10 de febrero de 2009


Gran Torino
Dirigida por Clint Eastwood










Eastwood a esta altura de su carrera no tiene que probarle nada a nadie y, sin embargo, continua produciendo película tras película, en un momento de la vida en que muchos otros profesionales optarían por el retiro digno y el saborear las mieles de un éxito por lo demás merecido. En cambio, Eastwood parece no caer en la fatiga. Como el buen cowboy que siempre ha sido y siempre será, lo suyo está claro que apela a eso de morir con las botas puestas. Es admirable, por cierto. Y si, además, la gran mayoría de sus últimos proyectos han resultado ser filmes de estimable valor, con más de una obra maestra otoñal por ahí, la cosa ya pasa a lo notable. Quien diría que el protagonista de los spaguetti westerns de Sergio Leone y tantas cintas de acción comerciales de los setenta, devendría en uno de los creadores más respetados del medio en el crepúsculo de su carrera. Eastwood ha demostrado tener un calado humano nada despreciable y una finura de sentimientos que le hacen un autor en el más amplio y elogioso sentido de la palabra. En este contexto, Gran Torino tal vez no sea una nueva obra maestra que añadir a la filmografía de un hombre que, francamente, ya no las necesita para justificar su cine y tal vez esté más cercana al punto medio entre sus obras menores y los aciertos de sus películas más admiradas, pero ciertamente es una muestra contundente de que la lucidez creadora de este notable hombre sigue estando en plena forma.

En esta supuesta despedida de su faceta como actor, Eastwood interpreta a Walt Kowalsky un amargado veterano de la guerra de Corea y hombre jubilado que acaba de enterrar a su esposa – tal vez el único ser humano capaz de soportarlo, pues ni sus hijos parecen estar a la altura – y que, lleno de prejuicios y rencores, ve como su pequeño universo (vale decir, su pueblo y especialmente su barrio de toda la vida) es invadido por emigrantes de todas razas y credos. Kowalsky (¿quizás un pariente de ese otro gran intolerante que es el Stanley Kowalsky de Tennesse Williams?) es un racista inveterado, un hombre solitario y en buena medida desencantado de la raza humana, obcecadamente apegado a las glorias del pasado (tanto personales como nacionales) e incapaz de hallar redención en quienes le rodean. Casi como el gigante egoísta de Oscar Wilde, en cierta manera, (de hecho, no hay nadie en la película que le haga sombra a su tamaño, no deja de ser interesante) pero filtrado por la imagen envejecida de un Dirty Harry que ha visto como todos sus esfuerzos no han sido suficientes para limpiar las calles de la “escoria” y ahora ve amenazado aquello por lo que dio toda su vida: la santidad de su propio patio. Un buen día, el hijo adolescente de sus vecinos asiáticos intenta robar la posesión más valiosa de Walt, su Ford Gran Torino 1972. Empujado a realizar el robo como una forma de iniciación a la pandilla de su primo, el tímido y retraído Thao acaba de dar con su torpe y frustrado hurto, insospechadamente, el primer paso no sólo a una incipiente amistad con Walt, también ha iniciado la senda a su propia madurez llevado de la mano por un viejo amargado, tan lleno de sabiduría vital como de demonios internos.

El proceso de aprendizaje, claro está, no será fácil con un maestro como Walt Kowalsky, siempre dado ha impartir su particular filosofía de vida siendo lo más políticamente incorrecto que le sea posible. Pillando en el acto a Thao y luego de refrenar su impulso de pegarle un tiro en ese mismo momento, Walt se ve superado por las circunstancias y lo que en un primer momento parecía no ir más allá de una disculpa avergonzada e incómoda por parte de los padres de Thao, no tardará – mediante la interacción de Walt con Sue, la inteligente hermana del muchacho – en derivar en un acercamiento entre dos culturas y formas de ver el mundo. El “ugly american” termina siendo aceptado por las personas que más desconfianza le provocan y muy a su pesar comprueba que la comida tradicional de sus, para él, extraños vecinos no está hecha de gatos asesinados. De hecho, sabe muy bien. Thao y su familia pertenecen a la etnia Hmong, misma que apoyó a los EEUU en Vietnam, pero que cuando la potencia se retiró del sudeste asiático, quedaron desamparados ante las represalias del nuevo gobierno vietnamita. El que llegaran tiempo después como refugiados a Norteamérica no resultó ninguna sorpresa ni para los propios Hmong ni para la sociedad norteamericana. Lo que distingue a Eastwood de otros cineastas con menos sentido común a la hora de narrar es que nunca hace de este dato un hecho relevante que determine la historia o su atmósfera dramática. A Eastwood le interesa explorar otras cosas de este choque cultural. Del mismo modo, el pasado de Walt como veterano de Corea tampoco dictamina el tono de la película. Ambos conceptos históricos están ahí para enriquecer la narración, no para empantanarla con sus implicancias sociológicas.

