5 de octubre de 2008



The Wicker Man
Dirigida por Robin Hardy










*Una mención especial para mi buen amigo Gonxalo Oyanedel por la inspiración para este artículo. Gracias, estimado.


Es muy curioso lo que hace el pasar de los años a nuestra percepción de lo que es bueno o malo, en términos de calidad. Ya sea para calificar una novela, un comic, una película o cualquier otra expresión artística, las herramientas intelectuales que poseemos para elaborar un juicio crítico estarán necesariamente determinadas por nuestra habilidad para hacer uso de ellas y la madurez con que enfrentemos el dilema en el momento temporal específico en que lo hacemos. Siendo joven, esto tiende a ser un ejercicio fuertemente matizado por lo emocional y hasta por una cierta irresponsabilidad, nacida de la inexperiencia y la falta de una cultura más amplia y cultivada. Y aunque muchas de nuestras primeras experiencias críticas – qué digo muchas, todas ellas – pasan esencialmente primero por el corazón y después por la mente - algo que, por su propia dinámica, transforma esos juicios de valor en marcas imperecederas de nuestra propia evolución intelectual - siempre queda la opción de revisar nuestras antiguas percepciones bajo la luz de una mayor ilustración. El transcurrir de nuestra vida tiene asociadas muchas cosas negativas – envejecer de mala manera, asumir derrotas y quizás hasta hacer las pases con la idea de que nunca seremos lo que realmente queríamos ser – pero también, por lo menos y afortunadamente, tiene el gran aliciente de poder corregir apreciaciones erróneas o poco informadas, si somos capaces de asumir el error.

Y es un gran aliciente, puesto que, humanos que somos, abundan los momentos en la vida en que descartamos someramente algo por parecernos no estar de acuerdo con nuestros puntos de vista específicos o no cumplir expectativas preordenadas (e inclusive, por pura holgazanería mental). De hecho, se trata de apresurados actos de juicio que cometemos a diario y que, cuando más tarde los racionalizamos y les damos contexto, dicen mucho acerca de nuestro carácter y personalidad, pero también pueden dar pié a intolerancias irracionales dictadas precisamente por la fuerte influencia que los gustos estéticos, las posturas políticas-religiosas (o la falta de ellas) y nuestras inefables sensibilidades e idiosincrasias pueden tener a la hora de efectuar tales juicios de valor.

Caso en cuestión, por ejemplo, mi experiencia con esta película. Durante años me mantuve alejado de ella, simplemente en base a los comentarios negativos de mis amistades. Bueno, más que negativos, abiertamente burlescos. Dentro de nuestro círculo de incipientes cinéfilos, de hecho, la película pasó a ser motivo de eternos chistes malos y comentarios irónicamente despreciativos, basados casi del todo en el peculiar peinado que Christopher Lee luce en la película (los que hayan visto la cinta sabrán a que me refiero). Actitud por cierto lejana de una postura crítica debidamente informada, huelga decirlo, pues ni siquiera habíamos visto la película y nos guiábamos por la simple impresión visual. Si bien debo admitir que era ésta una actitud nada de particular en alguien que, como yo, años después se haría aficionado al Mistery Science Teather 3000. No digo que The Wicker Man haya sido o sea actualmente, de entrada, material fértil para aquel sabroso y tan extrañado show televisivo – es demasiado interesante y lograda como película para caer en un catálogo de tan dudosa estima como el que usaban los chicos del MST3000 - pero sí hay que ser honestos y decir que los factores que la harían candidata al programa están ahí, a simple vista, para quien quiera verlos y explotarlos en su vena cómica.

