25 de abril de 2009


A Personal Journey With Martin Scorsese Trough American Movies
Dirigida por Michael Henry Wilson y Martin Scorsese










Especialmente pensado para quienes aman el cine indistintamente como una forma de arte y como un glorioso divertimento, “A Personal Journey...” toca nuestra fibra sensible gracias al compromiso personal de Scorsese con este proyecto, pues en todo momento es evidente el profundo cariño que el director siente por su pasado de consumidor de imágenes. Es precisamente el hecho que Scorsese aborde su tarea de narrador desde la perspectiva de un cinéfilo afortunado y no la de un asumido experto - si bien Scorsese es un historiador de gran calibre y un hombre muy preocupado de la herencia cinematográfica mundial - lo que confiere a este documental una dimensión de profunda y sincera humanidad. Al mismo tiempo, la casi informal charla de Scorsese – sentado frente a un espartano fondo negro, su rostro casi siempre enmarcado en primer plano - alimentará nuestro propio apetito por un buen puñado de películas a revisar, muchas de ellas oscurísimas, por obra y gracia del genuino entusiasmo con que el director las presenta, halaga y defiende. Creado como parte de los actos de celebración del centenario del cine en 1995, “A Personal Journey...” fue producido por el British Film Institute y originalmente estrenado en un pase televisivo del Channel Four británico. Afortunadamente para nosotros el programa está editado en dvd desde hace bastante tiempo por Miramax, si bien en un disco que deja mucho que desear y no hace justicia ninguna a su contenido. Efectivamente, la edición en sí es bastante anémica y técnicamente pobre; sin embargo, el documental en sí mismo es tan rico en calidad que la total ausencia de material extra practicamente no se nota y las deficiencias de presentación visual pasan rapidamente a un segundo plano. Así de absorbente es su narración.

Scorsese va de lo grande y consagrado a lo pequeño y esotérico con igual cariño, respeto y admiración durante los tres episodios en que está dividido este fascinante recorrido por los recovecos más y menos frecuentados del cine norteamericano. Tan pronto el cineasta nos relata anecdotas de su niñez – como aquella con la que abre el primer episodio y en que nos cuenta casi con incomodidad como sucumbió a la tentación de arrancar páginas del único libro sobre historia del cine disponible en la biblioteca pública para atesorar sus imágenes o la ocasión en que su madre le llevó, con cuatro años, a ver Duel In the Sun de King Vidor, una experiencia para el inolvidable (“no entendía de que iba la película, pero la calidad alucinatoria de las imágenes siempre se ha quedado conmigo” nos confiesa) – como se detiene a analizar la figura de David W. Grifitth en el cine mudo o la evolución temática de John Ford, para luego entregarse a diseccionar el Musical y el Western como géneros sin perder en ningún momento el aliento ni la inspiración. Con todo, el punto vertebral que da estructura a todo su discurso es la poliédrica visión que la figura del director de cine puede tener, según la lúcida posición de Scorsese, dentro de la industria norteamericana. Así, el cineasta puede ser una o muchas cosas a la vez: narrador (storyteller, una bella palabra), iconoclasta, contrabandista de ideas y – a menudo - hasta figura esquizofrénica, entre unas cuantas cosas más (¿qué debe hacer un director en Hollywood para poder subsistir?- se pregunta Scorsese en un momento; ¿hacer una para ellos, una para sí?). Los mejores momentos de su discurso están en los frecuentes puntos aparte donde Scorsese se deja llevar por la pasión (tan profunda que nos pone una sonrisa de satisfacción en los labios) y analiza las obras de sus cineastas favoritos. Es todo un lujo poder constatar la percepción analítica de este hombre y lo poderoso de sus argumentos.

Para cada definición de lo que es (o, idealmente, debería ser) un cineasta, se nos presentan variados ejemplos sacados de décadas pasadas (desde el cine mudo hasta principios de los 60', donde Scorsese detiene la narración por que, nos dice, no se siente objetivo hablando de la gente de su propia generación) que ilustran perfectamente cada concepto e idea. A medida que nos adentramos en la visión que Scorsese tiene sobre la industria que le cobija y los creadores que en ella trabajan, más nos asombramos de su lucidez como creador y - me atrevo a decir - como artista y ser humano. No sólo estamos ante un gran documental – entretenidísimo, fascinante en sus detalles y pleno de finas y atinadísimas observaciones - es también uno que va un paso más allá del formato para transformarse, gracias a nuestro brillante maestro de ceremonias, en una verdadera clase magistral de historia del cine, dictada con una elocuente sencillez por uno de los cineastas más influyentes de los últimos 50 años. Para el espectador, toda una gozada que se agradece. Ese es un aspecto, de por sí admirable, de este generoso trabajo (casi cuatro horas de duración) pero “A Personal Journey...” es también en su esencia, y más allá de su innegable calidad de contenidos, una hermosa declaración de amor por parte de Scorsese a un medio que ha definido su vida adulta y por el que nunca ha perdido la fascinación que le produjo siendo niño, algo que nos queda muy claro en algunos momentos confesionales de gran humanidad (a momentos, conmovedores) de su disquisición. Lo más cercano a imaginar la pantalla del cine como un espejo que nos devuelve nuestro propio reflejo de cinéfilos admirados y fascinados, lo más regocijante de acompañar a Scorsese en este viaje personal es que, a pesar de ser un director de cine genial por sí sismo, el hombre es – por sobre cualquier otra cosa - un genuino enamorado del medio como otros tantos miles de cinéfilos alrededor de todo el mundo. La emoción que se desborda desde la pantalla la reconocemos perfectamente en nosotros. Su fascinación por los maestros de la vieja escuela iguala la nuestra (cuando no la supera largamente). Su cariño por el cine desborda nuestras suposiciones y entonces nos embarga la admiración por el Scorsese cineasta, pero más que nada, por el Scorsese ser humano.

