13 de enero de 2009



An American In Paris

Dirigida por Vincente Minnelli













Momento de confesión: me encantan los musicales. Los buenos musicales. Los de la MGM en sus años de gloria, especialmente. Un buen musical me provoca una inefable sensación de alegría y liviandad de espíritu. Como dicen los yankees, “I’m a sucker for the stuff”. Uno de los grandes misterios de la vida, en lo que a mí respecta, es el hecho de que el musical cinematográfico, el verdadero musical cinematográfico, no esté, en general, en la buena estima del público. Cuesta encontrar a alguien que admita alegremente ser admirador de este tipo de cine y sus particulares rasgos. Nótese que remarco lo de verdadero. No por que una película tenga una buena cantidad de música integrada a su narrativa, cantada o no, podemos denominarla automáticamente como musical (Woodstock, por ejemplo, no es un musical; es un documental). Un verdadero musical es aquel que usa la danza, el canto y la música - en la medida y mezcla que el director estime apropiadas - para narrar su historia. Así, las maravillosas películas de Busby Berkeley, aunque primitivas a nuestros ojos actuales, son musicales por derecho propio (ver una coreografía de Busby es casi como experimentar un milagro); Wizard Of Oz es un musical. Singin’ in the Rain, The Umbrellas From Cherbourg, The Sound Of Music, West Side Story, Jesus Christ SuperStar, Chicago, Sweeney Todd y Repo, The Genetic Opera son musicales también. Saturday Night Fever y Flashdance, por otra parte, son meramente películas con canciones. Lo mismo pasa con Footloose y Streets Of Fire, por ejemplo. No es que tenga malos sentimientos hacía estas películas o sus directores – por lo menos con Saturday Night Fever y Streets of Fire, mi opinión no podría ser más favorable – pero son eso: Películas con canciones. Es una diferencia que es necesario remarcar y a la vez distinguir ambas de los “Musical Reviews”, un subgénero muy popular (sobre todo en los años ’30 y principios de los ‘40) que por su diversidad de contenido y presentación están en una ambigua tierra de nadie, a veces rozando una u otra clasificación (algunas producciones de Berkeley están dentro de este ámbito).

La gente suele decir que el musical como género es difícil de aceptar por que no presenta sus historias al abrigo de una sensación de realidad fácilmente identificable. Nadie en el diario vivir se levanta espontáneamente a cantar y bailar, mediante perfectas coreografías, como si fuera lo más natural del mundo o simplemente por que el corazón o la razón así se lo piden. La gente no manifiesta lo que piensa o siente cantando a pleno pulmón en medio de la calle (probablemente con acompañamiento de coro y apoyado por una orquesta invisible). Igualmente difícil de aceptar para el público es la figura de abandonar el desarrollo de la historia – al menos, en apariencia - en favor de elaboradas (y muchas veces espectaculares) secuencias de danza prácticamente carentes de diálogos, una marca de fábrica del musical que le distingue poderosamente de una “película con canciones”. No obstante, la canción y el baile - presentados como exteriorización de ideas, sentimientos o conflictos entre personajes - es uno de los recursos más hermosos concebidos por este género, además de constituirse en la piedra angular sobre el que se construye su narrativa. Un buen musical nunca presenta canciones al espectador desligadas de la acción que vemos en pantalla, ignorando la diégesis de sonido inherente y necesaria que debe existir para que el musical adquiera legitimidad. Las canciones nunca deben subrayar el drama desde “fuera” de la pantalla. Deben surgir orgánicamente desde la misma acción. Los enamorados, separados por las circunstancias – otra recurrente marca de fábrica del género, especialmente en sus primeros años – vuelven a reunirse y ambos celebran su amor cantando. Son los personajes los que expresan sus sentimientos mediante la canción, como consecuencia de los hechos previos en la historia. La canción es parte del drama, no un comentario externo a el. Un musical hace avanzar la historia que narra, precisamente, mediante las canciones y los números musicales, engarzados los unos con los otros, para darnos un retrato eficaz de los personajes y sus dilemas.