El caso es que, debido a lo bien que nos lo pasábamos riéndonos del pobre Sr. Lee – y la verdad, es que nos reíamos bastante a su costa – The Wicker Man quedó relegada a la categoría de lo inconsecuente, primero, y luego a la de recuerdo a medio olvidar. Como cine, claro está, fue una avenida sin explorar en mis primeros años de consumidor de imágenes. Afortunadamente, a medida que me interesaba más y más por el Cine - y ese interés tomaba un cariz de pasión más que de simple pasatiempo - también me informé de forma mucho más organizada y coherente. Devoré cuanto libro de cine encontraba a mi paso, asistí a cursos de historia y análisis cinematográfico y, claro, cometía gula con las estanterías de los video club de mí ciudad natal (y de algunas otras ciudades también) viendo todo tipo de material, desde lo clásico y artísticamente sublime a las basuras más abjectas y de ahí a lo más comercial, sin nunca perder la fascinación. No soy, no obstante, un intelectual ni pretendo dármelas de enterado. Tampoco soy un profesional del medio ni me gano la vida escribiendo sobre cine. Simplemente, soy un tipo al que le gustan las películas. Mucho, quizás demasiado. Sí, soy un poquito freak al respecto. Por eso, me gusta mantenerme bien informado y aunque, por supuesto, el Cine es un tema demasiado amplio y complejo como para querer abarcarlo completamente en un solo abrazo, eso no me detuvo en aquel momento a la hora de querer abordarlo con un poquito de rigurosidad.

Debido a que, en mi constante bucear bibliográfico, me tropezaba a menudo con monografías sobre la película de Robin Hardy en textos sobre el fantástico y el horror (todas ellas en términos muy favorables) unos cuantos años más tarde y ya con cierto bagaje en el cuerpo, me vi, de súbito, asaltado por una fuerte sensación de culpa. Estaba claro que había cometido un grosero error de juicio, descartando el film como una olvidable producción de serie Z. Pero ya era tarde. Casi como un castigo de los dioses del Cine, la película desapareció de los estanterías comerciales y, con la notoria ausencia de un mercado audiovisual casero establecido (hablamos de un tiempo anterior al dvd y la Web, donde el vhs empezaba a despuntar como formato viable), mi búsqueda no llegó a ningún resultado positivo. Mucha, mucha agua a corrido bajos los puentes desde entonces. Tanta, que ha terminado creando un caudal formado de años. A pesar de que seguí sintiendo que había cometido una injusticia y que debía corregirla, mi interés se fue a otros temas y otras películas. Muchos otros temas, muchas, muchas otras películas. Pero la espina seguía punzando en mi memoria. Y ahora casi a las puertas de mis 40 años (mejor tarde que nunca) me he hecho con una copia de The Wicker Man y me he sentado a corregir ese viejo error de adolescente. Y me alegra haberlo hecho, porque la película es bastante más interesante de lo que pueda parecer en un primer momento.






The Wicker Man es, ante todo, el resultado del celo creativo de Anthony Shaffer, reconocido dramaturgo y guionista británico (Sleuth, Murder on the orient express) quien, con la colaboración de su hermano y también dramaturgo Peter Shaffer (Equus, Amadeus), elaboró el guión de la cinta tomando como base inspiradora los temas del folklore anglosajón, especialmente aquellos referidos a las características del paganismo en tiempos pre-cristianos, un tema que fascinaba a Peter Shaffer y del que era un gran conocedor. Si bien todo el texto final del guión es obra de Anthony Shaffer, las aportaciones en cuanto a contexto y background sobre el tema están originadas desde el intelecto de su hermano. La cinta nos presenta una historia de pretendida simplicidad, pero es en la abundancia de detalles decididamente extraños de los que hace gala para adornar esa simplicidad – tanto narrativa como de puesta en escena - donde podemos encontrar la semilla de fascinación que esta película produce y que le ha valido su condición de cinta de culto. Una fascinación que se alimenta también de su conseguida atmósfera de lúcida insanía, nacida de la acertada dirección del debutante Robin Hardy - quien no volvería a crear otra obra conseguida como esta en su, por lo demás, muy breve filmografía - y el onirismo naturalista de la fotografía (obra del veterano Harry Waxman) factores que, apoyados en un excelente reparto de actores, ayudan a convertir The Wicker Man en una de las experiencias cinematográficas más singulares que se hayan visto.