De forma tan sincera, cándida y profunda como nosotros mismos podemos sentirnos conmovidos o impactados frente a una película en particular (o un género, un director, un estilo, una estética, etc.) Scorsese nos habla de sus gustos e influencias, de tu a tu, como uno más de la pandilla ajeno a su propio status de leyenda. Sus percepciones y opiniones sobre aquel cine que le definió como ser humano y le formó como creador, informadas y perceptivamente agudas como son, están argumentadas con la falta de pretensiones de quien da su opinión en una mesa trasnochada, rodeado de amigos, y no desde un erudito púlpito. El que a pesar de lo extenso de su metraje, la variedad de tópicos tratados y la abundante cantidad de clips que acompañan la narración el documental se nos haga corto y quedemos con ganas de mucho más, es el mejor halago que se le puede hacer a una empresa que más allá de su calidad como documento intelectual (que es tremenda), se nos revela como una verdadera labor de amor, libre de cualquier posible reproche. La cercanía emocional y la complicidad son palabras clave para entender las bazas que hacen de este estupendo documental un material de visionado obligatorio para todo aquel que diga ser un fan del cine y es, en definitiva, lo que hace de “A Personal Journey...” una obra tan notable e imprescindible.

13 de abril de 2009


The Hoax
Dirigida por Lasse Hallström




















La rigurosidad histórica y el espectáculo cinematográfico siempre han estado reñidos por una insoluble dicotomía. Aquella de que el cine es, por sobre todas las cosas, un entretenimiento destinado al consumo popular y que, como tal, posee el privilegio de jugar con los temas que aborda con la libertad suficiente para hacerlos atractivos a la platea (los peros ético-morales de este escenario son tema de estudio para análisis más profundos), un privilegio por encima de las verdades históricas absolutas. Tal vez el entretenimiento que el cine comercial nos brinda pueda estar confeccionado con suma inteligencia, refinamiento artístico y buen gusto, pero es - al final del día - un entretenimiento perpetrado con el propósito de ser consumido. En calidad de tal, la máxima de los mercaderes del cine es clara, “nunca dejes que la verdad se interponga en el camino de una buena historia”. Se trata de una lección que aprendí de forma algo incómoda cuando descubrí en mi niñez que el Espartaco de Stanley Kubrick – una de mis primeras experiencias trascendentales con el medio - tenía un final inventado (el esclavo rebelde murió en batalla y no crucificado como muestra la película) que, claro está, tenía mucho más poder dramático y mucha más coherencia temática que una simple muerte en batalla, con todo el peso emocional implícito en un acto de esa naturaleza. Espartaco moría en la cruz por que la lógica de la historia que se nos narraba así lo exigía. Fue mi primera experiencia con la dicotomía verismo / espectáculo.

Más tarde, las manipulaciones históricas del Western y las convenientes adiciones / sustracciones asociadas a la multitud casi infinita de episodios históricos que han alimentado el cine en un momento u otro (de Grecia y Roma a la Revolución Francesa; del Rey Arturo a la Segunda Guerra Mundial y Vietnam y un largo etc.), han dejado totalmente claro a mis ojos que exigir apego a los hechos históricos demostrados a una película cualquiera es un ejercicio que puede resultar tan inutil como frustrante. Simplemente, el cine no tiene por que ser una fidedigna lección de Historia. No es ese su fin último, si bien sí puede ayudar a poner sobre el tapete de la opinión pública hechos históricos - no obstante embellecidos o alterados en beneficio del espectáculo - que de otro modo pasarían desapercibidos al grueso del público o bien, en el mejor de los casos, con una poderosa y debida presentación, puede lograr que un impactado espectador acuda a su biblioteca más cercana para profundizar sobre algún tema en particular (la obsesión de Darril Zanuck con hacerle justicia al desembarco en Normandía en The Longest Day o el retrato tan elegíaco como crítico de Franklin Schaffner sobre Patton, en el film homónimo, son algunas de las razones de mi eterna fascinación con la Segunda Guerra Mundial, sin ir más lejos).