Estos rasgos son los que hacen de este tipo de cine algo tan especial. Por esto, me atrevo a decir que el musical es, gracias a estas características, el más cinematográfico de todos los géneros por que, en virtud de su particular idiosincrasia, es el único que, verdaderamente, carece de sentido trasladado a la realidad, desligado de la proyección. Los números musicales de Berkeley- sus famosas geometrías de piernas y deslumbrantes, masivas coreografías – o los ballets conceptuales que tanto fascinaban a Gene Kelly e incluso la simple, bendita gracia de ver, en lujo de detalles, los movimientos gráciles, etéreos de un Fred Astaire, son maravillas que sólo pueden existir en una pantalla de cine. Podemos tener la historia de ciencia-ficción o terror más alambicada o fantástica que quepa imaginar, si le quitamos todos los adornos que la hacen alienante – vestuario, ambientación, efectos especiales, etc – entonces comprobaremos que esas historias se reducen a cuentos de seres humanos inmersos en situaciones altamente dramáticas. En este caso, la identificación con los personajes es automática. Todos queremos y podríamos ser Luke Skywalker o Paul Atreides. Incluso, Edward Scissorhands o el Dr. Frankenstein. La forma en que todos estos personajes enfrentan sus vicisitudes es plausible para cualquiera de nosotros, independientemente del escenario y el atrezzo que les rodea. En contraposición, nadie puede ser Fred Astaire bailando por las paredes en Royal Wedding, Gene Kelly arribando a un New York de cartón piedra en Singin’ in the Rain buscando una oportunidad, exclamando “Gotta Dance¡¡” o Johnny Depp increpando con voz estentórea a los paseantes a ser victimas de su navaja en Sweeney Todd. Eso sólo sucede en una pantalla de cine. Todo se resume en una palabra, artificio.

La puesta en escena teatral de una obra musical, por espectacular o elaborada que sea su presentación, ciertamente no es cine. ¿Y esto por que es así? Porque el teatro no tiene esas herramientas fundamentales que son el montaje y el plano, elementos ambos que aportan al musical todo su arsenal de deslumbrantes artificios. Se podrían escribir largos ensayos (tan largos que desbordan las fronteras de este simple artículo) sobre el tremendo significado que los términos “montaje” y “emplazamiento de la cámara” aportan al género musical cuando están debidamente empleados. Aportes de tal magnitud que, de hecho, le brindan su maravillosa especificidad - sólo hay que revisar cualquier clásico de Busby Berkeley (42nd Street es un buen ejemplo para empezar o la impresionante coreografía para Remember My Forgotten Man, mi favorita de Berkeley, que cierra Goldiggers Of 1933) o las creaciones de la dupla Gene Kelly/Stanley Donen, en cualquiera de sus colaboraciones, para comprobar este punto - y dado que los demás géneros cinematográficos, sin negar sus valores visuales, nacen de fuertes raíces literarias - algo de lo que el musical carece por más que recurra a la Literatura en busca de inspiración para algunas de sus historias – hacen que el musical posea un único proscenio posible, el marco de un encuadre cinematográfico. Sólo ahí puede existir, vibrar y desplegar todo su encanto.










Junto con el Western – en todas sus expresiones - y la música Jazz, el musical cinematográfico es la mayor y más genuina aportación al Arte Humano que ha hecho EEUU, esa es mi sincera apreciación. Estas tres ramas de la expresión artística son intrínsicamente fruto del crisol cultural de este país, pero de una manera única, irrepetible e indisoluble a la idiosincrasia y el alma del pueblo del norte. Todas ellas habrán sido objeto de innumerables imitaciones – algunas magníficas (gracias, Sergio Leone) - pero sus semillas son inalienablemente norteamericanas. Todo lo demás que ha salido del caldero cultural estadounidense, es una variación o reelaboración de herencias culturales trasvasadas, primero, desde Inglaterra por los colonos del Mayflower y luego del resto de Europa, por las posteriores oleadas migratorias; o bien, derivaciones/mutaciones/híbridos de estas bases fundacionales. Si hacemos un poco de arqueología cultural, comprobaremos que es así.