La historia empieza como un misterio policial y - dado que es una producción tan típicamente británica en tono y presentación - uno tiende a asumir de antemano ciertas cosas sobre ella, lo que hace que funcione aún mejor como relato de horror, puesto que subvierte constantemente nuestras expectativas. El sargento de policía Howie (Edward Woodward, sobresaliente) recibe una nota urgiéndole a investigar la desaparición de una adolescente de nombre Rowan, en la comunidad isleña de Summerisle. Aunque el comunicado es anónimo, Howie es un celoso hombre de ley (y también, es importante recalcar, un devoto creyente) y parte hacia la isla decidido a solucionar el caso. Al principio, todo parece ir de acuerdo a las normales convenciones de un misterio policial al uso. Summerisle es una comunidad pequeña y cerrada, por tanto, Howie no es bien recibido de entrada y menos cuando su misión es la de indagar en los asuntos de la isla. Nuestro héroe no se deja amedrentar por la gélida recepción y prosigue su trabajo interrogando a la madre de la niña (que se toma el asunto a broma) y a su profesora y compañeras de curso (que niegan su existencia). Sin embargo, muy pronto se hará evidente que el misterio del paradero de la niña será un problema de difícil solución cuando, tanto para Howie como para nosotros, Summerisle termina de revelarse como una comunidad para nada típica y muy lejos de la imagen inocente de una sociedad trabajadora de la Inglaterra de los ’70.

Cuando Howie sale a dar un paseo nocturno y se encuentra con una serie de parejas haciendo el amor en la calle y a una llorante viuda en el cementerio desnuda sobre la lapida de su amado, ya podemos intuir que las cosas se enrarecerán rápidamente. Summerisle es por cierto una comunidad especial, por decir lo menos, donde cohabitan las imágenes típicas de una comunidad rural con desconcertantes rituales que incluyen colgar cordones umbilicales en los árboles, vender prepucios como talismanes, practicar cánticos y bailes variados – con y sin ropa – que alaban abiertamente al sexo como una forma tan carnal como mística de comunión (de una manera que no pueden más que ofender al puritano Howie) y, en general, todo un sistema de ceremoniales alternativos que apelan a un sentir vital totalmente entregado al paganismo, con una comunidad que pone la fe de sus vidas diarias y su futuro en común al servicio de los antiguos dioses de la tierra.

Howie finalmente conoce a Lord Summerisle (Christopher Lee, haciendo magníficamente de las suyas) y tanto su celo religioso como su instinto policial le confirma lo que ya sospechaba, existe algo más inquietante oculto tras la desaparición de la niña. Las contradicciones son demasiadas: están los que afirman que la niña nunca existió o no la conocieron, pero hay una lista escolar con su nombre – junto a un revelador pupitre vacío - y hasta una tumba que Howie procede a exhumar. Su contenido, cuando es revelado, es la primera muestra de conseguida incomodidad que la película logra sacarle al espectador. En definitiva, el recelo de la gente hacia sus indagaciones es demasiado evidente, por mucho que Lord Summerisle quite importancia al asunto. De manera insidiosa, los habitantes del pueblo ocultan el paradero de Rowan con algún propósito aún indefinido, que Howie – con la mente enervada por las constantes muestras de fe pagana, que le repugnan - asume impío y puesto que su extremadamente puritano espíritu cristiano le impide dejar a una inocente en manos de una comunidad que, a sus ojos, no es más que una turba de infieles entregados al sexo, algo tiene que hacer al respecto. Lo que no alcanza a percatarse – precisamente cegado por su estrecho punta de vista – y lo que el espectador sí empieza a ver, por encima de la estudiada fachada de bonachona alegría del pueblo, es que detrás del misterio de la desaparición de la niña, las bizarras costumbres paganas y la inquietante actitud de los pueblerinos (a ratos recelosos, a ratos aquiescentes) se está preparando algo más importante y mucho más terrible.