Quienes critican u objetan las manipulaciones históricas en el cine pecan de ingenuos. Esta aseveración no disculpa, en nungún caso, la pereza mental de aceptar lo que el cine nos muestra, en términos de verdad histórica, sin objetarlo de modo alguno. Los hechos están a un click de distancia en esta era digital si tenemos la fuerza de voluntad y la inquietud suficiente para rascar un poco la superficie de la pantalla. Es costumbre en mi recurrir a la biblioteca si una cinta histórica o “basada en hechos reales” me despierta la menor duda y huelga decir que me he llevado más de una sorpresa. ¿Ha disminuido esto mi capacidad de disfrutar del cine histórico, de las historias sacadas de la vida real? Por supuesto que no. Es un mero ejercicio de “reality check” y puedo perfectamente llamar a falta cuando las libertades son excesivas, pero – demonios – una buena historia es una buena historia. The Fall of the Roman Empire y Gladiator, por ejemplo, son dos excelentes cintas de “espadas y sandalias”, abordan un mismo episodio histórico y sin embargo, no podrían ser más distintas en tono y acento. Cada una escoge concienzudamente que tomar y que dejar de lado, de qué manera abordar personajes y situaciones para armar su respectivos guiones. La base es la misma – mismos personajes, mismos hechos – el enfoque y la ejecución muy distintos. En ambos casos, es muy evidente, queda claro los niveles de manipulación a los que Hollywood está dispuesto a someter a la Historia para hacerla encajar en su idea de lo que debe ser un buen espectáculo. Y estos son dos ejemplos en un enbravecido oceano de polémica histórica. Además, la especulación histórica de alto vuelo ha dado pie no sólo a grandes películas, sino que ya desde siglos atrás creaba tremendas piezas de literatura – El Hombre de la Máscara de Hierro, Los Tres Mosqueteros, Historia de Dos Ciudades – y no recuerdo a nadie poniendo en entre dicho las manipulaciones a la verdad hechas como concesión al dramatismo que en ellas se pueden encontrar. Los clásicos griegos mistifican con gran soltura de cuerpo sus crónicas heroícas. Embellecer y manipular son dos conceptos por siempre aliados a la crónica histórica literaria y más tarde a la cinematográfica. No disculpa esto la mala conciencia de algún cine institucionalizado e influenciado por regímenes de dudosa ideología – siendo el cine nazi, con sus deshonestas y mal intencionadas revisiones a la Historia, el ejemplo más recurrente en este sentido – pero, la verdad ya se ha dicho y resulta evidente: el cine y las películas no tienen por que reemplazar una clase de Ciencias Sociales. Cine e Historia pueden ir de la mano, pero – como mucho – son socios reticentes, constantemente en conflicto, siendo nuestro trabajo discernir la verdad de la floritura dramática.

Todo lo anterior es bueno tenerlo en mente al acercarnos a un film como The Hoax, una película que siendo tremendamente entretenida en la presentación de su anecdota, también recurre para este fin a una nada despreciable cuota de invención con el fin de retratar de forma atractiva la real aventura de Clifford Irving durante la redacción de la supuesta biografía del siglo, nada menos que la vida del (bi, tri) millonario Howard Hughes. La figura de Hughes, una de esas personalidades que representan tan bien la mentalidad americana en todas sus brutales contradicciones – inspirador pionero de la aviación y despiadado negociante, iconoclasta hombre de cine e inconmovible manipulador político, brillante intelecto y enfermo mental, santo y pecador al fin al cabo – siempre ha sido material de las más desatadas especulaciones y rumores. Y por esa misma razón, una personalidad madura para todo tipo de analisis literarios. Clifford Irving vio esto claramente como una oportunidad de lograr la tan esquiva fama que, según la película, tan desesperadamente buscaba. Hasta el momento de embarcarse en la estafa que finalmente le pondría en las páginas de la Historia, Irving había deambulado por una carrera irregular donde su más grande logro había sido la composición de la biografia del falsificador de arte Elmyr De Hory en el texto Fake! en 1969 (más tarde objeto del brillante documental de Orson Welles, F For Fake). Enfrentado a un potencial callejón sin salida profesional, a principios de los setenta Irving apuesta por una tremenda mentira: ofrecer a su habitual editorial McGraw-Hill los derechos de publicación de la autobiografía de Hughes, presentándose a sí mismo como el colaborador directo del millonario en la redacción del texto. Luego de lograr picar el interes de la editorial mediante dos cartas falsificadas por el mismo, Irving utiliza dramáticas y arriesgadas tácticas de distracción para subir el adelanto por el libro de unos originales 500 mil dolares a un millón (750 mil en la vida real) y hasta logra despertar el interes de la revista Life por el libro en el proceso.

