2 de mayo de 2009


The Red Shoes
Dirigida por Michael Powell y Emeric Pressburger












Lermontov: Por qué quiere bailar?
Vicky: Por qué quiere vivir?
Lermontov: Bueno, no sé exactamente porque, pero... debo hacerlo.
Vicky: Esa es mi respuesta también




Recientemente – el 22 de abril, para ser exactos - fallecía uno de mis grandes héroes, el cinematografista inglés Jack Cardiff. Este humilde titan de la imagen poseía un curriculum notable enmarcado por una carrera profesional de lo más ecléctica, empezando como actor de music hall y cine silente para luego dar un paso tras bambalinas, a partir de los quince años, y trabajar en calidad de asistente de cámara en los primitivos estudios cinematográficos británicos. En 1935 subiría un peldaño en el escalafón profesional como operador de cámara, aunque tendría que esperar hasta 1943 para empezar a ganar el reconocimiento general de la industria gracias a sus colaboraciones con la dupla Powell – Pressburger (director y guionista, conocidos colectivamente bajo el sello de producción The Archers). Para la dupla creadora trabajaría como director de segunda unidad en The Life and Death of Colonel Blimp para pasar a graduarse con honores tras la cámara en A Matter Of Life and Death (1946), Black Narcisus (1947) – por la que ganó el Oscar – y luego alcanzar la genialidad absoluta con su bellísimo trabajo en The Red Shoes. Fue esta película de 1948, la obra más conocida de la celebrada dupla de creadores británicos, en la que Cardiff alcanzaría el máximo dominio estético en el dificil manejo del Technicolor, un logro por el que hoy es justamente admirado y que opaca incluso su premiado trabajo en Black Narcisus. Si bien su posterior carrera fue ciertamente interesante, son sus trabajos para Powell y Pressburger los que le han asegurado un lugar en el panteón de los maestros cinematográficos, de eso no cabe duda.

¿Cómo se puede definir la genialidad quitada de bulla de un hombre al que Kirk Douglas, para quien Cardiff fotografió The Vikings en 1958, alabara alguna vez con un “poseía los ojos de Chagall”? ¿De qué forma resumir la carrera de un hombre que practicamente empezó su vida profesional con un Oscar y la selló siendo admirado y universalmente reconocido por su compañeros de profesión con otro galardón, este vez honorario, por “los logros de una vida”, el primero y único jamás entregado a un director de fotografía? Tal vez lo mejor sea quedarnos con un dato. Cardiff trabajó con Powell- Presburger, John Houston – The African Queen, otro prodigio en Technicolor - Laurence Olivier y otros grandes directores del siglo pasado antes de pasarse a fines de los años 50' a la dirección por un breve periodo con resultados irregulares, pero harto interesantes (The Long Ships, Sons and Lovers según la novela de D.H. Lawrence, The Mercenaries, Girl on a Motorcycle), pero para mediados de los años 70 ya estaba practicamente retirado. Entonces, volvió de su descanso para retomar su trabajo de cámara en proyectos eminentemente comerciales, muy alejados de sus pasadas glorias. Así, Cardiff pasó del gran cine británico a los productos alimenticios de las coproducciones internacionales – The Dogs Of War, Conan, The Destroyer, Rambo: First Blood Part II – sin arrugar la nariz ni perder la dignidad. Todo un profesional, de esos que hoy escasean.





Adios, Maestro. El cine es menos arte sin Ud.