Por otra parte, la condición del cine como artificio artístico, como producto cultural fabricado, es marco idóneo para la exploración estética de un género como el musical. Así como nadie debería entrar a una sala de cine esperando una fidedigna lección de historia de una película de época (lo siento, pero para eso están las bibliotecas), nadie debería ir al cine esperando – o mucho menos, exigiendo - una recreación fidedigna de la realidad. El cine no es, parafraseando a Jean Luc Godard, la realidad a 24 cuadros por segundo. No, señor. Tremenda falacia, pues esto nunca ha sido así. El cine es una recreación de la realidad, que puede ser más o menos fidedigna al mundo que la inspira, pero cuya mayor característica es la completa libertad de estilización de la que puede hacer uso para presentarse a sí misma. Así, estas recreaciones de la realidad que son las películas, están sujetas, en todo momento, a las intenciones expresivas del director - al mismo tiempo que predeterminadas por los géneros cinematográficos en las que se enmarcan, si bien esto se ha relativizado con los años - y, por tanto, pueden ser tratadas con infinitas gradaciones de creativismo y vuelos de fantasía. Es prerrogativa del cineasta mantener el apego al mundo objetivo que le rodea, ser fiel a las reglas específicas de cada género en particular o, por el contrario, jugar la carta del iconoclasta. Sin embargo, está claro que el trabajo de dirección, por más que se apegue a los factores de lo que comúnmente llamamos realismo, siempre será, necesariamente, una ordenación de factores narrativos y estéticos decididos de antemano (idealmente, una ordenación creada en función de la historia a narrar). La vida, por sí misma, no tiene escuela estética, guión preestablecido ni montaje. La vida se desarrolla y, como el destino, se mueve por voluntad propia. Las películas, en cambio, han de ser narradas y debido a esto, nunca serán un reflejo fiel de la realidad. Siempre serán manipulaciones de este concepto.

Luego de este amplio preámbulo y llegados a este punto, puedo entonces aventurar la siguiente afirmación que no por ser obvia, resulta menos cierta: el cine musical nunca es realista, por más que se presente con visos de tal. El musical de cine (el buen cine musical, recordemos) por definición es una fantasía. Puede ser amable o amarga. Elegíaca, romántica o desesperada. O feliz y despreocupada. Pero es una fantasía, una que aceptamos por lo que es: un hermoso artificio que nos habla directamente al corazón y que usa la sensación de maravilla para cautivarnos. Esto no significa que el musical se aleje de temas profundos para fugarse de la realidad o que rehuya la exploración honesta de los sentimientos humanos, pero su envoltura siempre tenderá, por sus propias características, a sublimarlas (y amplificarlas) mediante la canción y el baile. El musical es, en esencia, la más pura y fidedigna expresión de la palabra melodrama, en su acepción etimológica más prístina (un drama cantado).

An American In Paris es una excelente representación de lo anteriormente expuesto. Es una historia aparentemente amable sobre las aventuras de un ex soldado que, terminada la Segunda Guerra Mundial, decide quedarse en Paris para satisfacer su anhelo de ser pintor. Jerry Mulligan (Kelly, por supuesto) sabe a ciencia cierta que no posee un gran talento, pero no le importa. Disfruta lo que hace y absorbe la atmósfera parisina de forma abierta y despreocupada. Con Minnelli dirigiendo, no obstante, sabemos que las cosas no serán tan aparentemente amables. En sus películas, siempre hay una corriente soterrada de amargura e insatisfacción que permea los momentos más felices. Como veremos, las relaciones de los personajes y sus destinos, si bien se acomodan al molde del final feliz tan típico del género y la época, lo hacen con una cierta fricción que no deja de sorprender y dota a la película de un toque de adultez, si no inusitado, bastante particular. An American In Paris ganó seis Oscars en 1951 (en un momento en que eso aún significaba algo) incluyendo mejor película del año. Estuvieron bien entregados.