Subitamente el apocado escritor está en la cresta de la ola, adulado por los grandes de las empresas editoriales y en camino de publicar uno de los libros más esperados por la comunidad literaria dado que el excentrico Hughes, famoso por sus prácticas de recluso nacidas de la enfermedad mental que eventualmente lo reduciría a una patética sombra de lo que alguna vez fue, no había dado señales de vida pública en años. Por supuesto, sólo restaban unos pequeños detalles. Primero, Irving tiene que inventarse todo el libro por que, claro está, todo es una farsa ideada por el mismo y su atribulado ayudante Richard Suskind, otro literato de segunda como Irving, aunque moralmente más comedido en su busca de la esquiva gloria y frecuentemente la voz de la razón en los momentos más desenfrenados de su socio. Ambos, como el resto de los mortales, sólo conocen al multimillonario por su fama y su retrato en revistas y monografías, sin posibilidad alguna de acercarse al hombre más misterioso de los EEUU. Y en segundo lugar, si bien tal vez el detalle más importante, ¿Cómo evitar que el propio Hughes no les delate como farsantes, algo que indudablemente sucederá, cuando el paranoico millonario se entere que Irving y Suskind pretenden ganar dinero usando su nombre como reclamo literario? Si quizás la historia verdadera más inverosímil salida de los anales de la vida cotidiana y los tabloides, la tumultuosa experiencia de Irving en la consecución del fraude literario más publicitado del siglo pasado puede ser tomado como uno de esos relatos de lección moral destinados a remecer al público de a pie. En verdad, es posible tomarlo exclusivamente desde ese angulo sin mayores problemas, pero la cinta de Hallström está tan preocupada de dar lecciones de moral – la transgresión es debidamente castigada, la consciencia del protagonista permanece culposa– como de presentarnos la realización del fraude como una gran aventura. Un acto indudablemente culpable desde el punto de vista legal y ético, sí, pero también un acto transgresor maravilloso en su capacidad liberadora. Revividor en la pura exhaltación de estar haciendo algo prohibido, tremendamente excitante, y todavía más, un mágnifico “fuck you” a las frustraciones de una vida sumida en continuos fracasos y medias victorias. Es ahí donde The Hoax logra sus mayores dividendos para el espectador. Si se ha de pagar un precio, si ha de haber un castigo, por lo menos el accidentado viaje hacia la humillación, el repudio general y los fantasmas mentales, al menos para Clifford Irving, ha valido largamente la pena y su casi inocente entusiasmo resulta infeccioso. Lo incorrecto como ejercicio de vida. La transgresión como inspiración para los sueños incumplidos.

Los detalles de la aventura de Irving y su asociado en la consecución de su estafa son rocambolescos de por sí – de lo que se desprende gran parte del poder de entretención de este estimable filme - y es precisamente este punto lo que hace aún más fascinantes esos detalles una vez pasados por el cedazo de la fantasia hollywoodense. Valga acotar que el propio Irving, contratado como consultor para la producción, se desentendió de la película por ser una mera fabricación de la realidad (“a hoax from a hoax”, dictaminó no sin poética reverberancia) y sí, están en todo derecho de reirse de la ironía. Los cambios, no obstante, están lejos de resultar grotescos o excesivamente desvirtuadores, pero sí son lo suficientemente convenientes para hacer de los incidentes que llevan a la confección de esa supuesta autobiografía una montaña rusa de situaciones de amable farsa y escapes por los pelos montados en desvergonzadas mentiras, salidas de la boca de Irving con la fluidez de sermones dominicales. El hombre es un mentiroso dichoso de construir castillos de naipes y que disfruta tremendamente de su propio poder de persuasión. Interpretado con inusual inspiración por un Richard Gere en excelente forma y apoyado por un elenco tan sólido como el mismo protagonista – Alfred Molina, Marcia Gay Harden, Julia Delpy – The Hoax presenta a nuestro héroe como un hombre con los pies decididamente de barro – vanamente cegado por sus propios falsos logros, esposo infiel incapaz de enmendar sus pecados, amigo deslealmente manipulador y otras lindezas – y es un verdadero logro que en todo momento Gere logre, basado en el puro carisma de su interpretación, mantener nuestra lealtad con un personaje que en buena cuenta deberíamos despreciar. Falible como ser humano y a ratos moralmente despreciable, la figura de Irving (gracias a Gere) se mantiene constantemente a un paso de nuestro escarnio y movido por una suerte de ambición dolida que (a fuerza de pasados fracasos) se nos hace incongruentemente noble, sus recurrentes saltos al vacío mantienen nuestra cautivada atención en todo momento. Un antiheroe en todo el sentido de la palabra, Irving obtiene su redención en la indiluible sinceridad de sus sueños de grandeza, empapada en esa nobleza herida de quienes han caido demasiadas veces.