Y el espectador no se equivoca. En su tercio final la normalidad de las cosas, ya bastante mellada a esa altura, pasa a la locura colectiva más desatada que se haya visto en pantalla en apenas un corte de plano. Evitando en todo momento los excesos de violencia, la cinta tuerce su desenlace hacia a una total dislocación de lo que asumimos como normalidad, sin nunca renunciar al naturalismo que hemos visto hasta entonces. Cuando la comunidad de Summerisle, como un todo y con Lord Summerisle a la cabeza, se lanza a las calles para celebrar un festival dedicado a la bonanza de las cosechas, su festivo aire medieval e inocente payasería no pueden quitar el regusto amargo de que algo antinatural está a punto de ocurrir. El que la película no incurra en ningún momento en lo sobrenatural y mantenga un estricto apego al realismo no evita que cuando percibimos finalmente de qué va realmente el asunto, no podamos- como muy poco - sentir un escalofrío ante lo que se asoma. Ese escalofrío se torna pavor cuando, repentinamente, nos damos cuenta que no habrá final feliz alguno y lo que la cinta nos anunciaba subrepticiamente desde hacía rato, de hecho, se concretará. Cuando Howie ya convertido en víctima, es llevado ante el Wicker Man y su rostro se descompone de terror ante el dantesco espectáculo del gigante de madera, la compenetración de su horror ante la situación que está viviendo y sus fatales implicaciones es total con la que nosotros, como espectadores, estamos experimentando (su grito “OH, cristo¡¡¡... OH, Jesucristo¡¡¡” esta impregnado de tal ciego terror que basta para poner la carne de gallina a cualquiera). Se trata de uno de los momentos de identificación más conseguidos y pavorosos de los que tenga memoria. Toda la ceremonia pagana final – en virtud de una puesta en escena tan descolocante que no sabemos si reír ante su absurdo medievalista o sentirnos horrorizados por el ambiente festivo que rodea al sacrificio - se transforma en una secuencia absolutamente alucinada y pesadillesca. Es precisamente por su irrestricto apego al naturalismo ( uno, no obstante, cargado de significados paganos tan conseguidos como indefinibles) que la conclusión de The Wicker Man se convierte en una experiencia tan profundamente inquietante como única en la historia del género.

La película deviene entonces, como un todo, en algo memorable y en una de esas cintas que, justificadamente, se puede decir que no se ven todos los días. Dado que The Wicker Man es una cinta de horror totalmente carente de los resortes típicos de esta clase de historias - no hay aquí castillos embrujados, presencias satánicas, murciélagos ni gatos negros, noches tormentosas que agitan ventanas o aquelarres de brujas - estamos ante una de las muestras modernas del género más singulares y logradas. Casi todos los hechos que se nos narran ocurren a la luz del día y en medio de situaciones totalmente inocuas, incluso los momentos más extraños están insertados en secuencias de total normalidad y su presencia ayuda magníficamente a crear una sensación de extrañeza onírica en el espectador. Pensemos en las secuencias en que Howie interroga a los habitantes del pueblo. Algo tan rutinario como presentar una serie de preguntas y respuestas, está cargado de detalles insólitos: los caramelos de la tienda de dulces están hechos todos con la forma de liebres o símbolos paganos (la presencia de las liebres de chocolate ya anuncia el descubrimiento del contenido de la tumba de Rowan, ¿se trata de un juego psicológico?), la tienda del fotógrafo local está llena de criaturas muertas, conservadas en alcohol (aquí aparece el famoso frasco lleno de prepucios y ¿es eso de allá una jarra con fetos?)

La visita al colegio encierra aún más rarezas: los niños y un profesor montan un número musical (con una tonadilla bastante pegajosa) que canta las alabanzas a la unión hombre-mujer, mientras las niñas en la sala de clases acompañan la canción y la profesora pasa a explicar los fundamentos del culto al falo ¿Es todo este despliegue algo espontáneo o es una demostración planeada para escandalizar la sensibilidad puritana de Howie, como de hecho ocurre? La visita al cementerio local (no consagrado) es una de las secuencias más conseguidas a este respecto: las tumbas están adornadas con retoños de árboles (la muerte alimenta a la vida, un concepto pagano básico) y de los árboles cuelgan cordones umbilicales secos. Cuando Howie pregunta si el cementerio es tierra consagrada, el sepulturero solo atina a soltar una carcajada cacareante y la primera cosa que el policía se encuentra a los pies del altar de la derruida iglesia es a una mujer dando del pecho a su bebe... mientras sostiene en su mano un huevo (¿?). Howie, entre irritado por la presencia de la mujer y conmovido por el estado de deterioro de la iglesia, a lo único que atina es a hacer una improvisada cruz con dos tablas y luego bajar la cabeza en oración. Es un momento extremadamente conseguido, donde nos queda clarísimo el profundo e insalvable abismo que distancia a ambas posturas.