Como es usual en su obra, Minnelli dota a las imágenes de un estudiado colorido y maneja la composición del plano como pocos profesionales de la época. Su dominio del lenguaje visual es excelente. Ya sea siguiendo con su cámara los movimientos de Gene Kelly (en el mejor momento de su brillante carrera), deleitándose en la figura grácil de Leslie Caron (su introducción en la historia es una de esas secuencias tan exquisitamente bien concebidas, que no queda más remedio que quitarse el sombrero ante ella) o acomodando la cámara y el diseño de escenarios y vestuario a las peripecias de las gimnásticas coreografías de Kelly para el espectacular ballet final (realmente impresionante), Minnelli es en todo momento un excelso orquestador de imágenes. El objetivo en la posición correcta y el momento preciso, con el fin de capturar en toda su vital belleza las danzas que la película nos entrega. Todo el equipo creativo - excepto la Caron que debutaba en la actuación con este rol, importada directamente del ballet clásico francés – eran profesionales fogueados. Especialmente director y estrella, quienes al momento del estreno de An American In Paris venían trabajando desde hacía varios años bajo la égida de Arthur Freed, el rey Midas del musical en la MGM.

Freed, que se había iniciado como liricista durante los primeros años del sonoro – muchas veces en colaboración con el compositor Nacio Herb Brown (su catálogo de canciones compone prácticamente la totalidad del soundtrack en Singin’ In The Rain) – para luego (a partir de The Wizard Of OZ) pasarse a la producción, es el nombre clave del musical norteamericano durante la década del ’40 y’50. Es imposible concebir el musical cinematográfico durante este período sin las múltiples aportaciones de este productor. Desde la mencionada Oz en 1939 - en la que fue una figura constante tras bambalinas, aunque no tuvo crédito en pantalla – hasta el último gran musical clásico producido por la MGM, la encantadora Gigi de 1958, pasando por las colaboraciones de Judy Garland y Mickey Rooney en la serie de películas dirigidas por Busby Berkeley (Strike Up The Band, Babes In Arms, las más conocidas) a principios de los años 40, Freed era un portento de la naturaleza. La personificación misma del productor de olfato agudo para el talento en potencia y que sabía buscar y reunir a los mejores profesionales disponibles para los desafíos creativos que se le planteaban. Freed rara vez daba un paso en falso en sus decisiones. Estas dos décadas le pertenecieron por excelencia y prácticamente no tuvo mácula de importancia en su curriculum. Aún en sus obras menos logradas – Brigadoon, Yolanda & The Thief – sus producciones tenían momentos que dejaban con la boca abierta y si bien no se pueden considerar verdaderos clásicos, si puede decirse de ellas, sin dudas, que eran films disfrutables, espectáculos bien montados. Sus deslices creativos fueron pocos y no demasiado criticables. En cambio, cuando sus películas tenían todos sus elementos creativos en la medida justa (y no fueron pocas), resultaban obras verdaderamente memorables. Hagamos un repaso somero: Eastern Parade, The Pirate, Meet Me In St. Louis, On The Town, The Band Wagon, Singin’ In The Rain y un extenso, imprescindible catalogo que definió a toda una época. Pocas personalidades han hecho tanto por una forma de arte.