Si la película se mantuviese en ese plano – el de la crónica de una estafa casi exitosa y el precio que ha de pagar su orquestador por su propia iluminación ética – The Hoax sería ya una película muy estimable. Sin embargo, Hallström va un paso más allá y logra en esta cinta, además de entrener en buena ley, hacernos reflexionar sobre la fascinación que la fama ejerce sobre nosotros – los delirios de Irving le llevan a fingir entrevistas con Hughes donde él interpreta al millonario, vestido y maquillado para la ocasión y cuando las cosas escapan a su control, la espiral de paranoia a la que se entrega y los miedos absolutos que le asaltan reflejan de manera inquietante los que asolaban al propio millonario – y más importante aún, convierte toda la aventura de Irving en la última manipulación de Hughes, una vuelta de tuerca que nos hace reconsiderar todo el relato bajo una nueva perpectiva. Es un toque maestro que sugiere elocuentemente que todo lo que hemos visto no ha sido más que un plan más del astuto hombre de negocios para mantener el control de la situación política del momento, llegando Halström a ligar los pormenores de las vicisitudes de Irving con el escándalo Watergate y la caida de Nixon (otra fascinante implicación embellecida para la película, digna de mayores y profundos análisis por parte del espectador). Así, desde una farsa amable sobre un estafador inspirado hemos pasado a un relato sobre la toma de conciencia de un mentiroso redomado – revelador el momento en que escribe ENGAÑO en el cristal del vehículo que lo lleva a la carcel, frente a esos flashes de las cámaras que tanto anhelaba – y de ahí se va por la tangente hacía una especulación política de siniestras implicaciones. Bastante más de lo que inicialmente se esperaba de un relato que empieza de forma tan socarrona y ligera. Fama, mentira y manipulación. Un coctel servido con elegancia, inteligencia y un sentido del espectáculo que resultan de lo más logrado en una película que entretiene de principio a fin, sin nunca flaquear en su pulso narrativo.

Para rematar, un dato y una recomendación. La película está basada en una confesional novela del propio Clifford Irving, igualmente titulada The Hoax. Estimen Uds. donde termina la verdad y empieza la fantasía. La dicotomía que nunca termina alcanza aquí su paroxismo. En todo caso, más allá de verdades, mentiras, invenciones o embellecimientos, es esta una película tan total y absorbentemente fascinante en sus temas y personajes que las invenciones históricas, más que molestar, despiertan nuestra sed de información. ¿La recomendación, entonces? Háganse tiempo para un viaje a la biblioteca o un par de horas de Google. Les aseguro que se sentirán impulsados a ir un poco más allá con esta historia, demasiado buena para ser verdad, y que, sin embargo, en gran medida, es cierta. Ya saben, basada en hechos reales...

4 de abril de 2009


Tombstone
Dirigida por George P. Cosmatos








“Doc, deberías estar en un hospital; de todos modos, ¿qué demonios haces aquí?” “Wyatt es mi amigo” “Demonios, yo tengo muchos amigos” “Yo no...” Este breve intercambio de palabras fue el que terminó por convencerme que Tombstone era una gran película. Hasta ese momento, cuando vi la cinta por primera vez allá por 1994, se me hacía un western bien hecho, entretenido y bien actuado. Pero cuando llega esa confesión de Doc Holliday – el famoso dentista pistolero consumido por la tuberculosis y fiel aliado del aún más legendario hombre de ley Wyatt Earp - Tombstone, a pesar de su falta de pretensiones, adquirió para mi una súbita, inefable grandeza. Un hálito que sigue manteniendo de forma impecable quince años más tarde. Pocas veces me he encontrado en una película una oda a los lazos de amistad y lealtad entre hombres más atinada y carente de sentimentalismos baratos. Como todo gran western que se precie, en Tombstone todo lo que concierne a los sentimientos está sublimado por la acción y lo granítico de las poses - llegando a cotas sublimes - estilo que convierte a la cinta en un relato tanto más poderoso en su despliegue emocional en la medida que su laconismo expresivo es más acentuado. Hay, por ejemplo, otro gran intercambio de diálogo mínimo, pleno de implicancias emocionales profundas y significativas, que ocurre entre Earp y otro de sus aliados sobre el final de la cinta. “Wyatt, no tengo palabras”, dice el hombre cuando Earp va a enfrentarse a duelo con el temible Johnny Ringo y la fatalidad del momento parece descender sobre todos. “Lo sé”, responde Earp, “yo tampoco”. Es un momento del que John Millius - e incluso John Ford - estarían orgullosos. No se me ocurre un halago más grande.

Tombstone, no pretendo engañar a nadie, no es una buena película por que se planeó concienzudamente que así fuera. Ante todo, la película es un afortunado accidente. El feliz resultado de una producción extremadamente problemática, asolada por cambios de director y falta de distribuidoras que se arriesgasen con el producto final. Originalmente pensada para ser dirigida por su guionista, Kevin Jarre, el desempeño del escritor fue interrumpido sumariamente a poco de empezar debido a su negativa a recortar la extensión del guión (y por tanto, el metraje) para ser retomadas las riendas de la dirección por George Pan Cosmatos. Sugerencia esta hecha a Kurt Rusell – estrella de Tombstone - por Silvester Stallone. Finalmente, en la película figura Cosmatos bajo el crédito “Directed By”, si bien es de sobras conocido que Rusell supervisó personalmente los pormenores del rodaje, siendo practicamente un director en las sombras mientras Cosmatos se limitaba a ejecutar sus ordenes. Por tanto, no es ligero asumir que Tombstone es igualmente obra de Pan Cosmatos como de Rusell y que el excelente resultado es la combinación del talento de ambos. Sin embargo, para quienes recordamos que Cosmatos es autor de dos dudosos “clásicos” ochenteros (ambos a mayor gloria de Stallone) como son Rambo: First Blood Part II y Cobra, queremos creer que la mayoría de las buenas cosas que exuda Tombstone son producto de la mente de Kurt Rusell, uno de esos actores ícono cuya mera presencia eleva cualquier película por modesta que sea, y que como estrella infantil de Disney, primero, y luego como colaborador de John Carpenter en los 80`, necesariamente posee la experiencia suficiente para dirigir con buen tino. Lo que a su vez implica, dada la potencia que esta película posee, que sea una lástima que el actor no se haya prodigado más tras la cámara.

