esto es importante – vemos que la dinámica de pareja de los protagonistas se vea afectada por estas presencias. Es de agradecer que las películas no naufraguen en las mareas de los productos familiares. Los personajes son completamente fieles a sus caracteres de principio a fin de la saga y el humor derivado de sus interacciones, entre ellos y quienes les rodean, se mantiene incólume.





El resultado es una serie de fantásticas películas, livianas y chispeantes como las burbujas del champágne, de un humor delicioso y elegante, que resultaron ser vehículos perfectos para la consolidación de las personalidades cinematográficas de William Powell y Mirna Loy, sus protagonistas. Con anterioridad a The Thin Man, S. W. Van Dyke había dirigido un proyecto para MGM titulado Manhattan Melodrama. En esta película por primera vez hacían pareja William Powell (Nick) y Mirna Loy (Nora). Van Dyke inmediatamente vio las chispas que la pareja desprendía en la pantalla y aprovechando el éxito de Manhattan Melodrama, solicitó a MGM que juntara a ambos en The Thin Man. Juntos llegarían a participar en 14 producciones y sus carreras en solitario dejarían unos capítulos absolutamente inolvidables del cine.

Powell había iniciado su carrera en el teatro y luego había pasado al incipiente mundo del cine de los años 20. Durante los años del cine silente se especializó en roles de villano y no fue hasta la llegada del sonoro que tuvo las primeras oportunidades para destacar más allá de su encasillamiento. Curiosamente, su gran oportunidad estuvo en las adaptaciones a la pantalla de otro detective literario, Philo Vance (en el film The Canary Murder Case). A partir de este éxito primario, Powell fue subiendo hasta llegar a ocupar un papel importante en el firmamento del Hollywood de la época y ahí se mantuvo por décadas. Powell sería protagonista junto a Carol Lombard – una actriz mítica de la comedia cinematográfica, tristemente fallecida en la flor de su carrera – en My Man Godfrey, tal vez la comedia más representativa de aquellos años, una película absolutamente notable e indispensable. La carrera de Powell conocería altibajos debido a su salud – un cancer paró su actividad durante algunos años – y la tragedia personal – la muerte de su prometida (Jean Harlow, otro nombre fundamental de los años `30 segado antes de tiempo) le dejó sumido en una comprensible amargura – pero fue continua y su presencia siempre era bienvenida por el espectador. A mediados de los `50, se despediría del cine con una interpretación excelente, como el sensible y humano doctor naval en el clásico de John Ford, Mr. Roberts.

El caso de Mirna Loy es muy similar. También iniciada en el cine silente, sus primeros años de carrera se los pasó encasillada en papeles de vampiresa, chica exótica o corista en musicales. A partir del binomio compuesto por Manhattan Melodrama y The Thin Man su carrera profesional despegaría enormemente llegando a ser una de las actrices más representativas de la America de los ´30. Mujer de exquisita elegancia, inolvidable presencia e imposible hermosura, Mirna Loy es un rostro difícil de olvidar y sus trabajos en aquellos años están entre los más conseguidos y recordados del firmamento actoral femenino del Hollywood clásico. Extremadamente consciente de la amenaza nazi, Loy dejó su carrera prácticamente de lado a partir de 1941, para apoyar al esfuerzo militar en un sin fin de actividades junto a la Cruz Roja. Con el fin de la guerra, retomaría su carrera de forma mucha más esporádica, aunque no menos exitosa, hasta que se sumió en un semi retiro a partir de los años ´60 (del que saldría en los `70 para incursionar en el teatro). Sin embargo, es imposible no hacer mención de su film más recordado (y del que ella se sentía especialmente orgullosa), The Best Years Of Our Lives. Filmada en 1946 por William Wyler, la producción de MGM ganó el oscar a la mejor película del año por su sincero retrato de los problemas de adaptación a la vida civil de los veteranos de guerra y es, sin lugar a dudas, no solo uno de los grandes logros de Loy como actriz o de Wyler como director, sino también una de las películas más importantes de la década.



La hermosura imposible de una mujer mítica
Musa de mis años de infancia (a mucha honra)


Con dos intérpretes tan carismáticos e inmediatamente queribles es innecesario preguntarse cuál es el imperecedero atractivo de este puñado de amables thrillers, narrados en clave de comedia ligera. Powell y Loy juntos son dinámita. La casi mágica química que existía entre ellos daba paso a interpretaciones de una apabullante naturalidad. Es difícil describirlo, hay que verlo para creerlo. Su relación en la pantalla es tan genuina, tan falta de falsas afectaciones, que por mucho tiempo la gente creyó que Powell y Loy eran pareja en la vida real. Nick y Nora son pura magia cinematográfica, en el mejor sentido de la frase. El éxito y el encanto de The Thin Man y sus secuelas están del todo bendecidos por la calidez de sus personajes protagonistas (y por extensión, la de los actores que los interpretan). Más que la atracción de los misterios a resolver – que son adecuadamente alambicados y resultones, pero en última instancia, meras excusas argumentales en beneficio de la comedia – el público volcó su favor hacia la serie basado casi exclusivamente en el chispeante aire bon vibant de Nick y Nora. En una sociedad desgarrada primero por los efectos de la depresión y luego por los más trágicos avatares de la Segunda Guerra Mundial, las aventuras de los Charles eran una bocanada de aire fresco. Unas aventuras llenas de sofisticación, lujo y gente hermosa en unos tiempos decididamente difíciles.

La gente no se cansaba de ver a la pareja resolviendo casos, hacerse pullas mutuamente y maniobrar con su particular buen humor entre el variopinto cuadro humano en el que se enmarcaban sus deliciosas aventuras. A ojos de cínico, pura fantasía escapista. ¿Y qué? ¿En unos tiempos tan amargos, qué otra cosa le podía pedir al cine un ciudadano de a pie con los bolsillos vacios y la perspectiva de una guerra en el horizonte? MGM vio la veta y aprovechó la ocasión para profitar abundantemente del manantial, pero nada habría sido posible sin los actores que los interpretaban ni el cariño de la gente por los personajes, que ha logrado mantenerlos vivos en el recuerdo. Como todo gran cine, por liviano o trascendental que sea, es lo humano lo que nos llama.

El público vino por el misterio, pero se quedó por Nick y Nora.