Minnelli fue uno de los profesionales que más asiduamente cooperó con Freed y esto le convirtió en el director de musicales más destacado en la historia del medio. Su filmografía ya a partir de los ’40 - y durante el resto de su carrera - alternaría cintas del género con la incursión en el drama y la comedia. Se trataba de exploraciones temáticas que ampliaban el abanico de posibilidades creativas para el director, aunque su principal ocupación eran las cintas musicales y nadie le hizo sombra a Minnelli en este apartado (tal vez su competidor más cercano fuera Stanley Donen). Su amplia carrera reunió títulos inmortales del género, todos realizados al alero de Freed. Cuando el musical empezó a caer progresivamente en desuso, Minnelli no tuvo problema alguno para adaptar su sensibilidad a un género hermano de sus hermosas odas musicales, el melodrama, con algunos títulos emblemáticos ( The Bad & The Beautiful, Lust For Life, Some Came Running, esta última extraordinaria, Home From The Hill y Two Weeks In Another Town). En este nuevo campo destacó de forma brillante y nuevamente, hubo pocos cineastas que pudieron estar a su altura (entre ellos, Douglas Sirk). Minnelli era un cineasta fuertemente inclinado a trabajar minuciosamente la composición visual de sus films con el fin de develar psicologías, estados de ánimo y atmósferas emocionales. Debido a esto muchas veces se le ha calificado de esteticista. No estoy de acuerdo. La suya es una férrea determinación por hacer del cine un arte de sugestión emocional, mediante el uso del color y la composición visual. Minnelli, es mi apreciación, buscaba en sus películas lograr lo que el cine siempre debería hacer: Contar una historia con imágenes, no con verborrea.








¿Y que se puede decir de Gene Kelly? ¿Existe acaso otro hombre cuya mera presencia personifique de forma más cabal lo que representó el musical hollywoodense en sus años dorados? Con la única excepción de Fred Astaire, ese gran señor del baile, con quien le unía una cálida amistad, plena de reconocimiento mutuo, Kelly no tenía parangón alguno. Se discutirá eternamente quien era mejor bailarín. Es absurdo perder tiempo en tales fruslerías. Ambos eran fenomenales en sus respectivos estilos. Astaire, siempre elegante y etéreo, con la postura garbosa y bailando hacia el cielo. Kelly, sanguíneo y vitalista, con el centro de gravedad bajo, pegado a la tierra. El noble y el proletario. Lo divino y lo profano. Dos fenómenos irrepetibles que no han sido superados y probablemente, nunca lo serán. Gene Kelly se inició como profesor de baile antes de pasar a cooperar en la coreografía de multitud de obras en Broadway. De ahi a Hollywood, la distancia era mínima. Su debut en la pantalla fue For Me & My Gal en calidad de galán de Judy Garland – a quien le guardó una admiración y lealtad digna de elogio, aún en los peores momentos personales de la atormentada actriz – pero no pasó mucho tiempo antes de pasar a ser el mismo la estrella de la función. Para 1945, con Anchors Aweigh – donde tenía de compañero de aventura a Frank Sinatra (¡interpretando a un nerd¡) y bailando en una espectacular secuencia con el ratón Jerry, Kelly era una estrella en definitivo ascenso. Con la fundacional On The Town, el actor cerraba los años ’40, confirmándose en su privilegiada posición y a partir de ahí no conoció más que las mieles del éxito. Por lo menos hasta el fin de la década, cuando el musical cinematográfico salió calladamente de escena, superado por los tiempos. Kelly no se dio por vencido. Además de seguir en la dirección de películas (Hello, Dolly!, a mayor gloria de Barbra Streissand) y trabajar en televisión, se convirtió en embajador universal de la danza, haciendo cuanto estuviese en su poder para expandir los círculos hasta donde la enseñanza y la apreciación de su querido arte podían llegar. El legado de Gene Kelly a la danza y al cine es inconmensurable.