Por otra parte, la película es también ejemplo de esa absurda manía hollywoodense de ganar la mano a la competencia cuando dos productoras trabajan sobre un mismo tema (como en su momento sucedió entre Armageddon de Buena Vista y Deep Impact de Paramount). En esta ocasión, Tombstone le ganó la mano al Wyatt Earp de Kevin Costner, en aquel momento hombre de influencia bastante poderosa después de su premiada Dance With Wolves, un éxito que permitió al actor, apoyado por la maquinaria Warner, casi paralizar la cinta de Rusell. De hecho, el guión original de Jarre para Tombstone estaba pensado con Costner como protagonista, quien lo rechazó y se puso a producir su propio filme sobre el personaje. Al enterarse que Jarre se había asociado con Rusell para filmar el texto previamente despreciado, Costner influyó desde las sombras para que ninguna distribuidora tomara el film de Cosmatos/Rusell para su comercialización. Kurt Rusell de pronto se vio con un proyecto terminado bajo el brazo sin estreno viable. Afortunadamente, a último momento, Hollywood Pictures se arriesgó a distribuir el filme y darle un estreno apropiado. A la hora de las cuentas - y a pesar del prestigio creativo que rodeó al Wyatt Earp protagonizado por Costner - fue Tombstone quien salió ganadora en la taquilla. La solemne y extensa versión perpetrada por Costner, aunque bien dirigida por el talentoso Lawrence Kasdan, no convenció a la crítica ni al público, quien sí abrazó la menos sofisticada, pero mucho más entretenida versión de Cosmatos.

Como bien decía John Ford, “cuando la leyenda supera a la realidad, filma la leyenda”. El Wyatt Earp de Costner, bastante dada a las inexactitudes históricas a pesar de su aparente rigurosidad, no lograba manejar ese rigor histórico con la leyenda del personaje de forma efectiva, incapaz de hacernos cómplices del efecto “más grande que la vida” que todo relato legendario debe poseer. Era una cinta emocionalmente fría y demasiado conciente de su supuesta importancia como para ganarse la simpatía del respetable. Tombstone, por el contratrio, con una gran economía de medios y haciendo un excelente uso de su igualmente excelente reparto (si nos detenemos un minuto a examinar el elenco de este modesto filme, comprobaremos que estamos ante una alucinante colección de actores), hace pleno uso de la máxima fordiana como leit motiv de su narrativa, generando un gancho emocional innegablemente atractivo. Las manipulaciones de situaciones, personajes, lugares y fechas abundan, pero nunca desvirtúan o diluyen en modo alguno la potencia del personaje (interpretado con arrolladora convicción por Kurt Rusell) y de su incidente más famoso, el emblemático duelo en el OK Corral. No hay tampoco complejos ocultos de gran arte o disculpas por ser presentada como una cinta de acción. Tombstone es completamente coherente consigo misma y en todo momento honesta con el espectador. Es un cuadro refrescante. Como el propio Ford hiciera con su versión del duelo en el OK Corral en My Darling Clementine, Cosmatos (y Rusell) ha preferido apegarse sin restricciones a una versión fantasiosa de los hechos. Fantasiosa en el sentido de que presenta los pormenores de la historia de manera esquemática, conveniente en términos dramáticos - evitando o ignorando los detalles contradictorios - y mezclando los hechos históricos comprobados con la apropiada y necesaria especulación romántica. Para cualquier aficionado al cine y al western este panorama no es nada nuevo ni mucho menos sorprendente.