De sus colaboraciones con The Archers, como decía, The Red Shoes es la más recordada por los cinéfilos. Cuando Steven Spielberg, Francis Coppola y Martin Scorsese – quien la considera una de las películas más hermosas jamás realizadas y que tuvo la suerte de cultivar una amistad profunda con Michael Powell – declaran su amor absoluto hacia esta película, es que algo debe haber de trasfondo. Y lo hay, por supuesto. Esta película es una absoluta maravilla. Ante todo, hay que decir que The Red Shoes nos narra una historia sobre el amor al arte y como la a veces inmisericorde disciplina que exige el arte para su concreción define la vida de quienes profesan tal religión. En este caso, ese arte es el ballet. No pretendo ni por un segundo pasar por enterado y decir que estoy al tanto de las sutilezas de esa disciplina. De hecho, no tengo puñetera idea de ballet y en circunstancias normales, no me verán jamás cerca de una representación del “Lago de los Cisnes”. Puedo, claro está, disfrutar y apreciar la estética del movimiento, la gracilidad de la figura humana en movimiento, pero las sutilezas del ballet escapan por completo mi a entendimiento. Sin embargo, podrán hacerse Uds. una idea del tremendo poder de esta película cuando confieso que una cosa tan ajena a mi como las zapatillas de danza y los tutu se transforman en The Red Shoes - por el poder hipnotizante de su bella puesta en escena, de su contundente coherencia temática - en una poderosa metáfora del vivir bajo la disciplina de aquello que amamos y del precio a pagar que eso implica. Del dilema de querer vivir y abrazar de forma desesperada nuestras obsesiones personales en contraposición con lo que la vida exige de nosotros como seres humanos. De cómo el sublime espiritu del arte influye en la decisiones de la vida cotidiana de forma fulminante y de cómo la vida, con sus alegrías y muchas miserias, puede terminar imitando al arte. Es más, esta película explicita en forma de melodrama trágico como, en ocasiones, las fronteras entre una y otra se difuminan por completo, al punto que la vida misma se convierte, de hecho, en arte. En arte sangrante, en arte dolido, en arte con mayúscula. Años después de su problemático estreno, Gene Kelly encontraría en The Red Shoes la inspiración para concebir su pieza de ballet para An American in Paris y muchos años después, en 1993, la cantante Kate Bush le dedicaría una canción en su disco titulado precisamente, The Red Shoes. En su momento, la película fue galardonada con Oscars a la mejor partitura y a la mejor dirección de arte, pero esta es una de esas ocasiones en que los premios poco dicen del verdadero calibre de aquello que premian. The Red Shoes pide en toda regla ser admirada, pero ante todo, exige ser experimentada.






El arte de Jack Cardiff
o el Technicolor concebido como un milagro


Salvo David Lean y Carol Reed, no hubo figuras más prestigiosas en la escena cinematográfica londinense de post guerra como las de Powell y Presburger, aunque es cierto que su cine no siempre contó con el beneplácito de la institucionalidad y el público masivo. Sus películas eran tremendamente sofisticadas y adelantadas temática y estéticamente a la época. Desde The Life and Death of Colonel Blimp, cinta supuestamente de propaganda que despertó la ira de Winston Churchill por atreverse a mostrar la amistad sincera y honorable entre un oficial inglés y uno alemán desde la Primera Guerra Mundial hasta el comienzo de la Segunda, hasta la sofisticación psicosexual de Black Narcisus y la visión compleja, nada facilista de las relaciones humanas en todo su obra conjunta, Powell y Pressburger hacían cine de exigente comprensión (películas para ver y no mirar), rara vez constreñido por los requerimientos comerciales. El cine de The Archers es fascinante por la complejidad de sus retratos humanos, por lo consciente de su búsqueda de nuevas formas narrativas, por lo atípico de sus historias y su cuidadosa puesta en escena estética. En The Red Shoes su intención era trasladar lo más fielmente posible a la pantalla el arte del ballet, en toda su minucia técnica, en sus humanas glorias y miserias, y para ello se abocaron a reunir una compañia de ballet conformada exclusivamente para la realización de la película. Para ese efecto, se hicieron con grandes talentos de la época como Robert Helpmann (que también coreógrafo la pieza de ballet que da título al filme), Léonide Masinne (quien diseñó sus propios movimientos como El Zapatero dentro de la coreografía) y las ballerinas Ludmilla Tchérina y Norma Shearer – que también danzaría para The Archers en Tales Of Hoffman y años más tarde tendría un rol de soporte en el controvertido filme en solitario de Michael Powell, Pepping Tom, otra oscura fábula sobre los procesos creativos - entre otras figuras pertenecientes al Royal Ballet británico.