Existe, no obstante, un momento que resume mejor que todos los anteriormente mencionados el conseguido efecto de extrañeza que resuman las imágenes. La secuencia en que Howie intenta infructuosamente abandonar la isla (su avión ha sido convenientemente saboteado) podemos ver como la gente le observa desde las ventanas, las verjas y los arbustos del pueblo. Pero todos llevan grotescas máscaras de animales y la forma en que Hardy orquesta estas breves escenas es de una alienación tan conseguida que, por un momento, pensamos que nos hemos deslizado desde una cinta de misterio a una representación particularmente demente de un cuento de hadas. Casi se podría decir que, por unos alarmantes segundos, hemos entrado en el territorio de Alicia en el País de las (Macabras) Maravillas. A este respecto, el uso de la música es lo que termina de convertir a muchas de estas secuencias en unos conseguidos ensayos de sutil surrealismo. De principio a fin, la película está saturada de música folklórica compuesta expresamente para la ocasión por Paul Giovanni (que también tiene un cameo en la película, es el hombre que canta en el bar, guitarra en mano) y que van desde la balada – como en los títulos de crédito – hasta las composiciones juguetonas y casi infantiles que escuchamos durante los distintos rituales y que enriquecen tremendamente la atmósfera de la película. The Wicker Man posee muchos elementos interesantes desperdigados en una narración aparentemente construida de momentos anodinos, pero todos ellos cargados de segundas lecturas y - estoy seguro - también impregnada de crípticos conceptos paganos desperdigados por aquí y por allá que para muchos pasarán completamente desapercibidos (siendo materia de estudio para entendidos).









Aunque la cinta pueda ser objeto de lecturas ocultas para conocedores del tema, no deja de ser evidente también que es una película bien construida y narrada como ejercicio de horror. Es necesario mencionar que The Wicker Man es 80% misterio policial y 20% película de terror, pero eso no debe ser obstáculo para los fans del género a la hora de querer apreciarla. Quienes busquen emociones más directamente viscerales, no obstante, se encontrarán del todo defraudados con el insólito tono pastoral que abriga sus pocos momentos de verdadero terror. La cinta de Hardy es una película ciertamente desconcertante en una primera aproximación y producto también, debido a esto, de muchas lecturas criticas antojadizas. No es de entrada, para un espectador poco comprometido, una obra fácilmente apreciable ni tampoco le hace la tarea sencilla a quien quiera hacerlo y - a pesar de que me he convertido en un fan de su sutil horror - puedo entender perfectamente a quien quiera descartarla como un producto más del hippismo setentero o como una propuesta simplemente fallida. Pero sería esa una opción facilista y negaría uno de los aspectos más regocijantes del estudio de las obras cinematográficas, que es el afán investigativo que despiertan en nosotros cuando nos sentimos fascinados por algo, pero el significado último de su naturaleza se nos escapa.

Un afán que dirán muchos es extra cinematográfico. ¿Y qué?, respondo yo. ¿Acaso no es la misión del cine, del buen cine quiero decir, enriquecer nuestro intelecto en tanto que despierta más preguntas que respuestas? No soy capaz de recordar ninguna buena película – y cuando digo buena película no descarto en absoluto al cine más comercial - que no me haya hecho tomar un libro para ir un poco más allá y sacar un lección humana o literaria como recompensa a esas dos horas de entretenimiento y fascinación que me regaló en la sala de cine. También es cierto eso de que la madurez del observador puede sacar más lecturas a una obra de arte, en la medida que somos capaces de agregarle distinta capas de interpretación de las que, en otros momentos, carecíamos y que, con un poco de información (no es necesario ser un intelectual) en el cuerpo, ahora se nos hacen evidentes. Si no nos tomamos la molestia de informarnos un poco para abordar una pieza especialmente desafiante de cine – esto es, claro está, si queremos tomarnos las cosas con un mínimo de seriedad - ¿Cómo podemos pretender que el cine finalmente nos ilumine?