No es ningún secreto que los muchos relatos históricos que han alimentado al Western durante toda su historia en la pantalla han sido, cuando no groseramente distorsionados para hacerlos aceptables a la moral imperante del momento, sí por lo menos manipulados para hacerlos más apetecibles a la platea. Un cuadro que se mantuvo hasta los años sesenta donde las ansias revisionistas, tanto en lo dramático-narrativo como en lo histórico, ayudaron a desmitificar bastantes mentiras perpetuadas con respecto a la conquista del Oeste. Hasta que ese revisionismo hizo acto de presencia, las limpiezas de imagen de personajes dudosos, pero populares (Billy The Kid, Wild Bill, Butch Cassidy, etc) fueron cosa normal en el Western (especialmente durante el período mudo) y han sido situación normal en Hollywood por décadas, llegando incluso hasta la actualidad. Del mismo modo, episodios históricos de dudosa nobleza - la muerte de Custer y sus tropas en Little Big Horn es un ejemplo sintomático – han sido filtrados por distintas ópticas y lecturas con el fin de hacerlos menos culpables al punto de desvirtuarlos por completo. “They Died With Their Boots On” de Raoul Wash (la crónica en clave heroíca de aquella masacre) es, por ejemplo, una excelente película en sí misma, pero es también una completa falsedad caracterológica en la que la figura de Custer adquiría tintes casi cristológicos. Tendrían que pasar treinta años para que Arthur Penn se atreviera a mostrar un cuadro desfavorable de la figura de Custer en Little Big Man y que los sucesos que llevaron a la masacre de Little Big Horn se revelaran en toda su hipocresía.






Tombstone y sus magnificas poses de granito





Existe en Tombstone, por tanto, una afortunada recuperación genérica que, muy concientemente, no olvida rendir homenaje al padre espiritual del Western cinematográfico, John Ford, con la presencia del veterano actor Harry Carey Jr. - colaborador del director en numerosas ocasiones – encarnando al viejo sheriff del pueblo, al mismo tiempo que rinde pleitesía al cine clásico en general mediante el breve cameo de Charlton Heston en un momento clave del relato y el uso de la voz inconfundible de Robert Mitchum, cuya narración abre y cierra la película. Bajo el prisma de estas características, y nada más empezar la narración, nos queda claro que la pandilla de cowboys de faja roja que campean por las calles de la ciudad de Tombstone son unos malos irredimibles y despreciables - interrumpen una boda, masacrando a todo el mundo, incluyendo al sacerdote – y que el clan de los hermanos Earp, recien llegados a la ciudad, son unos tipos muy buenos, cabales y con un sentido de lo que es justo y correcto a prueba de todo (nada más bajar del tren,Wyatt golpea a un mozo de cuadra con el mismo cabo de cuerda con el que maltrataba a su caballo, con un fulminante “¿duele, no?”). Es un cuadro de primarias actitudes morales, surgido de uno de los géneros más primarios del medio.

Sin embargo, el cuadro que nos recuerda las características más clásicas del western también apela a una bienvenida ambigüedad. Tanto la figura de Wyatt Earp como la de sus antagonistas poseen, nada más rascar un poco la superficie de sus figuras, matices de gris que desdibujan las líneas que tradicionalmente dividen a buenos y malos. Esto, claro está, obedece a la necesidad de dotar de mayor complejidad a los personajes de cara a un público menos inocente y bastante más sofisticado como es el actual, un aspecto dramaticamente enriquecedor que funciona muy bien en este epopeya de violencia desatada y venganzas declaradas al viento. Earp duda en adoptar el papel de hombre de ley más preocupado de sus intereses personales, puede ser un hombre brutal si la ocasión lo requiere y no está por sobre las debilidades de la carne. Es, además, un hombre que arrastra un matrimonio infeliz con una drogadicta y su mejor amigo resulta ser un jugador de cartas de actitudes suicidas. Sus hermanos, parte importe del drama, parecen llevar existencias más llenas y satisfactorias. Son hombres que estiman genuinamente a su hermano y que están dispuestos a acompañarle en todo tipo de empresas, pero es precisamente ese sentimiento de inquebrantable lealtad fraternal lo que introducirá la tragedia en sus vidas.

Quizás todo este tinglado de ambiguedad no sea más evidente que en la figura de Doc Holliday, presentado en la película como un dandy trágico, buscando deliberadamente la muerte entre juegos de cartas, inagotables botellas de whisky, tormentosas relaciones sentimentales y manteniendo siempre una incongruente pose de caballerosidad sureña hasta las últimas consecuencias. Pero, en última instancia, también es un ser capaz del mayor sacrificio en aras de la amistad. Holliday es un personaje fascinante y en variadas ocasiones le roba el protagonismo a Wyatt de forma sublime (sus diálogos están entre los más inspirados de la película, en un guión plagado de viriles frases para el bronce). Sin duda, es el personaje más desgarrado del filme, tan dispuesto a ruminar poesía o tocar música clásica al piano como a liarse a tiros ante la menor provocación. Una visión del personaje tan rimbombante que logra lo impensable: opacar incluso la versión del personaje perpetrada por Victor Mature en My Darling Clementine o la de Kirk Douglas (lo que ya es decir bastante) en Gunfight At The OK Corral de John Sturges. La pandilla de cowboys que aterroriza a Tombstone, en tanto, pueden ser igual o más brutales que Earp. Viciosos, vulgares, pendencieros e ignorantes en su mayoría, pero también capaces de demostrar remordimiento - Curly Bill Brocius (Powers Boothe) es un jefe de pandilla vagamente consciente de la bruma moral que nubla su visión del mundo - o dar señales de inusitada educación como en el duelo verbal en latin entre Johnny Ringo (Michael Biehn) y Doc Holliday, episodio tan improbable como revelador de los mecanismos emocionales que mueven a Ringo.