Con tanta leyenda reunida en un sólo proyecto no podía ser que el producto final no estuviera a la altura. An American In Paris es una delicia de película. Seré el primero en admitir que, desde el punto de vista del guión, la cinta es muy esquemática y sus resortes dramáticos sirven meramente de justificante para montar los números musicales. Pero este es un caso común a la mayoría de las películas del género, aún de los mejores. Ninguna sorpresa para el aficionado. Para el que mira desde fuera, sin participar en el juego, por supuesto que encontrará falta en el débil esqueleto narrativo, lo obvio de las situaciones y la estereotipada presentación de personajes. Sin mencionar la artificiosidad resultante de todos estos factores, aumentada por el abundante uso de sets dentro de los terrenos del estudio (muy típico de una época cuando la filmación en exteriores reales era una rareza, incluso para las escenas callejeras). En este caso, la Francia que Minnelli nos presenta es puro artificio, obra de la más brillante artesanía. Una visión tremendamente romantizada de Paris, donde todas y cada una de las calles y fachadas que vemos, salvo unos breves planos filmados en locación para la apertura del film, han sido manufacturadas por el equipo de producción de Freed. Es una visión de la “Ciudad de la Luz” que nadie encontrará nunca en la propia ciudad, por más que la busque. Sólo es posible en Hollywood. Es parte del encanto.

Pero, volviendo al punto anterior, la trama de la película no podría ser más simple. Nuestro protagonista tiene que escoger entre el amor de una millonaria norteamericana (Nina Foch), que se muestra tan dispuesta a creer en su talento como en dominar su vida personal, y la exquisita ingenuidad de una joven dependienta francesa (Caron). La opción parece simple, pero la joven está comprometida con un cantante de revista musical (Georges Guetary), quien desea llevársela consigo a América, para continuar su carrera. Los ilícitos amantes optan por lo noble y se despiden con la intención de no volverse a ver nunca más. Como ven es una simple historia de amores frustrados y desencuentros, claro está, resueltos a última hora de la manera más romántica y menos plausible. Pero, de nuevo, es parte del encanto del musical jugar con estos clichés, reformulados al antojo de los cineastas de película en película. Completan el cuadro un neurótico y cínico pianista de conservatorio (Oscar Levant), amigo del protagonista y por buena parte de la historia, el único personaje que parece tener una idea clara de los desencuentros y las motivaciones de quienes le rodean (casi como un coro griego), un detalle al más puro estilo Minnelli.

Los toques de melodrama del director están patentes para quien quiera verlos y a Minnelli le preocupa poco cerrar las relaciones de sus personajes de manera acomodadiza. Milo Roberts, la millonaria que pretende seducir a Mulligan con su dinero y una vía fácil al reconocimiento, es una depredadora de hombres, con una enfermiza fijación por los artistas. La millonaria al enterarse de que su protegido ama a otra mujer exclama: “necesito una copa de champagne” y sale del encuadre... ¡sin que volvamos a saber nada más de ella¡ El cantante interpretado por Guetary acepta la infidelidad de su amada con una tranquilidad y nobleza casi chaplinesca, algo que deja un sabor de boca bastante amargo puesto que el personaje en ningún momento se nos muestra como abiertamente antipático (como sería lo normal). El pianista que interpreta Levant es un cínico que, además de ser el elemento de humor dentro de la historia, está ahí para decir las cosas como son. En un momento se entabla un diálogo entre el y Milo Roberts, donde el primero ataca despiadadamente los actos e intenciones de la segunda. Cuando Milo le interrumpe, pensando que el pobre tipo está haciendo el ridículo y le dice: “Sabes, yo soy esa persona de la que hablas”, el hombre responde: “ya lo sé”. El espectador no sabe si reír o sentirse mortificado. ¿Y que hay de Kelly y la Caron? Sus personajes terminan juntos, la formula lo exige, pero como en The Graduate de Mike Nicholls, su futuro es de lo más incierto. Vivieron felices y comieron perdices, ciertamente no se aplica aquí. Esa soterrada corriente de insatisfacción y amargura de la que Minnelli siempre hacía uso podía llegar a ser verdaderamente venenosa. Pero esto es hilar fino. Las reglas de este género predeterminan estas convulsiones dramáticas y la “suspensión del descreimiento” – esa inefable condición “sine qua non” que el cine pide de nosotros para funcionar como el sueño lúcido que pretende ser – debería protegernos de nuestra propia lógica.