La inspiración de la película provenía directamente del famoso cuento infantil homónimo de Hans Christian Andersen en el cual se narraba las visicitudes de una joven de nombre Karen que, en su vanidad, averguenza a su madre llevando zapatos rojos en el día de su confirmación. Completamente infatuada por las bellas zapatillas carmesí e ignorante del revuelo que provoca en su pueblo, más tarde decide usarlas en un baile de gala, pero las zapatillas han cobrado magicamente voluntad propia. Bajo su poder, Karen es obligada a bailar obsesiva y continuamente, de día y de noche por todo lugar, dejando cualquier otro aspecto de su vida tras de sí. Finalmente, completamente superada por el dilema, pide a un verdugo que le corte los pies. Mutilada intenta entregar su vida a la iglesia, pero los pies - aún con vida propia y todavía enfundados en la malditas zapatillas - bailan frente a ella impidiendole asistir a misa, atormentándola. En un último recurso, ya desesperada, ora a solas en casa hasta que, en un climax de gran poesía, el ansiado alivio a su alma por fin llega. Perdonada por el angel que antes la maldijera por su vanidad, Karen asciende transfigurada al paraíso. Para la secuencia de ballet dentro de la película - 15 sublimes minutos que se inician con una teatral apertura de cortinas y luego, mediante un movimiento de cámara totalmente revelador, trascender los límites del proscenio real y pasar a transformarse en un evento cien por ciento cinematográfico - la historia original fue ligeramente modificada. Se recupera la anecdota central – la joven inocente pero peligrosamente fatua, victima de las zapatillas que la hacen bailar hasta la muerte por variados paisajes – pero a partir de ahí tenemos importantes innovaciones. La mutilación de los pies fue eliminada por razones obvias y la historia termina de forma más trágica y desesperanzada con la muerte de Karen en los brazos del hombre que la amaba (a quien había abandonado poseida por las zapatillas) ahora convertido en el pastor del pueblo.

Así, la historia deja de lado el fuerte tono de moraleja religiosa del cuento por una visión más metafísica (y decididamente oscura) de los acontecimientos. Al final de la coreografía, las cortinas se cierran sobre la figura del zapatero reunido con su malograda creación, ofreciendo las zapatillas directamente a la cámara, como tentando a una posible siguiente victima. El papel del zapatero fue igualmente potenciado desde un personaje menor en el relato original a la figura veladamente mefistofélica que nos presenta la película. Interpretado por Masinne con mucho acierto, el personaje adquiere una connotación completamente distinta a la de su simil dentro del cuento. Como el ballet final de An American In Paris, la coreografía de The Red Shoes es un tour de force de magnífica belleza y tremenda fuerza expresiva llevada a la práctica exclusivamente en base a la danza y la música. No hay diálogo alguno que perturbe el hipnotizante poder de las imágenes que la componen. Apoyado en una exquisita partitura original de Brian Easdale, el diseño de producción fue cuidadosamente realizado por Hein Heckroth para emular una atmósfera pictórica oscurantista y de tintes vanguardistas (muy influenciado por el expresionismo). Buena parte de la razón que The Red Shoes se llevara el Oscar al diseño de arte está en esta secuencia a la que Scorsese definiría como “una pintura en movimiento”. Nada extraño cuando comprobamos que Heckroth era también un consumado pintor de profesión.