No crean, a todo esto, que las sutilezas psicológicas son la norma en este western. Todo lo contrario. La acción fluye como un rio, inagotable y salvaje, con abundantes tiroteos, impagables posturas de hombre de frontera y espectaculares actos de sangre capaces de satisfacer al fan más exigente. De hecho, en tanto que cine de acción, Tombstone es una película extremadamente conseguida. Entretiene y excita nuestro sentido de la aventura de forma maestra. La película, como se ha apuntado, se mantiene fiel a los preceptos de la leyenda oficialmente aceptada sobre Earp, sus hermanos y Doc Holliday; sobre el tiroteo en el OK Corral y la posterior venganza de Earp sobre quienes atentaron contra los suyos. Hay un par de florituras anexas, aunque superficialmente tratadas, que añaden mayor interes y diversidad a la historia central – hay una considerable cantidad de personajes secundarios deambulando por estas calles polvorientas – si bien es comprensible que estén apuntadas antes que debidamente desarrolladas (la infatuación del joven comisario con el actor que recita a Shakespeare, la presencia de la actriz Josephine y su fulminante impacto sobre Wyatt) dado el efecto centrípeto de la dinámica Earp / Holliday. Es un ripio discordante facilmente disculpable en vista de las muchas notas que la película toca de forma impecable.

Con todo, me quedo con lo que ya he mencionado. El cuadro sensible de lealtad entre estos hombres violentos - justos y pecadores; tan culpables como inocentes - que impregna las imagenes de forma definitiva. La película retrata con particular nobleza la fraternidad entre Wyatt y sus hermanos (encarnados por Sam Elliot y Bill Paxton) y la lealtad recíproca que alimenta la relación, no exenta de fricciones, entre Wyatt y Doc. Claro está, siendo ellos los protagonistas (dicho sea de paso, Rusell y Val Kilmer están excelentes como pocas veces han estado en sus respectivos roles) la amistad de los personajes es el corazón de la historia, el elemento que dota a la cinta de su peso específico. Está ese momento fantástico con el que abría estos párrafos, pero hay otros más que la cinta usa para ejemplificar este punto de forma magnífica, destacándose el episodio en que Doc saliendo de su lecho de muerte se adelanta a Earp para enfrentarse a duelo con Johnny Ringo (y así evitar una muerte casi segura a su amigo) o ese momento conmovedor en que, ya agónico en un sanatorio, Doc le pide a Wyatt que deje de ir a verle y siga con su camino. “En toda mi vida, eres el único ser humano que alguna vez me dio esperanza”, le dice con un hilo de voz, un momento de confesión donde su permanente careta de cinismo cede finalmente a su atormentada y culposa humanidad. Luego de encomendarlo a la busqueda de esa mujer que deslumbrara a Wyatt en Tombstone (y a la que Earp entonces dejó ir movido por las circunstancias) Doc pone fin a su amistad tal como vivió su vida, en sus propios términos: “Vive, Wyatt... si en verdad eres mi amigo, vete...” A lo que el pistolero sólo puede responder “Gracias, Doc, por haber estado siempre ahí”. Es curiosamente este aspecto lo que más se ha quedado conmigo, por sobre las conseguidas secuencias de acción, los tiroteos innegablemente espectaculares y la abundante sangre derramada. Tombstone, amigos mios, es un pajaro raro: una película de acción con alma.

El relato cierra con dos escenas muy sentidas. La primera es la propia muerte de Doc – un momento susurrado, pleno de esa socarrona ironía que definía al personaje en sus mejores momentos vitales y que el propio pistolero reconoce como tal con una sonrisa en los labios antes de expirar – y que da paso a una bella coda. Wyatt baila bajo una noche nevada con la mujer que amaba y a la que creía perdida mientras la voz estentorea y granítica de Robert Mitchum nos informa que Wyatt y Joshepine no se separaron durante los siguientes 47 años “ni en las buenas ni en las malas” y que, cuando el pistolero murió en 1929, las estrellas de cine William S. Hart y Tom Mix (ambos famosos gracias al western, Mix siendo un vaquero de la vida real) portaron su feretro durante sus exequias. Entonces, Mitchum remata estoicamente con un sentencioso “Tom Mix lloró”. Impajaritablemente, en ese momento la garganta se me hace un nudo (para saber por qué esto es así tendrían que leer un poco sobre la personalidad de Tom Mix) y Tombstone se transmuta entonces, de forma reveladora, en algo más que un gran western. Es una violenta y primigenia historia acerca del bien y del mal, acerca de la amistad y el sacrificio, sí, pero sobre todo es una metáfora acerca del saber vivir y el saber morir. Debido a esto, sin pretensiones, por accidente, casi sin quererlo, la película se vuelve a un mismo tiempo un relato más grande que la vida y una experiencia emocionalmente exultante. Precisamente como deben ser las leyendas.