Este despliegue de sentimientos y pasiones, en todo caso, es la excusa perfecta para que Minnelli y Kelly conjuguen el desarrollo del romance con una variada sucesión de canciones y bailes, con música y letra cortesía de los hermanos Ira y George Gershwin (una de las aristas de ese triunvirato sagrado compuesto por ellos, Irving Berlin y Cole Porter, quizás los compositores de música popular más famosos y admirados de la historia norteamericana). Todos los factores de producción encajan en su lugar de manera brillante y los actores se lucen en sus papeles. Kelly enseña inglés a un grupo de niños, con una simpatía tan infecciosa que haría del sistema educacional de cualquier país alcanzar el 100% de resultados positivos; Levant monta un número en su imaginación donde interpreta el “Concerto en F”, interpretando todos los papeles de la orquesta (y del público también). Kelly y Caron bailan su amor a orillas del Sena, con un encanto tan excelso que, inpajaritablemente, siempre me pone gagá y cuando la película parece tocar su momento más oscuro dramáticamente, Minnelli nos presenta la coreografía creada por Kelly para el concierto An American In Paris y por 17 alucinantes, extraordinarios minutos la suspensión de realidad es tan bella, la estilización tan conseguida, la sincronía de color, movimiento y música tan perfecta que las palabras no tienen la fuerza suficiente para adjetivizar apropiadamente el espectáculo en cuestión. Es un “tour de force” conceptual que, de sólo pensar en la logística asociada – la filmación de la secuencia llevó un mes - el esfuerzo creativo desafía la lógica.

La concepción visual del film apela a los pintores impresionistas (Dufy, Renoir, Utrillo, Rousseau, Van Gogh, Lautrec) para lo cual el perfeccionista Minnelli se cuidó mucho, a lo largo del metraje, de utilizar la paleta cromática apropiada en todo momento para sugerir el colorido asociado al movimiento pictórico. An American In Paris es una película visualmente hermosa, pero nada más entrar a la cabeza de Mulligan (la secuencia ocurre en su imaginación, una alegoría visual de sus sentimientos) la explosión de color que sucede nos toma por sorpresa, magnificada por el uso del Technicolor (técnicamente hablando, una de las mejores cosas que le han pasado al cine). El ballet está diseñado para realzar el estilo pictórico de cada artista de forma sucesiva, ocupando cada uno de ellos un segmento de la secuencia. Tal vez el momento más icónico es cuando Minnelli fusiona el cuadro “Chocolat” de Latrec con la silueta de Kelly, imitando éste la postura de la figura en el cuadro. Es una imagen sensacional y la posterior danza a la que se entrega el actor, uno de sus momentos más inspirados. Aunque para mí, el momento más bello es el dueto de Kelly y la Caron en la fuente de agua, silueteados en la semi tiniebla y abrigados en su baile por un sensual solo de trompeta. Pocos momentos dentro del musical norteamericano pueden presumir de tal perfección de forma y fondo. Cine en estado puro. Lo más impresionante de toda la secuencia es que no tiene ni una sola línea de diálogo. Todo esta sugerido por el movimiento y el uso de la luz y el color. Es un triunfo de puesta en escena que Minnelli lleva a sus últimas consecuencias cerrando la película con una breve coda para el necesario final feliz: el futuro esposo renuncia a su novia e incluso la trae de vuelta hasta su amante y le abre la puerta del vehículo para que vaya hasta él (a eso le llamo yo caballerosidad, ¿he mencionado ya que el musical es, por definición, una fantasía?). Los amantes se reúnen a medio camino de una larguísima escalera, en un plano extrañamente fantasmagórico, y bañados por la noche parisina, se alejan arropados por su amor...

Y una millonaria producción hollywoodense termina con un tercer acto donde no se ha articulado palabra alguna y la resolución del drama nos ha quedado clara y exclusivamente expuesta a través de las imágenes. Una declaración de principios, como pocas veces he visto.