Valga la perorata para dejar claro que es obra de la cómoda pereza mental el querer que todo se nos presente en bandeja de plata, evitándonos el desafío intelectual de dilucidar las cosas por nosotros mismos. Todo esto es especialmente aplicable al caso de The Wicker Man, una obra que requiere de nosotros tal compromiso, además de una perspectiva madura para poder abordarla en toda su innegable complejidad temática (y que, es obvio, va mucho más allá de la que la tenía siendo un adolescente) Me sigue pareciendo válido el que me causara tanta gracia el peinado de Christopher Lee – y para ser sinceros, aún puedo reírme un poco con ese detalle – pero ya no puedo descartar la película como una basura de serie Z, por que es evidente que The Wicker Man es una película extremadamente inteligente (aunque nada en ella aparente una obra intelectual de altura) para ser descalificada de tal manera. Con todo, no es necesario ser una luminaria en el tema del paganismo para dejarnos seducir por su experta patina de inquietante misticismo, así como tampoco necesitamos de ese conocimiento para poder absorber las preciosas gotas de terror metafísico que cierran su relato.

Y sí, como ya habrán adivinado, toda esta palabrería apunta a una sola idea, nunca juzgues un libro por su portada. Ahora, repitan todos conmigo: Long Live Lord Summerisle. Long Live The Wicker Man.


Una última nota con respecto a las distintas versiones de la película. Si he podido entusiasmar a alguien a buscar este clásico semi olvidado, debe tener cuidado con qué versión termina en sus manos. La película terminada y montada le fue arrebatada a Robin Hardy por los jefes de la casa productora EMI- cuando la alicaída productora original del film fue absorbida por la poderosa multinacional - siendo recortada en unos 15 minutos y desafortunadamente estrenada de esa forma como programa doble con Don´t Look Now de Nicholas Roeg, otra exigente obra maestra casi olvidada. Hubiese sido digno de registrar para la posteridad la expresión en los rostros de los asistentes a tal dupleta, pues se me ocurren pocos programas dobles que puedan crear un grado tan alto de perplejidad en el espectador desprevenido (si por sí solas son obras inteligentemente desconcertantes, el efecto acumulativo debe haber sido insostenible una tras la otra). Lo que siguió a su fallido estreno es una historia tan increíblemente extraña como la propia película. Cuando la cinta parecía condenada al olvido, distribuidores norteamericanos – entre ellos, Roger Corman – se interesaron por comercializar el film en EEUU, pero no hubo manera de poder estrenar la versión original de Hardy, dado que los negativos originales habían terminado por error...como basura de relleno para una carretera. ¿Cómo es posible que sucediera tal garrafal error? Nadie es capaz de explicarlo satisfactoriamente. Christopher Lee, uno de los más fervientes defensores de la película, hasta el día de hoy se niega a creer esa historia y su posición es la de asumir que alguien, por algún motivo inexplicable, ha ocultado las latas con los negativos.

Como sea – y a pesar de que Corman alega que en algún momento previo a su estreno en USA tuvo en sus manos una copia completa – la copia para exhibición comercial en Norteamérica era también la versión manipulada. ¿Qué fue de la supuesta copia de Corman? Quién sabe. Otro misterio más. Finalmente, Anchor Bay salió al rescate (como es costumbre de este valioso sello editor) y editó un paquete en dvd bastante interesante en el que reúne la versión para cines con una copia del director’s cut – que es la versión de la película que he usado para este artículo – cuyo único punto de compromiso es que reinserta las secuencias perdidas tomando como fuente una copia en video. El resultado es una calidad visual irregular donde los fragmentos sacados del video destacan como un pulgar sangrante en una mano limpia. Es un efecto que puede llegar a ser molesto, pero me temo que es la única forma válida – de momento, tal vez algún día se descubra el paradero esas míticas latas de negativos, aunque tiendo a dudarlo – para poder apreciar la película en todo su esplendor temático. Aunque los cortes en su momento no fueron extensos, si dejaron fuera importantes momentos de caracterización (que afectaban principalmente al personaje de Howie y Lord Summerisle) y sería hacerse un flaco favor recurrir a la versión de cines para estudiar esta obra.

Por eso, cuidado. El set doble de Anchor Bay es el único que vale y aunque se ha visto superado hace poco tiempo en interesantes extras por una cuidada edición del sello Momentum en UK, el material básico de este nuevo set es el mismo de Anchor Bay (queda a juicio del coleccionista cual es la que prefiere, la nueva edición incluye un espectacular nuevo documental y un cd con el soundtrack). La edición sencilla, aunque generalmente obtenible a precio de ganga, no es una adquisición recomendada ya que sólo incluye la versión de cine.