Ahora bien, no sólo es por la secuencia de ballet que esta cinta es tan admirada. Si no que también por la forma en que Powell-Pressburger recurren al juego de los reflejos entre los sucesos acaecidos dentro de la pieza de ballet y aquellos que afectan directamente a los personajes en su vida diaria a lo largo del metraje para sugerir la idea que la vida y el arte pueden, en ocasiones, llegar a ser una una misma cosa, alimentándose mutuamente. Como al personaje de Karen en el cuento, la protagonista de la película Victoria (Norma Shearer), está desgarrada entre lo que su rol de mujer le exige para la época y lo que su impetu artístico (su voluntad, su espíritu) le pide. La figura del zapatero está representada por el propio director de la compañía, Boris Lermontov, un personaje frío, perfeccionista hasta la obsesión y completamente entregado a la consumación del arte através de sus colaboradores. Interpretado por Anton Walbrook (el oficial alemán en Colonel Blimp), el personaje resulta fascinante y antipático a partes iguales. Aunque Victoria siente una deuda de honor hacia su protector artístico, la joven no puede evitar caer enamorada de Julian Craster, el joven y talentoso compositor de la partitura del ballet (y talento protegido también por Lermontov), con quien inicia un romance luego de un conflictivo primer encuentro y por quien, en un primer momento, ha renunciado a la consumación de su arte. Cuando Lermontov descubre el romance, expulsa a Craster de la compañía, poniendo las semillas del drama que terminará tragicamente para nuestra heroina.









Lermontov estaba inspirado en el creador del Ballet Russes, Sergei Diaghilev, y el disciplinado hieratismo emocional en el que el personaje basa todo su filosofía de trabajo – que le hace pronunciar frases como “una bailarina que confie en las dudosas comodidas del amor humano, nunca será una gran bailarina. Nunca” o “el dolor pasará, créeme. La vida tiene tan poca importancia.” - verá sus máximas en gran medida autotraicionadas por su propio, nunca confesado amor por la mujer a la que intenta moldear hasta la expresión más pura del ballet. Así, casi como un Svengali despiadado, completamente cegado por sus ansias de perfección artística, el personaje de Lermontov refleja la esencia del zapatero dentro del ballet. Julian, el despechado hombre que ama a Victoria sería el pastor que le da la espalda al amor de su vida, para luego ser testigo impotente de su muerte y el triangulo amoroso entre ellos es el combustible que mueve los resortes melodramáticos de la historia.

Como todo gran cine, el anterior esquema apenas esboza la verdadera madurez expresiva, temática y emocional que The Archers han logrado crear en The Red Shoes. Se trata de un preciso trabajo de relojería dramática y estética que, 60 años después de su realización, continua sorprendiendo por su excelsa coherencia interna y desgarrada belleza. Algo que, por los hechos, parece que los ejecutivos de la Rank Organization – distribuidores del film en la época - no fueron capaces de ver. Luego de un desastroso pase de prueba y temiendo un potencial debacle comercial, Rank se negó a estrenar la película en las condiciones que se merecía. Consideraron la secuencia de ballet una auto indulgencia por parte de The Archers y hasta se negaron a desenbolsar el dinero para la confección de un afiche promocional. De tal modo, The Red Shoes debe de ser el único clásico del cine que carece de un afiche publicitario oficial. La cinta pasó sin pena ni gloria por la escena cinematográfica británica del momento, a pesar de algunas criticas favorables y el halago de los entendidos, y no fue hasta pasado algún tiempo - en 1951 - gracias a las gestiones de un empresario norteamericano enamorado de la película (William Heinmann, presidente de Eagle-Lion, los distribuidores de Rank en EEUU) que la cinta pudo ser estrenada con gran éxito en New York. En la ciudad que nunca duerme, la película se mantuvo en cartelera en una relativamente pequeña sala de “arte y ensayo” durante dos años consecutivos, generalmente a teatro lleno. Así, los temores de J. Arthur Rank con respecto a la cinta se revelaron totalmente infundados. Cuando el gobernador de Boston llamó a un estupefacto Rank para felicitarle por el éxito de The Red Shoes (a día de hoy sigue siendo considerada una de las películas extranjeras más exitosas nunca estrenadas en costas norteamericanas), Cardiff se limitaría a comentar: "me gustaría haber visto la cara de Rank". Y a partir de ahí, la película recorrió un largo camino hasta la consagración definitiva entre los cinéfilos. Una senda tortuosa y algo indigna para una obra absolutamente notable.