No hay que ser un genio para adivinar las sendas que transitará el resto de la historia. Eastwood nunca ha profesado en la escuela de la sutileza. En cambio, si lo hace en la de la sinceridad y la claridad de intenciones. El gigante egoísta que es Walt devendrá un mejor ser humano luego del contacto con sus vecinos, hasta el punto de preferirlos por sobre su propios hijos, más preocupados en convencerlo de ingresar a un hogar de ancianos para poder vender la casa familiar que en intentar conectar verdaderamente con él (si bien, Walt tampoco se muestra muy inclinado a la idea de la reconciliación por la evidente molestia que muestra frente a sus desagradables y maleducados nietos). Thao por su parte, gracias al contacto con Walt, pasará a ser un joven en vías de convertirse en hombre útil para los suyos y para sí mismo, en vez de terminar como un patán de pandilla. Pero el precio que ambos pagarán por esos pequeños tesoros será uno que les pondrá a prueba de manera drástica. Una vez más Eastwood está más preocupado de hacer de su historia, ante todo, una meditación sobre el uso de la violencia y sus consecuencias morales y existenciales, antes que en hacer juicios históricos al pasado reciente de su país o dejarse llevar por el melodrama barato.

Este tema de la reconciliación con los pecados de sangre y lo que escogemos hacer para expiarlos es uno que ha obsesionado a Eastwood gran parte de su carrera, no sólo durante estos últimos años como muchos creen, pues ya en films como High Plains Drifter y The Outlaw Josey Wales (lejos, una de sus mejores obras), ambas de principios de los setenta, ya estaban construidas sobre esta idea. Que las más recientes Pale Rider y la oscarizada Unforgiven mostrasen a un director más determinado en hacer esos mensajes cada vez menos velados no significa que las preocupaciones temáticas que todos parecen elogiar unánimemente hoy en día hayan despegado de la nada. El pesar que los actos de violencia dejan en las psiques de quienes los perpetran es quizá el gran tema en la obra de Eastwood, no hay duda sobre ello, pero lo que en verdad hace grandiosas a sus películas (incluso las menos conseguidas) es la humildad de factura y la plena confianza en la limpidez narrativa que el director siempre muestra para potenciar el impacto de sus historias. El suyo no puede ser un cine más clásico en su postura estética, en sus opciones dramáticas y en el cuidado con que afronta la dirección de actores. Eastwood es lo que yo más admiro, un narrador de vieja escuela que sabe lo que hace y nunca llama la atención sobre sí mismo.

Su Walt Kowalsky es un retrato más a aportar, en este sentido, a la amplia galería de personajes perfilados así por Eastwood, ya sea como actor o como director. El hombre sin sutilezas que es Walt no se disculpa de ser como es: un ser irremediablemente incorrecto en unos tiempos que no perdonan sus prejuicios. Pero también hay un lado menos tópico y caricaturesco de su personalidad. A lo largo de la película el tema de la sangre derramada y las vidas quitadas vuelve para atormentarle, una y otra vez, hasta llevarle a una claridad de propósito que, una vez más en la filmografía de Eastwood, redime al personaje de sus pasados errores. Cuando Thao es atacado por los pandilleros de su primo o cuando Sue es molestada por unos pendencieros negros, la respuesta de Walt es brutal en su determinación y violencia, pero siempre hay un regusto amargo en sus palabras de amenaza. Cuando el personaje le dice a uno de los pandilleros “puedo volarte la cara y después dormir como un bebé” todo el pasado de personajes interpretados por Eastwood alimenta el momento para hacerlo totalmente creíble y, sin embargo, existe en Walt una patente sensación de hastío con el orden de las cosas. El personaje no es tanto un racista por naturaleza como por necesidad y es ahí donde el director aplica sal en la herida.

Es por eso que cuando el dramático tercio final de la película revela sus verdaderas intenciones, no podamos dejar de sorprendernos. Muchos han objetado la supuesta manipulación por parte del director en estas secuencias finales o su falta de credibilidad y realismo. Gran Torino no pretende ser un retrato verista de la vida diaria en un barrio popular norteamericano. Eastwood no desea ni necesita emular a Spike Lee o John Singleton para hacer clara su propuesta. La película es una fábula moral que intenta honestamente hacernos reflexionar, aunque sólo sea por un momento, acerca de adonde estamos llevando a nuestras sociedades urbanas y de lo mucho y poco que cuesta dar un paso hacia el entendimiento, por básico que este sea. En el mundo de Eastwood, ese paso necesariamente conlleva un precio y el triste desenlace de esta película demuestra una vez más que este viejo sabio en que Clint Eastwood se ha metamorfoseado tiene las cosas mucho más claras que algunos supuestos ensayistas sociales comprometidos.

Bien por ti, Clint. Gran Torino es una pequeña, gran película que todo el mundo debería experimentar.